Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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Rudolf Nureyev (Mis retratos del verano: 5)

Por: | 27 de julio de 2013

Rudolf Nureyev (1982).Buccafusca El domingo 28 de este mes en el Auditórium del Parque de la Música de Roma tendrá lugar el “Tributo a Rudolf Nureyev”, una gala especial que reúne no sólo a primeras figuras del orbe, sino que se esmera en el repertorio propio del desaparecido astro ruso, esa figura carismática del ballet del siglo XX cuya estela se deja sentir todavía al cumplirse los 20 años de su muerte; la idea ha partido del promotor Daniele Cipriani y la respuesta global, masiva; hasta se verá lo que Nureyev bailó del repertorio de Martha Graham. Tras Nijinski, Nureyev es el gran mito masculino de la danza y sobre él se pueden encontrar libros, biografías y millones de artículos. La gala de Roma ha contado con el asesoramiento de Valeria Crippa, que colaboró con Nureyev largo tiempo, y su libro memorial es uno de los más interesantes de los últimos tiempos, toca aspectos inéditos. El destino singular de este divo prismático y voluble, seductor y virtuoso, empezó con esa leyenda cierta de que nació en un tren. Como con Alejando Magno, el mito se mezcla con el hecho histórico en una ligazón indisoluble (salvando las distancias, piénsese un momento en el famoso argumento de “Los árboles parlantes” repetido hasta la saciedad, trufando leyenda, mito e historia, versionado desde Asia hasta el Renacimiento europeo moderno). Hoy día, sobre Nijinski y también sobre Nureyev, se cuentan más cosas de las que sucedieron, y aunque siempre la historia, los hechos, están detrás, el halo de lo especulativo y la pátina de lo maravilloso logran imponerse. Aún hoy estamos demasiado cerca de Nureyev y de su tiempo y biografía; de hecho, éste es su tiempo. Es verdad que Nureyev “rusificó” la Ópera de París (1983-1989), y en eso los franceses debían de estarle agradecidos para toda la vida; todavía lo reconocen con la boca pequeña. En realidad, Nureyev con su égida en París organizó un enorme “regreso virtual” de Marius Petipa a Francia (que era orgullosamente marsellés); y hay quienes hicieron carreras estelares con él, bajo su mando, que con otro al frente, ni lo hubieran soñado, y cuando lo entrevisté en la Sala Favart en noviembre de 1985 el ambiente a su alrededor estaba enrarecido; pocos años después, cenando en Montpellier junto a Jean Paul Montanari (que tuvo el acierto de programarlo en el solo de Francine Lancelot sobre una suite de Bach), una frase suya al vuelo no me pasó desapercibida: “en el diccionario del ballet la palabra ‘gratitud’ está borrada”. Diciéndolo claro, resucitó la agrupación de ballet francesa, la cohesionó y le puso un altísimo listón como “ensemble” a imagen y semejanza de su compañía original: el Teatro Kirov de Leningrado que hoy ha vuelto a ser Mariinski de San Petersburgo. Impuso su repertorio, es verdad, no del todo regular y con lagunas, zonas recargadas de pasos y controvertidas estéticas donde sobraba siempre el dinero, los metros de sedas y los kilogramos de piedras de cristal. Pero si me apuran, eso es secundario. Hay obras de Nureyev muy buenas (como “Raymonda” [1974] y “La bayadera”, Nápoles 1991 y París 1992) y otras sencillamente prescindibles (como “La cenicienta”, 1985); también no se me oculta por qué dos obras originales como “Manfred” (París 1979 y 1986) y “La tempestad” (Royal Ballet 1982 y París 1984), esta última para mí la que, paradójicamente, mejor soportaría el tiempo aunque en su estreno rozó el fracaso (habría que verla hoy otra vez), han pasado a mejor vida: no son demasiado francesas. La imagen data de 1982 y es una cortesía del fotógrafo italiano Alessio Buccafusca.

