Planeta Prohibido

Sobre el blog

Un poquito de ciencia impertinente. 2.000 caracteres para divertirse y aprender tomando como hilo conductor los fascinantes hallazgos de la ciencia. Pero además hay atrevimiento. Especulación. La ciencia que tiene sentido del humor. La versión siglo 21 de Robby el robot, el autómata más famoso de la ciencia ficción,El Planeta Prohibido, que era incapaz de herir a los humanos. Nuestro Robby rescata en sus brazos mecánicos a la chica, pero a veces tiene más mala leche queTerminator. En El Planeta Prohibido (PB), una civilización extraterrestre llamada Krell es un millón de veces más avanzada que la humanidad, pero se extinguió en un solo día. Es celuloide, ciencia ficción, claro, pero quizá el conocimiento no baste para salvarnos. Y sin embargo, ¿tenemos algo mejor?

Sobre el autor

(Madrid, 1963) (Madrid, 1963) es periodista y escritor, se licenció en ciencias biológicas y es Master de Periodismo de Investigación por la Universidad Complutense. Autor de cuatro novelas (La Sombra del Chamán, Kraken, Proyecto Lázaro y Los Hijos del Cielo), le encanta mezclar la ciencia con el suspense, el thriller y la historia, en cócteles prohibidos. Fue coguionista de la serie científica de RTVE 2.Mil, ha colaborado para la BBC, escrito para Scientific American y New Scientist, Muy Interesante, y fue jefe de ciencia de La Razón. En El País Semanal se asoma al mundo de la ciencia. Luis habla también en RNE, en el programa A Hombros de Gigantes, sobre ciencia y cine.

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   Póster promocional del film de Emmerich. 20th Century Fox.

 

El cine contiene profundas y graciosas paradojas. Si en el post anterior comentaba que las novelas y las películas basadas en las novelas de Michael Crichton tenían el atractivo de presentar casi siempre al científico de turno como un antihéroe –sobre todo cuando ese científico se dejaba seducir por el dinero–sucede justamente lo contrario cuando hablamos de las grandes superproducciones de otro rey Midas, el alemán Roland Emmerich, que se ha distinguido precisamente por su poco amor a los científicos en el cine.

Su mejor film de catástrofes hasta el momento, El Día después de Mañana, lo es porque Emmerich rompe su regla habitual en sus películas, la de colocar a los científicos como tipos vulgares, insignificantes o antipáticos. 

Como prueba de ello, basta echar un vistazo a la película que hizo después, 2012, con unos fabulosos efectos especiales y un guión bastante endeble, donde la ciencia que justifica la gran catástrofe es tan absurda que brilla por su ausencia. 

Y sobre todo, la que le hizo multimillonario, Independence Day (de la que al parecer está preparando una secuela). 

Seguramente, para los que la hayan visto, el nombre ficticio del doctor Brackish Ocum (un nombre bastante feo, dicho sea de paso), y el del actor que le da vida, Brent Spinner (que encarna al popular androide Data en las series de Star Trek y que se interpreta a sí mismo en la serie The Big-Bang Theory) no les diga nada. ¿Se acuerdan de la famosa escena en la que el presidente de EE UU y su séquito visita la famosa Área 51

 

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Brent Spinner, como el doctor Brackish Ocum, en Independence Day. 20th Century Fox.

 

Spinner es el científico maloliente y greñudo que lleva estudiando a los alienígenas durante años, encerrado en ese hangar secreto. Es el científico de la película, completamente insensible a la carnicería y las matanzas provocadas por los extraterrestres, que han activado las luces del panel de control del OVNI en las últimas 24 horas. 

Y encima es tan estúpido que no sabe sacar partido a ese conocimiento, hasta que llega Jeff Goldblumb, un manitas de las antenas y las telecomunicaciones, alguien listo, del mundo de la informática, que le saca los colores y de paso del atolladero, comprendiendo al instante las señales y los números de la pantalla que el sabio necio no ha visto en años.

Emmerich odia aquí tanto a los científicos que no duda a la hora de presentarlos como seres repugnantes. Y claro, el primero en caer a manos de los extraterrestres resucitados es el propio doctor Ocum.

En cambio, en El Día después de Mañana tenemos a Jack Hall, un héroe que encima es climatólogo, interpretado por un magnífico Dennis Quaid.

 

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El paleoclimatólogo Dennis Quaid, en el film El Día después de Mañana. 20th Century Fox

 

Quaid es un hombre sensible e inteligente. Es una voz perdida en el desierto de la política, lleno de políticos sordos e insensibles a la catástrofe climática que se nos viene encima, en la que está ausente su principal profeta, Al Gore, cuyo pasado político venía lastrado por perder unas elecciones presidenciales que creía ganadas por su elegante cultura científica y altura intelectual ante un torpe, chusco e iletrado republicano llamado George Bush.

Y en lugar de Gore (en la cresta de la ola por su documental Una verdad Inconveniente), tenemos a un vicepresidente de EE UU, interpretado por Kenneth Welsh, que es una copia calcada de Dick Cheney, uno de los halcones de Bush en la vicepresidencia, el arquitecto de la desastrosa guerra de Irak y el oscuro eslabón con las multinacionales del petróleo que querían sacar partido.

 

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El actor Kenneth Welsh, en su papel de vicepresidente de EE UU. 20th Century Fox

Al alinearse con la ciencia, Emmerich gana en calidad. Sobre todo con los enfrentamientos dialécticos entre Quaid y el vicepresidente sosias de Cheney.

Al principio de esta magnífica película, Quaid expone una teoría fascinante: el calentamiento global dará lugar, en una primera fase, a un enfriamiento progresivo en algunas zonas del planeta, incluidos los Estados Unidos.

