Leer La maldición de Stalin (Ediciones de Pasado y Presente) da miedo; supone asomarse a un precipicio insondable de maldad y sadismo. Que conste que no solo es un pliego de cargos: el estudio de Robert Gellately también presenta al estratega magistral, que subordinaba la expansión mundial del comunismo a los intereses imperiales de la URSS, y que desarrolló prodigiosas artes de negociación y persuasión, con las que derrotaba una y otra vez a sus correligionarios o a los representantes occidentales. El monstruo era tan inteligente como culto.
Stalin funcionaba, en la jerga actual, como un microgestor. Se implicaba en el destino (generalmente, fatal) de sus teóricos enemigos y sus familias. Decidía cómo tratar a sus contrincantes: orquestados procesos públicos, juicios secretos o eliminaciones disimuladas como accidentes. Más extraordinario aún, resolvía personalmente lo que era conveniente en ciencia, arte, literatura, teatro, música y cine, orquestando aterradores encuentros a cara de perro con Eisenstein, Shostakóvich o Prokófiev.
Después de ganar la Segunda Guerra Mundial, determinó que demasiados ciudadanos soviéticos se habían hecho ilusiones de una apertura, por no hablar de los millones de soldados que habían asombrado ante el nivel de vida en los países burgueses. Para enderezar la deriva ideológica, se trajo a un aprendiz de Torquemada, su consuegro: Andrei Zhdánov.
Responsable de la política cultura, Zhdánov recuperó la hegemonía del realismo socialista, lo que suponía aterrorizar a los cosmopolitas que se habían desviado de la línea del partido. Una de sus famosas frases decía que “el único conflicto posible en la cultura soviética es el conflicto entre lo bueno y lo mejor”.
Me ha impactado un anatema de Zhdánov que retrata el odio soviético por la ficción noir. En mensaje nada banal, Zhdánov advertía contra la manzana envenenada de EEUU: pretende, aseguraba, que pasemos a “la vena del arte y la literatura baratos y carentes de significado, centrados en gánsteres y coristas, que glorifican al adúltero, los sinvergüenzas y los jugadores”.
Resulta evidente que el Kremlin no tragaba con la coartada habitual de la izquierda bienpensante a la hora de defender la afición a la serie negra en el cine y la literatura: que servía como denuncia de la corrupción inherente al sistema democrático.
Dado que Zhdánov funcionaba como la voz-de-su-amo en cuestiones estéticas, era Stalin quién oficialmente rechazaba la novela y el cine negros. Asombra ya que sabemos que era un ávido consumidor de películas de policías, detectives y maleantes. En La corte del zar rojo (Crítica), Simon Sebag Montefiore explica que tenía una sala de proyecciones en cada una de sus residencias. Y muchas de sus jornadas terminaban con el pase de, al menos, una película. Estaba razonablemente al día del cine mundial: desde Alemania, los camiones militares le trajeron la bien surtida filmoteca privada de Goebbels, el ministro de propaganda nazi.
Aquellas sesiones golfas degeneraban en momentos cómicos. Si se trataba de una película extranjera, el comisionado para el cine, Ivan Bolshakov, debía traducir en voz alta. Bolshakov no sabía idiomas y, a pesar de que sus ayudantes le preparaban, sus versiones solían ser incoherentes, provocando el cachondeo entre los espectadores. Con todo, Stalin entendía lo esencial. Y apreciaba el modo tajante con que actuaban los gángsteres de celuloide, a la hora de eliminar chivatos o eslabones débiles. Aunque sus propias actividades en la clandestinidad bolchevique empequeñecían las fantasias de Hollywood: en 1907, el atraco a un vehículo del Banco Estatal del Imperio Ruso, en Tiflis, realizado con granadas, causó 40 muertos. Ríanse de la Matanza del Día de San Valentín.
Ficha policial de Stalin. Decidió que nunca sería tan blando como los policias, jueces y carceleros zaristas.
Como un fan, se tomaba muy a pecho las declaraciones de sus actores favoritos. Apreciaba cualquier western, especialmente si venía firmado por John Ford y tenía a John Wayne como figura principal. Consternado al enterárse de que el actor era un anticomunista vociferante, ordenó que fuera asesinado. No sé sabe si era una broma de borracho pero, en 1958, Jruschov estaba de visita en Estados Unidos cuando le presentaron a Wayne, al que informó de que, personalmente, había rescindido la orden de acabar con su vida.
Otra sorpresa: Stalin toleraba el jazz (o lo que allí se denominaba jazz, generalmente confundido con un baile, el foxtrot). Era más moderno que el truculento Máximo Gorki, que había pronosticado en Pravda y en fecha tan tardía como 1928, que la popularidad de la música sincopada –otra forma de decir jazz- conduciría a la homosexualidad. Stalin aplaudió las películas musicales de Grigori Aleksandrov, que triunfó en los años treinta con lo que se denominaban “comedias de jazz”, y ordenó que se fabricaran discos con los números más populares.
Веселые ребята íntegra: en ruso, subtitulada en inglés. Vale la pena ver al menos los títulos iniciales. Internacionalmente, fue conocida como Jolly fellows; en España, se estrenó en 1935 como Rusia revista 1940 (gracias a J, B. Heinink y su fabuloso archivo).
Según Sebag Montefiori, Stalin se involucraba en todo el proceso de elaboración de esas películas. Más poderoso que cualquier mogul de Hollywood, ejercía de productor, inspirador, crítico, censor, distribuidor. Y no rehuía los retoques menores, desde eliminar besos “indecentes” a garrapatear estrofas para alguna secuencia musical. Asombra que la fiera considerara los bailes de salón como indispensables para la educación de los oficiales del Ejército Rojo, por lo menos hasta la invasión alemana. Ah, el sentido del humor georgiano: las alcohólicas veladas en el Kremlin o en la dacha de Kuntsevo podían terminar con Stalin haciendo de DJ y obligando a que los presentes –ninguna mujer- bailaran entre sí. Vaya risa, camaradas.