Durante los 18 meses en los que Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad, cuatro amigos suyos acudían casi todas las noches a su casa de la colonia San Ángel Inn, en el sur del DF, para que les contara el curso de la novela. Eran Carmen y Álvaro Mutis, María Luisa Elío y Jomí García Ascot.
García Márquez se las arreglaba para narrarles versiones diferentes a lo que en realidad escribía. “Si contaba lo que estaba escribiendo, espantaba a los duendes”, recuerdó el Nobel colombomexicano en un artículo publicado en la revista Cambio en 2001. No obstante, María Luisa Elío y Jomí García Ascot escuchaban los relatos improvisados “como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que —agrega el también autor de La hojarasca— nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro.”
En efecto, se abre Cien años de soledad y antes del célebre inicio (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”), aparece la dedicatoria: “Para Jomí García Ascot y María Luisa Elío.”
Fui a visitar a la destinataria de Cien años de soledad en 2007, cuando Gabo estaba apunto de cumplir 80 años. Tenía entonces 80 años de vida, una cara de luna (“por que tomo cortisona”, dijo), unos ojos verdes como aceitunas que electrizaban lo que miraba, boca carmesí para expresar sus recuerdos y una madura relación amistosa con los García Márquez. Era la tercera hija de Carmen Bernal y de Luis Elío, familia exiliada en México a causa de la Guerra Civil Española. Realizó el guión y actuó la película En el balcón vacío (1961), la única versión cinematográfica del exilio ibérico en México. Escribió Tiempo de llorar y otros relatos (El Equilibrista 1988, Turner 2002), un libro en donde relata el viaje que efectuó a su Pamplona natal después de treinta años de haber salido y en donde recuerda su infancia como metáfora de los sufrimientos de toda una generación de exiliados.
Casi 40 años después de la publicación de la obra literaria más importante del siglo XX, María Luisa Elío Bernal estaba sentada en la sala de su departamento a donde llegó con cierta dificultad debido a los problemas de movilidad de sus piernas. Frente a un vaso de agua con hielos (del que bebió tres largos tragos durante la entrevista) recuerdó el día en que conoció a Gabriel García Márquez y el curso de su amistad, dio su testimonio acerca de la gestación y el nacimiento de Cien años de soledad y trazó algunos rasgos de su historia personal:
—Una vez Álvaro Mutis nos invitó a mi esposo (Jomí García Ascot) y a mí a cenar a su casa porque llegaba un amigo colombiano, una persona —nos dijo— que nos iba a agradar. Esa persona era Gabriel García Márquez, que pasaba por México con rumbo a París. Creo que todavía no estaba casado con Mercedes, ni Álvaro con Carmen. Fue una noche maravillosa. Apareció un jovencito-jovencito, blanco-blanco, que era Gabo. Yo no entiendo por qué dicen que Gabo es moreno, es blanco-blanco de piel. Si se levanta una manga de la camisa o un el pantalón está blanquísimo. Yo le digo: “qué asco, qué blanco eres.”
En fin, aquella primera ocasión que lo vi, Álvaro le decía:
—Gabo, Gabo, cuenta eso que estás pensando escribir, cuenta cosas...
Y él empezó a contar acerca de un barco que había visto no sé dónde. Y luego dijo que en su pueblo había visto llover flores y algo más. Me encantó.
Años después, salíamos del Palacio de Bellas Artes de una conferencia de Carlos Fuentes, estoy casi segura que era de él, y nos íbamos mi esposo y yo junto con Álvaro y Carmen Mutis y pocos más a comer un arroz a la catalana que hizo la propia Carmen en su casa. Éramos un grupito chiquito en el que también iba Gabo. Llegamos, y entonces Gabo empezó a contarnos lo que pensaba a escribir. Y todo el mundo estábamos con la boca abierta alrededor de él, maravillados todos; aunque luego veríamos que lo que dijo se parecía poco a lo que en realidad escribió. Al rato, la pequeña reunión se fue disolviendo y nos quedamos hablando sólo Gabo y yo. ¡Imagínate!, yo estaba enloquecida con tanta cosa fantástica que me decía. Eran nada más y nada menos que los cimientos de Cien años... Al final me dijo:
—¿Te gusta la historia?