Su explicación es que el agua fría y dulce de los polos, más pesada, terminaría provocando un cortocircuito en la corriente marina del Atlántico norte, que lleva el calor desde las zonas tropicales a las más templadas. 

Este cinturón de calor comienza con la famosa corriente del Golfo que termina transportando la energía hasta aguas del Atlántico. Proporciona un efecto que amortigua algo el clima más frío de los países del norte, que sería de otra forma bastante más duro.

Y no es una invención. La teoría de Quaid está basada en un excelente trabajo de investigación publicado en la revista Nature. Así que Emmerich y sus asesores se documentaron bastante bien (aunque sea por una vez).

El propio Quaid explica al principio que su modelo predice cambios en mil, o quizás hasta 10.000 años, y que en realidad, “nadie lo sabe”. 

Claro que Emmerich lleva el asunto al extremo de toparse con una era glacial en cuestión de una semana, el tiempo cinematográfico de la película.

Me parece una decisión cinematográfica muy acertada y creíble (no se puede hacer una película con unos protagonistas y sus descendientes de dentro de mil años).

 

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Jack Gyllenhaal, como Sam Hall, junto con sus amigos20th Century Fox

 

Emmerich sabe muy bien construir la relación entre Dennis Quaid y su hijo Sam Hall (interpretado por Jake Gyllenhaal), que queda atrapado junto con su chica en la biblioteca pública de Nueva York después de un espectacular tsunami. La biblioteca quizá no sería el lugar más apropiado para protegerse de algo así en una ciudad repleta de rascacielos, pero Quaid le promete que acudirá a rescatarlo. Así que la historia se convierte en el rescate de un padre que quiere a su hijo, y que además, es el científico al que nadie hizo caso. 

Y por eso, con todos estos ingredientes de credibilidad y las dosis de acción garantizadas, la película funciona como un reloj. Incluso pese a los excesos habitualmente poco creíbles del propio Emmerich, como esa construcción de un enemigo, el frío estratosférico, que atraviesa la atmósfera para congelar al instante todo lo que toca en tierra. Un enemigo terrible del que Sam y sus amigos se libran...¡arrojando libros a una hoguera dentro de la biblioteca!

Recuerdo muy bien la polémica que el film produjo en EE UU, ya que estuve allí en 2004. Incluso algunos expertos de entidades de prestigio como el Instituto Pew calificaron al film de “pretencioso”. 

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 Artículo de portada de USA TODAY recogiendo la polémica.

 

Se alzaron voces de científicos criticando abiertamente la película, ya que albergaban el temor de que el público llegara a pensar que el calentamiento global podría ser una fantasía. 

El propio Al Gore trató de capitalizar la popularidad del film de Emmerich argumentando que, aunque se trataba de una ficción, los temas científicos que colocaba sobre la mesa abrían un debate necesario.

La película de Emmerich encantó al público, hasta el punto de que los periodistas preguntaron al portavoz de la Casa Blanca del Gabinete Bush sobre lo que opinaba de ella. “No nos dedicamos a hacer críticas de películas”, fue su evasiva respuesta. El cine, de la mano de la ciencia, ganó la partida a la política. 

 

 

 

 

El Apocalipsis Climático, según un hereje llamado Michael Crichton

Por: | 24 de noviembre de 2013

Twister-1996-13-g                      Una escena de Twister. Universal Pictures/Amblin.

 

Recuerdo perfectamente el momento en el que conocí a Michael Crichton, en un hotel de Barcelona, en 2005. Con sus casi dos metros de altura, era un hombre delgado y amable, aunque más envejecido que en las fotografías de sus libros. 

Durante casi un par de horas mantuve una fascinante conversación con el maestro del technothriller contemporáneo, el autor de Parque Jurásico.

    Charlamos sobre su última novela por entonces, Estado de Miedo, en el que Crichton –que no rehuía el debate, pese a la profesionalidad en el trato propia de los escritores de éxito– se atrevía a dibujar un escenario herético, que ponía en cuestión lo que describía como histeria política y científica con respecto al cambio climático. “Hay un estado de miedo artificialmente creado”. 

Crichton matizaba que no dudaba acerca de los datos del calentamiento global, pero que todo el asunto –y hablamos en 2005– se había exagerado en los medios de comunicación. Los cuales hervían entonces por culpa del famoso documental de Al Gore, Una verdad inconveniente. 

Cuando le pregunté si pensaba que su novela –repleta de datos científicos y estudios que contradecían el pensamiento comúnmente admitido sobre el cambio climático– se llevaría algún día al cine, contesto casi secamente. “No. Es un tema demasiado polémico”.

Twister                   Helen Hunt y Bill Paxton, la pareja de cazatornados. Universal Pictures/Amblin.

 

Lo cierto es que ninguna de sus películas, basadas en novelas, han tocado el asunto del clima, salvo una en la que curiosamente no había novela literaria detrás. Crichton fue el guionista de Twister

Y es una película excelente, con un inicio arrebatador, donde una niña tiene que refugiarse junto con su madre y su perro en un pequeño búnker ante la llegada de un aterrador tornado. 

La acción transcurre en 1969 en Oklahoma, la región de EE UU probablemente más castigada por estos violentos fenómenos. La niña ve como un tornado le arrebata a su padre y decide dedicar su vida a su estudio, así que tenemos a una espléndida Helen Hunt en su papel de cazatornados.

Crichton nos presenta a un grupo de científicos a los que se une Bill Paxton como autor de una singular idea: un instrumento bautizado como Dorothy, que no es otra cosa que un contenedor repleto de sensores preparados para ser succionados por un tornado. 

