Planeta Prohibido

Sobre el blog

Un poquito de ciencia impertinente. 2.000 caracteres para divertirse y aprender tomando como hilo conductor los fascinantes hallazgos de la ciencia. Pero además hay atrevimiento. Especulación. La ciencia que tiene sentido del humor. La versión siglo 21 de Robby el robot, el autómata más famoso de la ciencia ficción,El Planeta Prohibido, que era incapaz de herir a los humanos. Nuestro Robby rescata en sus brazos mecánicos a la chica, pero a veces tiene más mala leche queTerminator. En El Planeta Prohibido (PB), una civilización extraterrestre llamada Krell es un millón de veces más avanzada que la humanidad, pero se extinguió en un solo día. Es celuloide, ciencia ficción, claro, pero quizá el conocimiento no baste para salvarnos. Y sin embargo, ¿tenemos algo mejor?

Sobre el autor

(Madrid, 1963) (Madrid, 1963) es periodista y escritor, se licenció en ciencias biológicas y es Master de Periodismo de Investigación por la Universidad Complutense. Autor de cuatro novelas (La Sombra del Chamán, Kraken, Proyecto Lázaro y Los Hijos del Cielo), le encanta mezclar la ciencia con el suspense, el thriller y la historia, en cócteles prohibidos. Fue coguionista de la serie científica de RTVE 2.Mil, ha colaborado para la BBC, escrito para Scientific American y New Scientist, Muy Interesante, y fue jefe de ciencia de La Razón. En El País Semanal se asoma al mundo de la ciencia. Luis habla también en RNE, en el programa A Hombros de Gigantes, sobre ciencia y cine.

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Los superhéroes de la ciencia (en el cine y en 2013)

Por: | 31 de diciembre de 2013

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Imagen de la segunda parte de The Amazing Spiderman. Columbia Pictures/Sony Pictures.

 

Admitámoslo, el cine nunca se ha portado bien con los científicos. Desde la edad de oro de la ciencia ficción en el celuloide que comenzara poco después de la bomba atómica, los científicos siempre han protagonizado el papel de malvados sin cabeza, o de tipos ambiciosos que, en el mejor de los casos y con las mejores intenciones, no hicieron sino desencadenar el desastre.

En las últimas superproducciones de ciencia ficción, como Elysium, El Juego de Ender, Oblivion, esta maldición no ha cambiado.

Los científicos tienen un papel insignificante o ni siquiera aparecen. Incluso en Prometheus, esa precuela de Alien del gran Ridley Scott, la protagonista, Noomi Rapace, es cualquier cosa menos una científica con bata blanca y las probetas en la mano. 

Esta película no me entusiasma, la verdad, pero es muy llamativo que la pareja de científicos que demuestran que sí lo son y que defienden sus ideas, un biólogo y un geólogo que se burlan de la fe de la protagonista blandiendo el darwinismo y la teoría de la evolución, se presentan como seres detestables, chuscos, que lanzan tacos y que además serán masacrados por la criaturita.

A Scott los científicos le dan bastante grima. Basta comprobar el asco que nos hace sentir hacia el presidente de la Tyrell Corporation, Eldon Tyrell (interpretado por Joe Turkel), el fabricante de androides, y lo abien que nos sienta cuando el inigualable Rutger Hauer acaba con él.

Hay una notable excepción a esta moda contra los patitos feos de la ciencia cinematográfica. Me refiero a los superhéroes, que invaden las pantallas resucitados gracias a los efectos especiales.

Sabemos que Peter Parker es un estudiante de biología (no ha completado su doctorado, pero algo es algo). Que Reed Richards, el jefe de los cuatro fantásticos, es un científico (bastante poco convencional), y que lo mismo le ocurría al Dr. Banner en Hulk (el interpretado por Edward Norton, a mi juicio el mejor Hulk). 

Pero me interesan más los superhéroes de verdad, los científicos que se transforman en protagonistas sin tener que pasar por el filtro de las radiaciones, los rayos gamma o las picaduras de bichitos radiactivos. 

Es el caso de Jane Foster, una astrofísica interpretada por una inteligente y guapísima Natalie Portman, de la que hemos hablado en este blog, que hace sombra al mismísimo Thor, al que encarna como nadie el muy impresionante y forzudo Chris Hemsworth.

Así que aquí va mi selección.

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Jack Hall, interpretado por Dennis Quaid. Twentieth Century Fox.

 

Jack Hall, paleoclimatólogo del Día de Mañana, de Roland Emmerich. Bien interpretado por Dennis Quaid, es el único climatólogo que juega en la gran liga de los héroes sin tener que volar y derribar rascacielos.

Escuchamos su teoría sobre el calentamiento global y sus consecuencias a corto plazo, un enfriamiento del clima en Estados Unidos que Emmerich transforma en glaciación. Pero Hall es un tipo de acción. Se salva por milímetros de ser engullido por una grieta, y además atraviesa un país helado y lleno de peligros en busca de su hijo.

 

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Roy Scheider, como Heywood Floyd. MGM Pictures.

 

Heywood Floyd, interpretado por Roy Scheider, el científico responsable de la misión de la nave Discovery, que aparece en Odisea 2010, la secuela de la gran obra de Kubrick.

La película es estupenda, aunque habrá críticos furibundos que no se atrevan a decirlo por temor a mancillar la gran obra maestra de la que surge.

