Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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Arthur Mitchell (Mis retratos del verano: y 13)

Por: | 19 de septiembre de 2013

Arthur.mitchell2 Arthur Mitchell (New York, 1934) en su tiempo fue una estrella negra en un ballet de blancos, el New York City Ballet, y a quien Balanchine distinguió con varios papeles a su medida (desde “Sueño de una noche de verano” -1962, donde creó Puck- a “Agon” -1967). Mitchell llegó a fundar junto a Karel Shook el Harlem Ballet en 1968, una compañía reivindicativa de bailarines de ballet negros y mestizos y donde había simbólicamente uno o dos bailarines blancos (lo que fue criticado en su tiempo y no entendido como un símbolo de integración social). Entre los años 1982 y 1984 pusieron en pie la “Giselle Creole”, que se desarrollaba en la época poscolonial (1841, el mismo año del estreno parisino de la versión original “blanca”) y donde hay esclavos, libertos, “aristócratas de piel oscura”, sureños... Giselle Lanaux (así fue bautizado el personaje) fue bailada en el registro videográfico de 1988 por Virginia Jhonson y el Albrecht (apellidado Monet-Cloutier) por Eddie J. Shellman. Frederic Franklin remontó la obra con esmero y la producción se fue a grabar tan lejos como a Dinamarca en los estudios de Arhus. Antes, el estreno de 1984 fue en el London Coliseum. Por esta ‘premiere’ Mitchell y el Harlem Ballet recibieron el primer galardón que recibía una compañía de ballet norteamericana en el Reino Unido: el Lawrence Oliver Award, el mismo premio que la estrella negra cubana del ballet Carlos Acosta recibió exactamente 20 años después en 2004. A día de hoy, la deuda del ballet con los bailarines y las bailarinas negros no está ni de lejos saldada. Un caso importante y a tener en cuenta es el de la norteamericana Raven Wilkinson (1935) miembro del Ballet Russe de Monte Carlo en su última etapa norteamericana. Wilkinson comenzó a estudiar ballet a los 9 años después de ser rechazada de varias escuelas por el color de su piel tanto en Chicago como en Nueva York hasta que Sergei Denham la admite en el aula de Vecheslov Swoboda. En 1954 Raven es una adolescente de 14 años dotadísima para el ballet y que, como todos los de su raza (con muy pocas excepciones) posee musicalidad, ritmo y un oído excepcional. Así obtiene un contrato, siendo la primera afronorteamericana que forma parte de una compañía de ballet clásico; también fue la primera negra que bailó un papel solista (el primer vals) en “Las sílfides” de Fokin. Permaneció seis años con la compañía y fue compañera de habitación en aquellas legendarias giras de Eleanor D’Antuono, que lo refiere en sus memorias. También está reseñado en el filme documental de Dayna Goldfine y Dan Geller “Ballets Russes” (2005) lo sucedido en Montgomery (Alabama) cuando la compañía llegó de gira y el KKK armó una bronca porque estaba una negra en la escena. Fue a gritos, pero la función siguió y Raven bailó. Aquello resultó traumático, y finalmente en 1967 se traslada a Ámsterdam, donde forma parte enseguida del Ballet Nacional de Holanda y donde acabó su carrera de bailarina activa. Raven Wilkinson ha contado cómo se tenía que aprender todos los papeles antes que las otras para competir por un puesto para salir a escena, y que se inspiraba “en las mayores” siguiendo su trabajo a hurtadillas y espiándolas, especialmente a una virtuosa que ocasionalmente pisaba la compañía: Alicia Alonso; la limpieza en la ejecución de Alonso fue un ejemplo para Wilkinson, que se propuso bailar académicamente con todo el rigor posible. Recientemente Benjamin Millepied (futuro director del Ballet de la Ópera de París) se preguntaba a sí mismo en una entrevista por qué no había negros en la Ópera. La única compañía académica que poco más que tímidamente ha asumido esta diversidad es el Ballet Nacional de Cuba. Antes de Acosta, es de rigor recordar a Andrés Williams y a Julio Arozarena (está en el Béjart Ballet Lausana); a Caridad Martínez y a Dagmara Brown entre otros cubanos como el muy brillante Osiel Gounod (hoy en el Real Ballet de Oslo). En Norteamérica se dio un género de danza en ballet que empieza en 1940 cuando Agnes de Mille (que nació en Harlem, NY) hace su primera creación (fue para Ballet Theatre): “Black Ritual”, siendo la primera coreógrafa blanca que hizo un ballet sólo para bailarines negros (lo bailaba el llamado “black dance group”, y hay anécdotas gloriosas: cuando faltaba una bailarina negra, Margarite de Anguerro se pintaba la cara y las manos). Pero el neoyorkino Arthur Mitchell es el héroe de cabecera, y por descontado, Katherine Dunham, una pionera en toda regla. También entre 1948 y 1950 un bailarín de piel oscura fue un héroe en Nueva York: Nicholas Magallanes (el Orphée balanchiniano). Otros bailarines negros de hace décadas son Christopher Boatwright (inolvidable en “Le sacre du printemps” de Glen Tetley); o Clive Thomson (que fuera partenaire de la gran dama negra: Judith Jamison, a quien John Neumeier creó un papel protagónico en “La leyenda de José” en la Ópera de Viena -1977). Maurice Béjart llegó a fundar su escuela Mudra Africa (1977-1985) en Dakar; y su estela hoy continúa en figuras dinámicas como Germaine Acogny. ¿Qué falso prurito o prejuicio de purismo hace que se intente dejar a estos artistas en el terreno de lo exótico? En Brasil, una reciente convocatoria del Teatro Municipal de Río de Janeiro especificaba en su convocatoria de audiciones para músicos y bailarines que reservaba un 5% para personas con deficiencias y un 20% para negros e indios. No estoy seguro de que ese concepto de cuotas sea un avance real. Es precisamente el coreógrafo negro Alvin Ailey quien aportó al ballet piezas como el legendario “Pas de Duke”, que estrenaron Jamison y Mijail Barishnikov, o “The river”, que fue bailado por Natalia Makarova y Erick Brhun, por Cinthia Gregory y por Ivan Nagy, entre otros. La sobrecogedora elocuencia de estas obras operaban el que las coreografías del artista creador negro fueran asimiladas por los intérpretes blancos. Eso es lo natural. La fotografía de Carl Van Vechten es de 1955 y procede de The Granger Collection (AGE Fotostock).

