Cartel promocional de El Fugitivo. Cortesía de Warner Bros.
Si algo tiene de bueno y de malo el cine son los estereotipos. ¿Quieren ustedes un malvado creíble? Pongan a un científico sin escrúpulos a cargo de una multinacional farmaceútica como Jeroen Krabbe, el excelente actor holandés que hace de médico malvado frente al bueno de Harrison Ford –el doctor Richard Kimball–en El Fugitivo. Ahora solo falta el hecho de que un fármaco milagroso para el corazón, el Provasic, no sea tan milagroso, después de todo. Nuestro amigo Krabbe sabía que causaba hepatitis, pero engañó a las autoridades. Y como el bueno de Ford lo había descubierto, a Krabbe no se le ocurre otra cosa que orquestar la muerte de su esposa y echarle las culpas al héroe, el doctor Kimball. El argumento de que alguien que trabaja para un laboratorio encarga asesinatos funciona en taquilla (368 millones a nivel mundial en 1993).
Otro ejemplo, en una película que me gustó bastante más. El Jardinero Fiel, basada en la novela de John LeCarre. De un director extraordinario, Fernando Meirelles. Una activista, interpretada por la guapísima Raquel Weisz, descubre que una farmacéutica está utilizando a la población de un país africano como conejillos de india para experimentar con un fármaco. Weisz es asesinada y su marido, Ralph Fiennes, un diplomático británico, se ve envuelto en una intriga hasta que descubre que Billy Night, un político del gobierno británico, está en el ajo, con acuerdos con una multinacional farmacéutica para ensayar casi gratis un medicamento contra la tuberculosis en África. Los intereses económicos en juego son enormes.
Los laboratorios son siempre los malos de la película. Ahora bien, ¿han hecho méritos suficientes para ganarse ese papel ante el público? ¿Qué le parece al lector?