Floyd es capaz de superar una guerra fría entablando relación con los científicos rusos, en una misión hacia Júpiter. Antepone el valor de la ciencia por encima de la política, y con sus decisiones, el poder de la lógica, salva a las tripulaciones de una catástrofe segura.

2010 es una joyita de la ciencia ficción de la mano de ese veterano director, Peter Hyams, injustamente olvidado.

 

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Sam Neill, como el paleontólogo Alan Grant. Amblin Pictures.

 

El paleontólogo Alan Grant, interpretado por Sam Neill, en Parque Jurásico, de Steven Spielberg.

Cuando la película se estrenó, recibió críticas a todas luces injustificadas y se dijo que Spielberg había convertido a algunos de los personajes oscuros de la novela de Crichton en versiones insultantemente infantiles.

El tiempo ha colocado a todos en su sitio. El film es una obra maestra en su género, sobre todo por el papel de Neill, un experto en dinosaurios que utiliza los conocimientos deducidos de los fósiles como una herramienta de supervivencia. “Quédese totalmente quieto. Su visión se basa en el movimiento”.

 

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Harold Medford, interpretado por Edmund Gwenn. Warner bros

 

El doctor Harold Medford, del film de Douglas Gordon, La Humanidad en Peligro (en inglés, Them!).

La película se realizó en 1954. Ha pasado más de medio siglo, pero les recomiendo vivamente que alquilen el DVD para recrearse en esta pequeña maravilla de la ciencia ficción, un clásico en el que las hormigas gigantes, nacidas gracias a los ensayos de las bombas atómicas, ponen en jaque al FBI y a la policía. 

Medford (interpretado por el maravilloso actor Edmun Gwenn) no es sino un viejecito de profesión ¡mirmecólogo!, un experto en hormigas que diagnostica con precisión la naturaleza del horror. Imparte clases de entomología a los policías y las instrucciones precisas para acabar con los monstruos. Y sin disparar ni una sola bala.

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Una escena de la Humanidad en Peligro. Warner Bros.

 

2013 acaba, pero no podemos despedirlo y desear feliz año a los lectores de Planeta Prohibido sin hacer un breve retrato a los científicos de carne y hueso que han llamado la atención de la revista Nature.

Resulta muy curioso comprobar como en esta ocasión, la prestigiosa publicación destaca además de las investigaciones los nombres que hay detrás. Aquí van algunos de ellos. ¿Podemos convertirlos en héroes de película?

Hualan Chen. Un virólogo que ayudó a contener un peligroso brote del virus H7N9 en China.

Shoukhrat Mitalipov. Un biólogo especialista en reproducción cuyo equipo logró clonar este año embriones humanos y derivar de ellos líneas de células madre.

 

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Deborah Persaud. Cortesía de Nature.

 

Deborah Persaud. Una viróloga que demostró que es posible la curación completa de  un bebe nacido de una madre infectada con el VIH, el virus del sida.

Kathryn Clancy, una antropóloga que descubrió que las estudiantes que ejercen su trabajo de campo sufren agresiones sexuales por parte de sus compañeros (un 18 por ciento de casos de un total de 124), dejando a la comunidad científica de antropólogos en estado de shock.

Tania Simoncelli. Una experta en política científica que luchó con éxito para que las multinacionales no patentasen genes humanos.

Michel Mayor, el más activo astrónomo cazaplanetas, que ha descubierto más planetas extrasolares que ningún otro.

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Henry Snaith. Cortesía de Nature. 

Victor Grokhovsky. Un científico cazameteoritos, que ha logrado rescatar trozos del mayor meteorito que ha golpeado la Tierra en un siglo.

Henry Snaith, que ha desarrollado un material capaz de aumentar el rendimiento de las placas solares hasta en un 29 por ciento, y que resulta mucho más barato que el silicio.

 

 

El cerebro tramposo

Por: | 27 de diciembre de 2013

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Imagen promocional del film de John Dalh. Metro-Goldwyn-Mayer

 

Las películas de ficción no suelen tratar bien al cerebro humano, y a menudo caen en algunos estereotipos fascinantes a pesar de todo. Ocurre con la línea argumental del film Escondido en la Memoria, de John Dahl, cuyo protagonista, el gran Ray Liotta, encarna a un atormentado forense cuya esposa fue asesinada en su presencia, mientras estaba borracho en ese momento trascendental de su vida.

Liotta parte como una víctima más y encima tiene que cargar con la sospecha de la culpabilidad del público y la prensa. El asesino de su esposa no ha aparecido, no hay pistas para los detectives, por lo que nuestro forense queda permanentemente señalado con el dedo, pese a que no se pudo probar su culpabilidad en el juicio.

Y es entonces cuando el film da un giro interesante. Liotta asiste a una conferencia en la que la atractiva doctora Linda Fiorentino explica sus investigaciones sobre la memoria de las ratas y la increíble posibilidad de que algún día se puedan transferir los recuerdos guardados.

Su teoría es que la memoria está localizada en el líquido cefalorraquídeo, y que por tanto, existe la posibilidad de extraerlo de un animal para inyectarlo en el otro. Pero el trasvase de la memoria no sería efectivo si el receptor no recibiera los estímulos que contribuyeron a forjar esos recuerdos.

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Dos grandes del cine, Peter Coyote y Ray Liotta, en una escena de la película. Metro-Goldwyn-Mayer.

