Las mentiras y verdades del club de compradores de Dallas…sobre el sida

Por: | 14 de abril de 2014

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                 Mathew Mconaughey y Jared Letto, en una escena de la película.Focus Features.

 

El film El Club de Compradores de Dallas (la traducción que se me antoja del título original Dallas Buyers Club) deja en la memoria una serie de reflexiones que trascienden el interés del mismo guión por el que Mathew Mconaughey logró el primer Oscar de su carrera. 

Más allá de su brillante actuación (aunque si me apuran me gustó más Leonardo DiCaprio en el Lobo de Wall Street) la película desprende de forma muy efectiva el miedo de los años ochenta cuando el sida empezó a golpear a la población homosexual de Estados Unidos, pillando a la medicina con el pie cambiado.

Mconaughey es un electricista llamado Ron Woodroof que desprecia a los gais, se asombra con la noticia de la muerte de Rock Hudson y apenas se cree la noticia de que, en un análisis de sangre, ha dado positivo para el sida. 

Él no es homosexual, pero por entonces aún se pensaba que la enfermedad era exclusiva de esa comunidad. El guión discurre por un camino predecible, el hombre que antes despreciaba a un colectivo y que después empieza a sentir en su piel todo ese odio y discriminación al entrar en el círculo de una enfermedad sobre la que muchos políticos –incluidos el presidente Reagan– llegaron a declarar estupideces como que el sida  era un castigo divino por su forma de vida.

En esos primeros años, los científicos comprobaron que el medicamento AZT –formulado inicialmente contra el cáncer– lograba detener la progresión del virus y añadía unos meses extra de vida a una enfermedad que por entonces mataba al ciento por ciento de los infectados. 

 

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                                        Póster promocional de la película.

 

Sus efectos secundarios eran terribles, precisamente porque la Administración para los Alimentos y Fármacos (en inglés, FDA o Food and Drug Administration) de Estados Unidos determinó en los ensayos con voluntarios que las dosis efectivas tenían que ser muy altas.

En la película, el AZT aparece como un “veneno”, en boca de Woodroof precisamente por esos terribles efectos. Y lo era en ese sentido, pero precisamente por un error de cálculo de los expertos, que recomendaron dosis de este antiviral mucho más altas de lo que en realidad se necesitaba, según nos narra Dylan Mathews en un excelente artículo del diario The Washington Post.

 

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                    Una escena con la bella actriz Jennifer Gardner. Focus Features.

 

¿Por qué? Es sencillo de entender. En los primeros años de la epidemia, la confusión era enorme. Al comprobar que el AZT era efectivo, se recetaron dosis altas para intentar detener el progreso del virus. 

El AZT a esas dosis aumentaba hasta un año la esperanza de vida, si bien a costa de efectos como anemias, cardiopatías, decoloración de los dedos, y daños graves en el hígado y los músculos. Pero era un logro para un virus cuya mortalidad era del ciento por ciento.

La comunidad médica no estaba empeñada en torturar a los enfermos de sida, –como se sugiere en la película, en la que los médicos oficiales resultan ser los malos. La comunidad médica buscaba realmente salvarles la vida. 

El problema era que desconocían la naturaleza de un virus cambiante. Más tarde se supo que la mitad de las dosis de AZT eran igualmente efectivas, y aunque el virus desarrollaba resistencias, se le podía atacar combinando el AZT con otros dos antivirales, en un cóctel que, aunque no lo elimina del cuerpo, puede mantenerlo a raya durante mucho tiempo.

Woodroof estableció una red de medicamentos ilegales que traía de México, entre los que se encontraban el péptido P, la proteína Alfa Interferon, el compuesto Q y otro antiviral llamado DDC, todos ellos penalizados por el organismo federal. Estos medicamentos trajeron la esperanza a muchos pacientes desahuciados, nos dice la película.

 

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                            Mconaughey, en un momento del rodaje. Focus features.

 

Lo cierto es que, más tarde, se comprobó que el peptido P y el compuesto Q resultaban inocuos y no detenían al virus. 

El antiviral DDC es incluso mucho más tóxico que el AZT y la FDA no lo recomendaba por los daños que producía en el sistema nervioso. Pero es el mismo fármaco que es presentado en la película como la mejor opción para la vida de este electricista de Dallas

¿Es por tanto una mentira científica la propia película? 