Michael Clark (Mis retratos del verano: 4)

Por: | 25 de julio de 2013

Michael-clark Michael Clark (Aberdeen, Escocia, 1962) iba para príncipe, pero en su camino se cruzaron David Bowie, una camiseta de Vivienne Westwood, la impronta pasional por el “swinging sixties” de Ossie Clark y la contraoferta rupturista de Stephen Petronio. Todo esto no pasó a la vez, pero fue muy rápido de todas maneras. Michael Clark empezó estudiando la “Giga” de su región con solo 4 añitos, que por esas casualidades, es junto al bolero clásico español y la czarda húngara los bailes de carácter que gozan de paternidad y variantes propias más perdurables dentro del ballet clásico de repertorio. Michael pasó a la escuela del Royal Ballet de Londres con 13 años y ya el día de su graduación, dio la nota. Había muchas esperanzas puestas en sus pies. Aquí debo detenerme. Los pies de Michael Clark son de los más genuinamente bellos y dotados que he visto para el ballet. Su arco, su ductilidad, sus empeines como montañas, su corrección postural. A ello unía las proporciones armónicas de un físico privilegiado, pero el chico no quería saber nada del arte clásico. Amaba el ballet para descomponerlo, restregárselo a sí mismo por sus posibilidades de explotación, una manera de agitar su cambiante e inestable conciencia artística. Entonces se fue al Ballet Rambert, que en principio eran más tolerantes. Después apareció desnudo en el filme “Prospero’s book” (1991) de Peter Greenaway donde su Caliban robaba toda la cinta, la hacía suya. En su caso, había sido definitivo también un curso de verano en Nueva York con John Cage y Merce Cunningham; en ese viaje conoció a Karol Armitage y a Charles Atlas: estas influencias acabaron de modelarle como un astro retro-punk. Ossie Clark tenía como ídolo a Nijinski y Michael vivió como un drama la tragedia de su muerte a puñaladas por un novio loco. La primera vez que vi a Michael Clark llevaba un kilt azul y verde; la segunda vez llevaba uno rojo, siempre a cuadros, y la tercera, llevaba puesto una “deconstrucción del kilt” que le había hecho un amigo suyo. No me siento capaz de describir la prenda. Su primera visita al festival de Valladolid en mayo de 1987 fue memorable. Aquella vez me regaló una camiseta donde estaba él mismo, siempre desnudo sentado de espaldas al mundo. En el frente se leía: “NO HAY SALIDA DE INCENDIOS EN EL INFIERNO”. Algunos escribieron enseguida que Michael Clark se parecía a Nureyev, otros que se parecía Nijinski. Cuando lo volví a encontrar en 2009 en la Bienal de la Danza de Venecia estaba coherente de nuevo, aunque las drogas habían dejado algo extraño en sus grandes ojos perpetuamente fijos. Llevaba su gran imperdible de pañal ensartado a la oreja e hizo un solo de baile con un inodoro de cartón. Allí estaban, destacando, sus pies y su intención torturada de modificar, destruir, remodelar todo lo que había aprendido. “Ya no lleva el kilt”, le dije. Y me respondió: “Lo perdí y no sé dónde... pero ahora tengo otro nuevo”. Quise terminar la entrevista con algo romántico: “¿No fair escape in hell. ¿Todavía hoy le dice algo esa frase?”. “Muchas cosas... buenas”, respondió Clark sin sonreír. La fotografía apareció en la cartelera londinense en 2012 anunciando su espectáculo en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern.

