Periscopio Chilango

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Blog coral elaborado por la redacción de EL PAíS en México y coordinado por el corresponsal Luis Prados y Salvador Camarena.

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Hasta que una tarjeta prepago nos separe

Por: | 26 de mayo de 2012

Divorcio
                                                                         Ilustración: AGENCIA CORBIS

Si usted vive en el Distrito Federal, la capital de México, y está casado, no se sorprenda si en las próximas Navidades, un familiar -o un amigo de esos que se meten en todo- le ofrece como obsequio una tarjeta prepago para que se anime a iniciar los trámites de su divorcio. Gestionar a través de una web el fin legal de su matrimonio o dar el primer paso para terminar con el de su hijo es posible desde el pasado mes de abril gracias a la iniciativa de un despacho de abogados. Liberapass, nombre con el que se ha bautizado el proyecto, promete la obtención del divorcio en un plazo total de entre 3 y 4 meses con un único desplazamiento obligatorio: la visita al juzgado para firmar los documentos.

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Taxistacubaya
¿Qué sensación de seguridad puede ofrecer un taxista que conduce sin espejo retrovisor? El chófer que nos transporta es un hombre-roble con un bigote estrechito, a la antigua usanza mexicana. Cuando quiere cambiarse de carril, cosa que hace cada dos por tres sin poner el intermitente, se basta con asomar la cabeza afuera y echar un ojo de refilón antes de ocupar el carril con un volantazo desconsiderado.

El hombre-roble tiene una técnica para avanzar por el embotellado tráfico de Ciudad de México en hora punta. -Hora pico, dicen los mexicanos-. Su técnica es el mero zigzageo. Allá donde el tráfico respira mínimamente, como un pez gordo y cansado que abre sus branquias para seguir boqueando, el taxista se cuela como una flecha para adelantar unos metros de asfalto.

A él y a su cuadrilla de Ángeles del Infierno, que en vez de californianos son mexicanos, y que no cabalgan en Harley sino en coches más o menos ramplones, la gente los conoce como los taxistas kamikaze, o taxistas de la muerte.

Es una flota de unos 150 taxis que cubre la ruta entre Tacubaya, una parada de metro del centro de la ciudad, y Santa Fe, una zona de negocios a 13 kilómetros de allí. Sus clientes son cientos de oficinistas de clase media que quieren llegar puntuales a su trabajo. La oferta de los kamikaze es atractiva: llegar en menos de 30 minutos.

El otro medio de transporte, el microbús, un camioncito eminentemente incómodo donde los cuerpos van constreñidos y los oídos tienen que soportar los éxitos latinos del momento a un volumen imperial, tarda más de una hora en hacer el mismo recorrido. Cuesta cuatro pesos (20 céntimos de euro), pero los oficinistas prefieren pagar seis veces más (100 pesos entre cuatro pasajeros) por recortarle tiempo al tráfico del DF, aunque sea a bordo de un taxi cuyo apodo remite a una caja de pino sobre ruedas.

Pero estos motes son exagerados, como tantas otras cosas en una ciudad tan excesiva como el DF. Los taxis de la muerte conducen de manera silvestre pero no corren mucho, y aún si quisieran hacerlo, por mucha intención que tuviesen de arriesgar la seguridad de sus pasajeros por amor al pilotaje extremo, lo tendrían complicado: la circulación en esta ruta es asfixiantemente lenta. Por lo tanto, más que apretar el acelerador, lo que hacen los famosos kamikaze de Tacubaya-Santa Fe es colarse como sea por los intersticios del tráfico inmóvil sin tener en cuenta a los otros; más que tipos que desprecian la vida, son tipos que se ganan la vida ignorando el civismo circulatorio.

*****

El objetivo de este escuadrón de taxis abruptos es simplemente avanzar donde resulta casi imposible avanzar.

Una de sus tácticas es juntarse en grupos de dos o tres para irse abriendo paso entre sí, en una combinación ruda de bloqueos a los demás vehículos y continuos cambios súbitos de carril. 