—Me maravilla, me vuelve loca. ¡Escribirás la Biblia otra vez!
—¿Pero te gusta? —volvió a preguntar.
—Sí.
—Entonces es tuya.
Me quedé muda. No acaba de entender eso de “es tuya”. ¡Qué iba a hacer yo en la vida para justificar que todo eso fuera mío!... Pero claro, una vez leído el libro, sí lo siento mío, totalmente.
Cuando Gabo estaba escribiendo Cien años de soledad, íbamos todas las noches Álvaro, Carmen, Jomì y yo. Yo tenía una juventud muy de que siempre me dolía algo. Durante el día, yo en cama, le hablaba a Gabo por teléfono y platicábamos sobre la novela. En la noche llegaba mi marido del trabajo y decía:
—Vamos a casa de los Gabos.
Llegábamos y comíamos algo. Gabo y Mercedes ya tenían cientos de deudas, sobre todo con el carnicero. Pero Mercedes siempre tenía algo de comer. Luego bebíamos whisky, entonces no estaba tan de moda el tequila, y así pasábamos nuestra reunión. A veces llevábamos a los niños, mi hijo Diego es un año menor que Gonzalo, el segundo hijo de Gabo.
La idea de la novela surgió en Gabo durante un viaje de fin de semana a Acapulco que hizo con sus esposa y sus hijos. De regreso a la ciudad de México, se encerró a escribir seis horas diarias durante 18 meses, entre 1965 y 1967.
El 30 de octubre de 1965, García Márquez había escrito una carta para Francisco Porrùa, entonces editor de Sudamericana, en respuesta a la petición de éste para publicar algo del colombiano, y se la envío a Buenos Aires. Le contaba que su libro en proceso de escritura era muy largo y complejo. No obstante —le especificó— era la obra en la que tenía depositadas sus mejores ilusiones. Y, aunque la novela todavía estaba inconclusa, se la ofreció para que la publicara su editorial.
Meses después, Gabo terminó la novela y se la envió en dos partes porque no tenía 82 pesos para enviar las hojas en un solo paquete. Por error, remitió primero la segunda parte del libro. Pero a los dos días siguientes, luego de conseguir dinero al empeñar un calentador y una batidora, puso las páginas iniciales en el correo.
Paco Porrùa le mandó a ciudad de México un adelanto de 500 dólares, dinero con el que el Nobel colombiano comenzó a saldar sus deudas familiares.
Sudamericana hizo una primera edición de Cien años... con un tiraje de ocho mil ejemplares, pero se agotaron en una semana. Y desde entonces, no ha parado de reeditarse. A la fecha suman más de treinta millones de ejemplares vendidos, sin contar los elaborados por la piratería.
La novela se publicó el 5 de junio de 1967. En Argentina era un año más del gobierno de Juan Carlos Onganìa, quien realizaba una “represión discreta” mientras varios aficionados festejaban el primer titulo mundial del Racing. Precisamente en junio de 1967 se llevó a cabo la llamada “Guerra de los seis días”: Israel atacó Egipto, Irak, Jordania y Siria, apoderándose del Sinaì, los altos de Golán y el sector árabe de Jerusalén. Cerca estaba la muerte del Che Guevara. En México, la catedral metropolitana había sufrido un incendio que destruyó algunos de sus importantes tesoros artísticos. En Tlatelolco ya se había firmado el tratado para la desnuclearización de América Latina. Y los hijos de Gabo, Rodrigo y Gonzalo, tenían seis y tres años, respectivamente.