Los científicos desconocen lo que sucede exactamente en el interior del torbellino, y los sensores de Dorothy podrían proporcionar toda la información y realizar una especie de radiografía precisa en tiempo real. “Eso nos permitirá mejorar los sistemas de detección de tornados con una antelación de hasta quince minutos”, explica Hunt en la película.

3464630638_42d33968bf_o                 Dorothy, el instrumento que desvelará los secretos del tornado. Universal/Amblin.

 

¿Pura ficción? Dorothy fue una idea de Crichton inspirada en un dispositivo real llamado TOTO, ideado a finales de los años setenta (siglas en inglés de Totable Tornado Observatory). 

En vez de las bolas esféricas en su interior, TOTO tenía los sensores pegados a su estructura. ¡Y efectivamente, estaba construido para ser succionado por un tornado!Bill                Dorothy, en una escena del film. Universal/Amblin.

 

Pero los científicos encontraron que la idea era impracticable: no se lograría colocar a TOTO en el camino de un tornado, precisamente porque los tornados son, por naturaleza, muy impredecibles, y nadie sabe por dónde van a pasar con antelación. Así que abandonaron la idea.

TOTO no pasó desapercibido al ojo clínico de Crichton, capaz de rellenar los huecos que deja la ciencia con puro cine de acción, y los productores de Twister. Así que Dorothy juega un papel  esencial en la película (y el nombre procede además de Dorothy, la niña protagonista de El Mago de Oz)

En Twister no hay referencias, por supuesto, al calentamiento global. Aunque la película tiene el sello de todas las producciones de Crichton: los científicos suelen ser los villanos, o en todo caso, los anti-héroes. 

Tanto Paxton como su ex-mujer, Helent Hunt, juegan el papel de científicos románticos, de esos que no tienen un duro y que por ello no persiguen la fortuna ni la gloria, ni se dejan vender a las grandes corporaciones.

    Justo todo lo contrario le ocurre a un científico rival, Jonas Miller (interpretado por Cary Elwes). Está  encantado de hablar ante la prensa para presentarse como un héroe. Miller ha robado la idea de Dorothy a su ex-colega Hunt. Encarna al científico prepotente que da titulares, pero que en el fondo es despreciado por el ciudadano corriente.

Twister_movie_image_bill_paxton_helen_hunt_01                    Hunt y Paxton se enfrentan a un tornado de categoría 5. Universal/Amblin.

 

 Los cazatornados liderados por Helen Hunt representan a esos científicos bienaventurados, un poco frikis, que en realidad son una especie casi en extinción. Podremos congeniar mucho mejor con aquellos hombres y mujeres sabias que no cedieron a los intereses políticos y económicos. Y es que el recuerdo de la bomba atómica y la pésima imagen de los científicos que la hicieron posible está aun muy fresco en nuestra memoria.

Quizá aquí resida la clave del enfoque ácido de Crichton sobre los científicos que de forma abrumadora clamaban la catástrofe que se nos echaba encima con el calentamiento global, en Estado de Miedo.

La comunidad científica reaccionó “de forma muy negativa” a su novela.  Para Crichton, no ha sabido explicar al público lo que significa el grado de incertidumbre. Los modelos climáticos no tienen el valor de las predicciones, ni son predicciones, sino modelos, todo lo valiosos y complejos que se quiera. El calentamiento global no es algo que se pueda predecir como el tiempo meteorológico. Pero el público no ha entendido cual es la diferencia.

Con respecto a los propios científicos, Crichton comentaba que entre ellos, “existe un deseo natural y humano de convertirse en alguien importante, de tener influencia en la política, de que tu investigación se convierta en un tema central para la sociedad. Y es algo comprensible”. Así que han recorrido, con la aquiescencia de los medios, el camino más fácil: convertirse en una especie de profetas del apocalipsis, muy al estilo de Al Gore.

Tornadoes-twister_00246496                     Uno de los tornados de la película. Universal/Amblin.

Pero claro, es mucho más fácil convertirse en un profeta, sobre todo un profeta con la respetabilidad que proporciona la ciencia. El público entiende perfectamente este mensaje de catástrofe, mucho más sencillo y directo, exento de tecnicismo.

    “Entre la gente primitiva existe una tendencia a pensar que todo ocurre por un motivo, y no existe la sensación de que los desastres simplemente suceden. En la sociedad occidental siempre hay alguien responsable, el fabricante de coches que no hizo esto, quien construyó la escalera que resbala...en el pasado simplemente decíamos que era cuestión de suerte o un accidente. Ahora todo tiene una causa”, me comentaba este escritor.

Crichton se quejaba precisamente de esta falta de perspectiva, carente en los telediarios y los periódicos. Una perspectiva que ahora es mucho más escasa que en 2005. La sociedad de las tabletas y las redes sociales solo se centra en lo inmediato.

“Cuando ocurre un acontecimiento tan grande como el Katrina, y vemos como tanta gente ha quedado en una condición crítica, es como si todos nos hubiéramos vuelto primitivos. No creemos en Dios, ni pensamos que el dios del viento lo envió, es algo pasado de moda. Así que culpamos al calentamiento global, a George Bush. Buscamos una razón, y la verdad es que no hay ninguna”.

Y así desgranaba sus pensamientos el autor de La Amenaza de Andrómeda. “Todos los años, tenemos cuatro o cinco huracanes que golpean EE UU. Y Nueva Orleans sufrió una inundación hace tres años. No tan grande como esta última, pero había gente caminando con agua hasta la cintura, casas igualmente destruidas. Hace poco mostré algunas diapositivas sobre devastaciones  terribles ocurridas en 1900, con ocho mil muertos, en 1926, con tres mil víctimas. Las cosas suceden, no es el calentamiento global”

Crichton falleció en 2008, a los 66 años, el mismo día en el que Obama fue elegido presidente. Me quedé muy sorprendido, pues había ocultado que estaba batallando contra un cáncer. Y me entristecí, pese a que mi relación fue corta y estrictamente profesional (le regalé un ejemplar de mi novela Kraken, que llevaba una dedicatoria en su nombre). 

