El gran misterio de la interpretación de Giselle, paradigma de carácter romántico en el ballet, reside en dos factores de sutil y compleja aplicación escénica: por una parte, el rigor estilístico planteado por el propio romanticismo balletístico, que radica, desde los Taglioni, en el sofisticado camuflaje gestual que debe ocultar la técnica y sus esfuerzos dinámicos dentro de una presencia grácil, y dado el caso, etérea y casi incorpórea. Por otro lado, téngase en cuenta la parte teatral de la frágil campesina traicionada por amor, su doliente mímica y sus dos escenas cumbres: la locura del primer acto y el ruego del perdón en el segundo. En ambas escenas no hay apenas baile como tal, y la “prima ballerina” debe sustituir el registro de sus puntas por el de su talento dramático.Ya en el siglo XX, la génesis de la línea básica de Giselle como personaje ha estado marcada por las fuertes personalidades de las artistas de ballet que se han convertido en dueñas “assolute” del papel. Como siempre en estos casos, no hay acuerdos ni unanimidad. Tal trayectoria puede ser seguida, si se quiere, paso a paso, digamos, desde Pavlova a hoy. No sucede lo mismo con las leyendas de las bailarinas del siglo XIX, pues el tiempo ha limado a la propia información, que no era mucha. En este decurso, hay dos figuras puente entre los siglos XIX y XX, que son las bailarinas de San Petersburgo Anna Pavlova (San Petersbutrgo, 1881 – La Haya, 1931) y Olga Spessitseva (Rostov, 1895 – Nueva York, 1991). Ambas formaron parte en distintas épocas de la compañía Ballets Russes de Serguei de Diaghilev, y ambas contribuyeron a resucitar definitivamente un ballet y un personaje que en Europa occidental había sido injustamente relegado al olvido en tiempos de la decadencia del ballet, un período que se puede datar desde 1880 hasta la llegada de Diaghilev a París en 1907-1908. Giselle había sido olvidada en su país natal, Francia, y vivía en la lejana Rusia de los Teatros Imperiales gracias a que el ballet era allí el arte rey. Lo mismo que había sucedido prodigiosamente con “Giselle” sucedió con otros ballets franceses, como “Coppelia” y “La Fille Mal Gardée”, que gracias a Marius Petipa (y otros nobles maestros europeos) habían atravesado la memoria coréutica y el tiempo, notablemente revisados la mayoría de ellos por el genio marsellés, pero asegurándose trascendencia, y quién sabe, una merecida eternidad: el soñado carácter de clásicos. Giselle, como obra y como personaje, al parecer se lo ganó el día de su estreno en 1841 con Carlotta Grisi (Visinada, 1819 – St. Jean, Suiza, 1899) al frente. La Grisi era una de las grandes estrellas del romanticismo, y competía con la danesa Lucile Grahn, la austriaca Fanny Elsseler, la italiana Fanny Cerito y la gran dama María Taglioni, que era sueco-italiana. Ellas eran las heroínas adoradas de su tiempo y La Grisi tuvo en sus manos la baza de Giselle muy a tiempo, papel al que dotó de vida a través de su escuela, es decir, la ya hoy mítica Escuela Italiana del norte (trufada con el gusto armónico francés), la que se fraguaba en los salones del Teatro alla Scala de Milán y sus alrededores (las primeras escuelas privadas ideadas décadas antes por Carlo Blasis). Las bailarinas rusas a las que nos hemos referido, Pavlova y Spessitsseva (también Tamara Karsavina), recibieron también rudimentos de los últimos flecos de esa Escuela Italiana antigua a través de Enrico Cecchetti, un maestro que se inscribe en la línea delgada de una tradición de entrenamiento y pulimento profesional muy refinado y preciso, y que, como tantos otros artistas de ballet, acabó viajando hasta Rusia, que era donde había mucho trabajo bien pagado que hacer. Las rusas mencionadas venían hasta Occidente muy bien preparadas en lo técnico y