Otra de sus herramientas para reinar en la selva mexicana del dióxido de carbono es la intercomunicación. Los grupos que van delante van dando pistas a los que vienen detrás por medio de walkie-talkies o con el teléfono móvil en manos libres. Usan una jerga telegráfica de direcciones y atajos llena de órales, güeyes y chingados que es imposible descodificar.

Esas son las características comunes a la tribu, aparte, cómo no, de la norma inquebrantable de no llevar puesto el cinturón. Luego cada cual tiene sus detalles, como, por ejemplo, un taxista que en lugar de llevar una bocina en el volante que haga po po como todos los coches, tiene un botoncito rojo encima del aparato de radio que aprieta y hace un soniquete como el de una sirena policial o como el de una ambulancia. La antítesis del fair-play vial.

Y los únicos momentos de riesgo por exceso de velocidad tienen lugar en el último tramo del recorrido, cuando la avenida se ensancha cuesta abajo por un cerro que conduce a Santa Fe y el tráfico se aligera. Ahí, órale, estos güeyes sí aceleran para recuperar todos los segundos que pudieron perder en el cenagal previo de automóviles. Deben llegar rápido por dos razones: para cumplir con los pasajeros, y, sobre todo, para volver cuanto antes a Tacubaya (mientras dura la hora punta) para cargar a otros cuatro clientes.

Por lo tanto, exceptuando la parte de rally final, en la ruta de los kamikaze la seguridad se mantiene dentro de un rango más o menos razonable. Circulan historias que hablan de accidentes reiterados, hasta mortales, por culpa de su conducción precipitada, pero tanto los taxistas de la ruta como la dirección de tráfico del DF niegan que eso sea verdad.

El ayuntamiento, eso sí, reconoce que no es legal cargar cuatro pasajeros para un viaje. Pero no le parece suficiente motivo para desestimar la contribución de los taxistas kamikaze a la armonía del caos defeño. Por más brutos que sean, por mucho que desprecien los derechos de los demás coches, la ciudad no tiene una solución mejor para mover a tantos oficinistas a Santa Fe en tan poco tiempo. Y los Ángeles del Infierno de Tacubaya seguirán reinando en esta selva de asfalto y tubos de escape hasta que el DF aprenda a respirar mejor.

FOTOGRAFÍA: Fila de taxis junto a la estación de metro de Tacubaya. / P. LL.

La Santa Muerte viaja en mochila

Por: | 17 de mayo de 2012

Muerte mochila
Un devoto de la Santa Muerte, con su imagen en el barrio de Tepito. (Foto: SAÚL RUIZ)          

Primera hora de la tarde de un primero de mes en la en la calle de Alfarería, en el barrio de Tepito (México, Distrito Federal). Centenares de personas peregrinan con imágenes religiosas de todos los tamaños en brazos. Todas representan la misma figura: manto de Virgen, rostro de calavera. Las variaciones de estilismo de la estatua (pelucas, colores, vestidos, joyas) son infinitas.  Algunos peregrinos, que a menudo viajan horas para la celebración, las transportan dentro de una mochila sobre el pecho, como un altar móvil que contiene flores, cigarrillos, piruletas, manzanas. En medio del bullicio se paran y se intercambian esos pequeños obsequios, riegan sus respectivas santas  con tequila, alzan la imagen y se unen a los cánticos, que más que a misa suenan a fútbol (“¡Se ve, se siente, la Santa está presente!”). Tepito se prepara efervescente para el rosario de la Santa Muerte, parte de un culto que supuestamente mezcla tradición cristina y cultos mexicanos ancestrales y que se ha extendido en los últimos años en México. Su altar más representativo –se dice que el primero que salió a la calle- es este, el del llamado barrio bravo de la capital mexicana.

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Rosalio, notario de los muertos mexicanos

Por: | 11 de mayo de 2012

HOMICIDIOS

Son las 11 de la mañana y Rosalio solo ha tenido que subirse a su moto una vez para fotografiar a un hombre con un balazo en la cabeza. Hoy es un día tranquilo. Rosalio Huizar lleva 24 años haciendo fotografías para la prensa y casi todo este tiempo se ha dedicado a retratar víctimas. La imagen que ha tomado aparecerá al día siguiente en las páginas El Gráfico, un periódico con una tirada diaria de 300.000 ejemplares y que cuesta tan solo tres pesos (17 céntimos de euro), un cuarto de lo que vale Reforma y casi un tercio de los diez de El Universal o La Jornada (58 céntimos).

