Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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mayo 2014

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Si de mirar atrás se trata, baste echar una ojeada al dibujo rupestre donde nueve mujeres se agitan alrededor de un hombre desnudo o al relieve egipcio del mastaba de Ankhmahor, donde una fila de muchachas levantan la pierna con cierto orden y concierto entre jeroglíficos, todo ello bastante antes de los vaivenes de caderas de las tanagras griegas o del seductor braceo de las bailarinas de Gades, siempre ligeras de ropa y encantando con sus crótalos al Mediterráneo. La historia de la danza a través de sus mujeres y sus accidentados caprichos está por escribir, a pesar de algunos esfuerzos ingentes. La verdad es que algún que otro divismo ha dado lugar a cismas estéticos.

La danza teatral en la cultura occidental se remonta al siglo XV, con una difusa frontera entre el baile social y escénico, en un oscuro tiempo de cultivados judíos errantes que terminaron por convertir los bailes populares en regladas danzas de corte. Domenico Da Piacenza (o de Ferrara: cambiaba de nombre como de patrón) y Guglielmo El Hebreo (después de su conversión Maese Giovanni Ambroglio Da Pesaro) dieron origen a la coreografía como tal en las cortes del Renacimiento. Era una época gloriosa en lo que hoy es Italia (entonces era varias cosas más), y Lorenzo El Magnífico se entretenía en encargar vestuario de sus “Triunfos” a un tal Boticelli, mientras otro barbas que andaba por allí diseñaba accesorios y escenografías: le decían el Maestro Leonardo. Todo iba más o menos bien hasta que a Catalina de Médicis, que vivía en el Louvre como lo que era: una reina, le dio por el ballet, y otro hebreo, Baldassare o Badasarino de Belgiocoso (que se afrancesó hasta transformarse en Baaltazar o Balthasar de Beaujoyeux) inventó el Ballet Comique de la Reine, un espectáculo de apenas ocho horas de duración, con pausas para merendar, intrigar con el vecino y hasta recitar versos clásicos.

Cuando Catalina quería algo, encargaba un ballet de más de ocho horas, y así La defensa del paraíso preconizó a La Noche de San Bartolomé y el Ballet aux Ambassadeurs Polonais le facilitó un buen negocio político con los polacos. A partir de aquí ya no hubo dudas de quien mandaba en el ballet. Descartes, que era un hombre discreto, hizo en 1646 un ballet por encargo de la reina Cristina de Suecia (que era de armas tomar), y cuando el filósofo vio todo lo que la coronada inteligencia de marras había agregado a su creación, se apresuró a exigir epistolarmente no aparecer en el libreto. Pero la carta se conservó y Descartes no pudo librarse de aparecer en la Historia.

A Luis XIII le encantaba hacer de mujer en sus ballets privados (era obligatorio aplaudir en ciertas escenas, así lo fijaba la etiqueta) hasta el punto de que todo el primer tercio del siglo XVII está teñido de argumentos absurdos para que figurara ora de pastora ora de Minerva. Y todo se hereda: Luis XIV se pasó gran parte de su largo reinado vestido de Apolo o Sol Naciente (apareció travestido de Diana solamente hasta los 49 años, luego le pareció un exceso y se quedó en el disfraz solar) dando unos pasitos que le marcaba un solícito y hasta rastrero Lully. Era una época dura para las mujeres, que no las dejaban subir al escenario hasta que Mademoiselle La Fontaine dijo“Aquí estoy yo”, y bailó en el escenario de la Real Academia de Música sustituyendo a los ofendidos travestís, que hasta ese día fueron las reinas.

Ella y Marie Therese de Subligny fueron las primeras profesionales del ramo, y no dejaron en adelante que nadie les arrebatara un solo ¡bravo! Por aquellos días, casi en 1700, Roualt Feuillet (otro judío) fijó y definió las cinco posiciones básicas del ballet y los bailarines franceses entendieron que era el momento de expandirse como una plaga por toda Europa y ganar mucho dinero. Un franco-suizo, que todos los historiadores franceses de ballet quieren que sea sólo francés, Jean Georges Noverre, se empeñó en modernizar el género y creó el ballet de acción, una línea que llega hasta hoy. Ante tanta innovación, otras nuevas bailarinas deciden hacer lo suyo para trascender, y es así que Marie Sallé en 1729 baila en traje de calle y sin máscara. Como el efecto en la prensa fue discreto, se fue a Londres, se soltó su largo cabello cobrizo, abandonó el miriñaque y salió a escena solamente envuelta en velos transparentes: todo el mundo habló de ella entonces.