recordaban el personaje esencialmente francés y romántico. En Francia se establecieron maestros rusos de gran prestigio, como Alexander Volinine, Boris Kniaseff, Lubov Egorova, Vera Trefílova, Olga Preobayenskaia, e italianas que habían pasado por Rusia, como Carlotta Zambelli. En el caso de las mujeres, todas ellas prestigiosas Giselle en otros tiempos, transmitieron su saber. Y precisamente en Spessitseva es que está el tronco de la Giselle moderna. Ella incorporó una cierta dramaturgia más contemporánea al personaje y también puso énfasis en el virtuosismo de que era capaz, con las limitaciones antes apuntadas. Su sobriedad y elegancia, perfectamente visible en sus fotografías y en los fragmentos que se conservan de su primer acto en Londres a fines de los años veinte, aseveran su fuste y su avanzado criterio escénico. La gran Olga insistió en una escena de la locura que, trágicamente, fue la antesala de su propio y real desequilibrio emocional. Tras esta bailarina, surgió una inglecita que se había rusificado el nombre cuando era casi una niña todavía: Alicia Markova (Londres, 1910 – Bath, 2004). Ella trabajó intensamente con Anton Dolin y bordó su Giselle sobre el refinamiento y esmero “de quien sirve el té a las cinco sobre un servicio de Sevres”. Markova (se llamaba en realidad Lilian Alice Marks) tocó la esencia del personaje a través de su distante elegancia muy británica, rozando la frialdad. Pisando casi exactamente sobre sus huellas y sustituyéndola a mediados de los años cuarenta en Nueva York por una repentina enfermedad, Alicia Alonso (La Habana, 1920) hizo de su Giselle su bandera, adaptando la versión antigua a sus poderes técnicos, asombrosos en aquellos tiempos, y haciendo del lirismo del segundo acto, un tierno drama de muerte que le ha valido una merecida y sólida reputación en la historia del ballet. Es justo decir que hay que hablar del antes y después de Alonso en Giselle. Esto es en sí solo tema de un estudio minucioso (este 2 de noviembre de 2013 se cumplirán los 70 años de esa primera aparición de Alonso en Giselle). Su versión, en realidad debida a un conjunto de factores y artistas donde se cuentan, entre otros las contribuciones capitales de Fernando Alonso, José Parés y Mary Skeaping, fue aceptada por muchos teatros, entre ellos la Ópera de París, que la mantuvo en repertorio varios años hasta volver al tronco ruso-francés y desechando el norteamericano-ruso-cubano. Volviendo a Markova, la inglesa dibujó su Giselle con lápiz afilado y trazo fino, pero firme. De hecho, la ecléctica escuela norteamericana –donde Alonso concibió su propia imagen de la campesina— sigue dando a Markova su justo papel fundador. Las Giselle francesas se pueden resumir a partir de Lisette Darsonval en cuatro grandes: Ivette Chauviré, Noelle Pontois, Geslaine Thesmar y Dominique Kaolfuni. Italiana solamente hay una histórica: Carla Fracci, y una continuadora de delicada textura: Alessandra Ferri y rusas de hoy, puede que Natalia Makarova para algunos, Ekaterina Maximova para casi todos; unas generaciones atrás, recuérdese a Alla Sizova, y aún antes a Alla Shellest. Todas ellas precedidas de la gran Galina Ulánova (San Petersburgo 1910 – Moscú, 1998), quien dotó a Giselle de una emoción sin igual en una línea decorativa e intimista pero profundamente humana. Roslaeva escribió que Ulánova pudo crear esa inigualable Julieta porque tenía ya una creación propia precedente: su Giselle. En resumen: no hay muchas Giselles de leyenda, porque si no, dejarían de ser esos singulares luceros nocturnos y misteriosos que alumbran lejanamente la senda de creación de un papel que encarna la redención por amor desde una sencillez exponencial que es su cebo y su esencia.
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