Margo Glantz observa a su padre. No hace ruido, teme interrumpirlo. Don Jacobo –la barba, los anteojos, la vestimenta formal, decenas de libros rodeándolo- aporrea con dos dedos la máquina de escribir. Hace poemas que luego leerá y comentará con Lucía, su mujer. Margo es una niña y está intrigada y maravillada y sabe que, algún día, ella también escribirá. Por eso lee sin parar mitos y relatos de viajes. Pero hay algo que le causa confusión. Su familia es judía y, sin embargo, no vive en los barrios tradicionales de la comunidad judía. No va a clases al colegio israelí. Demora en entender por qué los católicos hacen la quema de Judas. ¿Hablar la mayor parte del tiempo yídish? Le parece cerrarse la posibilidad de adquirir más conocimientos. Además, cada tanto le dan la noticia de que se aproxima una nueva mudanza. Del Centro al barrio de la Condesa y de ahí al de Tacuba. Luego, de regreso a la Condesa.
En los años veinte sus padres salieron de Ucrania y llegaron a México. Aprendieron español y se interesaron por la cultura mexicana, sin abandonar las tradiciones judías. Don Jacobo empezó a convivir con los grandes muralistas del país y a leer la literatura local. Vivían en el Centro de la ciudad de México, en una vecindad de la calle Jesús María, frente al convento del mismo nombre, entre las ofertas a gritos de los vendedores de La Merced.
Para 1930 el mundo se asombraba con el inicio de la marcha de la desobediencia civil en India, mientras un científico estadounidense anunciaba el descubrimiento de Plutón. En México, Pascual Ortiz Rubio asumía el poder en medio de la debacle económica mundial desatada un año antes, el censo de población resaltaba la concentración demográfica en el Distrito Federal y, el 28 de enero, había nacido Margarita Glantz Shapiro.
Pero desde pequeña, Margarita siempre ha sido Margo. Sólo le decían Margarita en la secundaria y cuando su madre la regañaba. En la adolescencia se convirtió en una lectora voraz: Faulkner, Kafka, Hermann Hesse, Thomas Mann. Estudió la preparatoria en el Colegio de San Ildefonso. Ahí fue alumna de Erasmo Castellanos Quinto y de Agustín Yañez. Después estudió Letras Inglesas, Letras Hispánicas e Historia del Arte, en la Facultad de Filosofía y Letras, entonces ubicada en el edificio de Mascarones, en el Centro Histórico. Era la época de esplendor de los grandes maestros: Alfonso Reyes, Julio Torri, Francisco Monterde, Rodolfo Usigli, Samuel Ramos. En las aulas y en las cafeterías conoció a Rosario Castellanos, Luis Villoro, José Luis Martínez, Jaime Sabines, Tomás Segovia. Hacían tertulias maratónicas sobre política, arte, literatura. Y toda esa atmósfera marcó su vida y su trabajo.
En 1953 viajó a París para doctorarse en Letras Hispánicas. Volvió a México y comenzó a dar clases sobre literatura e historia del teatro. Medio siglo después, aunque sea de manera esporádica, no ha dejado de enseñar. Es profesora emérita de la UNAM y visitante en las universidades de Yale, Cambridge, Princeton, Harvard, Siena, Alicante, Madrid, Buenos Aires y Santiago.
Poco tiempo después de su regreso de Francia, le dio una noticia a sus padres: “me quiero casar, pero él no es de la comunidad judía.” Y entonces fue la “oveja negra” de la familia. Hasta trataron de anular el matrimonio. Luego se divorció y vinieron más regaños. Pero disfrutaba su libertad e independencia.
“Conozco a Margo desde mediados de los años sesenta”, cuenta el editor Jorge Herralde en El optimismo de la voluntad. Experiencias editoriales en América Latina (FCE, 2009). “Forma parte del núcleo duro de mis amigos mexicanos desde el principio y hasta ahora. (…) Aparte de varios encuentros con Margo en varios lugares, recuerdo que pasamos un fin de año, en 1983, creo, en la isla de Lanzarote, en las Canarias. Viajamos [mi esposa] Lali [Gubern] y yo desde Barcelona, mientras que desde Praga (donde Pitol oficiaba de embajador con sobrio empaque) llegó la expedición mexicana: el propio Sergio flanqueado por dos inmejorables damas: Margo Glantz y Luz del Amo. Pasamos la noche de fin de año en el hotel donde ellos se alojaban, un hotel copado por escandinavos congestionados (sol y alcohol), y fue en Lanzarote donde empecé a disfrutar más demoradamente de la conversación con Margo y de su peculiar sentido del humor: inesperado, a menudo extravagante y surrealista, e incluso un tanto chiflado, es decir, el género de humor que prefiero.”
Pero ahora, en un frío y nublado día, Margo Glantz no se considera una persona especialmente divertida. “Yo creo que Herralde –explica– se refiere a la vida cotidiana, a la relación amistosa del día a día, donde estamos cenando y hago un chiste o hago una asociación completamente loca, que a él le gusta mucho. Es algo espontaneo, surge durante la conversación. Entre todos los amigos se crea una atmósfera donde surgen cosas chistosas. Nada más.”
Su vida es lectura, escritura, enseñanza y viajes. Sus hijas, sus nietos. Las compras. Premios literarios y académicos. Reflexión y creatividad. Melomanía.
No es cualquier viajera. Es una viajera profesional: “Son viajes que generalmente me pagan porque voy a dar conferencias, viajes de trabajo que luego se vuelven viajes de placer. Son profesionales en ese sentido porque tienen que ver con mi profesión de escritora y de profesora. También es la obsesión de estar fuera de casa. Me deprimo cuando estoy demasiado tiempo en mi casa. Me gusta salir fuera de México, ver nuevos paisajes. Me gustan más las ciudades. Pero últimamente también me está gustando mucho la naturaleza. En la India me gustó más el campo que las ciudades, porque a veces son terroríficas y el campo es mucho más amable. Calma estar en el campo indio. También me gustó mucho recorrer extensiones salvajes en Nueva Zelandia. Y en Australia ir a las montañas sagradas, Puerto Darwin, a los parques ecológicos.”
No hace fotografías. Apunta lo que ve, lo que siente, los recuerdos que llegan a su mente al contemplar un paisaje, un edificio, un monumento, una calle, una casa. Así reúne buena parte del material que luego utiliza para escribir sus libros. Orienta sus recorridos a partir de las tiendas. “Me encanta ir de compras. Me gusta todo, luego son demasiadas cosas y no sé qué hacer con ellas. No puedo sobrevivir si ir de compras. Mi sentido de orientación depende de la compra. En cada país o ciudad a la que voy sé dónde están las tiendas, pero no los lugares turísticos. En mi último viaje compré chalinas, blusas, aretes, collares, pulseras, anillos… Todo eso se los voy a dejar a mis hijas.” CONTINUARÁ…