Un traslado me permite reencontrar tesoros…particulares. Una caja con las escaletas de Aeropuerto Internacional, espacio nocturno que yo presentaba dentro del Diario Pop. Conviene destacar que Diario Pop fue una idea de Eduardo García Matilla, aquel audaz director de Radio 3. A él cabe atribuir su heterogéneo equipo, que en 1982 incluía a José Miguel Contreras, futuro gurú de Zapatero y zar de la televisión privada. La obsesión de Contreras era que Diario Pop tuviera estructura de informativo: noticias, entrevistas, curiosidades. Al final, entraban dos bloques especializados de media hora: Esto no es Hawai, de Jesús Ordovás, emergentes grupos españoles, y mi Aeropuerto Internacional, dedicado a, uh, modernidades del momento.
Repaso esos listados de contenidos con cierta trepidación. Hemos interiorizado la década de los ochenta como un horror de laca, sintetizadores, producciones anémicas y diseñadores que convertían a los grupos en marionetas. Sin embargo, lo que percibo en estos papeles es un periodo excitante, con propuestas arrolladoras. Tenía el lejano recuerdo de que en algún momento llegué a pinchar el primer disco de Kajagoogoo pero no encuentro rastros de aquel delito. Puestos a confesar, también sonó Duran Duran, por motivos inconfesables (los videos).
Más funky que punky
Antes de que la industria londinense del pop recondujera la energía desatada en 1977 (“como si el punk no hubiera ocurrido”), la oferta resultaba embriagadora. En Aeropuerto Internacional irrumpía Pigbag, el equivalente a una manada de elefantes berreando en noche de luna llena. Por el lado funk, encajaba mágicamente con el Chant no. 1 (I don’t need this pressure on). Es cierto, hubo una época en que Spandau Ballet todavía no equivalía a baladas moñas. Aquello sugería la sofisticada escena de bandas con metales y percusiones, que incluía a hipsters como Blue Rondo A La Turk o experimentadores tipo Rip Rig & Panic, con Neneh Cherry.
Creo que entonces no juzgábamos a los grupos por su contrato: daba lo mismo que grabaran para indie o multi. Nos parecían atractivos proyectos pop como Funboy Three, Haircut 100, Higsons, Orange Juice o incluso Thompson Twins. Y nos tragábamos el elemental anzuelo de Malcolm McLaren, que vendía la carne joven de Bow Wow Wow con la coartada cultural del cuadro de Manet, Le déjeuner sur l'herbe.
Pelo de cuervo
Comulgábamos con ese pop reluciente pero hacíamos hueco para el rock salvaje. Ya residía el Birthday Party en Inglaterra, y sabíamos el nombre de aquel espantapájaros que parecía destinado a quemarse rápido: Nick Cave. También llamaba la atención el frontman de Theatre of Hate, un tal Kirk Brandon, que luego se metería en un berenjenal legal al demandar a Boy George. A Carlos Berlanga le encantaba y tuve que grabarle en casete su elepé, He who dares, wins.
Nos reíamos de algunos británicos patosos: durante su primera visita a España, los citados Spandau Ballet espolvorearon con pimienta la paella con mariscos. Pero otros guiris resultaron muy cosmopolitas, especialmente en lo musical. Reconozco mi enamoramiento con Sheila Chandra, la aromática voz de Monsoon en Ever so lonely. Hasta Marc Almond compatilizaba Soft Cell con Marc and the Mambas, donde recurría sin complejos al typical spanish.
Usa underground
Así que hubo otros años ochenta, más presentables que los que hoy nos venden, un revoltijo de techno pop y estrellas de Smash Hits. Sabíamos en 1982 de rebeldes grupos estadounidenses como Romeo Void, REM, los Plimsouls, Waitresses, Jason & the Nashville Scorchers, los Fleshtones, Ministry, The Bongos. Pasaron por Aeropuerto Internacional, a veces antes de que sacaran el primer elepé.
Funcionaba a tope el detector de basura. Localizo entre las escaletas una biografía de Klaus Nomi (sí, la criatura que nos mira desde arriba), que acababa de editar la RCA española. Lleva una nota manuscrita: “algún día habrá que juzgar a David Bowie por los horrores de sus discípulos”. Aún sin imaginar el final trágico de Nomi, sospecho que también éramos demasiado crueles. Va con la edad.