Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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Acerca de Giselle (y V) Personaje inmortal

Por: | 23 de abril de 2013

Giselle2.grisi.chalon El gran misterio de la interpretación de Giselle, paradigma de carácter romántico en el ballet, reside en dos factores de sutil y compleja aplicación escénica: por una parte, el rigor estilístico planteado por el propio romanticismo balletístico, que radica, desde los Taglioni, en el sofisticado camuflaje gestual que debe ocultar la técnica y sus esfuerzos dinámicos dentro de una presencia grácil, y dado el caso, etérea y casi incorpórea. Por otro lado, téngase en cuenta la parte teatral de la frágil campesina traicionada por amor, su doliente mímica y sus dos escenas cumbres: la locura del primer acto y el ruego del perdón en el segundo. En ambas escenas no hay apenas baile como tal, y la “prima ballerina” debe sustituir el registro de sus puntas por el de su talento dramático.Ya en el siglo XX, la génesis de la línea básica de Giselle como personaje ha estado marcada por las fuertes personalidades de las artistas de ballet que se han convertido en dueñas “assolute” del papel. Como siempre en estos casos, no hay acuerdos ni unanimidad. Tal trayectoria puede ser seguida, si se quiere, paso a paso, digamos, desde Pavlova a hoy. No sucede lo mismo con las leyendas de las bailarinas del siglo XIX, pues el tiempo ha limado a la propia información, que no era mucha. En este decurso, hay dos figuras puente entre los siglos XIX y XX, que son las bailarinas de San Petersburgo Anna Pavlova (San Petersbutrgo, 1881 – La Haya, 1931) y Olga Spessitseva (Rostov, 1895 – Nueva York, 1991). Ambas formaron parte en distintas épocas de la compañía Ballets Russes de Serguei de Diaghilev, y ambas contribuyeron a resucitar definitivamente un ballet y un personaje que en Europa occidental había sido injustamente relegado al olvido en tiempos de la decadencia del ballet, un período que se puede datar desde 1880 hasta la llegada de Diaghilev a París en 1907-1908. Giselle había sido olvidada en su país natal, Francia, y vivía en la lejana Rusia de los Teatros Imperiales gracias a que el ballet era allí el arte rey. Lo mismo que había sucedido prodigiosamente con “Giselle” sucedió con otros ballets franceses, como “Coppelia” y “La Fille Mal Gardée”, que gracias a Marius Petipa (y otros nobles maestros europeos) habían atravesado la memoria coréutica y el tiempo, notablemente revisados la mayoría de ellos por el genio marsellés, pero asegurándose trascendencia, y quién sabe, una merecida eternidad: el soñado carácter de clásicos. Giselle, como obra y como personaje, al parecer se lo ganó el día de su estreno en 1841 con Carlotta Grisi (Visinada, 1819 – St. Jean, Suiza, 1899) al frente. La Grisi era una de las grandes estrellas del romanticismo, y competía con la danesa Lucile Grahn, la austriaca Fanny Elsseler, la italiana Fanny Cerito y la gran dama María Taglioni, que era sueco-italiana. Ellas eran las heroínas adoradas de su tiempo y La Grisi tuvo en sus manos la baza de Giselle muy a tiempo, papel al que dotó de vida a través de su escuela, es decir, la ya hoy mítica Escuela Italiana del norte (trufada con el gusto armónico francés), la que se fraguaba en los salones del Teatro alla Scala de Milán y sus alrededores (las primeras escuelas privadas ideadas décadas antes por Carlo Blasis). Las bailarinas rusas a las que nos hemos referido, Pavlova y Spessitsseva (también Tamara Karsavina), recibieron también rudimentos de los últimos flecos de esa Escuela Italiana antigua a través de Enrico Cecchetti, un maestro que se inscribe en la línea delgada de una tradición de entrenamiento y pulimento profesional muy refinado y preciso, y que, como tantos otros artistas de ballet, acabó viajando hasta Rusia, que era donde