Siempre me han encantado los heterodoxos científicos, incluso aquellos que platicaban la ciencia desde la literatura, y desde luego sería estúpido considerar que Crichton era una persona ignorante o mal informada, o alguien a sueldo de las grandes multinacionales petroleras, que han financiado algunos lobbies científicos que manifiestan su escepticismo ante el calentamiento global.

Admito que es muy probable que Crichton estuviera equivocado. Estaba convencido de que los modelos que predicen un clima más caliente daban como resultado huracanes y tifones menos violentos –cuando al parecer también existen modelos que van precisamente en la otra dirección. 

Pero el reciente tifón que asoló Filipinas dejó también otra huella en la 19 Conferencia sobre Cambio Climático celebrada recientemente en Varsovia. Que me ha hecho reflexionar sobre este asunto. 

Un artículo del diario The New York Times recogía las declaraciones del representante filipino que calificaba comprensiblemente la enorme tragedia sufrida por sus compatriotas como “una locura climática”, ya que era el calentamiento global el que había convertido al tifón en “un monstruo letal” (con una nada velada crítica a los países que más están contribuyendo a aumentar las emisiones de efecto invernadero).

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Estado de miedo - Michael Crichton 001-704614                  Michael Crichton, en Barcelona, en 2005. (Fotografía de Luis M. Ariza).

 

Claro que en el mismo artículo se explicaba que los científicos, incluso los más convencidos, no podrían demostrar una relación estadística entre ese terrible tifón y el calentamiento global (de hecho, hasta ahora ha resultado bastante difícil intentar demostrar con números la relación entre un fenómeno extremo en concreto y el aumento previsto de temperatura).

Pese a ello, Ronald Jumeau, el representante de las islas Seychelles, afirmaba que el calentamiento global iba a traer una situación nueva e insólita que el mundo ni siquiera atisbaba a sospechar. Tanto, que se asemejaba al desastre producido por una invasión alienígena. “¡Los marcianos han aterrizado! ¿Y que vamos a hacer?”

Comprendo perfectamente la preocupación de muchos países costeros ante los sombríos escenarios dibujados por la ciencia, ante los avisos de los expertos de la ONU de que aún es posible evitar la catástrofe limitando las emisiones para que el calentamiento no supere los dos grados centígrados dentro de cien años.

     Pero en cierta forma, tengo la sensación de que ese magnífico escritor ahora desaparecido tenía su parte de razón.

 

 

 

 

El Maestro de las Emociones (o cómo diseccionar un sentimiento)

Por: | 16 de noviembre de 2013

  ©2012 Paco Cinematografica srl.     

   Geoffrey Rush como Virgil Oldman, en el film La Mejor Oferta. ©2012 Paco Cinematografica srl

  

Reconozco que no me atraen mucho las películas románticas, pero hay algunas obras que ocultan de una manera tan magistral el sentimiento romántico que no me queda otro remedio que rendirme. Me refiero, por supuesto, a La Mejor Oferta, de Giussepe Tornatore, que habla de un tratante de arte, Virgil Oldman, interpretado por un impecable Geoffrey Rush.

Virgil es, en apariencia, insensible a las emociones, frío y racional con el resto de los seres humanos. 

Es un hombre extremadamente educado, de gustos exquisitos, de un talento para el arte que pocos tienen y que usa esa capacidad para ver el talento ajeno y comerciar con ello, para descubrir en muchos casos falsificaciones tan asombrosas que cobran valor con el tiempo. 

Este talento y sensibilidad le ha proporcionado una economía desahogada, le ha convertido en el perfecto puente para que los más pudientes accedan a gastar su dinero en las obras en las que Virgil ha puesto sus sentidos, manejando ese otro arte más mercantilista como es el regateo de las subastas.

Pero Virgil tiene un secreto. Este hombre ha ido atesorando maravillas amañando un poco esas subastas gracias a un compinche maravilloso, un viejo zorro del arte como él, Billy Whistler, encarnado por el insuperable Donald Sutherland.

 

Donald Sutherland_1                Donald Shuterland, en una escena de la película.

 

  Con su ayuda, Virgil ha sabido ocultar los innumerables rostros de mujeres de distintas épocas en una habitación secreta, una cámara acorazada, donde puede expresar sus sentimientos platónicos aislado del mundo. El hombre frío y racional se deshace ante tanta fuerza cuando se encuentra contemplando a todas sus mujeres, quienes en realidad construyen su relato femenino ideal.

Y ocurre lo que tenía que ocurrir. Virgil se enamora de una misteriosa mujer que quiere vender todo el arte en su mansión. Y vemos que el hombre racional, de reglas y gusto exquisito, pierde la cordura. 

El amor está a punto de empujarle hacia la locura. Y todos nos identificamos con este hombre, el mismo que ante la sociedad se da cierto aire de grandeza y hasta de cierta antipatía y superioridad. Y lo hacemos precisamente porque su punto débil es el nuestro. Virgil, como todos nosotros alguna vez en nuestra vida, se ha convertido en la presa de sus sentimientos.

Claro que, ¿cómo podemos definir científicamente un sentimiento, una emoción? 

Hasta hace relativamente poco, esta idea era poco menos que una perogrullada. El cerebro, se nos ha venido diciendo, es un misterio dentro de otro, formado por cien mil millones de neuronas. Históricamente se ha visto como una especie de computadora compleja extraordinariamente compleja. 