Los periódicos siempre buscan llamar la atención con sus portadas, y en México son unos maestros. Entre todas las posibilidades que ofrece un quiosco de la capital hay una que llama la atención al primer vistazo. Su portada mezcla factores que hacen imposible que la mirada no elija este periódico entre el resto de competencia: una chica en ropa interior, la foto de un cadáver y titulares llamativos como “Tuvieron matarile” o “Le dan colgón”. Son los llamados periódicos de nota roja, la fórmula propiamente mexicana para contar sucesos.

Sin duda, el elemento central es la fotografía - muchas veces de primer plano - de la víctima de una balacera, un atropello o un incendio.

Todas las mañanas, Rosalio acude a la oficina de prensa de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), una especie de cuartel general para los periodistas y fotógrafos que cubren los sucesos de la ciudad. “Aunque realmente las autoridades solo te avisan cuando a ellos les beneficia. Tenemos que ingeniárnoslas para enterarnos a través de nuestros contactos: a veces son bomberos, otras socorristas, algunos policías... pero no suele ser nada oficial. Se trata de tener muchos amigos”, cuenta.

PORTADAS

Cuando Rosalio salió de la universidad, pasar por la sección de nota roja de los periódicos era una termómetro para medir la valía del fotógrafo. “Es algo que también tienes que llevar dentro. He visto chicos recién salidos de la escuela que cuando han tenido que enfrentarse a una explosión no han podido cubrirlo y se han ido corriendo. Si eres reportero gráfico no puedes serlo solo para lo que te gusta sino para todo tipo de periodismo. Y la nota roja obviamente es periodismo”.

Pero no solo fue su capacidad para ponerse frente a las víctimas de un asesinato múltiple o del descarrilamiento de un tren lo que llevó a Rosalio Huizar a esta profesión, sino que fue una decisión: “Me parece que la foto de nota roja es la más difícil y emocionante. No te vas a encontrar siempre lo mismo y, además, tienes la oportunidad de poder hacerlo tuyo, de ponerle un sello personal y cuidar las imágenes”.

- ¿Cuidar las imágenes?

- No se trata de tomar fotos de sangre y nada más. La cuestión es hacer una foto periodística cuidada, que no sea grotesca pero que te diga lo mismo y muestre el drama que hay detrás, incluso puede ser artística. Puede haber un muerto pero que no lo veas en la imagen -asegura Rosalio con naturalidad.

Hay toda una escuela que reivindica el lado artístico de la fotografía de nota roja. Y entre sus maestros, un nombre: Enrique Metinides. Durante más de 40 años, la cámara de Metinides retrató a los muertos mexicanos con crudeza, pero de forma serena, y nos hizo ver el lado estético del drama. El trabajo de este fotógrafo mexicano - que vive retirado a sus 88 años - ha sido reconocido en exposiciones de Londres, Nueva York, Los Ángeles y Madrid.

Rosalío sobre su moto

Rosalio Huizar, fotógrafo de 'El Gráfico' sobre su moto.

Pero las cosas han cambiado desde que Metinides - y también Rosalio Huizar, pues ambos fueron compañeros en La Prensa - se montaba en las ambulancias de la Cruz Roja mexicana para llegar el primero a los accidentes. “Ahora hay más trabajo que cuando empecé porque la violencia ha aumentado. Antes podías ver un homicidio cada 15 días y ahora hay varios en la misma jornada. Y, además, algo que nunca pasaba: las ejecuciones en grupo”, explica el fotógrafo.

Y no solo el país es más violento, sino que la situación de los fotógrafos ha cambiado. La semana pasada dos reporteros gráficos fueron asesinados en Veracruz. “Cuando pasan estas cosas te sientes decepcionado e impotente porque sabes que de nada sirve denunciar amenazas o agresiones. Les tocó a ellos y le puede pasar a cualquiera, pero sabemos que debemos seguir con nuestro trabajo”, asegura.