había mucho trabajo bien pagado que hacer. Las rusas mencionadas venían hasta Occidente muy bien preparadas en lo técnico y recordaban el personaje esencialmente francés y romántico. En Francia se establecieron maestros rusos de gran prestigio, como Alexander Volinine, Boris Kniaseff, Lubov Egorova, Vera Trefílova, Olga Preobayenskaia, e italianas que habían pasado por Rusia, como Carlotta Zambelli. En el caso de las mujeres, todas ellas prestigiosas Giselle en otros tiempos, transmitieron su saber. Y precisamente en Spessitseva es que está el tronco de la Giselle moderna. Ella incorporó una cierta dramaturgia más contemporánea al personaje y también puso énfasis en el virtuosismo de que era capaz, con las limitaciones antes apuntadas. Su sobriedad y elegancia, perfectamente visible en sus fotografías y en los fragmentos que se conservan de su primer acto en Londres a fines de los años veinte, aseveran su fuste y su avanzado criterio escénico. La gran Olga insistió en una escena de la locura que, trágicamente, fue la antesala de su propio y real desequilibrio emocional. Tras esta bailarina, surgió una inglecita que se había rusificado el nombre cuando era casi una niña todavía: Alicia Markova (Londres, 1910 – Bath, 2004). Ella trabajó intensamente con Anton Dolin y bordó su Giselle sobre el refinamiento y esmero “de quien sirve el té a las cinco sobre un servicio de Sevres”. Markova (se llamaba en realidad Lilian Alice Marks) tocó la esencia del personaje a través de su distante elegancia muy británica, rozando la frialdad. Pisando casi exactamente sobre sus huellas y sustituyéndola a mediados de los años cuarenta en Nueva York por una repentina enfermedad, Alicia Alonso (La Habana, 1920) hizo de su Giselle su bandera, adaptando la versión antigua a sus poderes técnicos, asombrosos en aquellos tiempos, y haciendo del lirismo del segundo acto, un tierno drama de muerte que le ha valido una merecida y sólida reputación en la historia del ballet. Es justo decir que hay que hablar del antes y después de Alonso en Giselle. Esto es en sí solo tema de un estudio minucioso (este 2 de noviembre de 2013 se cumplirán los 70 años de esa primera aparición de Alonso en Giselle). Su versión, en realidad debida a un conjunto de factores y artistas donde se cuentan, entre otros las contribuciones capitales de Fernando Alonso, José Parés y Mary Skeaping, fue aceptada por muchos teatros, entre ellos la Ópera de París, que la mantuvo en repertorio varios años hasta volver al tronco ruso-francés y desechando el norteamericano-ruso-cubano. Volviendo a Markova, la inglesa dibujó su Giselle con lápiz afilado y trazo fino, pero firme. De hecho, la ecléctica escuela norteamericana –donde Alonso concibió su propia imagen de la campesina— sigue dando a Markova su justo papel fundador. Las Giselle francesas se pueden resumir a partir de Lisette Darsonval en cuatro grandes: Ivette Chauviré, Noelle Pontois, Geslaine Thesmar y Dominique Kaolfuni. Italiana solamente hay una histórica: Carla Fracci, y una continuadora de delicada textura: Alessandra Ferri y rusas de hoy, puede que Natalia Makarova para algunos, Ekaterina Maximova para casi todos; unas generaciones atrás, recuérdese a Alla Sizova, y aún antes a Alla Shellest. Todas ellas precedidas de la gran Galina Ulánova (San Petersburgo 1910 – Moscú, 1998), quien dotó a Giselle de una emoción sin igual en una línea decorativa e intimista pero profundamente humana. Roslaeva escribió que Ulánova pudo crear esa inigualable Julieta porque tenía ya una creación propia precedente: su Giselle. En resumen: no hay muchas Giselles de leyenda, porque si no, dejarían de ser esos singulares luceros nocturnos y misteriosos que alumbran lejanamente la senda de creación de un papel que encarna la redención por amor desde una sencillez exponencial que es su cebo y su esencia.

