Inhalando sustancias industriales, los jóvenes de la calle de México DF escapan de sus infancias infames a bordo de una nube química.
En el País de Nunca Jamás hay una chica de 18 años con cuerpo de 13 que está embarazada de un chavo de 24 que se llama Jonatán. Ella se llama Jénifer, y está tan ciega de esnifar pegamento que a veces se descuelga de la conversación y se pone a tocar en el aire cosas que no existen y a hablar con el vacío. En un momento de transición por el mundo real me mira y me dice un piropo muy bonito: "Tú eres jugador del Barcelona", y me pregunta cuándo la voy a llevar conmigo “allá”. Le digo que cuando deje de tomar pegamento, y le pregunto si no será malo para el bebé que tiene en la barriga que esté inhalando todo el rato. Tumbada en un colchón de una chabola sonríe calmada, se pone la mano con cariño en el vientre y responde que no, que ella inhala por la nariz, "y así, se va solo al cerebro".
A este lastimoso País de Nunca Jamás, donde la vida se ha detenido antes de la edad adulta pero no hay hadas ni piratas ni pieles rojas ni niños que sepan volar, el padre Óscar Rodríguez y los voluntarios que lo acompañan le llaman el Baldío. Es un solar sin construir entre dos edificios en una calle del centro de México DF. Está cerrado entre dos tapias de ladrillo, pero se puede pasar por una abertura de menos de medio metro que hay al extremo de una de ellas. Al entrar un domingo cualquiera, a las cuatro de la tarde, se ve de frente la primera de las seis chabolas que hay en este terreno plagado de matojos silvestres, y se oye música tecno a un volumen alto. El padre Óscar, un hombre mayor de pelo blanco y sonrisa benefactora, saluda a los chicos chocándoles el puño como si formase parte de una banda callejera.
-Quihúbole, padre –lo saludan con familiaridad.
Algunos de los muchachos del Baldío están de pie y hablan. Otros están sentados en sofás con el puño apretado contra la boca, como si estuviesen mamando un chupete, pero en vez de eso lo que llevan encerrado en la mano es una bolita de papel empapada en disolvente de pintura o en pegamento para pegar tuberías de plástico.
A este papelito ellos le llaman la mona, y la mona está mojada de activo, como le llaman genéricamente a la variada gama de químicos derivados del petróleo que usan para drogarse, accesibles en las ferreterías o en el mercado negro, y que si se inhalan en grandes cantidades durante varios meses provoca una degradación expansiva del organismo: causan edemas en el tracto respiratorio y en el tracto digestivo, hacen segregar moco y taponan la entrada de oxígeno, causan insuficiencias respiratorias, consumen las grasas del cerebro, la corteza cerebral se atrofia y pierde tamaño, provocan sordera, reducen la vista hasta la ceguera, atacan el hígado, los riñones, el corazón y los pulmones.
-Son sustancias cáusticas que sirven para barrer capas de pintura -ilustra el doctor Raúl Joffré, de la Clínica de Especialidades Toxicológicas del DF, mientras relata todos los males anteriores-. Imagínese eso en contacto con el cerebro.
A los habitantes del Baldío, alrededor de 40 jóvenes de la calle entre el final de la adolescencia y la veintena, esas sustancias cáusticas les sirven entre otras cosas para barrer capas de su propia memoria. “La banda se empieza a drogar por los problemas que lleva encima”, dice Jonatán dentro de su chabola. A su lado, Jénifer sigue inhalando con su cuerpecito malnutrido echado sobre la cama. A veces sonríe como si estuviese en una ensoñación muy agradable. Otras veces parece que hay algo que la asusta. También tiene momentos en que simplemente se queda estupefacta, y otros en que vuelve en sí durante un rato y se puede hablar con ella.
-Jeni, ¿quieres contarnos lo que te pasó de pequeña? –le pregunta Javier, uno de los voluntarios que acompañan al padre Óscar en sus visitas de ayuda.
