En nuestro tiempo y en el ámbito del ballet se es muy dado a las más taxativas categorizaciones: “el mejor bailarín del mundo”; “la mejor técnica del planeta; etcétera. Probablemente con ese lenguaje entusiasta estemos alejando y vulgarizando una de las verdades máximas del arte del ballet: la incesante búsqueda de la perfección interpretativa, la asunción de un ideal estético por exigente, siempre mejorable. Esto no quita que tengamos (y expresemos) nuestras preferencias.
Este párrafo viene a cuento porque estoy preparando un primer tomo de mis trabajos como crítico, investigador y articulista durante 30 años y donde reuniré lo publicado en este diario EL PAÍS y en la revista BALLETTO OGGI / BALLET2000. Dejo aparte para un segundo volumen los ensayos comisionados por teatros y festivales. Estos textos para programas de mano (o de sala), que uno debe tomarse tan en serio como si se tratara de una tesis universitaria, han sido siempre para mí una fuente de estímulo y de laboratorio, pues cada vez que, por ejemplo, escribo sobre la historia del ballet “Coppélia” (mi preferido) encuentro datos, apreciaciones, puntos de vista nuevos, matices que pueden ilustrar al espectador, ayudarle a entrar de manera más orgánica y con cierta sapiencia en el disfrute de una velada de ballet.
Mi amigo y colega Alfio Agostini me dice siempre, mitad en broma, mitad en serio, que soy el “último coppeliólogo” dado mi entusiasmo por esta obra, no en vano es el último gran ballet genuinamente francés, además de ser el primero que oyó Chaicovski y que, como reconoce en unas cartas, le inspirara a escribir él mismo partituras de ballet. También téngase en cuenta que, tras Rossini y Meyerbeer, es Delibes el compositor de importancia que lega partituras expresas para el ballet. Esta es la senda que explora (y hasta es sutilmente imitada) Chaicovski, una cosa que está presente desde algunas danzas de “El lago de los cisnes” hasta “La bella durmiente” y “Cascanueces”.
Es así que alguna vez también he tenido esta tentación expresa, pero como decía Clive Barnes, “si el crítico no puede ser apasionado, dejarle al menos que se afloje el nudo de la corbata”. La presión del nudo no es el rigor precisamente; el corsé está en la forma literaria y periodística. Eso me hace pensar que la tendencia contemporánea a la inmediatez y lo brillante, lo publicitado y lo que es capaz de suscitar ese tipo de adjetivación cegadora, bombardea sin remedio al sistema del crítico y lo puede influenciar, digamos, negativamente en cuanto a los objetivos de su escritura. (continuará…)