Acerca de Giselle (IV) Willis y Furias

Por: | 22 de abril de 2013

Giselle5.willis En el segundo acto también con el tiempo ha habido multitud de olvidos, cambios de tono y recuperaciones, desde el carácter “demi-caráctere” de las willis (originalmente eran venidas de Siria y de Persia, exotismo que está después también en la versión primera de “Las Sílfides” [o “Chopiniana”, que es el mismo ballet] de Mijail Fokin, donde las bailarinas no iban unificadas en largos tutús blancos de carácter romántico, sino caracterizadas como venidas (y estilizadas) de Oriente, de India, de España, hasta el mecanismo de hacerlas volar sobre un cable en escena (en Rusia se sigue practicando esta “magia teatral”) o emerger del subsuelo de las tumbas. Al principio de este segundo acto, en los preliminares, unos campesinos juegan a los dados en el suelo; la capa de uno de ellos hace de tapete, y está claro que se trata de un conocido símbolo. Varios estudios apuntan y hay referencias a ello en Gautier mismo, de que se trata un esfuerzo de Coralli “por santificar” a toda costa a la Giselle muerta (quem luego al defender a Albrecht frente a la Reina de las Willis, extenderá los brazos en cruz. El juego de dados de los legionarios romanos en el Gólgota que se relata en los Evangelios inspiró a Coralli para acercar el sacrificio por amor de Giselle al del Mesías y convertirlo, cómo no, en algo puro, en redención (el traje de Giselle del segundo acto no siempre ha sido totalmente blanco, sino que llevaba el rojo de la sangre –el sacrificio- en el corpiño y sus alas eran de ojos de pavo-real, un animal que representa la mala fortuna). Varios grabados con la iluminación de colores de la época lo precisan. También la famosa “Fuga” de las Willis en conjunto (no se trata de una huída, sino de una forma musical), ha sido repetidamente usada y desechada a voluntad; la redacción coreográfica actual se debe a Mijail Fokin y tiene más de creatividad propia que de la acción de un repertorista nato. Asimismo, hay una formación en círculos concéntricos de las Willis alrededor de Myrtha, su reina y jefa de operaciones nocturnas. Esta figura, que sí está datada de antiguo como de Coralli (y que se repite secuencialmente en la obra de acuerdo al metro musical), se sabe que es su evocación de la fuerte impresión que le causó la visita que hizo al monumento neolítico de Stonehenge, en las afueras de Sallisbury (Inglaterra), que se compone de hileras circulares y concéntricas de monolitos pétreos. En los tiempos de Coralli se contaban leyendas de la conexión del monumento con las druidas (hoy desmentida) y eso le inspiró la llamada “Adoración al sol”, como la parte ritualizante, mortal y pagana, de las Willis, organizadas en torno a un rito de circularidad. Es “Giselle” finalmente un ballet de locura y perdón; un tratado sucinto de los efectos del bien sobre el mal, de lo blanco sobre lo oscuro, de la luz sobre las sombras. Giselle conmueve porque perdona desde la muerte y de paso salva a Albrecht de un merecido castigo. Una vez más Albrecht iba a ser el Don Giovanni (primero del ballet de Gluck y de Angliolini, y después de la ópera de Da Ponte y Mozart) que es castigado al final por las Furias (o la estatua animada del Comendador: representan lo mismo) que lo arrastran al fuego eterno por sus actuar casquivano de conquistador, pero Giselle le exonera y le advierte el camino del amanecer, que simbólicamente es el de la vida y del perdón (salir del bosque). (continuará…)

Acerca de Giselle (III) Una variación

Por: | 21 de abril de 2013

Giselle4.grabado Un jugoso tema controversial es la variación de Giselle del primer acto, que no se vio en Occidente en el siglo XX hasta 1925 y por la gran Olga Spesitsseva, calificada de “gran espíritu doliente” por Smákov, a pesar de sus imperfecciones técnicas (que ejemplarmente intentó superar con clases personales dadas para ella durante años por Agripina Vagánova en San Petersburgo/Petrogrado y después en Londres con Cecchetti), pero era sin dudas la más grande Giselle de entonces, cuando, a los 42 años, tuvo su primer brote de esquizofrenia; ella había debutado en “Giselle” en 1919 con Piere Vladimirov como Albrecht y en 1924, tras vacilar muchísimo, aceptó una invitación de la Ópera de París para bailar “Giselle”, intentando recuperarse así de la rutina del Teatro Mariinski y del desengaño amoroso con Boris Káplun (estaba viviendo en sus carnes el abandono y la traición). Ella llegó a París destrozada anímicamente y en un estado de confusión total; según testimonios, costaba que se recogiera el pelo o se limpiara las uñas. Apenas habló en los ensayos y finalmente en una fría noche de noviembre, bailó “Giselle” en el Palais Garnier y París se le entregó entre lágrimas y silencios de devoción. André Levinson escribió: “Es única y singular, el suyo es el tipo de belleza creado por Taglioni”. En 1927 volvió a La Ópera con su “Giselle” y aún después en 1932 por última vez con Serge Lifar, y de ahí vagó con su baúl de tutús (algunos “ya raídos e imposibles de remendar”) de Giselle por medio mundo, de Buenos Aires a Londres, donde la hace junto al primer Albrecht inglés, Antón Dolin (de estas funciones en Londres se conservan fragmentos de un filme donde se baila la variación del primer acto.). Esta variación con las famosas diagonales de saltos sobre las puntas primero y de giros después, fue creada, obviamente, en Rusia. La música es de Minkus, y no fue introducida por Adam poco antes del estreno al último momento y por exigencias de Perrot y de Grisi, como se ha asegurado hasta hace poco y como aparece escrito en muchos libros de ballet. La coreografía original de esta variación se ha perdido, pero está claro que algo de ella queda en redacción actual, que es la de Marius Petipa de 1884. El “Pas de Paesants” que se incluye en el primer acto como anticlímax (algo dramatúrgicamente acertado pero estilísticamente más que discutible) en un formato original de “pas de deux” procede de la partitura original de “Un Recuerdo de Ratisbona”, del compositor alemán Johann Friedrich Burgmüller (el mismo músico de “La Péri”), y se insertó en Giselle, con sonadas protestas de Adam, tras el estreno parisiense. En algunas versiones de “Giselle”, como la cubana creada por Fernando y Alicia Alonso a finales de los años 40, este “pas de deux” ha sido sustituido por un baile de grupo de solistas (ocho o diez). Este invento se atribuye a Mary Skeaping, y ella relata en uno de sus libros, cómo llegó a tal redacción reciclando los pasos de las variaciones y dúos que recordaba y manteniendo todo lo posible del estilo original, que no es exactamente el del todo de Giselle. En su tiempo, Adolphe Adam también se opuso a que al final del segundo acto entraran en escena Bathilde y la Corte a rescatar al príncipe, para justificar la pretensión de agregar un tercer acto que fuera un largo “divertissement” para celebrar las bodas de Batilde y Albrecht. Adam intuyó que esto destrozaría el ballet y se negó a componer (más por respeto a sí mismo y a su partitura que al ballet en sí, al que despreciaba y sobre el que ironizó todo lo que pudo: sólo amaba sus óperas, hoy casi todas olvidadas), lo que quedó, por suerte, en agua de borrajas una vez más. (continuará…)

