José Ascensión Basaldúa trabaja en la estación de metro Cuauhtémoc. Su salón de masajes es un habitáculo rectangular que no llega a los diez metros cuadrados. Usa un bastón para caminar. Dice que distingue la luz, y que eso le da una ventaja visual –aunque elemental y sin formas– con respecto a los invidentes que lo ven todo negro.
Basaldúa nació en Guanajato, un estado del centro de México. Su madre se murió cuando él tenía ocho años y lo mandaron con sus tíos a un pueblo suburbial de las afueras de México DF. Pocas semanas después de llegar a casa de sus tíos se cayó de una escalera desde un altura de más o menos un metro y medio y se dio de cabeza contra el suelo. Dice que se dio un golpe fuerte pero no sangró por la cabeza. Por eso sus tíos no lo llevaron al hospital.
Como un mes más tarde al niño José Ascensión Basaldúa le empezó a doler la cabeza. Luego un ojo se le desvió. Sus tíos lo llevaron al hospital y el médico les dijo que no se podía hacer nada. Ya se iba a quedar ciego.
Basaldúa forma parte de una asociación cuyo nombre es tan largo que le da pereza decirlo, aunque al final lo dice. “Es la Asociación Mexicana para el Trato Humano, Material, Cultural y Social de los Ciegos Mexicanos y Débiles Visuales”. Tienen un puesto de masajes en nueve estaciones del DF. Él trabaja en uno de ellos.
Tiene cuarenta y un años y un hijo que vive con una mujer de la que está separado. Sus patillas son curiosas. Son largas, pero al principio son densas de pelo y a la mitad se vuelven como un cúmulo de alambritos enredados. Lleva una camisa de enfermero con el cuello en uve muy abierto y se ve que tiene el pecho totalmente lampiño. También los brazos. El cabello lo lleva lamido con gel hacia atrás.
José Ascensión Basaldúa se graduó en masoterapia a mediados de los noventa pero desde el noventa y siete hasta el dos mil nueve no se dedicó a dar masajes sino a vender cosas por los vagones de metro. “Vendíamos alegrías, que son cuadritos de amaranto con miel, y les pones pasas o nueces, dependiendo. También vendíamos palanquetas, que es un dulce de cacahuate con caramelo. Y plumas, y agendas, y chicles”. Hace cuatro años, dentro de un “programa de reordenamiento de vagoneros”, pasó a la masoterapia.
La sala de masajes no es ningún lujo. Sobre la camilla hay una sábana de tela que tiene algún resto de manchones antiguos. Basaldúa coloca una toalla de manos en el borde del agujero en el que acomodas la cara cuando te pones boca abajo. Él te ofrece un masaje de espalda por ciento veinte pesos, que son nueve dólares, o uno de piernas y espalda por doscientos. A un lado de la camilla tiene una lámpara de luz roja con la que te da calor en la espalda. Boca abajo en la camilla de Basaldúa solo se ve el suelo. Está cubierto por una lámina de plástico barata. En una esquina se ha acumulado bastante roña por el paso del tiempo.
Pero él en realidad hubiese querido ser aviador del ejército. Dice que leer cosas sobre aviadores “emociona”. Lo que ha sido es deportista. Ha llegado a hacer los cien metros en doce segundos y medio. Usain Bolt los hace en tres segundos menos, pero no es ciego, y además es jamaicano. También ha hecho salto de longitud y ha sido jugador de golbol, un tipo de fútbol para ciegos que se juega en una cancha que mide más o menos como una de baloncesto.
Una vez viajó a Madrid para competir en un campeonato de golbol contra equipos de ciegos de otros países. Dice que la selección mexicana hizo un papel lamentable. Recuerda que cuando se formó el equipo el presidente de la Federación Mexicana de Golbol estaba enfrentado con la mayoría de los caudillos estatales del golbol y por eso no seleccionaron a los mejores. “Hicieron el equipo al vapor, no fueron los meros meros”. A él le propusieron ir y a José Ascensión Basaldúa no le pareció mal que lo mandasen a España de paseo.
El masajista ciego del metro Cuauhtémoc recuerda la escultura del oso y el madroño que hay en la puerta del Sol de Madrid. Más bien dice que tiene en la memoria dos partes de la estatua. “El tronco del árbol y una pierna del oso”. También recuerda que había turistas alrededor, y que se hicieron fotos con unas chicas brasileñas.
Al final de la sesión te quita el aceite de la espalda con unas servilletas, aunque te deja medio embadurnado. El diagnóstico de José Ascensión Basaldúa es que tu espalda ha mejorado, pero cree que necesita otra sesión.