El éxito del libro forzó a Gabo a visitar Buenos Aires, pero esa sería su primera y última vez en la capital porteña. Estuvo cerca de un mes y fue jurado de un concurso literario organizado por la revista Primera Plana. Luego vendría la fama mundial.
Apenas García Márquez recibió los primeros ejemplares de Cien años de soledad, llamó por teléfono a María Luisa Elío, que entonces vivía en la colonia Las Águilas:
Levanté el auricular y escuché a Gabo decirme:
—Vente por el primer ejemplar del libro.
Legamos mi esposo y yo y apareció él con el primer ejemplar en las manos.
—Toma, es el tuyo —me dijo a mí.
Luego, como me separé de marido, el sentido de mi pudor y decencia me hizo decir:
—Esto no es mío, pero tampoco tuyo.
Y regalé ese primer ejemplar de Cien años... ¡Qué tonta me vi! Qué cosas hace uno... Si es que lo debí haber guardado y ahora sería millonaria —dijo María Luisa Elío con una sonrisa.
En infinidad de ocasiones, amigos del autor y lectores anónimos se han preguntado cuánto es verdad y cuánto es mentira en la novela. Pero la mayoría ha concluido que es una tarea inútil y que lo mejor es disfrutar de la obra y creer lo increíble porque Gabo es un mentiroso ejemplar, un renovador de las estructuras narrativas y el padre de los fabuladores contemporáneos.
En El olor de la guayaba, García Márquez le dijo a Plinio Apuleyo Mendoza que “Cien años de soledad carece por completo de seriedad y está llena de señas a los amigos más íntimos, señas que sólo ellos pueden descubrir.” Sin embargo, Elío aseguró no identificar personajes o circunstancias específicas. “Yo creo que al decir eso, Gabo se está refiriendo principalmente a Álvaro Mutis. Uno decía: quién de todas nuestras conocidas habrá puesto como Remedios la bella, quién será... O: a ver, tal personaje que piensa así debe ser... Pero sólo en la cabeza de Gabo está la verdad.”
—Doña María Luisa, después del éxito de Cien años..., ¿cambió en algo su relación amistosa con Gabo?
—No cambió porque siempre fue espléndida y sigue siendo espléndida. He tenido la suerte de que he podido ser muy su amiga, sin que su éxito apabullara nuestra amistad. Yo disfruto ese Gabo casero, que está con su mujer, con sus hijos, un gran marido, un gran padre, un espléndido amigo y hermano... Que Gabo es el mejor escritor del mundo, todos lo saben, no lo tengo que decir yo... Para mí él y su familia son muy especiales. Son algo extraordinario que me ha pasado en mi vida. No hace falta tenerlo frente a mí constantemente, somos muy amigos. Pero si llamo ahora mismo a Mercedes y le digo que voy para su casa, me dice sí. Y hace un bacalao que sabe que me encanta. Entonces, llego a su casa y siento que no he ido a otra parte, sino que estoy entrando en mi casa.
Como bien lo anuncia el título, el tema de la novela es la soledad. “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”, dijo García Márquez en su discurso de aceptación del premio Nobel de literatura en 1982.
—¿Qué representa la soledad para María Luisa Elío?
— Para mí la soledad es la vida misma. Yo hace poco tuve un accidente fuerte. Estuve diez horas bajo un mueble; nadie podía sacarme porque era de noche. Luego me sacaron y me llevaron a un sanatorio y allí me morí. O eso creyeron todos, que me había muerto. Pero sentí una soledad total, perfecta. Y hora, como casi no puedo andar, estoy muy sola. Tengo unos dolores muy fuertes, sobre todo en la espalda, sólo sentada o acostada puedo estar, sobre todo acostada. Y esa soledad es casi un privilegio. Es una soledad que yo agradezco con toda el alma. Estando sola hablo conmigo misma. Tengo grandes, grandísimas conversaciones conmigo misma. Gabo tiene razón: estamos condenados a la soledad. Pero para mí eso es un estado de gloria. Lees mi libro Tiempo de llorar y notas que está lleno de soledad y que al escribir trato de quitar y no de poner. Porque me parece que das más quitando que poniendo. T. S. Eliot, dice en Cuatro cuartetos: “En mi fin está mi principio.”