De vuelta al quiosco me doy cuenta de que la fotografía “menos grotesca” está destinada a las páginas interiores mientras que las portadas las copan imágenes más crudas ¿Es necesario ser tan explícito? “Hace falta enseñarlo para que la gente conozca la realidad tal cual es”.

(VER FOTOGALERÍA CON MÁS IMÁGENES DE ROSALIO HUIZAR)

México se suma al pedaleo

Por: | 07 de mayo de 2012

_DSC1705La inabarcable Ciudad de México, ahogada por la polución y los atascos, pedalea cada vez más. Ecobici, el sistema público de préstamo de bicicletas de la capital, fue lanzado el 16 de febrero de 2010 y en apenas dos años ha cambiado sustancialmente la mentalidad chilanga en cuanto a movilidad se refiere. Hoy, más de 40.000 usuarios se han apuntado a las bicis compartidas, un servicio por el que pagan unos 300 pesos (aproximadamente 18 euros) al año, con derecho a trayectos de 45 minutos (las fracciones extra de tiempo se pagan aparte) entre las 6 de la mañana y las doce y media de la noche.

En plena fiebre del ciclismo urbano –liderada por ciudades como Copenhague o Barcelona-, las zonas céntricas del DF se mueven cada vez más en bici y este medio de transporte se ha convertido casi en accesorio de moda para muchos. Como explicaba un estadounidense a mi llegada: “Con una bici, La Roma y La Condesa son tuyas”. Efectivamente, estos barrios –inundados de bares, restaurantes y discotecas de moda- están plagados de ciclistas chic. Las dos ruedas se han convertido en una “moda aspiracional”, según dijo recientemente en conferencia José Campillo, director general de Bosques Urbanos y Educación Ambiental del DF.

Ecobici registra unos 8.200 viajes al día y ha aumentado en un 40% los viajes en bicicleta privada dentro de sus circuitos, según la Secretaría de Medio Ambiente del Gobierno del Distrito Federal. El 8% de sus usuarios provienen del automóvil o la motocicleta, por lo que el sistema ayuda a ahorrar 300 toneladas de CO2 al año, según el mismo organismo.

Actualmente los defeños cuentan con 1.600 bicicletas  públicas, de las cuales 1.200 están disponibles en 90 estaciones y otras 400 permanecen almacenadas para reemplazar a las que sufren robos o actos de vandalismo. No es habitual: “Uno de los temores principales antes de la implementación del sistema era que las cicloestaciones fueran vandalizadas y las bicicletas no devueltas; sin embargo comparado con el porcentaje esperado en cualquier sistema de bicicletas públicas, que es del 10% durante el primer año, en la Ciudad de México tuvimos un índice menor al 3%. Esto demuestra que los usuarios y en general los habitantes de la ciudad han adoptado Ecobici y hacen uso adecuado del mismo”, explican desde la Secretaría de Medio Ambiente.

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Muchos ciudadanos insisten en que todavía falta concienciación de los conductores para respetar al peatón y al ciclista (el año pasado un comentarista de radio tildó a los ciclistas de la ciudad de “nueva plaga”  e incluso animó a agredirlos: “Los conmino a que si ven esta nube de langostas, láncenles el vehículo de inmediato. No les den oportunidad de nada, aplástenlos para ver si así entienden"). No obstante, Ecobici no ha registrado ningún accidente mortal en sus dos años de funcionamiento. Solo ha habido 118 incidentes de los que solo dos requirieron intervenciones quirúrgicas.

En el momento de nacer Ecobici miró hacia sistemas de préstamos de bicis exitosos, como el bicing de Barcelona o los de Lyon y París. Ahora son ciudades como Chicago las que han pedido informes sobre las bicis compartidas de México para hacer lo mismo. Visto el éxito, Ecobici quiere más: el Gobierno del DF ha empezado con la expansión del sistema hacia el centro histórico, la Roma y Polanco, con el que pretende multiplicar por cinco el área de cobertura y triplicar los usuarios y los viajes. El precandidato del Partido Nueva Alianza (PANAL) a la presidencia de la República, Gabriel Quadri, se ha atrevido incluso a proponer un Ecobici para todas las ciudades de la República.

