Soy casi un recién llegado al DF y ¿saben lo que más me ha llamado la atención de esta ciudad? No ha sido el Zócalo, ni el paseo de la Reforma, ni el castillo de Chapultepec , ni ninguno de los monumentos que salen en la guía, ni el picante, ni la simpatía de los chilangos, ni el metro con vagones para mujeres, ni las tormentas de las seis de la tarde. Tampoco la tranquilidad con la que se puede vivir, si se siguen normas de sentido común, pese a que tras “informarse mucho” uno esperaba aterrizar en una selva inhabitable. Resulta que en la ciudad donde viven más personas del mundo lo que más me ha sorprendido han sido unos animales. Los alumnos ejemplares de las escuelas de perros del Parque México, en el barrio de La Condesa.
Es lo primero que enseño a quienes vienen de visita. Porque me queda cerca de casa y porque contribuye a difuminar en la mente del recién llegado la idea machacona y cansina del México violento y desapacible. En un claro entre fresnos, jacarandas, palmeras y plátanos encuentras una escena de película de dibujos animados: 20, 30 o 40 perros de todas las razas y tamaños, chihuahuas, pittbulls, san bernardos, pastores alemanes o chuchos sin linaje, tumbados tranquilamente, unos juntos a otros, esperando su turno para salir a pasear o recibir adiestramiento. Sin pelearse, sin acosar los machos a las hembras en celo, que las hay. Sin ladrar apenas. No hacía falta decirlo, pero por si acaso Raúl, uno de los adiestradores, lo aclara: “Son mejor portados que los niños de un colegio”.
Empezamos con las presentaciones. Raúl recita los nombres de sus alumnos sin dudar, como si fuera la alineación de un equipo de fútbol: “Mika, Shake, Lola, Mike, Odin, Yami, Simón, Lola, Mona, Luna, Luquita, Peper, Hortensia, Tocayo, Ramiro, Verja y Cúper”. A diferencia de las escuelas humanas, la jornada empieza con el recreo: de 8 a 10 de la mañana, sueltan a los perros para que corran, jueguen, socialicen y “hagan del baño”. Luego vienen las clases, en dos niveles: el curso básico de diez semanas y el avanzado. Unos aprenden a sentarse, tumbarse o levantarse sobre sus patas traseras; otros pasean, en grupos de seis o siete, de la mano de los profesores o, los más ágiles, amarrados a una bicicleta; el resto espera plácidamente. Solo los novatos, que aún no han aprendido el “quieto” (estar parados) quedan amarrados a los árboles.
El colegio es de pago, y no es barato. Cuesta 600 pesos (36 euros) por tres días semanales en un país donde el salario mínimo está en 60 pesos diarios. Raúl cuenta que el método lo importó Larry Casanova, un veterano de la Guerra del Vietnam que trajo “la obediencia canina a México” hace 30 años y que ahora adiestra perros para anuncios y programas de Televisa. Una de las claves es ser firmes, pero nunca violentos. “Si les pegas, se vuelven más agresivos”, explica, lo mejor es llamarles la atención tirándoles de la correa. “No hay razas más difíciles, lo importante es la personalidad de cada perro. Si son mayores y traen vicios adquiridos es más difícil enseñarles. Pero nunca hemos dicho con ése no pudimos”, sonríe.
Y sí, el método viene de Vietnam. “Es un sistema que yo desarrollé por propia iniciativa a partir del adiestramiento de los perros detectores de minas”, cuenta en conversación telefónica el propio Casanova. Cuando salió de la infantería de marina quería ser veterinario, pero se dio cuenta de que ya había muchos… pero poca gente que supiera adiestrar. “La clave está en la paciencia y la constancia, en recompensar al perro en lo que hace bien y en corregirle ligeramente lo que hace mal”, explica. Y esas pautas las aplicado con todos los animales con los que ha trabajado en series, anuncios o películas como Amores perros. De su trabajo con los caballos se ganó el sobrenombre de señor zanahoria. “Casi no me acerco a ellos si no traigo zanahorias, para que me asocien con algo positivo”, bromea.
Apenas a unos metros de la escuela, en un piso con vistas al parque y, desgraciadamente, al alcance del ruido de la tamborrada que se organiza allí cada fin de semana, vive el escritor colombiano Fernando Vallejo, radical defensor de los animales. Es fácil encontrarlo dando una vuelta por el barrio junto a su perra Quina, a quien llama “mi hija” aunque es difícil determinar quién saca a pasear a quién. Vallejo sostiene que los animales son también nuestro prójimo y nos anima a aprender de ellos más que del humano, que “es el más malo de todos los seres vivos porque entre otras cosas pertenece a la única especie que miente”.
Hagámosle caso. Saltemos por un día del tiovivo urbano, aunque sea en marcha, y vayamos a un banco tranquilo del Parque México, para observar a nuestros parientes caninos darnos una lección de civismo. Fijémonos bien en ellos. Y tal vez, con algo de suerte, lleguemos a hacer nuestros estos versos que escribió hace 140 años el estadounidense Walt Whitman en su poemario Hojas de Hierba: “Creo que podría transformarme y vivir como los animales / son tan tranquilos y mesurados. / Me complace observarlos largamente / No se afanan ni se quejan de su suerte / no se despiertan en la noche con el remordimiento de sus culpas / no me aburren discutiendo sus deberes para con Dios / ninguno está descontento, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas / ninguno venera a los otros, ni a su especie, que tiene miles de años de existencia / ninguno es respetable ni desgraciado en toda la ancha tierra”.
Fotos: Pradip J. Phanse