Hace algunos años, María Luisa Elío abusó de los somníferos. Sólo eso, abuso. Porque niega categóricamente un intento de suicidio. Y para explicar lo ocurrido, se remontó a su infancia al tiempo que descuelga de la pared y muestra un pequeño retrato en blanco y negro, enmarcado en color oro. Es ella cuando era niña, rubia, con trenzas y un abrigo.
— Mira: esta es una chica con una cara que... es especial, no es cualquiera. Esas ojos sí eran ojos de persona, ahora los tengo de vieja accidentada. Pero aquí estoy dos años antes de la Guerra Civil Española. Yo era la niña más feliz del mundo, alegre, dichosa, pero la guerra me partió, me hizo sumamente desdichada. Eso se fue acumulando, acumulando con otras cosas personales como la muerte de mi madre, la muerte de mi padre, la separación de mi esposo... Lo que pasó aquella vez con los somníferos fue que me hicieron una radiografía de esas que pinchan la espalda. Regresé a casa en un camión, no tenía dinero para un taxi, y pasé la noche sola con mi hijo, sin nadie que me cuidara, con un niño que tenía que levantar al día siguiente para el Colegio... en fin yo no tenía fuerzas para nada. Sólo quería dormir y dije: a la fuerza me voy a dormir y me tomé unas pastillas. Pero nunca intenté suicidarme.
En el librero que ocupa una pared de piso a trecho y de extremo a extremo en la sala de María Luisa Elío, se podían apreciar obras de Sor Juana Inés de la Cruz y T. S. Eliot, entre muchos otros libros. Pero destacaba una obra gruesa, que sobre el lomo blanco tiene un recuadro rojo que dice Vivir para contarla. Son las memorias de García Márquez dedicadas especialmente para su amiga. En la portadilla hay una flor y dibujada con tinta negra y unas letras que dicen: “Para María Luisa. Otra vez. Gabo.”
—Sí, las memorias de mi contemporáneo. Ya tendremos la misma edad ¿eh?, dijo Elío mientras echaba un vistazo al libro.
Durante años, las biografías oficiales estipulaban que Gabriel García Márquez había nacido el 6 de marzo de 1928. Sin embrago, fue su padre, Gabriel Eligio García, quien proporcionó la fecha correcta del nacimiento: 6 de marzo de 1927, un año antes de la famosa huelga bananera de 1928. La fe de bautismo del escritor, fechada el 27 de julio de 1930 por el cura de la iglesia de San José de Aracataca, Francisco C. Angarita, registra también como fecha de nacimiento el 6 de marzo de 1927. Y así también lo señala Dasso Saldìvar en su biografía definitiva sobre Gabo (García Márquez. El viaje a la semilla, Alfaguara, 1997).
Pero doña María Luisa Elío no duda del año, sino del día:
—¿Es el seis de marzo? —preguntó— Yo creí que era el 14. Qué bueno que me dices...
—¿Ya pensó que le va a decir ese día a su amigo?
—Gabito, un beso. Nada más.
María Luisa Elío murió en 2009.
* * *
POLIFONÍA ACERCA DE GABO
Álvaro Mutis, escritor:
Cien años de soledad es la muestra perfecta o el ejemplo cumplido de un clásico. Tiene la condición fundamental de un libro clásico: el tiempo no lo deja de lado, no lo perturba. Siempre es un libro nuevo. Es un libro en donde los cambios que ha habido en la civilización humana no pueden tocarlo. Eso es Cien años de soledad.
Yo leí el primer borrador de la novela y me quedé asombrado de haber leído un clásico.