Y entonces ella dice que su “mamá” la quiso matar “a puro golpe”, y que su tío la agarraba “bien enojado” y le tiraba los peluches de la repisa de su habitación, y que luego llenaba la bañera y la ahogaba debajo del agua. Y Jeni se pone a llorar. Javier hace un año que la conoce y le ha cogido cariño, la trata con mucha ternura. “¡Échale!, ¡échale!, ¡échale!”, le dice para que no pare, para que saque sus emociones afuera y se pueda quedar un poco mejor.
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El consumo de inhalables, una droga tan barata que un adicto puede estar todo el día en las nubes por 100 pesos [unos seis euros], no se limita a los sin techo. Es un problema que en los últimos años se ha extendido a las clases sociales medias y medias-bajas, sobre todo entre los menores de edad.
La mona ya no es un símbolo exclusivo del mundo más marginal, como fue desde que apareció su consumo a mediados del siglo pasado hasta principios del siglo XXI.
“En la última década se ha doblado su uso”, dice el doctor Gustavo Castillo, director de tratamiento y rehabilitación del Instituto para la Atención y la Prevención de las Adicciones del DF, mientras señala una gráfica picuda en el ordenador de su despacho. Traducido en cifras, y haciendo excepción del alcohol y del tabaco, los inhalables son la tercera droga más consumida por los mexicanos entre los 12 y los 65 años de edad, detrás de la cocaína y de la marihuana –la número uno–: de toda la población sondeada en la Encuesta Nacional de Adicciones de 2008, la más reciente, había consumido estas sustancias al menos una vez en la vida un 0,7%, un 2,4% y un 4,2% respectivamente.
Y acotando el análisis a los más jóvenes damos con el reino de los inhalables: según ese estudio son la primera droga que prueban los menores de 18 años (un 63.3%), por delante de la marihuana (55,7%) y de los sedantes sin receta (50,9%), y, de acuerdo con los datos de los Centros de Integración Juvenil, una red gubernamental de atención a usuarios de drogas extendida por todo el país, son la segunda sustancia preferida por los menores, menos que la marihuana pero más que la cocaína.
Pero ninguno de estos estudios recoge datos sobre la población sin techo. Quedan fuera los 4.600 menores de 17 años que se calcula que viven en las calles del Distrito Federal. Entre ellos, A. K. T., iniciales de una chica de 16 años que quería ser asistente de guardería y que desde hace unos meses vive en la Carpa, como le llaman el padre Óscar y sus voluntarios a otro caserío de chabolas cercano al Baldío.
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La chica lleva puesto un gorro de lana porque se tuvo que rapar por culpa de los piojos, y le da vergüenza que se vea. Hace dos años que empezó a inhalar. Cuenta que su madre inhalaba delante de ella. Ahora tiene una actitud pasiva. Dice poco por mucho que se le pregunte. Cuando le pido que explique cómo son los efectos de la mona que lleva en la mano solo responde “alucino con cosas”. Se extiende algo más sobre lo que le parece positivo de vivir en la calle con 16 años. “Aquí encuentras ayuda, nadie te dice nada. Encuentras una familia que no está deforme”.
Los expertos en el problema coinciden en que la causa primera de la situación de estos muchachos, como relatan ellos mismos, es que tuvieron infancias infames. Palizas. Humillaciones. Violaciones. “El núcleo común es el desamor total en sus vidas”, afirma el doctor Jorge Ramiro, un vecino del DF que desde hace cinco años investiga por libre el mundo de los adictos a los inhalables y que aspira a crear una fundación para ayudarlos. La mona, de acuerdo con su interpretación, es la vía para romper radicalmente con ese trauma de origen. “Un niño que se mete en los inhalables, inconscientemente, lo único que busca es la autodestrucción”.
