
Michael Clark (Aberdeen, Escocia, 1962) iba para príncipe, pero en su camino se cruzaron David Bowie, una camiseta de Vivienne Westwood, la impronta pasional por el “swinging sixties” de Ossie Clark y la contraoferta rupturista de Stephen Petronio. Todo esto no pasó a la vez, pero fue muy rápido de todas maneras. Michael Clark empezó estudiando la “Giga” de su región con solo 4 añitos, que por esas casualidades, es junto al bolero clásico español y la czarda húngara los bailes de carácter que gozan de paternidad y variantes propias más perdurables dentro del ballet clásico de repertorio. Michael pasó a la escuela del Royal Ballet de Londres con 13 años y ya el día de su graduación, dio la nota. Había muchas esperanzas puestas en sus pies. Aquí debo detenerme. Los pies de Michael Clark son de los más genuinamente bellos y dotados que he visto para el ballet. Su arco, su ductilidad, sus empeines como montañas, su corrección postural. A ello unía las proporciones armónicas de un físico privilegiado, pero el chico no quería saber nada del arte clásico. Amaba el ballet para descomponerlo, restregárselo a sí mismo por sus posibilidades de explotación, una manera de agitar su cambiante e inestable conciencia artística. Entonces se fue al Ballet Rambert, que en principio eran más tolerantes. Después apareció desnudo en el filme “Prospero’s book” (1991) de Peter Greenaway donde su Caliban robaba toda la cinta, la hacía suya. En su caso, había sido definitivo también un curso de verano en Nueva York con John Cage y Merce Cunningham; en ese viaje conoció a Karol Armitage y a Charles Atlas: estas influencias acabaron de modelarle como un astro retro-punk. Ossie Clark tenía como ídolo a Nijinski y Michael vivió como un drama la tragedia de su muerte a puñaladas por un novio loco. La primera vez que vi a Michael Clark llevaba un kilt azul y verde; la segunda vez llevaba uno rojo, siempre a cuadros, y la tercera, llevaba puesto una “deconstrucción del kilt” que le había hecho un amigo suyo. No me siento capaz de describir la prenda. Su primera visita al festival de Valladolid en mayo de 1987 fue memorable. Aquella vez me regaló una camiseta donde estaba él mismo, siempre desnudo sentado de espaldas al mundo. En el frente se leía: “NO HAY SALIDA DE INCENDIOS EN EL INFIERNO”. Algunos escribieron enseguida que Michael Clark se parecía a Nureyev, otros que se parecía Nijinski. Cuando lo volví a encontrar en 2009 en la Bienal de la Danza de Venecia estaba coherente de nuevo, aunque las drogas habían dejado algo extraño en sus grandes ojos perpetuamente fijos. Llevaba su gran imperdible de pañal ensartado a la oreja e hizo un solo de baile con un inodoro de cartón. Allí estaban, destacando, sus pies y su intención torturada de modificar, destruir, remodelar todo lo que había aprendido. “Ya no lleva el kilt”, le dije. Y me respondió: “Lo perdí y no sé dónde... pero ahora tengo otro nuevo”. Quise terminar la entrevista con algo romántico: “¿No fair escape in hell. ¿Todavía hoy le dice algo esa frase?”. “Muchas cosas... buenas”, respondió Clark sin sonreír. La fotografía apareció en la cartelera londinense en 2012 anunciando su espectáculo en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern.
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