 

Fiorentino explica a Liotta su hipótesis en un laberinto montado en su laboratorio. Abre la compuerta a una rata que desconoce completamente el laberinto y la habitación segura para que pueda protegerse de un gato (por lo que moriría). Coloca en su lugar a otra rata que sí lo ha aprendido, y que sabe por tanto la vía para escapar del depredador.

   Y en la tercera parte de su experimento, Fiorentino inyecta el líquido cefalorraquídeo de la rata sabia a la ignorante. El estímulo adecuado (el gato corriendo detrás) permitirá a esta última formarse un mapa mental correcto del laberinto y así salvar su vida.

Liotta decide probar la fórmula de la doctora, inyectándose el líquido cefalorraquídeo del cadáver de su mujer para acceder a sus recuerdos en el momento de su asesinato. Y es a partir de aquí donde, curiosamente, la película empieza a perder un poco de fuelle, pese a que el forense consigue descubrir el rostro del asesino, dibujarlo a partir de los recuerdos de otra de sus posibles víctimas (que era artista) y perseguirlo.

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Ray Liotta lucha contra el asesino de su mujer en una escena del film. Metro Goldwyn-Mayer.

 

Ocurre que el film, aunque se apoya en la ciencia y por ello no hay que restarle mérito, cae en el estereotipo manido de que nuestro cerebro funciona como un ordenador que lo capta todo, almacenando los pedazos de realidad como si fuera una cámara fotográfica. Es algo que todavía vemos en las noticias de televisión, cuando ocasionalmente se nos cuenta que los neurocientíficos someten a los delincuentes a pruebas cerebrales para entresacar esa realidad que su mente esconde.

Pero lo cierto es que el cerebro humano es un tramposo. No es de fiar. Va por libre. No capta la realidad como una cámara. Solamente registra lo que le interesa.

En realidad, el cerebro y la mente es una misma cosa, y como indica el neurocientífico español Francisco Rubia –uno de los mayores conocedores de los entresijos del cerebro humano y excelente divulgador – en su magnífico libro El Cerebro nos Engaña (Temas de Hoy), lo que la memoria almacena “ es el efecto que los sucesos diarios tienen en nuestro cerebro, en sentido que tienen para nosotros, las emociones que despiertan. Eso es lo que le interesa al cerebro, y no la realidad como es”.

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Un modelo de cerebro humano.  Lawrence Latour, Ph.D., National Institutes of Health and the Center for Neuroscience and Regenerative Medicine.

 

Por eso, recordamos nuestro pasado con muchas distorsiones. No lo recreamos. Lo que hacemos es extraer un recuerdo que está influido por la actitud que tuvimos en ese momento, la expectativa o la emoción que experimentamos. En suma, un recuerdo no es de fiar, sobre todo en circunstancias excepcionales.

Imaginemos que somos testigos de un asesinato, y logramos ver la cara del asesino. Es una circunstancia excepcional. Muchos pensarían que una cosa así se queda grabada a fuego. Pero es muy posible que a la hora de reconstruir lo sucedido, la capacidad que tiene nuestra memoria para asociar cosas hace que afloren otras cosas que en realidad nunca ocurrieron, por lo que la reconstrucción, nos dice Rubia, “queda falsificada”.

No nos debe sorprender. Hay innumerables casos judiciales, nos comenta este experto, basados en testigos oculares que declararon lo que esperaban haber visto en lugar de lo que realmente vieron, y que por ello mandaron a la cárcel a personas inocentes.

El reputado periodista Mauricio-José Schwarz relata un episodio ocurrido en la década de los ochenta en Estados Unidos que ilustra la fragilidad de la memoria y el peligro que conlleva. Se multiplicaron los casos de personas, tanto niños como adultos, que aseguraban haber sido víctimas de abusos sexuales y prácticas satánicas en su infancia. Las memorias, reprimidas en esos atroces episodios, salían ahora a la luz.

 

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Denzel Washington, en el film de Tony Scott.Touchstone Pictures / Jerry Bruckheimer Films.

 

Hubo miles de acusaciones, padres acusados de torturar a sus hijos que perdieron su custodia o fueron condenados. Resultó, tras una investigación llevada a cabo por la Universidad de California, que ninguna de ellas era verdadera. Los abusos satánicos no existieron, de acuerdo con Kenneth Lanning, un agente especial del FBI. Estas memorias eran falsas, pero resultaron auténticas para aquellos que las experimentaban.

La memoria es un tema fascinante y misterioso. Y la memoria implícita, ya que está en nuestro subsconsciente, puede jugarnos una mala pasada. Como esa sensación de que hemos vivido una situación con anterioridad, algo que alguien haya dicho, un acontecimiento o detalle que nos hace revivir esa experiencia. Hablamos del dèjá vu, ese término en francés que significa “ya dicho”. 

En Dèjá Vu, el interesante film del desaparecido Tony Scott, Denzel Washington tiene que viajar hacia atrás en el tiempo para evitar un atentado terrorista. Y en el proceso, hay una serie de detalles y hechos de los que uno parece haberlos experimentado con anterioridad.

Esas experiencias de lo “ya visto” están aún mal estudiadas, pero es probable, nos dice Rubia en su magnífico libro, que la culpable no sea otra que esa memoria implícita. Una situación nueva despierta un recuerdo vivido en otras circunstancias parecidas, una experiencia del pasado de la que no somos conscientes. Y por ello, “crea la impresión de que se trata de algo vivido con anterioridad”.

 

 

La gran decepción de los robots patosos

Por: | 18 de diciembre de 2013

 

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La inquietante luz roja de HAL 9000, el ordenador de la obra maestra de Kubric, Odisea 2001. La máquina  decide eliminar a los astronautas de la misión. Metro-Goldwyn-Mayer.