La edición francesa de Cien años está dedicada a mi esposa Carmen y a mí. Pero nunca le he preguntado a Gabo por qué.
Emmanuel Carballo, escritor y crítico literario:
Tenía mucha amistad con Gabriel García Márquez. Me lo había presentado Vicente Rojo justo cuando tenía el gran proyecto de Cien años de soledad. Gabo hizo una cosa muy bella: vendió todo lo que tenía, dejó de trabajar, pidió dinero prestado y se puso a escribir durante un año. Todos los sábados me dejaba lo que había escrito en la semana y yo le comentaba lo que pensaba. Siempre le dije que estaba haciendo una obra maestra, una de las grandes novelas del siglo XX. Sólo que uno sea muy tonto o envidioso, no ve en Cien años... una obra maestra. Con esa novela todo lo anterior desaparecía. Es el punto final de una forma de hacer literatura y la primera fase de una nueva etapa. Uno cree esa historia, aparentemente imposible, y eso sólo lo hace un gran escritor.
Pero también vi que Gabo sería vanidoso, porque sus grandes logros lo iban a cambiar. Y no volvió a ser el mismo. Recuerdo que poco antes de que saliera la novela nos reunimos y le dije:
—Gabo, te vamos a perder, te va rodear la fama y únicamente estarás rodeado de gente “importantísima”.
Él dijo que no sería así, que seguiría siendo siempre la misma persona sencilla. Pero eso ya era imposible: en unos cuantos días se convirtió en una celebridad a escala mundial.
Ahora es un hombre que a mí no me agrada moralmente, por su amistad con Fidel Castro, por ejemplo. Aunque si Gabo llegara a escribir una biografía de Fidel... ¡imagínate lo mucho que tiene que decir después de todo lo que el cubano le habrá contado!
Juan Luis Cebriàn, periodista, director fundador de El País:
Un día que Gabriel García Márquez estaba tomando un refresco con unos amigos en una terraza de Caracas, consultó el reloj y se levantó apresurado, disculpándose: tenía que irse o de otro modo perdería el avión para Colombia, lujo que no se podía permitir, pues marchaba allí para casarse. La sorpresa fue máxima. A nadie de su entorno le había hablado de Mercedes, aquella joven bellísima, delgada y morena, de mirada intensa y lengua acerada con la que al poco tiempo contraería matrimonio en Barranquilla. Es difícil saber cómo hubiera sido la obra de este escritor si no hubiera estado animada desde el principio por el soplo mineral, terco y profundo de esa mujer plena de convicciones, desbordada por una ternura que oculta deliberadamente, como si temiera que al descubrirla se vinieran abajo la entraña de su carácter y la raíz de su fortaleza.
El caso de Cien años de soledad no tiene parangón en la historia de la literatura, al menos en lengua española. Millones y millones de ejemplares vendidos en su versión castellana hicieron a García Márquez el escritor hispano más famoso, y quién sabe si el más rico, de todos los de este siglo.
Hermético y transparente a la vez Gabriel García Márquez vive la categoría incómoda de los mitos vivientes. Tiene acceso a los poderosos de la Tierra, se codea con jefes de Estado y primeros ministros de medio mundo, pero no por eso ha dejado de ser un personaje familiar íntimo, entrañable para millones y millones de sus lectores.