Adolfo Roval (Mis retratos del verano: 12)

Por: | 17 de septiembre de 2013

Roval.Adolfo.Coppelius Mañana miércoles 18 de septiembre Adolfo Roval cumple 84 años y encarnará de nuevo el papel del Doctor Coppelius del ballet “Coppélia” en el debut del Ballet Nacional de Cuba en los Teatros del Canal de Madrid. Lo mires por donde lo mires, será una función llena de significados, desde lo coréutico a lo emocional. Las compañías serias de ballet sostienen y miman a sus figuras memoriales, son tesoros vivos, los que son capaces de encarnar estos papeles singulares donde hay que poner en juego mucha sabiduría teatral. Recordemos cómo eran Frederick Ashton y Robert Helpmann en las hermanastras de Cenicienta. Adolfo Roval se inscribe en esa tradición, hombre de ballet de toda la vida que lleva 61 años en la compañía cubana, a la que accedió en 1952. Cuando el maestro José Parés (gloria latinoamericana del ballet también entrenador de Víctor Ullate en Bruselas) dejó el rol del Doctor Coppelius en La Habana, Roval se ocupó de mantener la chispa y el estilo en la producción cubana de este clásico, una joya llena de referencias, materiales y codificaciones de la mejor tradición franco-rusa en un arco que va de Leon Fokin a Alicia Alonso; sin un buen Doctor no hay una buena Coppélia. Y puede decirse que Roval está en la génesis misma del ballet cubano, pues comenzó sus estudios en la Escuela Alicia Alonso (allí tuvo entre otros maestros a Fernando Alonso y a Alexandra Fedorova) y durante su estancia en Nueva York recibió las enseñanzas de Frederick Franklin (otro gran Coppelius) y Leon Danielian (a quien Fokine le enseñó “Carnaval” y Massine “Gaite Parisenne”): toda una cadena. Después de hacer su carrera de bailarín solista, el vínculo de Roval se mantuvo y se hizo, si se quiere, más firme, pues en la agrupación cubana ha sido de todo, desde “maitre” a "regisseur", desde divulgador a miembro del consejo artístico. Tan importante es el Doctor Coppelius en el ballet como en el cuento original “Der Sandmann” (“El hombre de arena”), de E. T. A. Hoffmann, el más famoso de los “Cuentos nocturnos” (en realidad un relato de formato epistolar) que llegó a fascinar al mismo Freud, que escribió un ensayo. Y en ese personaje memorial se resume todo un estilo del ballet a medio camino entre el romanticismo negro literario y el tardoromanticismo balletístico francés. Pero volvamos al maestro Roval y a su Doctor Coppelius, un rol que borda desde su primera salida a escena, lleno de matices, guiños y prestaciones dramáticas singulares, pues es sobre sus hombros que gira toda la acción argumental de la pieza. Como siempre ocurre o debe ocurrir en ballet, la verdadera transmisión es oral y se hace directamente de los mayores a los más jóvenes, de ensayo en ensayo, de generación en generación. Roval recibió de Parés, y desde hace décadas ha enseñado a otros artistas a encarnar a Coppelius con esa distinción que va del goticismo tenebroso a la obnubilación de quien al final cree en sus propios íncubos e invenciones. El Doctor Coppelius debe inspirar también ternura, y eso Roval lo consigue con su experiencia y su dominio, un dominio que también son las del tenaz fundador: primero fundó con su amigo José Parés el Teatro de la Danza de Puerto Rico (que alimentó conveniente la plantilla del ballet cubano en su renovación) y luego estuvo en la gesta fundacional de la segunda compañía cubana: el Ballet de Camagüey. A esto hay que sumar su memoria prodigiosa y su generosidad sin límites a quien se acerque a preguntarle, ya sea por una coreografía olvidada o por el detalle de algún hecho histórico. Sus clases de Historia de la Danza tienen toda esa materia dentro. No hay mejor manera de celebrar un cumpleaños. Esta fotografía se publica por cortesía del archivo del Museo Nacional de La Danza de La Habana.