Para no quedarse atrás, Marie-Ann Cupis de Camargo, que estuvo durante años a la greña con la Sallé (la llamaba “esa enana con grandes tetas”), es la primera que hace pasos reservados a la fuerza viril (Noverre quedó tan pasmado con la proeza que habla varias veces de ella en sus Cartas y Voltaire le hizo unos versitos) y se inventó el “calzón de precaución” para que al saltar no se vieran las intimidades, una especie de combinación con lacitos que es el antecedente natural del pololo primero y del leotardo después. Ya a mediados del siglo XVIII Marie Allard, famosa por sus ballets noverrerianos, se retiró por haber engordado mucho, pero antes se hizo retratar con Jean Dauberval en un pas campestre y así se aseguró el paso a la iconografía histórica.

Poco después, Vestris, un sobrino de Boccherini, debuta en papeles femeninos y su alumno Salvatore Viganò encuentra en Madrid a María Medina, virtuosa de las castañuelas que componía y arreglaba música en el Teatro del Príncipe (hoy Teatro Español). Aquello fue un flechazo, se casaron y se fueron a recorrer el mundo. María también se descalzó, se puso unos velos y se convirtió en la bailarina emblemática del Neoclasicismo (David y Canova la pintaron). En los primeros 25 años del siglo XIX, un periodo de transición hacia el baile de las zapatillas de punta, hay varias señoras ignoradas: Fanny Bias, que fue la primera que se sostuvo sobre sus dedos de los pies (un anónimo grabadito en cobre la inmortalizó); Emilia Bigottini, que era sorda pero con un físico potente; la Gosellin, que se enfrascó con una lucha mortal con la Miller por el asunto de las zapatillas, o la pobrecita Clotilde Chameroy (pareja secreta de Vestris), que muere muy joven en raras circunstancias, hasta el punto que el cura del lugar no la quería enterrar.

Más lista fue Amalia Brugnoli, que se fue a Viena en 1820 (allá no había competencia), se levantó sobre sus puntas y así está en todos los libros. Cuando llegó el Romanticismo, siguieron mandando las señoras. El bailarín apenas servía para elevarlas a fuerza de bíceps. Maria Taglioni era la reina etérea del vaporoso tutú de gasa hasta media pierna, y su oponente, la picante Fanny Elssler, se hizo famosa con su Cachucha a golpe de tacón-punta-tacón. Los caprichos fueron en aumento, y en el San Petersburgo de los zares se bailaba al son de las esmeraldas. El tutú traía problemas a veces, como a Emma Livry, que murió abrasada al acercarse demasiado a las candilejas con su enorme atavío. En el Tardorromanticismo hubo un ballet, Coppelia, estrenado con mal fario en 1870: unos días después del debú estalló la guerra franco-alemana y se quemó parcialmente la ópera.

La pálida Giuseppina Bozzacchi, que había estrenado el papel, murió enseguida de viruela, justo el día que cumplía 17 años, y a Arthur Saint-Leon, el coreógrafo, le dio un infarto apenas 48 horas tras el comienzo de la contienda. Dos signos míticos de la ballerina son un buen ejemplo de aquellas cuitas: el tutú corto y los 32 fouettés. El primero fue un invento de circunstancia: Virginia Zucchi para ganarse el pan en sus horas libres actuaba por las tardes en un café-cantante de San Petersburgo, y el dueño le dijo más o menos: “-O usted acorta la falda o aquí no se come una rosca”. La milanesa cogió la tijera y creó el tutú de plato (o “a la italiana”), hoy tan común. Otra lombarda, Pierina Legnani, exigió en el Teatro Mariinski hacer esas 32 vueltas continuadas sobre una punta, que ya había experimentado con gran éxito de la balletomanía local, y Marius Petipa, que conocía muy bien el temple que se gastaba la etoile, no discutió el asunto: le encargó al músico de turno los compases adecuados para aquella vuelta de tuerca, y de allí en adelante, ha sido el dolor de cabeza de tantas buenas artistas. Para el siglo XX aquí no hay espacio, pero sí queda mucha tela que cortar.

(*) Este texto fue escrito en el verano de 1993 a propuesta de Ángel Sánchez Harguindey para el suplemento cultural Babelia. Cada especialista (en música, ópera, pintura, arquitectura) debía resumir en una página que equivalen a unos tres folios de texto (y teniendo en cuenta al lector) un resumen de la historia universal de su disciplina. Reproduzco aquí una frase de Sánchez Harguindey en la introducción: “Frente a la meticulosidad de las grandes enciclopedias, la capacidad de síntesis de una enciclopedia portátil en la que no hay lugar para la diplomacia”.

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