Peter Pan esnifa pegamento

Por: | 02 de mayo de 2012


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Inhalando sustancias industriales, los jóvenes de la calle de México DF escapan de sus infancias infames a bordo de una nube química. 

En el País de Nunca Jamás hay una chica de 18 años con cuerpo de 13 que está embarazada de un chavo de 24 que se llama Jonatán. Ella se llama Jénifer, y está tan ciega de esnifar pegamento que a veces se descuelga de la conversación y se pone a tocar en el aire cosas que no existen y a hablar con el vacío. En un momento de transición por el mundo real me mira y me dice un piropo muy bonito: "Tú eres jugador del Barcelona", y me pregunta cuándo la voy a llevar conmigo “allá”. Le digo que cuando deje de tomar pegamento, y le pregunto si no será malo para el bebé que tiene en la barriga que esté inhalando todo el rato. Tumbada en un colchón de una chabola sonríe calmada, se pone la mano con cariño en el vientre y responde que no, que ella inhala por la nariz, "y así, se va solo al cerebro".

A este lastimoso País de Nunca Jamás, donde la vida se ha detenido antes de la edad adulta pero no hay hadas ni piratas ni pieles rojas ni niños que sepan volar, el padre Óscar Rodríguez y los voluntarios que lo acompañan le llaman el Baldío. Es un solar sin construir entre dos edificios en una calle del centro de México DF. Está cerrado entre dos tapias de ladrillo, pero se puede pasar por una abertura de menos de medio metro que hay al extremo de una de ellas. Al entrar un domingo cualquiera, a las cuatro de la tarde, se ve de frente la primera de las seis chabolas que hay en este terreno plagado de matojos silvestres, y se oye música tecno a un volumen alto. El padre Óscar, un hombre mayor de pelo blanco y sonrisa benefactora, saluda a los chicos chocándoles el puño como si formase parte de una banda callejera.

-Quihúbole, padre –lo saludan con familiaridad.

Algunos de los muchachos del Baldío están de pie y hablan. Otros están sentados en sofás con el puño apretado contra la boca, como si estuviesen mamando un chupete, pero en vez de eso lo que llevan encerrado en la mano es una bolita de papel empapada en disolvente de pintura o en pegamento para pegar tuberías de plástico.

A este papelito ellos le llaman la mona, y la mona está mojada de activo, como le llaman genéricamente a la variada gama de químicos derivados del petróleo que usan para drogarse, accesibles en las ferreterías o en el mercado negro, y que si se inhalan en grandes cantidades durante varios meses provoca una degradación expansiva del organismo: causan edemas en el tracto respiratorio y en el tracto digestivo, hacen segregar moco y taponan la entrada de oxígeno, causan insuficiencias respiratorias, consumen las grasas del cerebro, la corteza cerebral se atrofia y pierde tamaño, provocan sordera, reducen la vista hasta la ceguera, atacan el hígado, los riñones, el corazón y los pulmones.

-Son sustancias cáusticas que sirven para barrer capas de pintura ­-ilustra el doctor Raúl Joffré, de la Clínica de Especialidades Toxicológicas del DF, mientras relata todos los males anteriores­-. Imagínese eso en contacto con el cerebro.

A los habitantes del Baldío, alrededor de 40 jóvenes de la calle entre el final de la adolescencia y la veintena, esas sustancias cáusticas les sirven entre otras cosas para barrer capas de su propia memoria. “La banda se empieza a drogar por los problemas que lleva encima”, dice Jonatán dentro de su chabola. A su lado, Jénifer sigue inhalando con su cuerpecito malnutrido echado sobre la cama. A veces sonríe como si estuviese en una ensoñación muy agradable. Otras veces parece que hay algo que la asusta. También tiene momentos en que simplemente se queda estupefacta, y otros en que vuelve en sí durante un rato y se puede hablar con ella.