Iván Vasiliev (Mis retratos del verano: 11)

Por: | 14 de septiembre de 2013

Ivan.vasiliev El talento en ballet tiene sus misterios, y es seguro que no se mide por la estatura. Iván Vasiliev (Vladivostock, 1989) no tiene la planta de un bailarín noble (como Barishnikov, con quien ya se le compara), pero, a la vez, sería larguísimo enumerar sus muchas y excelentes cualidades para la danza, y sobre todo, lo que es capaz él mismo de dar en escena. En una reciente entrevista a un diario británico decía, sintetizando sobre sí mismo y su baile, que “no es sólo la técnica, cuenta mucho el espíritu sobre el escenario”. La historia de este poderoso artista empieza en los confines de su país, Rusia (de donde era también el actor Yul Brynner), y de que, con apenas 4 años, le montó a sus padres una sonora protesta para que lo llevaran a las clases de baile folclórico de su hermano mayor. Estudió primero en Dnepropetrovsk y se graduó en 2006 en el aula de Alexander Koliadenko en el conservatorio de Minsk (a iniciativa suya lo presentó en el Festival Nureyev de Kazán), en cuya Ópera llegó a bailar su primer “Don Quijote”. Calificado como un prodigio y multipremiado en Varna y Moscú, ese mismo año entró en el Ballet del Teatro Bolshoi. Cuando en enero de 2008 la compañía moscovita llevó “Espartaco” al Palacio Garnier de la Ópera de París, Ivan aparecía al final del programa de mano con una foto minúscula (y sin biografía), entre los solistas (su novia, y hoy su mujer, Natalia Osipova, recibía entonces el mismo tratamiento). El rey triunfal de esa gira a París fue el cubano Carlos Acosta. Pero, al volver a Moscú y con solo 19 años, Iván se convirtió en el más joven Espartaco de la historia del ballet ruso; su primera salida al extranjero con este rol fue al Teatro Real de Madrid, donde hizo aquella función memorable del 5 de septiembre de 2009 (y creo recordar también que hubo espectadores que se quedaron sin verle porque habían comprado las entradas para otra función, ese día debía bailar Dmitrichenko y a última hora se cambiaron los elencos). En 2010 se reconfirmó su señorío en Bolshoi como primer bailarín con un nuevo “Don Quijote” y en 2011 se fue con Osipova al Teatro Mijailovski de San Petersburgo donde los esperaba otro ballet de tema español: “Laurencia”. Iván era el Frondoso y Natalia la Laurencia del ballet inspirado por “Fuenteovejuna” de Lope de Vega: sencillamente brillantes. Fui a Londres hace poco para verle bailar, siempre con Osipova, “Llamas de París” con el Bolshoi en la nueva versión de Ratmanski. Como en Madrid, se robó la función, y no sólo por los saltos, los giros, la manera de levantar a la bailarina sin aparente esfuerzo, sino además, por su espíritu, su entrega arrobadora; como muestra, un botón glorioso: buscar el Youtube “Le jeune homme et la mort” (de Roland Petit). En directo es electrizante. Cuando se le conoce, todo el mundo dice que Iván, ya uno de los grandes de nuestra época, es un optimista nato, con la sonrisa de oreja a oreja siempre, colaborador y positivo. Ahora está como bailarín principal en el American Ballet Theatre de Nueva York, donde ha hecho memorables veladas de “Coppélia” y de “Don Quijote”, su ballet emblema por el mundo. Cuando ya había jurado no coleccionar nada más (y mucho menos zapatillas usadas de bailarines célebres) no me pude resistir y después del estreno del “Espartaco” en el Teatro Real de Madrid se las pedí a Ivan Vasiliev. Algo me decía que debía tenerlas junto a las del otro Vasiliev (Vladimir, el primer Espartaco en la coreografía de Yuri Grigorovich).