Carla Fracci (Mis retratos del verano: 3)

Por: | 24 de julio de 2013

Carla.Fracci (1)Buccafusca Fue en un receso de los ensayos en el Teatro de Epidauro donde Carla Fracci (Milán, 1936) me habló por primera vez del concepto de compañía nacional, de esa idea que la rondaba ya entonces. Era la noche previa a la función donde debía bailar las danzas de Isadora Duncan y ¡era el sitio ideal para esa evocación! Estábamos sentados sobre aquellos milenarios asientos de piedra, tan llenos de historia. El teatro estaba vacío. La acústica, inmejorable, había sido ideada en el siglo IV a. C. “¿Ves? Las fórmulas del teatro siguen siendo las mismas y son sagradas. Por eso permanecen”, me dijo. Tiene razón la diva italiana. “Carla Fracci es la más grande ballerina italiana de los tiempos modernos, y verdadera superviviente en activo de una tradición que hoy es ya historia”, escribí una vez, argumentándolo así: “La leyenda de las bailarinas italianas se remonta al romanticismo cuando París, Londres y San Petersburgo se las adjudicaban como propias. María Taglioni, Carlotta Grisi, Fanny Cerrito, Sofia Fuoco, Carolina Rosati, Caterina Beretta, Amalia Ferraris, Carlotta Zambelli, Pierina Legnani, Virginia Zucchi, se convirtieron en el emblema mundial del ballet. La tradición de las italianas era un signo de bravura, de elegancia y de una escuela con tradición. La única italiana del siglo XX que se une a ese collar de gemas artesanas es Fracci, cuya carrera es ejemplar por amplitud y rigor. A su sublime encarnación de las heroínas del ballet, ya sean trágicas o espectrales, inocentes o traviesas, o simplemente, mujeres enamoradas que desafían a Eolo de la mano de Terpsícore, hay que distinguirlas. Su Giselle implorante, su Sílfide irreflexiva, su Swanilda coqueta, su Cerrito que es la animación de un grabado de Alophe, su Julieta aferrada a un amor trágico, su Gelsomina ingenua y creyente en una vida que niega los más justos placeres”. He visto trabajar afanosamente a Fracci en la barra aún hoy como si de una debutante se tratara; su puntualidad y su sentido ritual de la estancia en los teatros como si fueran verdaderos templos, su manera de atender a los jóvenes bailarines. La preocupación por el estilo la hace un ejemplo admirable. Y hay algo tan verdadero como heroico en estas grandes mujeres, artistas de generaciones pasadas que no solo no creen en el retiro, sino que siguen haciendo planes. Fracci está empeñada hace tiempo en esa idea: la de una compañía nacional en Italia. Suena raro, pero allí no existe. Esa es la verdad. Sería una manera de sanear el ambiente y partir de cero en cuanto estructura. Su proyecto, esa idea que me ha contado muchas veces (y de la que han corrido ríos de tinta) plantea traer a los bailarines italianos que hacen carrera en el extranjero, establecer un calendario orgánico con los grandes teatros, gestionar una sede óptima en la capital (Roma) y recuperar el repertorio propio y universal, incluyendo en la oferta el de los Ballet Russes de Diaghilev, mantenerlo siempre activo, entendiendo que allí está el meollo del ballet moderno y contemporáneo por el que aún navegamos. Ya en su etapa en la Ópera de Roma Carla Fracci puso en práctica estas tesis, y tengo que decir que con éxito de público y crítica; por una vez, concilió a pareceres diversos y hasta divergentes. La imagen es una cortesía del fotógrafo italiano Alessio Buccafusca.

William Forsythe (Mis retratos del verano: 2)

