Moussa era un niño de 12 años cuando logró doblarse lo suficiente para caber en el contenedor de la ropa sucia. Su hermano mayor, erigido en cómplice perfecto, lo cubrió con algunas prendas y cada uno por su lado espero a que su madre llegara para sorprenderse con el hijo menor “hecho un trapo.” La madre no tardó y al ver al pequeño ahí dentro se asustó y gritó y salió corriendo para contar su hallazgo, mientras en un rincón dos diablillos se descojonaban de risa. Al darse cuenta de la broma que le habían gastado, volvió con una alpargata de madera en la mano y le asestó un duro golpe en la cabeza al niño que, para entonces, ya se había desdoblado.
Más tarde, todavía impactada y compungida, la señora fue a la iglesia para hablar con el sacerdote acerca de lo ocurrido. “Yo creo, padre —dijo con la seriedad de los devotos— que mi hijo necesita un exorcismo. Porque lo que hizo debe ser cosa del demonio.” Unos minutos de charla después, le quedó claro que había sido algo propio de los niños traviesos. Pero con el paso del tiempo supo que aquello fue, en realidad, el principio del extravagante oficio que su hijo llegaría a dominar como pocos.
33 años después, Moussa recuerda aquel día con carcajadas y frases en español salpicadas de palabras en inglés, francés y portugués, y gesticulando demasiado para hacerse entender. Muestra la cicatriz que le dejó el golpe de su madre y vuelve a reír. Está en el Teatro Rialto de la Gran Vía de Madrid, frente a un vaso de agua, unas horas antes de que inicie la función de A Marte Cabaret, el musical en el que participa y encandila todas las noches al público caminando como araña o pasando su cuerpo por una raqueta.
Moussa —la cabeza bien rasurada, la mirada y la sonrisa encendidas, las manos inquietas, los músculos del cuerpo bien definidos— ha recorrido varios países y algunas ciudades de España con otros espectáculos. Aunque los números que presenta han variado, dice que el objetivo siempre es el mismo: “captar la atención de la gente. “Para eso tengo carisma. Y tengo fuego”, dice con orgullo.
Nació en Uige, en el noreste a Angola, y desde pequeño soñaba con ser actor. Se le atravesó la precariedad económica familiar y la inestabilidad política de su país y tuvo que crecer en la vecina República Democrática del Congo. Un día estaba con un amigo viendo en la televisión a una contorsionista china que hacía gala de su cuerpo de goma. “¡Tú también puedes hacer eso, Moussa!”, le dijo su amigo. Y Moussa le hizo caso. Empezó a imitar los movimientos y posiciones que veía en la pantalla y luego, día tras día, se esforzaba por ser más flexible, más elástico, más de goma, hasta que comenzó a hacer cosas sorprendentes. “Muchos lo pueden hacer. Pero no todos son conscientes de la capacidad que tiene su cuerpo”, dice.
Cuando la situación de Angola pareció apaciguarse, este hombre que ahora tiene 45 años (que no aparenta) y mide 1.86 cm. volvió a su tierra para integrarse al Ballet Nacional de Luanda. En 1992, las cosas volvieron a torcerse y entonces, con la ayuda de su profesor de baile, se fue a Río de Janeiro (Brasil). Moussa quería ser artista, pero en esa ciudad el panorama no era muy alentador. Así que se fue a París. Presentaba su show contorsionista en la calle hasta que un día un cazatalentos le llevó a su agencia de espectáculos y le facilitó el camino para hacer lo que siempre había soñado.
“La gente piensa que lo que hago es magia. Estoy consciente de que no solo tengo flexibilidad, sino también carácter. Me concentro y la gente me mira con atención. Porque tengo fuego. Ese es el secreto”, explica. Ahora Moussa es profesor de contorsionismo. “Tengo 17 estudiantes y dos son maravillosos. Pienso que lograrán lo que yo he logrado.” Está casado con una japonesa (“con esto se liga mucho”) y es padre de tres hijos. “Con ellos vivo en París, sólo viajo unos meses a algún sitio para trabajar. Este año ha tocado Madrid.” Dice que no sigue una dieta específica. “Casi no como carne, nada más. Y voy al gimnasio y duermo varias horas.” Piensa retirarse a los 52 años. Se ufana de nunca haber tenido alguna lesión (“porque tengo disciplina”) y de que cuando sale al escenario “el público no mira para otro lado.” Porque, ya lo saben, el hombre que es capaz de atravesar una raqueta y de caminar como araña tiene candela.
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