El domingo 28 de este mes en el Auditórium del Parque de la Música de Roma tendrá lugar el “Tributo a Rudolf Nureyev”, una gala especial que reúne no sólo a primeras figuras del orbe, sino que se esmera en el repertorio propio del desaparecido astro ruso, esa figura carismática del ballet del siglo XX cuya estela se deja sentir todavía al cumplirse los 20 años de su muerte; la idea ha partido del promotor Daniele Cipriani y la respuesta global, masiva; hasta se verá lo que Nureyev bailó del repertorio de Martha Graham. Tras Nijinski, Nureyev es el gran mito masculino de la danza y sobre él se pueden encontrar libros, biografías y millones de artículos. La gala de Roma ha contado con el asesoramiento de Valeria Crippa, que colaboró con Nureyev largo tiempo, y su libro memorial es uno de los más interesantes de los últimos tiempos, toca aspectos inéditos. El destino singular de este divo prismático y voluble, seductor y virtuoso, empezó con esa leyenda cierta de que nació en un tren. Como con Alejando Magno, el mito se mezcla con el hecho histórico en una ligazón indisoluble (salvando las distancias, piénsese un momento en el famoso argumento de “Los árboles parlantes” repetido hasta la saciedad, trufando leyenda, mito e historia, versionado desde Asia hasta el Renacimiento europeo moderno). Hoy día, sobre Nijinski y también sobre Nureyev, se cuentan más cosas de las que sucedieron, y aunque siempre la historia, los hechos, están detrás, el halo de lo especulativo y la pátina de lo maravilloso logran imponerse. Aún hoy estamos demasiado cerca de Nureyev y de su tiempo y biografía; de hecho, éste es su tiempo. Es verdad que Nureyev “rusificó” la Ópera de París (1983-1989), y en eso los franceses debían de estarle agradecidos para toda la vida; todavía lo reconocen con la boca pequeña. En realidad, Nureyev con su égida en París organizó un enorme “regreso virtual” de Marius Petipa a Francia (que era orgullosamente marsellés); y hay quienes hicieron carreras estelares con él, bajo su mando, que con otro al frente, ni lo hubieran soñado, y cuando lo entrevisté en la Sala Favart en noviembre de 1985 el ambiente a su alrededor estaba enrarecido; pocos años después, cenando en Montpellier junto a Jean Paul Montanari (que tuvo el acierto de programarlo en el solo de Francine Lancelot sobre una suite de Bach), una frase suya al vuelo no me pasó desapercibida: “en el diccionario del ballet la palabra ‘gratitud’ está borrada”. Diciéndolo claro, resucitó la agrupación de ballet francesa, la cohesionó y le puso un altísimo listón como “ensemble” a imagen y semejanza de su compañía original: el Teatro Kirov de Leningrado que hoy ha vuelto a ser Mariinski de San Petersburgo. Impuso su repertorio, es verdad, no del todo regular y con lagunas, zonas recargadas de pasos y controvertidas estéticas donde sobraba siempre el dinero, los metros de sedas y los kilogramos de piedras de cristal. Pero si me apuran, eso es secundario. Hay obras de Nureyev muy buenas (como “Raymonda” [1974] y “La bayadera”, Nápoles 1991 y París 1992) y otras sencillamente prescindibles (como “La cenicienta”, 1985); también no se me oculta por qué dos obras originales como “Manfred” (París 1979 y 1986) y “La tempestad” (Royal Ballet 1982 y París 1984), esta última para mí la que, paradójicamente, mejor soportaría el tiempo aunque en su estreno rozó el fracaso (habría que verla hoy otra vez), han pasado a mejor vida: no son demasiado francesas. La imagen data de 1982 y es una cortesía del fotógrafo italiano Alessio Buccafusca.