Por: | 23 de julio de 2013

William.forsythe[Castanar] A lo largo de estos años, he entrevistado (y escuchado) varias veces a William Forsythe (Nueva York, 1949): Frankfurt, Madrid, Venecia, Reggio Emilia, París… su discurso es tan el mismo como tan cambiante. Pasa con su obra, un terreno de laboratorio incesante y complejo al que siempre añade una línea de investigación novedosa; pero hay siempre un estilo, el meollo de una voz distintiva y personal, su sello. Todo esto, lo que empezó a cristalizar con el ballet de la Ópera de Frankfurt a principios de los años 80 del siglo XX, sigue influyendo poderosamente sobre la creación coréutica actual. Esta es una responsabilidad añadida, hasta cierto punto involuntaria, de la que Fosythe tiene absoluta conciencia pero de la que se distancia con una cierta displicencia. No es su problema. Eso es verdad. En 2002 con ocasión de la última visita que hiciera a Madrid con la compañía alemana que dirigía (para presentar en el Teatro Real la pieza “The loss of small detail”), en la entrevista para este diario se mostró así: “La coreografía es como la escritura. Se empieza copiando y luego se evoluciona”. Esta segmentación reflejo del material coréutico como escritura (lo que ya estaba en Laban, a quien obsesivamente Forsythe reconoce que vuelve de vez en cuando) demarca la naturaleza del trabajo escénico. Como todo creador, le halaga tener seguidores. En su caso, han sido esa legión global de imitadores (descalzos o con zapatillas, en pequeños grupos o en grandes agrupaciones) que pululan por el mercado internacional del ballet contemporáneo y sus más peregrinas ramas; algunos con mejor fortuna que otros en eso de pisar sobre huella ajena. Es difícil librarse de su impronta tanto como de su planteamiento: “El ballet [contemporáneo] sí tiene un fundamento académico, pero el repertorio es muy reaccionario”, me dijo en 2002, a lo que añadía: “El repertorio está muerto. Esto es algo que lo sabe todo el mundo. Pero el método no está muerto. Al contrario: es algo muy interesante. Es necesario trabajar una y otra vez las cosas”. En lo único que no estoy de acuerdo es en que el repertorio esté muerto (van por ahí los hagiógrafos con esa cantinela). Para mí está muy vivo, pero esa es otra discusión muy distinta; el repertorio puede ser reaccionario en cuanto se tenga de él una visión reaccionaria. Forsythe se ha adentrado en la instalación de Artes Visuales en las últimas Bienales de Venecia para insistir en esa cala o perforación, una prospección arriesgada de las bases sobre las que trabaja y sostiene su estética. Una vez incluso prescindió del bailarín. Esto no pasó desapercibido. Era intencional. Quizás se trataba de un aviso sobre el ámbito de la virtualidad y el “metacuerpo” artístico, la idea de que el ballet puede ser solo parcialmente abstracto aun prescindiendo de una historia para ser contada, pues como todo obra de arte, es un relato de sí misma. La fotografía es de Jesús Castañar y pertenece a los archivos de EL PAÍS.

Elisabetta Terabust (Mis retratos del verano: 1)