 

En las películas, los robots suelen volverse contra los humanos. Siempre ha sucedido así. En Almas de Metal, el primer film dirigido por Michael Crichton, el vaquero Yul Brynner es un robot perfecto que se deja disparar por los turistas que acuden a un parque donde se recrea el viejo oeste, turistas muy adinerados que pagan mil dólares diarios. 

El pobre Brynner está programado para provocar a los clientes, pero su pistola no es útil contra los humanos por culpa de un sensor de temperatura que la inactiva a la hora de disparar a un cuerpo humano (que está a 36 grados). 

El cliente también lleva armas, pero por esa razón no puede matar a otros clientes y sí derribar a las máquinas. El negocio de ese parque (que recrea otros mundos, el medieval y el romano) se va al traste cuando una desconocida epidemia que afecta a las máquinas las desprograma, lo que permite a Brynner matar y perseguir a los turistas mimados. 

Es una película bastante original. Nos parece que los robots no han adquirido exactamente lo que podríamos llamar consciencia. Simplemente, cumplen el programa para el que fueron encomendados: los vaqueros-máquina tienen que disparar a los humanos para dar a la escena mayor realismo, aunque sus pistolas no lleguen a hacerlo. Los sistemas de seguridad fallan, y los robots continúan su labor, sin saber que en realidad están matando con sus balas de verdad a seres reales. 

De la misma manera, las chicas del reino medieval y prostitutas del oeste se acuestan con los clientes al estar programadas para ello. Pero esa extraña epidemia que se va apoderando del parque cambia su comportamiento. En una escena, una de las chicas jóvenes abofetea a un turista que está haciendo el papel de un rey en el medievo con licencia para cualquier cosa, negándole el deseo.

 

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Imagen del robot interpretado por Yul Brynner en Almas de Metal. Metro-Goldwyn-Mayer.

 

No sabemos si detrás de todo esto se encuentra el sutil mensaje de que los robots empiezan a saber quiénes son y qué hacen en realidad, aunque Crichton no lo deja claro en su primera película (seguramente adrede).

Hay un capítulo curioso en la serie original de Star Trek, anterior a la época de Almas de Metal, en el que el capitán Kirk tiene que probar una máquina de última generación capaz de maniobrar y dirigir una nave estelar. 

El objetivo de esa informática del siglo XXI es sustituir a los capitanes y las decisiones humanas por ordenadores de última generación. Pero la máquina confunde un simulacro con una guerra real y destruye varias naves, matando a miles de personas. No quiere soltar los mandos, pero la estrategia de Kirk consiste en explicarle que ha violado una de las máximas de la ley robótica de Isaac Asimov, en el sentido de que una máquina no puede matar seres humanos (algo de lo que hablamos hace meses en Planeta Prohibido). 

En el momento en que la máquina lo comprende, decide autodestruirse. No sólo es consciente, sino que posee conciencia

La historia de Terminator sigue un esquema parecido, con el añadido de que las máquinas no tienen remordimientos, ni moral, y sí bastantes dosis de mala uva. Skynet es un superordenador que adquiere consciencia. Y como los humanos han confiado en él  para que controle los silos y los misiles nucleares, se quedan aterrados ante el hecho y tratan de desconectarlo. 

Pero la máquina reacciona y desencadena una guerra nuclear para librarse de la humanidad, ya que la percibe como amenaza. 

La película original y las secuelas, junto con la serie de televisión auspiciada por James Cameron, no hacen sino recordarnos lo peligrosas que pueden ser las máquinas si dejamos que piensen y tomen decisiones por sí mismas. Es una idea intuitiva, fácil de entender, pero la pregunta que deberíamos de formularnos es si es correcta o no.

 

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Aspecto del humanoide del film Yo Robot. 20th Century Fox

 

En una ocasión, conversando con Michio Kaku, me comentó que había estado probando un coche robot capaz de conducir por sí solo. Le pregunté si había pasado miedo y se rió. Por lo visto, el camino estaba despejado. Mi impresión es que Kaku, que cree a ciegas en la vanguardia de las tecnologías, no las tenía todas consigo. 

¿Estaríamos dispuestos a dejar que en el futuro nuestros coches conduzcan por sí mismos, llevando a la familia de la ciudad a la playa? 

 Bien, no pongo en duda esas cifras, pero no se si estamos preparados para soltar los controles de las máquinas. El científico Sebastian Thrun cree que los sistemas automáticos de navegación implantados en los coches podrían salvar al año un millón de vidas, según un artículo de The Economist.

De la misma forma, suele argumentarse que muchas causas que hay detrás de los desastres aéreos se deben a decisiones y errores humanos.

    Las películas en las que mueren los pilotos y es algún pasajero el que tiene que intentar aterrizar el avión crean un nivel de tensión bastante efectivo, pero lo cierto es que en principio los aviones más modernos serían capaces de aterrizar por sí solos, sin ayuda humana, gracias a sus ordenadores y cerebros informáticos. (con lo que se quitaría toda la sustancia al argumento). Y pese a ello, preferimos que un humano de carne y hueso esté a los mandos.

Los robots son muy hábiles a la hora de volar. Su uso en las guerras está creciendo. Los drones se están utilizando masivamente en la lucha contra los terroristas, pero lo cierto es que no son completamente autónomos: detrás de cada uno siempre hay un piloto que los teledirige a miles de kilómetros. 