Eleonora Abbagnato (Mis retratos del verano: 10)

Por: | 11 de septiembre de 2013

Eleonora Abbagnato
La bailarina italiana más famosa de la actualidad es Eleonora Abbagnato (Palermo, 1978), que ha hecho una sólida carrera en la Ópera de París, donde ha sido este 29 de marzo pasado nominada “danseuse étoile”, la máxima categoría a que pueda aspirar un artista en ese conjunto. Su carrera es claramente una muestra de tesón y de constancia. En todo el siglo XX (y lo que va del XXI), es la primera vez que una bailarina italiana obtiene estos laureles en el Palacio Garnier. Haciendo justicia, hubo un hombre italiano, Serge Peretti (Venecia, 1910 – París 1997) que también obtuvo esta categoría en el siglo XX cuando contaba 20 años y que se formó en la escuela de la Ópera misma. La lista de las italianas legendarias en la Ópera de París es tan larga como compleja y arranca con Maria Taglioni (que nació en Suecia pero fue entrenada en los rigores de la escuela italiana por su padre). Se decía en el apogeo del romanticismo: “Milán las entrena y París las disfruta”. Era verdad. Y ahí están en ese elenco memorial Carlotta Grissi (la primera Giselle), Sofia Fuoco (que triunfó también en Madrid), Fanny Cerrito, Carolina Rosatti, Guglielmina Salvioni, Angelina Fioretti, Giuseppina Bozzacchi que murió a los 17 años el mismo día de su cumpleaños y tras ser la primera Swanilda en “Coppélia”), Claudina Cucchi, Caterina Beretta, Carlotta Zambelli, Emma Sandrini (que debutó siendo niña en Barcelona), Amina Boschetti (a la Baudelaire le escribió un poema)… Eleonora Abbagnato comenzó a estudiar ballet con Marisa Benassai en su ciudad natal. Benassai (que dejó el cuerpo de baile del Teatro Massimo de Palermo y escogió la didáctica por la cerrazón de su familia a que hiciera carrera como bailarina) me contaba hace poco su ideario ético como maestra: no retener el talento (cosa tan habitual en las escuelas privadas), sino hacerlo volar y desarrollarse. Es así que llevó a Eleonora con 12 años a Montecarlo con Marika Bessobrasova y después se la mostró a Roland Petit, que se quedó tan encantado, que le preparó el rol de Bella Durmiente niña de su versión de este clásico. Y de ahí a la escuela de la Ópera de París, donde poco a poco, sin cejar un día feriado, ha llegado donde ha llegado. La nominación, cosas del destino, le llegó después de hacer la “Carmen” de Petit precisamente. En la temporada que viene, la Abbagnato volverá a ser “Carmen” en la ópera palermitana, pero en la versión de Amedeo Amodio. Lo supe de su propia voz en el Teatro de Verdura de Palermo la semana pasada, donde casi 2000 personas la aplaudieron orgullosamente en pie y a coro en la última gala del verano. Hace un tiempo, Eleonora pidió un año sabático en París y volvió a Italia, para encargarse como responsable durante una temporada de la programación y la dirección de la danza en el Teatro Petruzzelli de Bari. Escarmentada y con nuevos bríos, regresó a su puesto y a su carrera. Entonces dijo: “No dejaría París por nada, me lo ha dado todo”. Antes, en el remoto siglo XIX, Fioretti y Bozzacchi también se habían formado en la escuela parisiense. La fotografía que escojo para ilustrar este artículo es cortesía y parte de un vídeo de Vasco Rossi.