-Jeni, ¿quieres contarnos lo que te pasó de pequeña? le pregunta Javier, uno de los voluntarios que acompañan al padre Óscar en sus visitas de ayuda.

Y entonces ella dice que su “mamá” la quiso matar “a puro golpe”, y que su tío la agarraba “bien enojado” y le tiraba los peluches de la repisa de su habitación, y que luego llenaba la bañera y la ahogaba debajo del agua. Y Jeni se pone a llorar. Javier hace un año que la conoce y le ha cogido cariño, la trata con mucha ternura. “¡Échale!, ¡échale!, ¡échale!”, le dice para que no pare, para que saque sus emociones afuera y se pueda quedar un poco mejor.

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Jonatán y el padre óscar
El consumo de inhalables, una droga tan barata que un adicto puede estar todo el día en las nubes por 100 pesos [unos seis euros], no se limita a los sin techo. Es un problema que en los últimos años se ha extendido a las clases sociales medias y medias-bajas, sobre todo entre los menores de edad. La mona ya no es un símbolo exclusivo del mundo más marginal, como fue desde que apareció su consumo a mediados del siglo pasado hasta principios del siglo XXI.  

“En la última década se ha doblado su uso”, dice el doctor Gustavo Castillo, director de tratamiento y rehabilitación del Instituto para la Atención y la Prevención de las Adicciones del DF, mientras señala una gráfica picuda en el ordenador de su despacho. Traducido en cifras, y haciendo excepción del alcohol y del tabaco, los inhalables son la tercera droga más consumida por los mexicanos entre los 12 y los 65 años de edad, detrás de la cocaína y de la marihuana –la número uno–: de toda la población sondeada en la Encuesta Nacional de Adicciones de 2008, la más reciente, había consumido estas sustancias al menos una vez en la vida un 0,7%, un 2,4% y un 4,2% respectivamente.

Y acotando el análisis a los más jóvenes damos con el reino de los inhalables: según ese estudio son la primera droga que prueban los menores de 18 años (un 63.3%), por delante de la marihuana (55,7%) y de los sedantes sin receta (50,9%), y, de acuerdo con los datos de los Centros de Integración Juvenil, una red gubernamental de atención a usuarios de drogas extendida por todo el país, son la segunda sustancia preferida por los menores, menos que la marihuana pero más que la cocaína.

Pero ninguno de estos estudios recoge datos sobre la población sin techo. Quedan fuera los 4.600 menores de 17 años que se calcula que viven en las calles del Distrito Federal. Entre ellos, A. K. T., iniciales de una chica de 16 años que quería ser asistente de guardería y que desde hace unos meses vive en la Carpa, como le llaman el padre Óscar y sus voluntarios a otro caserío de chabolas cercano al Baldío.

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La chica lleva puesto un gorro de lana porque se tuvo que rapar por culpa de los piojos, y le da vergüenza que se vea. Hace dos años que empezó a inhalar. Cuenta que su madre inhalaba delante de ella. Ahora tiene una actitud pasiva. Dice poco por mucho que se le pregunte. Cuando le pido que explique cómo son los efectos de la mona que lleva en la mano solo responde “alucino con cosas”. Se extiende algo más sobre lo que le parece positivo de vivir en la calle con 16 años. “Aquí encuentras ayuda, nadie te dice nada. Encuentras una familia que no está deforme”.                                         

Los expertos en el problema coinciden en que la causa primera de la situación de estos muchachos, como relatan ellos mismos, es que tuvieron infancias infames. Palizas. Humillaciones. Violaciones. “El núcleo común es el desamor total en sus vidas”, afirma el doctor Jorge Ramiro, un vecino del DF que desde hace cinco años investiga por libre el mundo de los adictos a los inhalables y que aspira a crear una fundación para ayudarlos. La mona, de acuerdo con su interpretación, es la vía para romper radicalmente con ese trauma de origen. “Un niño que se mete en los inhalables, inconscientemente, lo único que busca es la autodestrucción”.