Carlos Fuentes, escritor:
Yo me fui a vivir una larga temporada a París y Gabo se encerró a escribir Cien años de soledad. Mercedes cerró las puertas de la casa, cortó las líneas de teléfono y abasteció el refrigerador. Un año más tarde, me llegaron las primeras 50 páginas de Cien años de soledad. Las leí con emoción, asombro y sobre todo gratitud por tener un amigo de tan inmenso talento y de tan inmensa generosidad. Porque ésta era una novela generosa. En muchos sentidos. No sólo daba y se daba. No sólo poseía ese don de reconocimiento —la anagnórisis que da titulo a un hermoso libro de Tomás Segovia, gran poeta de nuestra generación— sino que, magistralmente, generosamente, demostraba la compatibilidad de los géneros en una época de sequía literaria determinada por la dictadura del nouveau roman francés, empeñado en convertir la literatura en desierto. Frondoso por generoso, García Márquez nos volvía a ubicar a todos en el territorio de La Mancha, la gran provincia trasatlántica de Cervantes, donde se dan cita la épica de caballería, la picaresca, la novela bucólica, la trama bizantina, la novela dentro de la novela, la cárcel de amor, la generosidad literaria que García Márquez recupera para América Latina a partir de una tradición compartida y de una ubicación geográfica amorosa.
*Publicado en Babelia (suplemento cultural de El Paìs) 6 de octubre de 2002.
Fidel Castro, ex presidente de Cuba:
Su literatura es la prueba fehaciente de su sensibilidad y adhesión irrenunciable a los orígenes, de su inspiración latinoamericana y lealtad a la verdad, de su pensamiento progresista.
De Gabo siempre me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto generoso y de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros quienes mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de nuestra vieja y entrañable amistad.
*Publicado en revista Cambio, 6 de octubre de 2002.
Milán Kundera, escritor:
Cien años de soledad fue el primer libro de Gabo que leí. Y quedé deslumbrado: pensé en el anatema que el surrealismo había lanzado sobre el arte de la novela al que había estigmatizado como antipoético, y cerrado por completo a la libre imaginación. Y resulta que la novela de García Márquez no era más que eso: imaginación libre. Una de las más grandes obras de la poesía que conozco, en cada una de cuyas frases brillaba la fantasía, y cada una era una sorpresa, maravillosamente: una respuesta contundente al menosprecio por la novela proclamado en el Manifiesto del surrealismo (y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento de un extremo al otro del siglo).
Leí esa novela en una sola jornada y de inmediato le escribí un postfacio (para la edición checa), que recibí impreso en las segundas pruebas, pero que nunca fue publicado. Qué azar maravilloso: el postfacio de Cien años de soledad fue mi primer texto prohibido (a causa de mi nombre) por los nuevos amos del país. Esa prohibición dio inicio a la segunda mitad de mi vida, que es la de un escritor proscrito en su propio país.
*Publicado en revista Cambio, 6 de octubre de 2002.
UN SER SOLITARIO Y TRISTE, AUNQUE RESULTE INCREÍBLE: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
—Siempre hablas con mucha ironía de los críticos. ¿Por qué te disgustan tanto?
—Porque, en general, con una investidura de pontífices, y sin darse cuenta de que una novela como Cien años de soledad carece por completo de seriedad y está llena de señas a los amigos más íntimos, señas que sólo ellos pueden descubrir, asumen la responsabilidad de descifrar todas las adivinanzas del libro corriendo el riesgo de decir grandes tonterías.
Plinio Apuleyo Mendoza / Gabriel Garcìa Màquez. El olor de la guayaba.
Cien años de soledad se publicó en 1967 en Buenos Aires: ocho mil ejemplares. Cuando supe que la editorial Sudamericana había editado tantos les escribí diciendo que estaban locos, que se iban a arruinar. La semana siguiente a publicarlo, la editorial decidió lanzarlo con un gran reportaje en la revista Primera Plana, y fue un periodista a México a hacerme una entrevista. Querían darme la portada, pero estalló la guerra de los Seis Días y a última hora pusieron una foto de Dayan. Sin embargo, ya no se podía —como hubieran querido— recoger la edición, que estaba en librerías, para lanzarla después. Cuando salió la revista, a la semana siguiente, ya no quedaban libros en la ciudad. Como en la editorial no había precedentes de esto, no tenían ningún proyecto, ni cupo de imprenta, ni papel, y creo que ni dinero, para reimprimir. Y durante varios meses, como unos seis, no había libros.