Ana Laguna (Mis retratos del verano: 9)

Por: | 01 de septiembre de 2013

Ana laguna.carmen
Todavía recuerdo con claridad la primera vez que vi bailar a Ana Laguna (Zaragoza, 1954) y también la última, recientemente en Madrid junto a Mijail Barishnikov (en el Matadero una nube de funcionarios y representantes me impidieron pasar a saludarles tras la función). Entre ambas funciones hay 30 años pero la impresión que me ha dejado es igual de poderosa y de profunda. Ana es una bailarina especialmente importante en mi percepción del ballet contemporáneo. La primera vez que me senté en una butaca para la “Giselle” que creara Mats Ek para ella, confieso que iba desconfiado y hasta reticente, pero a los pocos minutos de su entrada en escena, esa sensación desapareció para dar paso al asombro y la entrega, a la inmersión total en lo que era capaz de decir y transmitir con su trabajo, su arte. Luego vi su “Lago de los cisnes” y antes había visto “Bernarda”, obras potentes que justifican la aventura de versionar clásicos del propio ballet o del teatro. Laguna ha sido la musa de Ek, y esto no es un tópico. Ese encuentro providencial entre ambos es parte de la historia del ballet de nuestro tiempo, de su zona más sensible, productiva y humana, y esa es la que más me interesa. Después he encontrado a Ana Laguna en muchos sitios (Lyón, Milán, Madrid), siempre bailando o montando ballets y siempre con un entusiasmo por lo que hace que desborda cualquier descripción. Una vez en Zaragoza hablamos largo sobre la didáctica del ballet y el futuro, y de esa charla también aprendí. Tiene las ideas muy claras y esa claridad en ese campo es la misma que transmitía sobre el escenario. Estoy hablando de verdad, la verdad esencial que debe aportar cualquier escena de danza. En 1992 el Cullberg estrenó “Carmen” y la obra vino después a los fastos de la Exposición Universal de Sevilla de ese mismo año. Entonces escribí: “Laguna está brillante. De cada mil bailarinas, una es así de verdadera. Lo de su potencia, aún intacta, es un milagro”; recuerdo que el vestuario no me gustó nada, pero era secundario. Esa Carmen le valió un premio Emmy en 1995. Ana había llegado a Estocolmo en 1974 vía París, y en 1980 probó suerte en La Haya, pero estuvo solamente una temporada en las filas del Nederlands Dans Theater regresando a Suecia en 1981 y por fin en 1993 ella deja la que era su compañía matriz, el Cullberg, donde en sus inicios allá por 1977 había hecho también un importante ballet montado por el propio Béjart: “Sonate à Trois” (Bartok). Ahora he sabido que Ana Laguna en breve estará de nuevo en la Ópera de París montando “Miss Julie” (“Fröken Julie”), el ballet creación de su suegra, Birgit Cullberg en 1950 y que estrenara Elsa Maria von Rosen (con los diseños escenográficos del también crítico Allan Fridericia). Ana Laguna bailó en 1981 este papel con Rudolf Nureyev, que siempre se mostraba agradecido al recordar la ayuda de Ana como colega y partenaire; tuvieron poco tiempo para preparar aquella función y eso es también historia. Es una feliz noticia que este ballet reviva, y creo que no hay nadie mejor para montarlo. Esta fotografía promocional de Lesley Leslie-Spinks acompañó la crítica del estreno de “Carmen” por el Cullberg Ballet en la Dansens Hus de Estocolmo.

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