Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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Biografía del tutú y 150 años de un incendio

Por: | 29 de enero de 2013

Emma Livry (Le papillon)

Hay poco escrito de los símbolos principales del ballet clásico: a saber: el tutú y la zapatilla de puntas, dos accesorios muy trajinados por la historia y manipulados a placer por las circunstancias. Por ahí andan unos libritos escolares al respecto, pero nada enjundioso, nada jugosamente enciclopédico, y claro los británicos que son los más dados a esos detalles y a los juegos de té de porcelana decorada, han escrito bastante pero dispersamente sobre los dos objetos que os ocupan (en Londres tienen hasta un Trivial del ballet). Se da por hecho que el tutú fue una invención de Eugene Lami, el dibujante parisiense que ideó los trajes de Marie Taglioni para “La Sylphide” (1832) y que lo perfeccionó su discípulo aventajado Paul Lomier casi 10 años después al idear los de “Giselle” (1841); Lami y Lomier eran además, excelentes grabadores. Todo pasaba en París y en el mismo sitio: la gran Ópera de la Rue Le Peletier (que se quemó). Luego un tútú se quemó también en el cuerpo de una bailarina: Emma Livry: la muselina ardió al entrar en contacto con las candilejas, la agonía fue horrible, y Emma que, casualidades hiladas, había nacido en 1841, era la discípula predilecta de la Taglioni. La llamarada fatal cobró fuerza el 15 de noviembre de 1862. La artista murió el 26 de julio del mismo año: fecha fatídica para los supersticiosos del teatro de danza. A Emma la historiografía del ballet la cataloga como la última gran romántica. Era fea de cara (había chistes y dibujos satíricos sobre su quijada), pero tenía un prodigioso equilibrio sobre las zapatillas de puntas (ya muy perfeccionadas entonces también), hasta el punto que la Taglioni le redacto su único ballet: “Le Papillon” (ya no era competencia para ella). Si tuviera tiempo les contaba el vía crucis de la “ballerina” desde que se quemó hasta que murió, aunque no era Emma la primera en emular a Juana de Arco: la primera fue la británica Clara Webster, que ya había muerto entre tules ardientes en el escenario londinense cuando bailaba “La rebelión en el harem” (que se desarrollaba en un imaginario y pseudos-nazarí palacio del Alhambra) en 1844. Parece que bailar ballet era una profesión de alto riesgo entonces… y ahora, aunque hoy las leyes imponen que todos los materiales usados en el teatro sean ignífugos (lo que raramente se cumple: acerque un mechero o cerilla a un tútú estándar de hoy y verá lo que pasa). Luego el tutú se acortó, se le llamó “italiano” y dejó ver las piernas. También dejó de haber muertes violentas al menos por el fuego. Ya les contaré por qué las ballerinas italianas le metieron la tijera al tutú y volveré sobre el tema de las zapatillas de punta y su CV, que es largo y prometedor.

Aires tristes en un enero helador

Por: | 28 de enero de 2013

Captura

En medio de un enero helador, mi blog de danza comienza en un lunes caldeado. El atentado con ácido a Serguei Filin, director del Ballet del Teatro Bolshoi de Moscú me hace dejar para mejor ocasión la presentación festiva en que estaba pensando (y escribiendo) estos días. Puede que algunas anécdotas del tutú nos hagan reír, pero esto es un drama real en toda regla que pervierte a fondo la imagen social del arte del ballet, que debía ser ejemplar. Y no solamente en Rusia. En todos los grandes teatros y conjuntos del orbe cuecen pucheros hirvientes. No faltará actualidad para esta cita con la cultura de la danza, que por qué no, puede ser también noticiosa. Argumentos inmediatos del oscuro panorama, los hay a placer: el polémico nombramiento de Benjamin (sin acento, por favor) Millepied como nuevo Director de la Danza de la Ópera de París (para muchos, ya el “braguetazo”, global y en mallas, del siglo XXI); Ángel Corella, con ERE interpuesto, fracasa en su intento de mantener un sello propio en Barcelona con su compañía de ballet y ya su flamante y prometedor estudio de la calle Ortigosa, a unos pasos del Palau de la Música, está cerrado a cal (pero sin canto). La crisis (ese lugar común donde nada la humanidad sin ver orilla) arrincona, entre otros, al arte y sus trabajadores (los de la danza entre ellos). En medio de todo esto, la disciplina, natural y adquirida, de los artistas de baile los lleva a la clase de ballet todos los días, a agarrarse a la barra frente al espejo como el náufrago al tablón, entendiendo que al sudar la camiseta se entiende mejor el propio drama. Y la barra es de madera, no de pan. Y los bailarines deben alimentarse bien tanto en el espíritu como materialmente. Los factores proteicos deben venir desde ambos ángulos: del alma y del euro. Mientras unos con métodos espurios disputan un puesto, otros luchan llanamente por sobrevivir.

El País

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