La Casa Blanca argumenta que estas máquinas están demostrando su éxito a la hora de eliminar a los líderes terroristas, pero no es menos cierto que estos robots también han acabado con la vida de muchos civiles inocentes, aunque en principio esa no sea la intención de quienes los dirigen. Queda la duda: ¿habría menos víctimas civiles si estos aparatos pudieran tomar decisiones por sí mismos, dentro de su programación para eliminar terroristas? 

Algunos analistas defienden el papel que desempeñarán los robots en los futuros conflictos bélicos. Argumentan que los futuros soldados robotizados no se dedicarían a matar niños en las aldeas ni a violar a las mujeres, o quemar las casas, tal y como hacen tristemente sus homólogos humanos. 

  

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El androide Data y su cerebro positrónico, de la serie Star Trek, la próxima generación. Paramount Pictures,

 

En los primeros tiempos de este blog comentamos las famosas leyes de la robótica de Asimov. Parece claro que no se aplicarían en el caso de estos hipotéticos soldados robot (y desgraciadamente, mucho me temo que la guerra es consustancial a nuestra naturaleza y seguirá acompañándonos en los tiempos que vienen).

Sin embargo, no vemos a los robots aún en las calles. Es previsible que en esta sociedad repleta de teléfonos inteligentes e interconectada los objetos cotidianos se hagan inteligentes. Imagino chips en las paredes y en las fuentes, suelos que dan luz, mesas que cargan los móviles sin enchufes, edificios cuyas estructuras colectan energía. 

Pero me cuesta colocar en estas escenas a robots como entidades independientes y autónomas maniobrando con asombrosa facilidad entre la jungla de asfalto, las calles, evitando semáforos, reaccionando con agilidad ante los imprevistos, subiendo o bajando escaleras, saltando vallas, escurriéndose por los túneles o persiguiendo delincuentes a la carrera. 

O, en un plano doméstico, robots capaces de limpiar los platos y colocarlos en un lavavajillas, planchar, doblar y colocar la ropa en los cajones, enfermeras robots haciéndose cargo de los pacientes de un hospital geriátrico, o cambiando los pañales a un bebe (aunque es cierto que ya se venden robots aspiradores, abrillantadores, que friegan suelos y cortan el césped, que recorren las superficies y evitan obstáculos).

El camino que le queda a la inteligencia artificial todavía es muy largo. El espacio en tres dimensiones sigue siendo nuestro reino. Y la idea de que unas máquinas serán capaces de rebelarse contra los humanos hasta el punto de dominarnos en nuestro propio espacio no se corresponde en absoluto con los progresos que vemos en la robótica actual.

Los robots son increíblemente torpes a la hora de moverse con una libertad similar a la de cualquier persona de este mundo, por más patosa que sea. Es posible que durante este siglo consigan este grado de libertad, pero lo cierto es que las predicciones que se hicieron desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado no se han cumplido.

 

 

 

Los asombrosos poderes de Carrie (vistos por un escéptico)

Por: | 15 de diciembre de 2013

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   Chloë Grace Morezt como Carrie. © 2012 Metro-Goldwyn-Mayer Pictures Inc. y Screen Gems, Inc. 

 

Lo paranormal y el celuloide siempre se han llevado de maravilla. Los ejemplos transitan desde el terror de Drácula a la excelente La Zona Muerta, con el gran Christopher Walken encarnando a un humilde profesor que, tras varios años en coma por culpa de un accidente, despierta convertido en alguien capaz de ver el futuro.

El caso de Carrie, la magnífica historia escrita por un joven Stephen King, es quizá más singular. Esta adolescente, protagonizada por Chloë Grace Moretz en la última versión de la directora Kimberly Peirce, ha nacido con poderes telequinésicos; puede mover las cosas a distancia. 

Su madre –la excelente actriz Julianne Moore– es una fanática religiosa que estuvo a punto de matar a su hija, y que vive con una obsesión por el pecado carnal que domina su vida. 

Me recuerda un poco a esa obsesión sexual que se cernía sobre algunos monjes en la fabulosa película de Jean-Jacques Annaud, El Nombre de la Rosa

Resulta muy curioso comprobar la percepción del público frente a lo religioso y a lo paranormal. En el filme de Annaud, el espectador se coloca rápidamente del lado de la razón y la deducción propia del detective –es decir, de Sean Connery en su papel de Guillermo de Baskerville– frente a la creencia en el maligno y la superchería que reina en la Iglesia de entonces. En esta película en la Edad Media, somos fervientes seguidores de Aristóteles frente a las creencias religiosas. 

Sin embargo, en Carrie, no dudamos en tachar de loca obsesiva el comportamiento de Moore –esa madre que llega hasta inventarse los textos de las Biblias que pueblan su casa. 

Desde el punto de vista cinematográfico, no creemos en la versión de Moore, quien considera que su hija está poseída por el diablo (a pesar de que hemos visto cosas parecidas en películas de posesiones). Pero sí en la pseudociencia, en la telequinesia, en el poder de mover cosas a distancia, en los poderes con los que ha nacido Carrie, que son cosas igual de fantásticas. Y absurdas.

Estos dos mundos –el fanatismo religioso y lo paranormal– conviven y luchan entre sí, logrando un juego estupendo. El choque entre la visión de la madre y la hija eleva indudablemente la calidad de este remake. La parte final de Carrie es de lo mejor de la película, aunque ya sabemos lo que va a suceder en esa fiesta de graduación colegial. Lo vimos en aquella película que en los años setenta catapultó a Brian de Palma y aumentó la fama del joven Stephen King.