Acerca de Giselle (II) Flores y mitos

Por: | 20 de abril de 2013

Giselle6.tumba
Desde aquella época las flores han tenido un significado especial en ese ballet: los jacintos, como una evocación de los muertos que emergen de la tierra (tal como la mitología grecolatina deja claro con la tumba de Narciso), y se usan sustituyendo al narciso las llamadas calas, como flor de ofrenda a la amada pérdida: flor del recuerdo (Proust se refirió a este tipo de lirio en ese mismo sentido); las margaritas fungen como expositor de la traición y de la duda (en el primer acto se deshojan como elemento adivinatorio y el segundo aparecen prendidas con perlas en el escote de la doncella muerta, todo ello como una especie de interdicción entre la estética y la moral, entre el recuerdo y su plasmación plástica). Las flores vaticinan y guarnecen una muerte de locura que evita un suicidio. Tal como especula el propio Vernoy de Saint-Georges, si Giselle no hubiera muerto de pena y pasión, se habría matado. En algunas versiones de mal gusto, usan la espada de Albrecht para que Giselle se haga una especie de harakiri entre dos saltos: esto no es exactamente espurio e insensato dentro de la trama del ballet, pero desvirtúa el original. En realidad la espada (donde con algo de razón Cardelier ha querido ver un símbolo fálico cercano a Don Juan: Albrech es Don Juan y Giselle es una virginal Doña Inés) es un mensaje del poder, y eso queda claro en la mímica de la obra. Otro tema curioso que ha permitido hasta caricaturescas interpretaciones es la diferencia de clases sociales que queda expuesta en la obra. Es así que los soviéticos de los tiempos de Stalin lo tasaron como “ballet social” e “ideológicamente correcto”. Lo que sucede en realidad es que en una gran parte de la literatura romántica está ya, antes del apogeo naturalista, esa distinción de clases no como denuncia de una cierta conciencia social, sino como elemento de contraste en el dibujo de personajes, situaciones y ambientes, pensemos, desde Gogol a Balzac. Carlotta Grisi, sobrina de Giulia Grisi (esa gran cantante que también triunfara tanto en el Teatro Real de Madrid), era una bailarina de cuerda romántica pero con gran temperamento y apta para bordar el realismo del primer acto, de ahí que Gautier, además de estar deslumbrado con sus hebras de cabello rubio natural y pajizo y con sus ojos de un verde tierno como una hoja de manzano, viera en ella a la bailarina ideal para encarnar a Giselle, amén de la técnica de escuela italiana. Pero volvamos al estreno. Poco se comenta y hasta se ignora, con un cierto prurito muy francés, de las circunstancias y prisas que rodearon aquella “premiere” de principios del verano de 1841. El ballet de la Ópera era el mejor de Europa occidental, tenía un grupo de estrellas brillantísimas (ellos: Montjoie, Barrez, Simón, Frémole, Elie, Lucien Petipa, Quériau, Coralli, jóvenes pujantes), trece etoiles femeninas (Noblet, Leroux, Natalie Fitz-James, Roland, la Jacob, Grisi las hermanas Dumilatre) y un cuerpo de baile estable de 32 hombres y 32 muchachas y además todos los alumnos aventajados de los cursos mayores de la Escuela de la Ópera y los meritorios de la Academie. Con todo este plantel se contó para la primera producción. Adolph Adam arregló un primer esquema de todo el ballet en una semana, pero luego todo se ralentizó y los ensayos duraron más de dos meses con ‘tira y afloja’ de diverso índole, desde lo administrativo hasta lo artístico; hay que tener en cuenta que, ya entonces, la Ópera era una estructura muy burocratizada. Desde el 21 de abril se dio la orden a los talleres de la Ópera de comenzar los trajes, algunos nuevos (82 se inventariaron) y otros apañados y recuperados de producciones anteriores (78, que incluían a los campesinos y la Corte del Príncipe de Courtland para el primer acto). Para los célebres decorados de Ciceri también se corrió lo suyo y no todo fue de estreno, pues se recuperaron muchos elementos y telones antiguos, de otras producciones anteriores, una práctica habitual entonces. Una carta del 25 de mayo de 1841 enviada al Duque de Coigny, Presidente de la Comisión de la Ópera, se le solicita poder disponer para “el ballet de las Willis” de algún decorado que había formado parte del primer acto de “La Fille du Danube”. También para el segundo acto del claro del bosque se recuperaron elementos y maquinaria escénica precedente. También en lo coreográfico se tiró de lo de casa. Albert Decombre (1789-1865), que fue el brillante creador coreográfico de “Cendrillon” con música del catalán Fernando Sor, se sabe seguro que trabajó en la redacción original de “Giselle” desde su puesto de maitre titular en la Ópera. (continuará…)

