
Entonces, si extendemos estas consideraciones hasta el presente y al terreno de la coreografía nos topamos con fenómenos complejos que también merecen un análisis. No pretendo en este blog ser taxativo ni sentencioso, sino proponer ese temario que, por ejemplo, ha puesto de relieve mi colega la crítico y analista Judith Mackrell de The Guardian en un agudo artículo que recoge declaraciones de la bailarina y directora del English National Ballet Tamara Rojo. También alerto sobre que debe ser traducido con cuidado para que no se pierda el sentido exacto tanto de las palabras de Rojo como de las atinadas conclusiones de Mackrell (con quien compartí recientemente unas fructíferas jornadas en la Bienal de la Danza de Venecia). Es verdad lo que dice Rojo: la difícil tarea de las mujeres coreógrafas y su escasa presencia. Creo que hay que, una vez más, hacer historia para entender esto en su justa medida. En el siglo XIX ninguna mujer brilló más allá de su papel como “prima ballerina”, y hubo que esperar al siglo XX para que, como en tantos otros renglones de la sociedad, la mujer luchara y ocupara su lugar. Es cierto que algunas mujeres pioneras lideraban sus propias empresas de danza, a veces en solitario como Isadora Duncan y otras en compañías como Anna Pavlova y Antonia Mercé “La Argentina”; después vino enseguida Martha Graham y muchas más. Precisamente en una Bienal de Venecia hubo hace unos años un espectáculo revelador de bailarinas y coreógrafas venidas de Irak y no podían mostrarse en público. Aisladamente, si somos rigurosos, debemos mencionar que ya desde el romanticismo algunas bailarinas hicieron coreografías para sí mismas o para sus compañeras. No era anecdótico, pero sí muy estrecho el margen de maniobra. Pero Rojo trata otro tema que casi nadie se atreve a decir: El sexismo. Y Mackrell sitúa la acción sexual del “pas de deux” en una clara perspectiva de desarrollo. A su manera, los “pas de deux” de siglo XIX también tenían cierta carga de sensualidad, pero es verdad que fue en el siglo XX cuando esto se hizo fuerte. Pensemos en Béjart y Petit en los años cincuenta y sesenta y en el “Agon” de Balanchine que oportunamente ejemplifica Mackrell. Se puede hablar incluso de sometimiento. También ese cierto hedonismo o recreación visual en lo apolíneo en el hombre, tampoco es nuevo, pero sí ha tenido momentos exultantes y hasta exagerados. Recordareis eso que se decía: “Balanchine coreografía para la mujer y Béjart para el hombre”. Incluso se sintetizaba en que para el primero la danza era la mujer y para el segundo el hombre, cuando la maravillosa conjunción de ambos es lo más significativo, su célula esencial. Hoy quizás ha pasado ya ese tipo de exhibición (que llegó a ser gratuita en aquello de lucir músculo) y en esta etapa de transición estilística vamos hacia un equilibrio donde la mujer, coreógrafa, directora o bailarina, juega un papel decisivo.
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