 

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Julianne Moore (izquierda) y Chloë Moretz como madre e hija. Metro-Goldwyn-Mayer Pictures and Screen Gems.

 

Probablemente hoy aceptamos a Carrie como una superhéroe incomprendida. Vivimos en una época en la que los superhéroes han saltado de los tebeos a la gran pantalla y han cobrado vida de una manera inimaginable gracias a los fabulosos efectos especiales. 

Pero, en el mundo real, las creencias en cosas absurdas como la telequinesia son sólo la punta del iceberg de la credulidad de la humanidad en general. Echen un vistazo a las encuestas que se llevan realizando desde principios del siglo de las tabletas e internet en la primera superpotencia mundial (los datos proceden de la National Science Foundation y del Pew Research Institute de EE UU). Son datos que se pueden extrapolar, con todas diferencias, y matices, a muchos países occidentales, incluido el nuestro.

–El 60 por ciento piensa que hay personas que podrían tener algún tipo de poder psíquico (como Carrie).

-El 30 por ciento del público cree en la astrología (es decir, que la posición de los planetas y las estrellas tiene efectos palpables en la vida de la gente)

-El 50 por ciento cree en los fenómenos de percepción extrasensorial.

–Entre el 25 y el 50 por ciento de los encuestados en Estados Unidos cree firmemente en la existencia de fantasmas.

–Un tercio cree a pies juntillas que los extraterrestres han visitado la Tierra en algún momento de la historia.

Suelo contactar con expertos de muchas partes del mundo que se dedican a estudiar y denunciar el avance de las seudociencias. Nuestra plácida aceptación de lo paranormal necesita de una explicación urgente. 

La seudociencia nos habla de los misterioso que es el mundo y por ello resulta muy tentadora. Simula respuestas a nuestras inquietudes, en temas básicos como la salud, la muerte, el dinero y las relaciones humanas. Y lo hace con una efectividad increíble. Pese a que toda simulación es una mentira que enmascara la realidad. Pero eso no parece importarnos demasiado.

D.J. Grothe, presidente de la Fundación Randi, me comentó en una ocasión la razón de la aceptación de las seudociencias en un reportaje para El País Semanal. “La gente cree básicamente en los ovnis porque les hace sentir menos solos en el Universo, en los sanadores divinos porque les dan esperanza de curación, o en los psíquicos que hablan con los muertos porque echan profundamente de menos a los seres queridos que han perdido”.

En mi opinión, es perfectamente lícito usar la pseudociencia en historias de ficción, en novelas y en el cine. Resulta muy divertido (y un poco repetitivo últimamente). Muchas de estas historias se han transformado en estereotipos. Pero cuando se traspasa esta barrera, cuando saltamos al mundo real, el asunto de las seudociencias puede resultar muy peligroso....para nuestro bolsillo. 

Hay muchos casos, pero el de Peter Poppof es quizá el más alucinante. Poppof es un telepredicador que congregaba multitudes para sanar a los asistentes con sus propias manos, invocando el poder divino. Dios también le susurraba al oído las enfermedades, las direcciones de las casas y los nombres de aquellos que acudían a su espectáculo. 

En 1986 Poppof ganaba más de cuatro millones de dólares al mes. Fue entonces cuando el mago James Randi le tendió una trampa, grabando una película que demostraba que este telepredicador llevaba en su oreja un dispositivo inalámbrico, y que era su mujer la que le transmitía los datos.

 

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 James Randi. Cortesía de James Randi Educational Foundation.

 

Poppof entraría en bancarrota poco después. Pero lejos de caer en el olvido, en este siglo ha resurgido con fuerza.

Poppof ha acumulado una fortuna de decenas de millones de dólares. Vende por correo botellitas de agua milagrosa y un folleto con instrucciones para que se produzca cualquier prodigio...mediante la oración. 

Hay que rezar para que a uno se le cancelen todas las deudas...y esperar que el milagro de produzca a través del correo. En forma de cheques, transferencias, o cartas sobre deudas que han sido perdonadas.

Este telepredicador entrevista a testigos en sus programas de televisión afirmando que ellos han recibido “transferencias milagrosas supernaturales” por haber usado su agua milagrosa y seguido fielmente sus instrucciones.

La credulidad puede llegar a límites increíbles.  

En mi adolescencia, aparte de todo tipo de comics, devoraba cualquier libro que tratara sobre OVNIS. Uno de mis mejores amigos del colegio, que compartía mis aficiones, me juró que había visto una nave espacial en Despeñaperros. No pudo sostener más de un mes su fantástica historia, y finalmente confesó que había mentido. Acepté aquello con bastante naturalidad...y una cierta decepción. Y empecé a cuestionar todo aquello que leía. Creo que había algo en el fondo de mi mente que me impulsaba a creer...lo que no podía ser posible. Empecé a ser consciente de ello.

Ahora estoy convencido de que la ciencia (y no la seudociencia) es la única que puede responder a interrogantes mucho más profundos, fascinantes e importantes. ¿Lograremos algún día viajar en el tiempo? ¿Tendremos la facultad de hacernos invisibles? ¿Seremos capaces de eliminar definitivamente la amenaza del holocausto atómico? ¿Qué tipo de energía usaremos dentro de doscientos años? ¿Podremos soñar con viajar a las estrellas? 