Acerca de Giselle (I)

Por: | 19 de abril de 2013

Giselle1.grisi El ballet “Giselle o Las Willis” se estrenó el lunes 28 de junio de 1841 a las 18:30 en el Teatro de la Academia Real de la Música, antigua Ópera de París, que estaba situada en la calle Le Peletier, finalmente desaparecida por un incendio y sustituida por el actual Palacio Garnier. Los papeles protagónicos de aquella premiere estuvieron a cargo de Carlotta Grisi (Giselle), Lucien Petipa (Albrecht), Adéle Dumilatre (Myrtha, Reina de las Willis), Jean Coralli (Hilarión), Quériau (Príncipe de Courtland), Adice (Wilfred), Marquet (Batilde) y Aline (Berthe, madre de Giselle). La escenografía fue diseñada por Piere Ciceri y el vestuario por el pintor Paul Lomier. La música estuvo compuesta por Adolphe Adam y la coreografía tutelada por Jean Coralli, que también participó en la redacción del libreto, aunque con la intervención, en principio anónima y polémica, de Jules Perrot para las partes solistas de la estrella Carlotta Grisi, asunto no esclarecido ni demostrada hasta 1942 cuando Serge Lifar encuentra la documentación pertinente y publica su libro sobre este ballet. El argumento estaba elaborado por el escritor, crítico y poeta Teophile Gautier, el guionista de vaudevilles y novelista Vernoy de Saint-Georges y Coralli sobre una leyenda alemana procedente de Centroeuropa, alrededor del medioevo, y recogida por Heinrich Heine en su libro “De Alemania”. Heine, amigo de fantasías y lirismos extremos, recogió en su tomo lo que llamó historias de “espíritus elementales”, personajes fantásticos tantas veces volcados en los cuentos infantiles de Perrault o los Hermanos Grimm. La primera vez que se publicó este guión de ballet fue el 5 de julio de 1841 con un título de “Carta a Heinrich Heine”, y volvió a ser publicado en 1872 y en 1882. Otro texto, publicado en 1844 en una preciosa edición orlada con grabados de género y de la obra en sí, titulada “Les beautés de l’Opera” dirigida por Giraldon, hace hincapié en la atmósfera y la época del año: otoño, viñedos rosáceos, hojas que caen azafranadas, una luz dorada que llega a la escena de entre las ramas... Para el segundo acto, Gautier evoca directamente a Novalis: “Toute cette forét semble pleine de larmes et de soupirs”, y a los grabados de Sadeler, con precisiones de color como “la plata será vieja, el negro mate, las sombras opacas...”. (continuará…)

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