“Viven en un permanente estado de negación”, asegura Joaquín del Bosque, un psicoterapeuta autodidacta de 63 años que atiende desde hace décadas a chicos y chicas drogadictos en la ONG que fundó y que aún dirige, el Hogar Integral de la Juventud. “Con el pegamento olvidan la angustia de la historia familiar que han vivido y se meten en una pequeña isla donde pueden sentir algo de placer. El pegamento los mete en una fantasía dulce, embelesadora, es como una golosina que los protege”.

El tráfico que alimenta las adicciones de estos jóvenes, y de muchos otros que no están en la calle, es un asunto brumoso, que no forma parte de la agenda de la lucha contra el narco por su naturaleza limítrofe entre lo legal y lo ilegal. El consumo de estas sustancias está prohibido por la Ley de Salud, pero su venta no está sancionada en el Código Penal. Actualmente hay una iniciativa legislativa a nivel federal que pretende equiparar la venta de inhalables con la corrupción de menores, y, de hecho, ya existen sentencias en las que se ha condenado con ese argumento a traficantes de inhalables, como es el caso de un individuo arrestado en 2011 en el DF que vendía en su casa a adolescentes botes de activo con fragancias aromáticas, y que fue condenado a pasar 21 años en prisión.

El aroma es uno de los detalles que cuidan los delincuentes que venden químicos. Para que su olor no le resulte repelente al consumidor, lo mezclan con perfumes o les dan sabor a fresa, a chocolate, a guayaba…, como si fueran una chuchería para niños. No es el único elemento infantil de este submundo de jóvenes estancados entre una niñez inacabada y una madurez que probablemente nunca van a alcanzar. A las botellas que llevan el líquido que alimenta su evasión y machaca su cuerpo y su cerebro las laman mamilas, biberones.

El profesor de Psicología Jorge Gómez Mancera, un mexicano doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona, ha trabajado durante periodos largos con jóvenes sin techo y los define como identidades difusas. “No tienen simiente para arraigar, no tienen una identificación-padre, ni una identificación-madre, ni una identificación-patria, ni una identificación-sociedad. Pueden llegar a los 30 años con la conciencia de seguir siendo niños de la calle, y no son niños, pero tampoco son adultos. Son algo intermedio”.

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El padre Óscar es sacerdote del templo de San Hipólito, donde se rinde culto a San Judas Tadeo, el Santo de las Causas Imposibles. Cuando está a punto de irse de la chabola de Jonatán entra un chico de la primera chabola, donde ha dejado de oírse música tecno. En aquella casucha, a la entrada, tienen una especie de altar con dos estatuillas de la Santa Muerte y otra de Jesucristo por encima de ellas; el chico, que ha aparecido de pronto, se queda en el quicio de la puerta medio zombi, mirando, y el voluntario Javier aprovecha para preguntarle por qué tienen allí esa mezcla de figuras. “Veneramos primero al Santo Padre”, responde el adicto con mucha gravedad, “porque él es el amanecer, gracias a él estamos aquí ahorita mismo. Y después veneramos a la Jefa, que es la que dice el tiempo que podemos estar aquí, la que nos va a llevar de vuelta al Señor Dios. Ella es la que cuando quiere dice ‘órale güey, aquí te quedas”.

El padre y los voluntarios se retiran. Jénifer los despide tirada en la cama con una sonrisa, y Jonatán les pide que se la lleven con ellos para que le compren un taco y al menos coma algo. Ya está anocheciendo y hay una nube oscura de domingo encima de la ciudad que amenaza con descargar un chaparrón. En la chabola de la entrada han puesto otra música más calmada. Un chavo con una gabardina como la del detective Colombo inhala a solas apoyado contra el muro de la salida.

Fotografías (de arriba a abajo): 1. Un muchacho inhala activo de una botella (PRADIP J. PHANSE). 2. Jonatán y el padre Óscar ante una estatua de San Judas Tadeo (P. DE LLANO). 3. Tres  muchachos de un asentamiento chabolista del centro del DF (P. J. PHANSE). 4. Un grupo de traficantes de inhalables capturados por la policía (PROCURADURÍA GENERAL DE JUSTICIA DEL DF).

El País

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