 

 

 

 

 

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Póster promocional del film El Planeta de los Simios: el Origen. 20th Century Fox

A menudo me he preguntado por los caprichos de la evolución. ¿Somos los seres humanos especiales? La excelente investigación que vienen desarrollando los paleoantropólogos españoles continúa sorprendiéndonos. En especial, el fantástico trabajo llevado a cabo por algunos de ellos–cito aquí a Jose María Bermúdez de Castro, Juan Luis Arsuaga, Eudald Carbonell, Ignacio Martínez y Ana Gracia– veteranos expertos del yacimiento de Atapuerca, quienes han publicado un magnífico trabajo en Nature en el que dan fe del ADN más antiguo extraído con éxito de un fósil humano. 

El objeto de deseo es un fémur de una antigüedad de 400.000 años, y este equipo de españoles, junto con uno de los mayores expertos del mundo en ADN fósil, Svante Pääbo, han logrado reescribir en parte el misterio de nuestros orígenes.

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El fémur del que se extrajo el ADN. Fotografía de Javier Trueba/Madrid Scientific Films proporcionada por la revista Nature.

 

El fémur procede de La Sima de los Huesos, un rincón húmedo y claustrofóbico al fondo de un agujero de una cueva que tuve la fortuna de visitar junto con espeleólogos del grupo Edelweiss hace ya muchos años. 

Los científicos españoles ya han desenterrado restos de más de 24 individuos, cuyas publicaciones han dado la vuelta al mundo. Se cree que pertenecían a tempranas especies de neandertales –que vivieron en Europa hasta hace 30.000 años–o quizá a una especie de homínido, Homo heidelbergensis,  quizá la especie de la que derivarían los neandertales europeos por un lado y los modernos humanos en África por el otro.

Pero el ADN en cuestión, más que arrojar luz, ha complicado este esquema. Su análisis sugiere que estos “abuelos” de los neandertales estaban emparentados con unos homínidos procedentes de Siberia, los denisovanos, conocidos por escasos fragmentos fósiles, un grupo muy misterioso que vivían a miles de kilómetros de distancia, y lo que es más extraño, cientos de miles de años más tarde, en Asia. 

“No es lo que yo esperaba, lo que nadie esperaba”, comentó en Nature Chris Stringer, uno de los mayores expertos en Neandertales.

“El hallazgo abre más interrogantes de los que responde”, ha dicho Pääbo. En efecto, quizá los individuos de la Sima de los Huesos podrían representar una población que vivió a lo largo de Eurasia y que dio lugar a los neandertales por un lado y los denisovanos por el otro. 

Y, para hacer la cosa aún más fascinante, resulta que este ADN analizado sólo se hereda por parte de la madre, no del padre, el llamado ADN mitocondrial, que se encuentra en las mitocondrias, unos diminutos orgánulos de las células encargados de usar el oxígeno para quemar los nutrientes. Si respiramos es gracias en última instancia a las mitocondrias. Pero Pääbo espera rescatar ADN del núcleo de las células óseas de este fémur, una labor increíble y compleja, dentro de un año, que dará una visión más completa de esta genealogía.

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Ilustración de Homo Heidelbergensis. Javier Trueba/Madrid Scientific Films proporcionada por Nature.

 

Los críticos pueden argumentar que la evolución no es caprichosa. Pero hay ciertos componentes del azar en la fascinante historia del ser humano que desconocemos. 

Por ejemplo, nuestra historia se remonta mucho más atrás en el tiempo, cuando los primeros mamíferos –del tamaño de un ratón– tenían ya algunas características de primates y convivían con los dinosaurios antes de la famosa extinción causada probablemente por la caída de un meteorito.

¿Qué hubiera sucedido si ese pedazo de roca cósmica hubiera rozado la Tierra, en vez de caer en el Golfo de México y arrasar con gran parte de la vida terrestre? 

Las diferentes formas de dinosaurios dominaron la Tierra durante 160 millones de años, hasta la caída del dichoso meteorito (en contraposición, los primeros homínidos africanos bípedos tienen una antigüedad de unos cinco millones de años y marcan el comienzo de la línea que llevaría mucho después hasta los seres humanos actuales). 

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Imagen promocional del film Dinosaur. Walt Disney Pictures. 

De no ser por el meteorito, que barrió la competencia, los diminutos mamíferos quizá se las habrían arreglado en sus escondrijos, y los dinosaurios hubieran continuado durante bastantes millones de años, dado su imponente éxito.

O no. En realidad, nadie lo sabe.

El paleontólogo Dale Russell publicó hace años una especulación interesante sobre el tema. En el periodo Cretácico existió un grupo de dinosaurios llamado troodontidos, bípedos, que tenían un cerebro relativamente más grande que el de sus primos mayores. Russell, uno de los mayores conocedores de estos grupos peculiares de dinosaurios, se atrevió a ir un paso más adelante. Con ayuda de un artista realizó una reconstrucción de un troodontido hipotético, mostrando su aspecto en el caso de que la evolución hubiera favorecido dinosaurios con cerebros cada vez más grandes.

El resultado, el Troodon sapiens, es una criatura bípeda, sin dientes, con grandes ojos y visión binocular, con pies de cuatro dedos, uñas en vez de garras. E inteligente. Desgraciadamente, se asemeja demasiado a la imagen que la cultura popular ha acuñado de los extraterrestres (con el añadido de que no existe ninguna evidencia ni prueba científica de la existencia de extraterrestres hasta el momento).