Un pensamiento no era más que un conjunto muy sofisticado de reacciones bioquímicas, una charla entre neuronas. Los más racionalistas enarcaban sus cejas ante la idea de que las emociones humanas pudieran ser milimétricamente medidas y disecadas con un calibre.

Hay una persona que ha cambiado nuestra percepción de las emociones, elevando su estudio hasta las altas instancias de la neurociencia. Se llama Antonio  Damasio, nació en Lisboa en 1944, y tuve la fortuna de conocerle en un encuentro en el que charlamos sobre el cerebro para una entrevista extensa para El País Semanal.

 

_MG_0405                     Antonio Damasio, junto con Luis M. Ariza. Cortesía de Albert Jodar.

 

Una de las cosas más sorprendentes que tiene el cerebro humano es que no se puede explicar sólo con la suma de sus partes, por infinitas y complicadas que nos parezcan. La investigación emocional nos traslada a otro nivel en el que dejamos de ver las neuronas como si fueran árboles individuales y nos elevamos para contemplar el bosque entero.

Damasio me contó el caso de un paciente que había sufrido una lesión en el lóbulo frontal, pero eso no había alterado su inteligencia, su memoria y vastos conocimientos. 

Cuando uno hablaba con él no podía encontrar signos de una patología. Pero, fuera de la conversación, el hombre hacía locuras, como invertir su dinero en negocios absurdos en los que nadie invertiría, o relacionarse de manera muy extraña con su esposa. 

Su racionalidad a la hora de elegir el menú de un restaurante le empujaba hacia la locura. Se preguntaba si el menú era bueno en relación con el precio; miraba a su alrededor y trataba de encontrar si existía una relación con el número de sillas desocupadas del restaurante; o si merecía la pena ir a ese restaurante teniendo en cuenta lo lejos o cerca que estaba.

Era un hombre tan racional que no podía dejarse llevar por su instinto, por un impulso, por algo tan espontáneo como decir “me gusta”. Su lógica llevada al extremo le convertía en alguien que no sabía manejar las emociones a la hora de tomar una decisión. 

Este hombre apartaba lo emocional de su vida diaria, y, a diferencia de nuestro Virgil al menos al principio de la película, era incapaz de procesar esos sentimientos.

La lesión de este paciente, me explicó Damasio, ocurría precisamente en una zona del cerebro, una región llamada corteza prefrontal ventral, que se encargaba, de acuerdo con sus investigaciones, de procesar el encuentro entre lo emocional y lo racional.

Hay un tabú que rodea el uso de las emociones en la toma de decisiones. Suele manifestarse que las cosas hay que tomarlas en frío, nunca dejarse llevar por los instintos cuando se está demasiado caliente, contar hasta diez antes de hablar, etc. El personaje del Dr. Spock plasma en el cine la voluntad de la lógica sobre lo emocional, pero en el mundo de Star Trek tenemos una enorme empatía por Spock precisamente porque sabemos que no es en absoluto ajeno al mundo de las emociones.

 

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Pero Damasio sugiere que las emociones, al contrario, son un factor esencial en la toma de decisiones. La respuesta emocional ya está en el cerebro, pero nos queda una facultad insólita y nueva, una capacidad única para modular esas emociones mediante el aprendizaje.

Invito al querido lector a un experimento. Usted se encuentra con nosotros, charlando tranquilamente sobre estas cuestiones, en la terraza de un hotel de Barcelona, con una taza de te y un tiempo envidiable. Alguien suelta de improviso una mamba negra, cuyo veneno es mortal, encima de la mesa.

La reacción de cualquier persona normal sería la huida. Pero no es algo que pensamos. Simplemente sucede, es una respuesta automática. Nuestro cerebro escapa a cualquier control. Ordena el bombeo de cortisol al corazón. Nuestro pulso se acelera y movilizamos en un instante una tremenda cantidad de energía.  Ocurre en menos de un centenar de milésimas de segundo.

También podemos quedarnos paralizados, sin mover una pestaña, esperando que la serpiente nos ignore y pase de largo. Si hemos recibido entrenamiento previo, si sabemos lo que es una mamba negra, podemos actuar de una manera más ventajosa frente a todos estos estímulos. 

Exactamente lo mismo que dijo Sam Neil, en su papel de paleontólogo de Alan Grant, a sus compañeros, en la excelente Parque Jurásico, cuando se toparon con un tiranosaurio hambriento. Sabía que esta terrible criatura no veía bien, pero detectaba el movimiento. Y que lo más juicioso era quedarse quieto como una estatua para sobrevivir. “No muevan un sólo músculo”.

 

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El miedo a volar, por ejemplo, puede modularse si uno aprende a controlarlo en un simulador de vuelo, comprendiendo la naturaleza de las turbulencias, cómo despega y aterriza un avión, y todos esos principios. Podemos, hasta cierto punto, desensibilizarnos, dice Damasio.

Pero este fenómeno de aprendizaje en el mundo emocional se puede aplicar a un concepto más colectivo. No se queda sólo en el individuo. Las emociones y la razón han dejado de ser antagónicas. Ahora forman una nueva alianza, defiende Damasio. Es un concepto colectivo mucho más fascinante.

La cultura y los conocimientos aplacan la violencia. Damasio está convencido de que la sociedad actual, pese a los conflictos armados y las noticias inundadas de actos de agresividad que abundan en los telediarios, es menos violenta. Había más violencia en los tiempos de Enrique VIII. 

Y la tolerancia a la violencia de género, el maltrato de las mujeres, es cada vez menor en las sociedades occidentales. La aceptación de los matrimonios del mismo sexo es cada vez mayor y gana terreno. Y las sociedades actuales desprecian cada vez más el racismo y la discriminación. 