“Viven en un permanente estado de negación”, asegura Joaquín del Bosque, un psicoterapeuta autodidacta de 63 años que atiende desde hace décadas a chicos y chicas drogadictos en la ONG que fundó y que aún dirige, el Hogar Integral de la Juventud. “Con el pegamento olvidan la angustia de la historia familiar que han vivido y se meten en una pequeña isla donde pueden sentir algo de placer. El pegamento los mete en una fantasía dulce, embelesadora, es como una golosina que los protege”.
El tráfico que alimenta las adicciones de estos jóvenes, y de muchos otros que no están en la calle, es un asunto brumoso, que no forma parte de la agenda de la lucha contra el narco por su naturaleza limítrofe entre lo legal y lo ilegal. El consumo de estas sustancias está prohibido por la Ley de Salud, pero su venta no está sancionada en el Código Penal. Actualmente hay una iniciativa legislativa a nivel federal que pretende equiparar la venta de inhalables con la corrupción de menores, y, de hecho, ya existen sentencias en las que se ha condenado con ese argumento a traficantes de inhalables, como es el caso de un individuo arrestado en 2011 en el DF que vendía en su casa a adolescentes botes de activo con fragancias aromáticas, y que fue condenado a pasar 21 años en prisión.
El aroma es uno de los detalles que cuidan los delincuentes que venden químicos. Para que su olor no le resulte repelente al consumidor, lo mezclan con perfumes o les dan sabor a fresa, a chocolate, a guayaba…, como si fueran una chuchería para niños. No es el único elemento infantil de este submundo de jóvenes estancados entre una niñez inacabada y una madurez que probablemente nunca van a alcanzar. A las botellas que llevan el líquido que alimenta su evasión y machaca su cuerpo y su cerebro las laman mamilas, biberones.
El profesor de Psicología Jorge Gómez Mancera, un mexicano doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona, ha trabajado durante periodos largos con jóvenes sin techo y los define como identidades difusas. “No tienen simiente para arraigar, no tienen una identificación-padre, ni una identificación-madre, ni una identificación-patria, ni una identificación-sociedad. Pueden llegar a los 30 años con la conciencia de seguir siendo niños de la calle, y no son niños, pero tampoco son adultos. Son algo intermedio”.
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El padre Óscar es sacerdote del templo de San Hipólito, donde se rinde culto a San Judas Tadeo, el Santo de las Causas Imposibles. Cuando está a punto de irse de la chabola de Jonatán entra un chico de la primera chabola, donde ha dejado de oírse música tecno. En aquella casucha, a la entrada, tienen una especie de altar con dos estatuillas de la Santa Muerte y otra de Jesucristo por encima de ellas; el chico, que ha aparecido de pronto, se queda en el quicio de la puerta medio zombi, mirando, y el voluntario Javier aprovecha para preguntarle por qué tienen allí esa mezcla de figuras. “Veneramos primero al Santo Padre”, responde el adicto con mucha gravedad, “porque él es el amanecer, gracias a él estamos aquí ahorita mismo. Y después veneramos a la Jefa, que es la que dice el tiempo que podemos estar aquí, la que nos va a llevar de vuelta al Señor Dios. Ella es la que cuando quiere dice ‘órale güey, aquí te quedas”.
El padre y los voluntarios se retiran. Jénifer los despide tirada en la cama con una sonrisa, y Jonatán les pide que se la lleven con ellos para que le compren un taco y al menos coma algo. Ya está anocheciendo y hay una nube oscura de domingo encima de la ciudad que amenaza con descargar un chaparrón. En la chabola de la entrada han puesto otra música más calmada. Un chavo con una gabardina como la del detective Colombo inhala a solas apoyado contra el muro de la salida.
Fotografías (de arriba a abajo): 1. Un muchacho inhala activo de una botella (PRADIP J. PHANSE). 2. Jonatán y el padre Óscar ante una estatua de San Judas Tadeo (P. DE LLANO). 3. Tres muchachos de un asentamiento chabolista del centro del DF (P. J. PHANSE). 4. Un grupo de traficantes de inhalables capturados por la policía (PROCURADURÍA GENERAL DE JUSTICIA DEL DF).