He explicado muchas veces, entorno a Cien años de soledad, qué papel juega esta última palabra. No sé si con razón o sin razón, es la soledad de América Latina. El discurso de Estocolmo explica todo eso. Y no es una salida fácil. Diría que es difícil. El título del libro lo puse al final, no lo tenía hasta la penúltima línea. De pronto creo que... las estirpes condenadas a cien años de soledad... ¡paf! ¡Pero si éste es el título! Pegué un grito. El libro saltó como un torrente, como yo creía que era la vida real nuestra. Y luego, al final, me di cuenta de que todo lo que estaba sucediendo en él es que se trataba de una estirpe condenada a la soledad... Soy uno de los seres más solitarios que conozco, y de los más tristes, aunque resulte increíble. Fundamentalmente solitario y triste. Pero no yo sólo, la gente del Caribe es muy así aunque tienen fama de todo lo contrario, de gregarios, de pachangueros, de parranderos, de fiesteros, pero tú los ves en plena fiesta y están con unos ojos de melancolía... No sé si esa soledad es también la desesperanza.
*Tomado de Retrato de Gabriel García Márquez. Juan Luis Cebriàn, Barcelona, Galxia-Gutemberg-Círculo de Lectores, 1997.
UN TAL GABO
Darío Gallo
Al fondo del callejón de los Nísperos en un barrio apacible de Cartagena de Indias vive Luisa Santiaga Márquez Iguaràn (92), hija de un coronel y madre de un premio Nobel, aunque esto la tiene sin cuidado. La niña Luisa, así le dicen desde que era niña, está sentada como ausente en la mecedora del patio delantero, recién la bañaron, huele a colonia. Tiene las manos entrelazadas y los pulgares girando sobre sí mismos en innegable espera. Desde hace un tiempo, la memoria le naufraga y suele desconocer a algunos de sus 11 hijos. Es el último sábado del año y un suspiro de brisa aligera el crepúsculo cuando sus hijas Ligia, la charlatana; Rita, la suave; y Aída, que fue monja, gritan trío: “¡Niña Luisa, viene Gabito!” Pero Luisa ni parpadea. Desde el portal, vestido para el partido de tenis de las siete, Gabriel García Márquez (70), saluda sonriente, pantalón corto y zapatillas blancas. Se acerca a la madre: “¿Y usted cómo anda?”, pero nada. Por la casa del callejón de los Nísperos transitan nietos, bisnietos, primos y vecinos, pero ni la gritería ni el movimiento alteran a Luisa. Entonces, Aída, la que fue monja, desafía: “Niña Luisa, ¿Gabito es su hijo?” Sí, contesta a secas la madre. “¿Su primer hijo?” Sí, responde firme. “Y dígame, niña Luisa, usted quiere a Gabito?” Sin dejar de girar los pulgares, niña Luisa sorprende: “No”. Entonces Gabo, Gabito, el Nobel, el colombiano más famoso del mundo, levanta los brazos en señal de rendición: “Tanto que ha hecho uno, tanto esfuerzo, para que la madre no le pare bolas...!” Todos sueltan la carcajada.
*Publicado en la revista Noticias (Buenos Aires, Argentina), 3 de enero de 1998
Hay 2 Comentarios
Tuve el placer de estar en casa de María Luisa Elio y escuchar de su voz esta anécdota de vida, a la fecha ella ya murió, y como me gustaría saber la opinión que guarda de este tema Diego el hijo de María Luisa, buscamos una entrevista a la muerte del Gabo, no hubo suerte.
Publicado por: Ray | 26/04/2014 19:31:15
No recuerdo bien si el pasado simple de "recordar" es "recordó" o como se dice reiteradamente en éste artículo "recuerdó" Bueno, yo recuerdaré por siempre al Gabo!
Publicado por: Leo | 24/04/2014 8:41:40