Como último apunte fílmico, podemos echar un vistazo a la curiosa película El Mayordomo, interpretada por Forest Whitaker. La visión de un mayordomo negro que sirvió durante décadas en la Casa Blanca nos ofrece una sociedad en evolución, y unos políticos que progresivamente rechazaron la discriminación racial y aceptaron los derechos civiles para todos los norteamericanos, sea cual sea su religión, raza o color de piel.

 

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Adictos al Oro Negro (esperemos que por poco tiempo)

Por: | 10 de noviembre de 2013

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   Marlon Brando, como Adam Steiffel, en la película de John G. Avidsen, La Fórmula. Metro-Goldwyn-Mayer.

 

Intensa, vibrante, e inmune al paso de los años desde que fue rodada en 1980, La Fórmula es el mejor thriller cinetamográfico sobre la especulación de las grandes multinacionales del petróleo, el oro negro que aún mantiene nuestra civilización. En su investigación para encontrar al asesino de un antiguo amigo, George C. Scott da la formidable réplica a todo un Marlon Brando que encarna la figura del magnate Adam Steiffel, que dirige una corporación petrolífera norteamericana, en apariencia un apacible setentón que se preocupa por la salud de las ranas en su piscina.

La historia, basada en la novela de Steve Shagan, comienza a finales de la Segunda Guerra Mundial. En una mansión de Berlín, al filo de las bombas de los soviéticos, un grupo de importantes hombres de negocios de Suiza se reúnen con dirigentes nazis, los cuales encomiendan al general Helmut Kladen la custodia de un secreto, que no debe de caer en manos del enemigo rojo: la fórmula para fabricar fuel sintético a partir del carbón. 

Mientras las lámparas del salón tiemblan por las explosiones y los animales de un zoo cercano que ha sido bombardeado escapan despavoridos, los negocios entre estos hombres se imponen a la propia guerra. Los nazis quieren negociar con los americanos y necesitan ofrecerles jugosos secretos para que Alemania no caiga en manos de los fanáticos de Stalin

Ese general Kladen se encuentra finalmente con un oficial norteamericano, Tom Neely, en los estertores del conflicto. Y treinta y cinco años después, Neely, que se ganaba la vida como inspector de policía, es asesinado. Barney Caine (George C.Scott), se encarga de investigar el crímen, lo que le lleva a Berlín occidental. Allí desempolva un antiguo proyecto nazi llamado Génesis, formado por científicos alemanes que dieron con la fórmula de un catalizador para convertir el carbón en petróleo.

 

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Carátula de la película con sus dos principales protagonistas, Scott y Brando, frente a frente.

 

En los años ochenta, esta posibilidad supondría un cambio de equilibrio en el poder mundial. Los países árabes habían multiplicado el precio del petróleo en la década anterior, sumiendo al mundo occidental en una crisis energética sin precedentes. 

Por ello, intuimos que Steiffel, al que encarna un Marlon Brando brillante, tiene muchos ases en la manga, incluido el secreto de Génesis, ya que en una escena de la película dice: “Nosotros somos los árabes”. Estados Unidos tiene el 70 por ciento de las reservas mundiales de antracita, lo que le convertiría en el primer productor mundial de petróleo.

Con este as en la manga, ¿por qué no usarlo? En los años ochenta, los países  árabes tocaban la música, y como teatralizaba Steiffel ante Scott en su primer encuentro, los americanos “no tenemos más remedio que bailar”. 

En otra conversación, Steiffel añoraba aquellos tiempos en los que los chicos conducían sus coches devoradores de gasolina y no se preocupaban de lo que costaba llenar el depósito. Simplemente decían, “llénalo, Sam”. La gasolina americana era mucho más barata que la leche, y eso precisamente alimentaba el sueño americano. Las grandes corporaciones, describía Steiffel, eran “las tetas de América”.

La respuesta a esa pregunta es precisamente la clave de toda esta historia: consiste en extraer el máximo beneficio. Steiffel podía producir fuel sintético, pero prefería quitarles hasta el último centavo a los norteamericanos de los años ochenta antes que ofrecerles una gasolina más barata.

 

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Imagen de una escena que comparten estos dos inimitables actores. Metro-Goldwyn-Mayer.


La novela y la película de Shagan es una ficción, pero todos los argumentos que se exponen son documentales. Es uno de esos extraordinarios casos en los que las cosas que se dicen en una película se ajustan –casi al milímetro– a la realidad.

El principio del beneficio subyace en todo negocio, pero en el caso del petróleo lo es más. Arabia Saudí controla el 11 por ciento de la producción mundial actual –el primer país productor–y ciertamente puede ejercer una influencia en los precios, aunque más limitada ahora que en el pasado. 

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Muestra de combustible sintético. Foto cortesía Universidad de Texas en Arlington

 

Pero lo cierto es que el precio depende de la demanda y de la oferta. En julio de 2008, el precio de barril de petróleo alcanzó unos estratosféricos 126 dólares, antes de la crisis económica que estalló en septiembre de ese año, con la caída de Lehman Brothers. En diciembre de ese mismo año, un barril costaba menos de 33 dólares, algo abslutamente impensable para los gurus del petróleo, que pronosticaban el fin del petróleo barato.

También se ha argumentado que a los países productores no les interesa un petróleo caro. En realidad, les interesa mantener el precio más alto posible que la gente pueda pagar, y uno no sabe bien donde está ese límite, ni cuál es ese precio. Es un juego peligroso, ya que si se aumenta mucho el precio, cae la demanda, y el barril se abarata. Hay que saber tensar la cuerda sin romperla. Y en este sentido, se comportan acertadamente como Adam Steiffel en la ficción.

