Ahora lo ves. Ahora no lo ves. Cuando, en octubre de 2013, cientos de muros de Valencia fueron tapizados con los carteles que anunciaban la celebración del Festival Internacional de Mediometrajes La Cabina, los organizadores no previeron que, sólo unos instantes después, esos muros quedarían desnudos. Cientos de fans de Paula Bonet, la ilustradora que hizo de un conejo blanco la insignia del evento, los arrancaron con sumo cuidado para llevárselos a casa. Eran unos 3.000 y, ante el furor coleccionista, no quedó más remedio que reimprimir y hacer otra pegada. La autora pidió a través de Facebook que ya no los quitaran de las paredes y la mayoría de sus miles de seguidores le hizo caso.
¿Qué tienen los dibujos de esta treintañera pelirroja para que se les considere objetos del deseo?
Paula Bonet (Vila-real, 1980) es hija de un restaurador de muebles que, cuando era niña, todos los días pasaba un rato dibujando en el taller de su padre. También hacía figuras humanas en la mesa de la cocina. Después estudió Bellas Artes en Valencia, Nueva York y Santiago de Chile. Su primer cuadro al óleo era un barco que luchaba contra la tempestad en medio del mar. Pero pronto se dio cuenta de que era mejor pasar de la complicación y la paciencia del óleo, el grabado, la litografía y la serigrafía, al resultado rápido y directo del bolígrafo, las acuarelas y la tinta china. De pintora a ilustradora. De la galería a la expansión de la obra a través de Internet.
Hace dibujos para libros, revistas, discos y persianas de tiendas y locales. Vive de sus dibujos desde hace 10 años. Pidió una hipoteca para tener “un estudio decente.” Y dice que, por fortuna, siempre ha podido llegar a fin de mes. Dedica unas 10 horas al día a dibujar, los siete días de la semana. Por eso ella misma reconoce que es una dibujante compulsiva. En su mesa de trabajo, escribe el objetivo que desea alcanzar. Compara fotos, esbozos, pruebas de color. Un trazo tras otro. Luego, cuando le aprueban el boceto, hace el dibujo definitivo. Dice sentirse influenciada por la poesía y, a veces, por el melodrama. Admira a autores como Javier Marías, Rosa Montero, Paul Auster o J. M. Coetzee.
Hace un mes presentó su primer libro ante decenas de jóvenes (la mayoría mujeres) que le pedían autógrafos. En las páginas de Qué hacer cuando en la pantalla aparece The End (Lunwerg) hay una sucesión de ilustraciones que cuentan historias acompañadas de palabras. O, lo que es lo mismo, fragmentos de textos que conviven con imágenes. Hay amor y desamor. Decisiones arriesgadas. Impulsos. Relaciones cambiantes. Algunos principios y muchos finales. Distintos rasgos con los que su generación de identifica. Y una lista de canciones alternativas como sugerencia para acompañar la lectura. Es un conjunto completo que le dice al público: mira, lee y escucha. Por eso su trabajo es objeto del deseo.
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La descubrí por la noticia de los carteles del autobús y me gustó mucho su obra, como a todos. La semana pasada le regalé su libro a mi sobrinilla adolescente, que también dibuja y muy bien. Qué contenta se puso y cómo le gustan los dibujos. Ya tiene una fan más. Debería vender originales, que seguro que se los iban a quitar de las manos como pan caliente y así se quita la hipoteca.
Publicado por: Jose | 07/04/2014 16:48:59