En absoluto. Refleja perfectamente la reacción de una persona que se ve empujada hacia el abismo, que percibe las grietas de la medicina oficial, y que intenta encontrar otro camino hacia una cura a todas luces imposible, en vez de resignarse a escurrirse en ellas.

Woodroof vivió ocho años desde que los médicos le diagnosticaron el sida, cuando le daban apenas un mes de vida. Exclamó que no existía nada en el mundo capaz de matarle en treinta días.

¿Por qué rompió todos pronósticos? 

Por su actitud y los cambios en su forma de vida. Empezó a alimentarse de una manera mucho más sana, se preocupó de estimular sus defensas inmunológicas con todo lo imaginable –desde la proteína Alfa Interferón hasta las vitaminas– y encontró una motivación para salir adelante, deshaciendo todos los pronósticos pesimistas sobre el poco tiempo que iba a vivir.

 

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            Woodroof conoce a un transexual con el que entablará amistad. Focus Features.

 

Al mismo tiempo, Woodroof expuso al público la lentitud y las rígidas formas de la FDA, una burocracia agigantada que necesitaba flexibilizarse para comprender mucho mejor a los enfermos en tiempos muy complicados, que debió acercarse a ellos en vez de hacerles la vida más difícil. Y eso está muy bien recogido en la película.

Al fin y al cabo, si un enfermo considerado en estado terminal esta tomando algo que le sienta muy bien, y se comprueba que tal o cual sustancia ejerce efectos beneficiosos, ¿por qué prohibírselo? No tiene sentido.

Soy un firme defensor de la ciencia y la medicina. Las vacunas salvan vidas. Los antibióticos han evitado cientos de millones de muertes que antes se producían con una simple herida infectada. Son hechos absolutamente demostrables.

Pero la medicina no es infalible. No hay enfermedades sino enfermos. Lo que vale para uno puede no servir en absoluto para otro. Hay un aspecto mental que muchas veces se escapa a las fórmulas magistrales.

A veces un simple placebo es mucho más efectivo que un corticoide a la hora de curar un orzuelo si se cree firmemente que nos va a quitar el problema de encima (yo lo he podido comprobar personalmente). Atiborrase de antibióticos por un catarro no tiene mucho sentido. 

Olvidamos que la medicina que ahora nos cura se basa en la tradición del ensayo y el error, y que eso ha sido practicado durante miles de años por aquellos indios que consideramos como hechiceros, pero que son auténticos chamanes que conocen las plantas con una percepción inalcanzable para los botánicos que salen de las universidades. Woodroof buscó respuestas en un mundo que no era oficial ni estaba validado por la medicina oficial. Y a tenor de su legado, sin duda que las encontró.

 

Hay 1 Comentarios

...Y sin embargo ahora que he visto la pelicula, mas alla del concepto medica que mencionas, ha sido una muy buena pelicula...

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Planeta Prohibido

Sobre el blog

Un poquito de ciencia impertinente. 2.000 caracteres para divertirse y aprender tomando como hilo conductor los fascinantes hallazgos de la ciencia. Pero además hay atrevimiento. Especulación. La ciencia que tiene sentido del humor. La versión siglo 21 de Robby el robot, el autómata más famoso de la ciencia ficción,El Planeta Prohibido, que era incapaz de herir a los humanos. Nuestro Robby rescata en sus brazos mecánicos a la chica, pero a veces tiene más mala leche queTerminator. En El Planeta Prohibido (PB), una civilización extraterrestre llamada Krell es un millón de veces más avanzada que la humanidad, pero se extinguió en un solo día. Es celuloide, ciencia ficción, claro, pero quizá el conocimiento no baste para salvarnos. Y sin embargo, ¿tenemos algo mejor?

Sobre el autor

(Madrid, 1963) (Madrid, 1963) es periodista y escritor, se licenció en ciencias biológicas y es Master de Periodismo de Investigación por la Universidad Complutense. Autor de cuatro novelas (La Sombra del Chamán, Kraken, Proyecto Lázaro y Los Hijos del Cielo), le encanta mezclar la ciencia con el suspense, el thriller y la historia, en cócteles prohibidos. Fue coguionista de la serie científica de RTVE 2.Mil, ha colaborado para la BBC, escrito para Scientific American y New Scientist, Muy Interesante, y fue jefe de ciencia de La Razón. En El País Semanal se asoma al mundo de la ciencia. Luis habla también en RNE, en el programa A Hombros de Gigantes, sobre ciencia y cine.

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