Pero hay otro aspecto extraordinario de La Fórmula, y es el hecho de que Génesis no es una utopía. Los alemanes lograron fabricar fuel sintético a partir del carbón durante la Segunda Guerra Mundial, mediante un proceso químico llamado Fischer-Tropsch

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Los científicos Rosenthal y De Meglio, de la Universidad de Delaware, han creado un catalizador que convierte el CO2 en fuel usando la electricidad de paneles solares. Foto cortesía de Universidad de Delaware/Kathy F. Adison.

 

El régimen de Suráfrica produjo gasolina a partir del carbón usando la misma fórmula que los alemanes. En 2010 fue un avión surafricano el que voló por vez primera con el 100% de un combustible sintético hecho a partir de carbón y gas.

Producir gasolina a partir del carbón era una fórmula demasiado costosa. En los tiempos de Steiffel resultaba más barato extraer el petróleo de forma tradicional o comprarlo a los países de la OPEP

Pero ahora, con el precio del barril del crudo superando los 94 dólares, esa posibilidad es mucho más barata.

Investigadores de la Universidad de Texas en Arlington han logrado fabricar gasolina a lartir del lignito (el tipo de carbón más barato) a un coste de unos 30 dólares por barril, sin que en el proceso se liberen contaminantes a la atmósfera. Es un proceso experimental que sería más efectivo en microrefinerías, y que precisa de una tonelada de carbón –con un coste de 18 dólares–para producir 158 litros de gasolina.

Lo fascinante de este hallazgo es que el proceso implica el uso de CO2 atmosférico, es decir, absorber este gas que provoca en parte el calentamiento global. El CO2 se transforma en monóxido de carbono y se hidrogena. Y el hidrógeno procede del agua contenida en el propio carbón. 

Estoy convencido de que esta solución no será del agrado de los grupos ecologistas. Pero imaginémoslo por un momento: un futuro en la que las refinerías de fuel sintético aspiran el CO2 de la atmósfera para convertirlo en gasolina. 

La captura del CO2 del aire se transformaría en una empresa comercial con grandes beneficios. Y aunque la quema de la gasolina liberaría el gas a la atmósfera, éste volvería más tarde o más temprano a las refinerías. Si se lograra un ciclo cerrado, el hombre habría encontrado una manera de controlar las emisiones y usarlas en su propio beneficio. Podría disponer de un arma para intentar minimizar los efectos del calentamiento global.

Por su parte, científicos de la Universidad de Delaware han desarrollado un catalizador que usa la electricidad procedente de un panel solar para convertir el CO2 en fuel sintético. Y la NASA lleva probando en sus aviones de investigación gasolinas sintéticas procedentes de otras fuentes.

 

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Científicos de la NASA llevan a cabo estudios de emisiones de fuel sintético. Dryden center/NASA


Independientemente de los puntos de vista, hay algo que cada vez resulta más evidente. La humanidad está sedienta de combustibles fósiles, y, nos guste o no, nos hemos hecho adicto a ellos. 

Cualquier cosa que hagamos, desde encender un interruptor, coger un coche o un avión, ir por un crucero con la familia, comprar una tableta hecha en China o en Taiwan y enviada a España, o navegar por internet, implica, en mayor o menor medida, un aumento de emisiones de gases de invernadero. Con sólo hacer un clic en el ratón.

Tenemos que superar esta adicción y pasar a la siguiente fase. Sueño con una civilización capaz de aprovechar y cosechar las inimaginables cantidades de energía de las mareas, los terremotos, volcanes y huracanes, y la radiación del Sol; con una civilización que alcanza niveles de prosperidad inalcanzables para una sociedad que depende ahora de quemar combustible fósil. Pero hasta que ese momento llegue, siempre tendremos individuos como Adam Steiffel

 

 

 

 

 

En manos de los piratas (y del buen juicio de Tom Hanks)

Por: | 03 de noviembre de 2013

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Hanks, en una escena de la película. Cortesía de Columbia Pictures /Hopper Stone.

Capitán Phillips, de Paul Greengrass, es una película extraordinaria. No recuerdo tanta tensión, tanta maestría en el montaje –con el uso magistral de la geografía de un barco mercante al servicio de una cámara de cine–desde los tiempos de Argo o La Noche Más Oscura. Esta historia de un capitán americano –interpretado aquí por Tom Hanks en una actuación memorable– que juega al gato y al ratón con un grupo de piratas somalíes– estuvo basada en un hecho real acontecido en abril de 2009.

Cuatro piratas a bordo de una barca motora nada sofisticada lograron secuestrar el mercante Maerskt Alabama, enganchando una escalera y burlando todos los intentos del gigante para escapar. Los piratas se hicieron con el control parcial del barco, pero las cosas no suelen salir como se planean. 

Omitiremos los detalles del argumento, de los sucesos ocurridos en los  cinco días siguientes, cargados de una enorme tensión, en los que se involucraron la marina norteamericana y los grupos SEAL antiterroristas. Pero gracias a un comentario, hecho con cierto sarcasmo, por el actor somalí Barkhad Abdi, que interpreta al líder de los piratas (Abdulawi Abdukhadir Muse), sabemos que el grupo de piratas eran pescadores en origen, comandados por un jefe al que debían obedecer. 

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Los piratas somalíes persiguen a su presa en una frágil embarcación. Cortesía de Columbia Pictures/Hopper Stone.

Y la razón de su piratería se debía a la sobrepesca por parte de las grandes potencias en aguas somalíes. Al quitarles la mayor parte de su sustento, se nos viene a decir, muchos pescadores locales se convirtieron en piratas.

Hay una parte de realidad y una de ficción en esta afirmación cinematográfica. Al comienzo de la película, los aldeanos de una localidad frente al mar ven la llegada de unos todo terreno con esbirros armados. Quieren hablar con Muse para exigirle otro secuestro, pese a que sus hombres habían secuestrado un barco la semana pasada. Venos aquí una mano invisible, la de un jefe local, un mafioso, que exige y amenaza para que los secuestros no cesen. Casi a punta de pistola.