Por: | 21 de julio de 2013

Terabust.elisabetta Ayer sábado 20 en el festival Mittelfest de Gorizia hubo un espectáculo bajo el lema “Retrato de un mito: Elisabetta Terabust”, allí en ese confín adriático tenía que haber estado presente, pero la ubicuidad del crítico, esa especie de metempsicosis pitagórica, no me está dada… todavía, aunque alguna vez me la han atribuido. Le tengo mucho cariño a esta bailarina, sus recuerdos escénicos se me agolpan, secuencias deliciosas de cuando la he visto en tantos roles diferentes; uno de sus grandes valores artísticos es su capacidad cambiante, prismática, su adaptación estilística. Me hubiera gustado estar ayer en Gorizia, para haber paseado con ella por el barrio antiguo y disfrutar de la danza de quienes la homenajeaban con toda justicia. En la gala bailaron primeros artistas del New York City Ballet, el Staatballett de Berlín, el Teatro de la Ópera de Roma, el tristemente desaparecido MaggioDanza de Florencia y algunos artistas más que se unieron en torno a esta mujer dinámica y fuerte que es con toda seguridad la última de una saga histórica de grandes figuras de la danza clásica italiana, un tipo de artista grande que hoy no se produce y que nos parece, con razón, algo de otro tiempo. Además Elisabetta ha recorrido (como si se tratara de un Via Crucis, todos los entes líricos importantes de Italia, como bailarina y como directora: Roma (1990-92); La Scala de Milán (1993 – 1997 y 2007); MaggioDanza (2000 -2002); San Carlo de Nápoles (2002-2003). Elisabetta Terabust (Varese, 1946) tuvo una carrera internacional brillante y que le permitió tocar muchos tipos de ballet, desde Millos a Roland Petit, amén de todo el repertorio romántico-académico. Ya en 1973 estaba en el London Festival Ballet de entonces. En España la vimos bailar poco, salvo por algunas visitas esporádicas a los festivales veraniegos. En mi época italiana, la perseguí, era de mis preferidas. Me acuerdo perfectamente cuando vi por primera vez “Steptext” de William Forsythe, que el coreógrafo creara prácticamente sobre ella y en aquellos tiempos, era espléndida también en “Sphinx” de Tetley con Aterballetto. También me acuerdo del estreno de “Cascanueces” en el Teatro Municipal de Piacenza (si la memoria no me falla, con Derivianko) en el mundo hipermágico creado por Luzzati y reglado por Amodio. Lo importante es que Elisabeta convertía en arte la función de bailar un ballet, sea el que sea, y doy fe de ello desde su personal Giselle a “La Sylphide”; de su Julieta a su Cenicienta. Años después, la volví a ver con Peter Schaufuss (¡hacían una pareja especial e intensa!) en una combinación feliz de “Festival de las Flores de Genzano” y “Napoli”, entonces recordé que ella, en su juventud, había estudiado con Bruhn y bailado con él. El mundo de Internet me regaló hace poco un filme en blanco y negro de Terabust bailando Cascanueces pas de deux con Bortoluzzi (una lección de buen gusto en pareja). Es la ruta de los grandes. Y me gusta siempre hablar de esa Escuela Italiana de ballet que muchos dan por perdida en el tiempo, disuelta en el eclecticismo efectista del presente, y me resisto a que eso sea así. En tal caso, Elisabetta Terabust es una muestra fehaciente de una tradición orgullosa y de un tesón más que respetable.

Categorías (y III)

Por: | 20 de julio de 2013

Otello.neumeier Entonces, si extendemos estas consideraciones hasta el presente y al terreno de la coreografía nos topamos con fenómenos complejos que también merecen un análisis. No pretendo en este blog ser taxativo ni sentencioso, sino proponer ese temario que, por ejemplo, ha puesto de relieve mi colega la crítico y analista Judith Mackrell de The Guardian en un agudo artículo que recoge declaraciones de la bailarina y directora del English National Ballet Tamara Rojo. También alerto sobre que debe ser traducido con cuidado para que no se pierda el sentido exacto tanto de las palabras de Rojo como de las atinadas conclusiones de Mackrell (con quien compartí recientemente unas fructíferas jornadas en la Bienal de la Danza de Venecia). Es verdad lo que dice Rojo: la difícil tarea de las mujeres coreógrafas y su escasa presencia. Creo que hay que, una vez más, hacer historia para entender esto en su justa medida. En el siglo XIX ninguna mujer brilló más allá de su papel como “prima ballerina”, y hubo que esperar al siglo XX para que, como en tantos otros renglones de la sociedad, la mujer luchara y ocupara su lugar. Es cierto que algunas mujeres pioneras lideraban sus propias empresas de danza, a veces en solitario como Isadora Duncan y otras en compañías como Anna Pavlova y Antonia Mercé “La Argentina”; después vino enseguida Martha Graham y muchas más. Precisamente en una Bienal de Venecia hubo hace unos años un espectáculo revelador de bailarinas y coreógrafas venidas de Irak y no podían mostrarse en público. Aisladamente, si somos rigurosos, debemos mencionar que ya desde el romanticismo algunas bailarinas hicieron coreografías para sí mismas o para sus compañeras. No era anecdótico, pero sí muy estrecho el margen de maniobra. Pero Rojo trata otro tema que casi nadie se atreve a decir: El sexismo. Y Mackrell sitúa la acción sexual del “pas de deux” en una clara perspectiva de desarrollo. A su manera, los “pas de deux” de siglo XIX también tenían cierta carga de sensualidad, pero es verdad que fue en el siglo XX cuando esto se hizo fuerte. Pensemos en Béjart y Petit en los años cincuenta y sesenta y en el “Agon” de Balanchine que oportunamente ejemplifica Mackrell. Se puede hablar incluso de sometimiento. También ese cierto hedonismo o recreación visual en lo apolíneo en el hombre, tampoco es nuevo, pero sí ha tenido momentos exultantes y hasta exagerados. Recordareis eso que se decía: “Balanchine coreografía para la mujer y Béjart para el hombre”. Incluso se sintetizaba en que para el primero la danza era la mujer y para el segundo el hombre, cuando la maravillosa conjunción de ambos es lo más significativo, su célula esencial. Hoy quizás ha pasado ya ese tipo de exhibición (que llegó a ser gratuita en aquello de lucir músculo) y en esta etapa de transición estilística vamos hacia un equilibrio donde la mujer, coreógrafa, directora o bailarina, juega un papel decisivo.

