Este escrito debía titularse “2: Apogeo de la técnica y repertorio académico” pues en realidad es una continuación de las cosas que he expuesto en el anterior texto, de cómo los mismos fenómenos y circunstancias que desvirtúan un sostenimiento saludable de los artistas del ballet, compete e informa al repertorio, a lo que esos artistas bailan o deben bailar. La discusión de cual y cómo se debe mantener el repertorio heredado, ya sea del siglo XIX o del siglo XX en ballet siempre está viva y siempre será materia de discusión. Con mucho sentido común, tal como pasa con las óperas, cuando un ballet se olvidaba era porque había razones poderosas para que fuera arrinconado (a veces era la reacción del público, otras la de la crítica, o ambas a la vez) y si de ese ballet olvidado pervive un fragmento determinado, es porque tenía valores estéticos propios para sobrevivir (es el caso de “Paquita”); en otros casos, los menos, es verdad que se han perdido joyas de la coreografía, pero Balanchine decía que lo olvidado en ballet bien olvidado está, aduciendo que mirar atrás de una manera “arqueológica” no lleva a ningún lado, pues no es significativo para sostener lo que sí vale la pena y resulta casi siempre una pérdida de recursos, tiempo y valiosas energías humanas; así lo hizo visionariamente con sus propias obras, que a lo sumo, las desnudó de los elementos plásticos circunstanciales propios de una época determinada (es el caso de “Concerto barocco” 1943 y de “Ballet Imperial” 1941: a estas dos obras dedicaré uno de los siguientes escritos en este blog). El ballet siempre ha sido, desde el siglo XVII un territorio de pruebas, un laboratorio escénico a gran escala. Muchos de los adelantos y descubrimientos en cuanto a técnica, montaje, temática y dramaturgia en los espectáculos musicales, fueron hallazgos propios del ballet que luego de probado su éxito se divulgaron hasta hacerse universales; en este crisol se fragua el concepto de repertorio y su base, hasta hoy, es la transmisión oral y directa, contando con la ayuda de los medios modernos, desde la notación coreológica a la fotografía, al cine y el vídeo. “Don Juan”, “La Sonámbula” y “Carmen”, por poner tres ejemplos, fueron ballets antes que óperas, sin embargo la consideración de “clásicos vivos” ha quedado para las obras líricas y no para los ballets primigenios. Todo ayuda tanto a la invención como al sostenimiento, pero la mano y el criterio humanos son esenciales, lo que el montador (con su criterio) retiene o desecha. Lo que sí hay que aceptar es que el repertorio que vive debe evolucionar en la manera de ser presentado. Eso tiene su propia lógica científica y artística. Puede mantenerse el estilo, pero la figura puede modificarse dentro de un canon estético sapiente; el dibujo corporal se estiliza, pero la substancia plástico-musical (el material coréutico de base) es la misma. Cuando el Teatro alla Scala de Milán estrenó su última (y fallida) producción de “Raymonda” asistí a una conferencia previa de mi colega Alfio Agostini, estudioso del siglo XIX, crítico y director de la revista BALLET2000/BALLETTO OGGI allí mismo en un salón del coliseo milanés y lo dejó muy claro. Para ilustrar su charla Agostini puso imágenes de la versión que se tiene por canónica (y a todas luces la mejor) que es la que Konstantin Serguiev hizo para el Ballet Kirov después Mariinski en 1948 y que se sostiene hasta hoy. En esa obra brilló hace unas décadas una bailarina que se ha tenido como la mejor Princesa Aurora de nuestros tiempo, o una de las mejores, Irina Kolpakova, que lo ha enseñado a multitud de bailarinas de generaciones posteriores en todo el mundo. Una vez estrenada la nueva Raymonda “arqueológica” comprobamos cuan buena es la anterior y hasta podemos decir que la a veces denostada versión de Yuri Grigorovich para el Bolshoi de 1984 con el tiempo va ganando adeptos y criterios conciliadores. Ambas versiones, Sergueiev y Grigorovich, con productos de su tiempo y si han resistido, por algo será. Otro ballet que es un ejemplo ideal para este hilo de análisis es “Las sílfides” (llamada “Chopiniana” en los teatros rusos), pero a eso quiero dedicar un solo texto, pues hay muchos detalles que deben ser señalados con precisión. El argumento es el mismo siempre. No es que las versiones de “Las sílfides” del American Ballet Theatre, el Ballet Mariinski, el Ballet Nacional de Cuba o el Royal Ballet de Londres sean mejores unas que otras. Las cuatro son muy diferentes entre sí y las cuatro tienen valores propios, maneras propias sobre una misma lectura esencial y su estilo; en las cuatro está la mano de su coreógrafo Mijail Fokin. El tiempo ha modelado esas versiones con sus particularidades, les ha dado en cada caso un brillo propio sin faltar a un fondo de verdad coréutica único. Rn la fotografía: Pierina Legnani en "Raymonda". San Petersburgo, 1898.