En la realidad, dos días después de que acabara la tragedia del Maerskt Alabama, los piratas somalíes secuestraron otros cuatro barcos. A mediados de mayo de 2009 los piratas ya habían atacado unas 102 embarcaciones. Ese año lograron secuestrar un petrolero saudí repleto de petróleo y un carguero ucraniano repleto de tanques y armas. 

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Momento del abordaje. Cortesía de Columbia Pictures/Jasin Boland.

Y en ese mismo 2009 se pidieron rescates por un valor global de cien millones de dólares. En 2005, las cifras por cada rescate rondaban el millón de dólares. En 2011, la media aumentó hasta los cinco millones. 

Estos números hablan por sí solos. La piratería es mucho más que un grupo de pescadores armados. Constituye un negocio muy lucrativo, y por tanto, muy organizado. No conviene simplificar el argumento. Existe una sobrepesca en la zona, de acuerdo con un informe de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). Pero otro de la ONU concluía que, de 56 piratas, solamente 14 eran en origen pescadores. El sarcasmo de los piratas en la película es muy revelador.

Hay otro matiz que forma parte de este thriller. Los piratas obedecen reglas. Tienen un jefe al que rendir cuentas, una especie de mafioso que es el que se encarga de organizar la embarcación nodriza que acompaña a las barcas, y también de llevar a cabo la negociación por los rehenes con las compañías de seguros. 

Jessica Smith, una experta analista de la institución Brookings, indica que estos mafiosos suelen tener educación universitaria y recaban un 5 por ciento del rescate. También hay inversores –ilegales, por supuesto– que financian los intentos de abordaje. Cada intento, tenga éxito o no, cuesta unos 50.000 dólares, que se destinan a los gastos del mafioso local, las armas y la estrategia. 

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El actor somalí Barkhad Abdi, como líder de los piratas. Columbia Pictures.

Pero si el secuestro tiene éxito, estos inversores reclaman sus beneficios a partir de un mínimo de un 30 por ciento del rescate. La idea de que los pagos por los rescates repercuten en la pobreza de la población local mejorando la vida de los somalíes es más una ilusión que algo real, en un país con una de las renta per cápita más bajas del mundo, en torno a los seiscientos dólares anuales.

Los ataques de piratería con éxito en esta zona marítima, surcada cada año por 33.000 cargueros, han descendido de 40 en 2011 hasta 15 en 2012. Los barcos que transitan la zona suelen llevar ahora seguridad privada y armas. Responder con fuego al ataque aumenta el riesgo para los propios piratas. Y en el caso de ser capturados, les espera una larga estancia en la cárcel. El desmantelamiento de los líderes mafiosos que organizan los rescates y el suministro a los habitantes locales de otras formas rentables de ganarse la vida podrían reducir la piratería en la zona.

Claro que hay otros puntos de vista del que aporta el excelente film de Greengrass. No he tenido ocasión aún de ver el documental Stolen Seas, del director Thymaya Payne. Habla de Ishmael Ali, un ciudadano norteamericano de origen somalí que vivía como electricista en Nueva York y que volvió a Somalia

Gracias a su excelente inglés, Alí se vio arrastrado a negociar en nombre de unos piratas con una compañía de seguros británica, según indicó el propio Payne al diario The Guardian. Ali fue invitado a dar una conferencia en Estados Unidos y nada más poner el pie en Washington fue detenido, acusado de ser un pirata. El propio Payne tendrá que testificar en el juicio.

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Hanks, con uno de sus captores. Cortesía de Columbia Pictures/Jasin Boland.

Greengrass ha hecho una gran película, pero no trata de la piratería en Somalia. Esta piratería no es la historia de un capitán americano secuestrado por piratas, sino la de un grupo de pobres personas que son retenidos por otro grupo de pobres personas durante un año a la espera de lo que tengan que decidir las compañías de seguro”, manifestó el propio Payne al citado diario británico.

El cine, al contrario que el documental, es ficción, aunque en este caso el argumento se base en hechos reales. Y tengo que confesar que ambos géneros fílmicos me fascinan por igual. 

The Guardian recoge las impresiones de los tripulantes auténticos del Maerskt Alabama, que arrojan una historia bastante diferente al héroe que interpreta Hanks, describiendo al capitán Phillips como alguien arrogante, que tomó decisiones arriesgadas –como navegar cerca de la costa somalí, o no ajustarse al plan de cortar la electricidad y refugiarse en la sala de máquinas en caso de un ataque pirata. Estos tripulantes también han interpuesto demandas contra la compañía Maerskt por valor de cincuenta millones de dólares.

La piratería es un acto despreciable y no tiene justificación, pero no olvidemos que en el pasado fue utilizada como un arma política y una estrategia contra los enemigos por países ahora tan respetables como Francia, y sobre todo, el Reino Unido. Francis Drake, Walter Raleight y John Hawkins practicaron la piratería contra barcos españoles bajo la protección de la reina Elisabeth en el siglo XVI. 

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Hanks, como Capitán Phillips. Columbia Pictures.

Y el propio Drake usaba la misma estrategia que los piratas somalíes a la hora de abordar grandes barcos mediante embarcaciones pequeñas, nos recuerda Max Boot en un excelente estudio de la revista Foreign Affairs. Claro que, un siglo después, la piratería empezó a convertirse en un asunto menos tolerable, ya que suponía una seria amenaza al comercio marítimo, que convertiría a Inglaterra en una superpotencia. La caza y ajusticiamiento de los piratas que se intensificaría tuvo unas profundas raíces comerciales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El País

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