Categorías (II)

Por: | 07 de julio de 2013

ArnolD_BOCKLIN-Medusa-1878 En época reciente del ballet moderno y contemporáneo hicieron su aparición las compañías de autor. Estos conjuntos, existentes en todos los géneros de danza, alimentan su repertorio en exclusiva (o casi) de la creación continua de su coreógrafo principal. A veces en esa figura coincide la del director artístico. Algunos conjuntos de ballets son más de autor que otros. Por centrarnos primero en Alemania, y por su diversidad estilística, citemos al Ballet de la Ópera de Wuppertal y Pina Bausch (Solingen, 1940 - Wuppertal, 2009) que lo dirigió desde 1972 hasta su muerte y el de William Forsythe (Nueva York, 1949), que dirigió el Ballet de Frankfurt desde 1983 a 2004. Un ejemplo notorio y algo diferente es John Neumeier (Milwaukee, Wisconsin, 1939) al frente del Ballet de Hamburgo desde 1973, y que en este 2013 hace su 40º aniversario al frente de esa casa. Recuerdo cuando en 1990 coincidí en el Teatro Bolshoi de Moscú con Neumeier; era una ocasión muy importante: el estreno en Moscú del ballet en tres actos “Peer Gynt”, del compositor Alfred Schnittke (1934-1998), que había hecho un esfuerzo titánico después de su primer infarto para terminar la partitura que había comenzado en 1985 y culminó a finales de 1987. Fue la última vez que vi a Schnittke; Neumeier lo sacó al escenario ayudándole a andar, el Bolshoi se puso en pie y unas mujeres vestidas de negro gritaban: “¡Has resucitado!”. Inolvidable. Después de la función hablé con Neumeier y no sé muy bien cómo se tocó el tema de las jerarquías en el ballet, algo que él sí ha mantenido de acuerdo a la tradición, tal como había hecho en su periodo en Frankfurt antes de Forsythe entre 1969 y 1972. Neumeier hizo su primera coreografía entre 1965 y 1966, y tampoco le gusta hablar de ello mucho. El caso es que en los programas de mano y en los elencos de las compañías de autor progresivamente han desaparecido las categorías. Es un pretendido ejercicio de democratización (a mi parecer equivocado) de la plantilla. Eso sí, lo que siempre está encabezado por el coreógrafo-director frecuentemente en caracteres más destacados. Para esos directores, la plantilla es una masa actuante y homogénea. En el caso de Bausch sí tenía una justificación por el tratamiento coral propio de las obras, con los otros casos conocidos, sigo teniendo dudas y esos escalafones que se generaron en las casa de ópera y ballet a finales del siglo XVIII, creo mantienen su vigencia y su sentido. Son parte de la disciplina y de la pirámide social interna. Aquella noche del Bolshoi, Neumeier cedió todo el protagonismo a Schittke. Eso le honra. (continuará...)

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