Susan Sontag (1933-2004) tomó la decisión de divorciarse gracias al rock and roll. Era una chica de 24 años, residente en Boston, madre de un niño de cuatro, doctora en filosofía, escritora en ciernes, esposa harta del sociólogo Philip Rieff y una rockera convencida. “Debido a Bill Haley & His Comets y Chuck Berry me divorcié y dejé el mundo académico para empezar una nueva vida”, le soltó en 1978 al periodista Jonathan Cott, miembro del equipo fundador de Rolling Stone, con quien tenía varios amigos en común. Ambos coincidían en fiestas, pases cinematográficos y conciertos. “Siempre quise hacerle una entrevista. Pero el momento llegó hasta febrero de 1978”, recuerda el editor que también ha escrito en profundidad sobre John Lennon y Yoko Ono.
Para entonces, Sontag ya era todo un referente intelectual en Occidente y solía pasar largas temporadas en París, adonde había llegado por primera vez en el ocaso de los años cincuenta del siglo pasado, recién divorciada. Todavía no tenía su característico mechón blanco en el pelo, le gustaba vestir de vaqueros y camisa y ponerse un poco de Dior Homme. Era, decía ella misma, “una freak de la belleza.” Después de que le extirparan un tumor canceroso en el pecho, el tratamiento recetado por los médicos aceleraba su recuperación.
“El año anterior [1977] había publicado su libro sobre la fotografía y estaba por aparecer La enfermedad y sus metáforas”, puntualiza Jonathan Cott, quien llegó a la capital francesa listo para una de las grandes entrevistas de su carrera. “Me sorprendió su exactitud moral y lingüística. A diferencia de casi cualquier otra persona a la que he entrevistado, Susan no habló mediante oraciones, sino con amplios y medios párrafos.”
Sontag habló —sincera, vehemente, apasionada y sin recato— durante tres horas sobre el amor, la amistad, la sexualidad, la autonomía personal, la construcción de ideas. “Tengo la impresión de que el pensamiento es una forma de sentir y el sentimiento es una forma de pensar”, dijo sin rodeos aquella vez, antes de pedir un descanso para cenar.
Una extensa y profunda entrevista es capaz de revelar todos los entresijos de un personaje. Lawrence Grobel lo hizo con Capote y Fernanda Pivano con Bukowski. Una extensa y profunda entrevista, sin embargo, no es algo a lo que esté dispuesto a someterse cualquiera. No es común, sobre todo, que alguien (como la autora de El amante del volcán, con fama de huraña ante la prensa) opte por alargar una deconstrucción verbal. Pero en aquel febrero parisino de 1978, Sontag le propuso a Cott seguir charlando en Nueva York. Así que en noviembre de ese año, el editor de Rolling Stone llegó a un departamento con vistas al rio Hudson y encontró a la ensayista “rodeada por su biblioteca de 8.000 libros, a la que se refirió como ´mi sistema de recuperación y mi archivo de nostalgia´. Ahí hablamos hasta entrada la noche.”
Entre París y Nueva York fueron 12 horas de entrevista. Por supuesto, la tiranía del espacio obligó a Jonathan Cott a realizar una difícil selección de preguntas y respuestas y a publicar en la revista solo un tercio de la conversación. Ahora, más de 30 años después, Cott nos ofrece Susan Sontag: The Complete Rolling Stone Interview (Yale University Press), un conjunto de reflexiones y observaciones (alejadas de las intimidades de casa y cama, reveladas recientemente por su nuera y por su hijo) de la escritora que no titubeó entre la alta cultura y la cultura popular: “cuando voy a un concierto de Patti Smith me gusta, participo, lo disfruto y lo experimento más intensamente porque he leído a Nietzsche.” Muerta y expuesta, Sontag todavía provoca.
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