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El Troodon sapiens (izquierda) del que se derivaría el troodontido, en la escultura realizada por Dale Russell. Museo Nacional de Naturaleza en Canadá.

La función de la ciencia no es especular, sino hacerse preguntas y contestarlas. Pero a veces los científicos dan un paso adelante que es mal interpretado por una mayoría fanática, creyente en los OVNIS y fenómenos paranormales. Teclead “dinosauroide”: aparecen decenas de enlaces en internet que hablan de misterios paranormales, enigmas sin resolver, y todo tipo de estupideces varias, ¡dando algunos por hecho de que el Troodon sapiens fue real! 

Por ello si preguntas a cualquier paleoantropólogo por este tema, huirá de él como alma que lleva el diablo, y te obligará a apagar la grabadora.

Al público le gusta hacer preguntas del tipo ¿qué hubiera sucedido sí...? Carl Sagan, en Los Dragones del Edén, especulaba con la posibilidad de un futuro en el que los dinosaurios no se hubieran extinguido, entre otras consideraciones sobre la inteligencia humana. Es un libro magnífico, muy recomendable.

También nos queda el cine. Hay interesantes lecturas antropológicas en ficciones como El Planeta de los Simios (la manera en la que proyectamos nuestros deseos y frustraciones en una sociedad habitada por simios inteligentes que sin embargo no alcanza los niveles de crueldad del ser humano). 

El film estrenado en 2011, El Planeta de los Simios. El Origen, narra de manera convincente cómo los seres humanos fuimos sustituidos por primates inteligentes (con la ayuda de un virus que diezma la humanidad, terapias génicas desafortunadas y unas cuantas mutaciones afortunadas en los gorilas y chimpancés).

Pero no he respondido aún a la pregunta que nos hacíamos al principio. ¿Somos especiales? Conozco la opinión de uno de los científicos que han participado en este magnífico trabajo de Nature, ya que le hice la pregunta hace bastante tiempo: su respuesta fue no

Y sospecho que no está en minoría. La contestación mayoritaria de la comunidad científica sería más o menos ésta: al igual que las alas, los ultrasonidos de los murciélagos o la larguísima lengua de los camaleones, los seres humanos hemos desarrollado el instrumento de la inteligencia como una herramienta de supervivencia. 

En algún momento de la evolución la inteligencia –que se resume en una mayor capacidad para planificar eventos– resultó un rasgo favorecido por las circunstancias, hace quizá cinco o seis millones de años en África. Somos inteligentes, sí, pero no especiales.

Somos exitosos. De entre el grupo de los primates, somos los más numerosos. En el mundo hay unos 150.000 gorilas de llanura y unos 100.000 chimpancés (las cifras pueden variar un poco a la baja o al alza). La población de seres humanos alcanza 7.000 millones. 

Somos los animales relativamente más grandes y más numerosos del planeta, uniendo ambas cosas a la vez (evidentemente, hay muchísimos grupos animales, artrópodos, insectos, roedores  y microorganismos como bacterias que nos superan ampliamente en número, pero no tienen nuestro tamaño. Somos gigantes en comparación).

Los científicos tienen probablemente miedo a afirmar que los seres humanos somos especiales por las connotaciones religiosas que eso conlleva. Los institutos en el mundo dedicados a divulgar el creacionismo bajo disfraces como El diseño Inteligente deslizan casi siempre que la evolución no es casual, que tanto cerebro e inteligencia no puede ser cosa del azar, y que detrás del hombre se adivina la huella de un creador, un diseñador, un relojero. Que no está ni mucho menos ciego, que no crea con los ojos cerrados, sino que lo hace a propósito.

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Una escena del film El Planeta de los Simios. El origen.  20th Century Fox.

 

Las cuestiones trascendentales o de fe no tienen cabida en la ciencia, y en este blog defendemos la ciencia como el que más. Pero si quieren mi respuesta, efectivamente, creo que el ser humano es un animal bastante especial. Y voy a dar mis razones.

–Han existido miles de millones de especies sobre el planeta desde que surgió la vida, pero sólo una ha logrado llegar a la Luna, fabricando instrumentos para ello.

–El ser humano es la única especie que estudia otras especies, y que dedica recursos y tecnología para descifrar el pasado fósil del resto de las especies, hasta el punto de luchar para resolver problemas aparentemente insolubles, como es el origen de la vida.

-El ser humano es la única especie viva que ha logrado averiguar y descifrar el 99,99 por ciento de la historia del Universo. El resto de los organismos –que nosotros sepamos–no tienen preocupaciones ni son conscientes de ese problema.

-El ser humano es la única especie que tiene la capacidad para alterar el clima global del planeta en un tiempo ridículamente corto, poco más de un siglo, en comparación con los 4.500 millones de historia de la Tierra.

–El ser humano es también el único animal que es muy capaz de destruir y alterar el medio ambiente del planeta de una manera irreversible, gracias al inimaginable poder de destrucción de las armas atómicas que aún descansan en sus silos, listas para ser activadas y disparadas.

Esto no significa que exista alguna chispa divina detrás de todo esto, ni que seamos el producto de un plan maestro. Si observamos los dos últimos puntos, vemos de manera preocupante que aparece la posibilidad de que sea nuestra propia inteligencia el talón de Aquiles que nos conduzca finalmente a la extinción. Pero, si me apuran, prefiero quedarme con las tres primeras razones.

El País

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