Por Pies

Sobre el blog

Un espacio para la reflexión y la crítica de la danza y el ballet. Su historia y avatar en el mundo global, los cambios estéticos y los nombres propios en una escena universal y dinámica. Ballet clásico, moderno y contemporáneo; danza actual y teatro-danza; ballet flamenco y danza española; festivales, teatros y compañías, diseños, música y tendencias; los grandes coreógrafos junto al talento emergente. La DANZA es una y así debe glosarse y ser estudiada desde todos sus ángulos, como verdadera materia de cultura.

Sobre el autor

Roger Salas

es el crítico de danza y ballet del periódico EL PAÍS desde hace 28 años, con una breve pausa cuando participó en la aventura de la revista "EL GLOBO"; nació en Holguín (Cuba) en 1950, estudió piano y presume de autodidacta. Emigró a Europa en 1982 y ha publicado dos libros de cuentos, una novela y varios ensayos sobre ballet, ciencia coréutica y danza española. Roger cree, como dijera Maya Plisetskaia un día, que "la danza salvará al mundo".

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Cumpleaños de Loïe Fuller (II)

Por: | 26 de enero de 2014

Fuller2.esculturaLos primeros nombres artísticos de Loïe Fuller fueron “Mary Louise” y luego “Louise” a secas, y así es como visita los escenarios del burlesque en Nueva York y otras ciudades del medio-oeste norteamericano entre 1881 y 1889; son días de mucha actividad y carretera: trabajó en “Davy Crokett (1882) y en “Buffalo Bill’s Pledge (1883), pues esos argumentos legendarios de la gesta del oeste profundo gustaban al ruidoso público de los teatritos de variedades. Pero Fuller dio un salto cualitativo al ser contratada a tiempo completo en la Bijou Opera House Teather Company de Nueva York (germen de los modernos teatros de Broadway, fue demolido en 1915, aunque el nombre pervivió en otra fábrica teatral) participando en espectáculos paródicos y con tono de farsa ligera. Allí la ve en la primavera de 1887 el Coronel William B. Hayes (encuentro decisivo en su vida futura) haciendo el papel del chico díscolo Jack de la obra “Little Jack Shepherd” y ya en el otoño del mismo año estaba protagonizando “The arabian nights” en el Standard Theatre donde un telón vaporizado era iluminado por haces multicolores. Y con aquel experimento llegó el amor: el coronel Hayes en 1889 le propone matrimonio a Fuller, casándose con cierto secretismo y partiendo en agosto a Londres para producir “Caprice”, obra con la que visita la exposición universal de París, coincidiendo allí con otro hallazgo: el primer tutú con joyas eléctricas según el sistema Trouvé (lo usaron ballerinas de la Ópera en “La farandole”). Esto junto a su visita a al Palacio de la Electricidad y la iluminada fuente del Campo de Marte con cientos de chorros de agua multicolores terminaron por clarificar sus ideas a nuestra artista, que regresó a Londres en 1890 con muchos bocetos mentales. Para ganarse la vida, fichó por la compañía telonera (segunda) del Gaiety Theatre (famoso por sus Gaiety Girl y la “skirt dance”, donde Sommer sitúa la raíz seminal del estilo Fuller y sus solos coreográficos. Un año después, ya de regreso en Norteamérica, lo primero que hace Loïe Fuller es hacer su propia versión de la “skirt dance” dentro de una revista titulada “Quack MD”, comedia en cuyo argumento encarnada a una joven hipnotizada y que danzaba bajo los efectos de una especie de narcolepsia, un baile girovago que probablemente tenía también influencia teosófica, especialmente de Gurdjieff (que afirmaba haber visitado Constantinopla en su temprana juventud para investigar a los derviches, según cita y relata Peter Washington en “El mandril de Madame Blavatsky”) y de Oupenski; aunque Fuller lo hizo cronológicamente antes, luego se encontraron. Toda la mecánica y los velos fueron fabricados expresamente para Fuller, y el éxito facilitó sus primeros experimentos con espejos, llegando a la “Serpentine Dance” (1891) donde los giros múltiples son la base del material coréutico dentro de la comedia “Uncle Celestine”, pero hubo problemas de varios tipos, entre otros, el proceso de bigamia a su marido, un accidente con fuego y los litigios por las imitaciones en otros teatros de la ciudad de Nueva York, lo que llegó a la prensa en los tira y afloja por el “copyright”. Decepcionada, Loïe  acompañada por su madre vuelve a la vieja Europa, donde era admirada, primero a una desastrosa gira por Alemania y luego a París y a una meta: el Folies-Bergère donde la espera un nuevo escenario lleno de bujías eléctricas. El art-nouveau la bendice con su “Papillon” y una nueva versión de “Serpentine”. Los simbolistas la apadrinan como su representante dinámica y comienzan a llamarla “El hada luminosa”. Los poetas y críticos se empeñan en describir su arte, y así los textos de Jean Lorrain, Georges Rodenbach y Roger Marx preceden a las impactantes “Consideraciones sobre el arte de Loïe Fuller” de Mallarmé (1893). Fama y gloria. Llueven las litografías y los carteles de Henri de Toulouse-Lautrec y otros gráficos, así como una abundante parafernalia de perfumes, jabones, pañuelos de seda,  gorritos, capas, pequeñas esculturas en las lámparas y hasta juguetes mecánicos. Es en esta época cuando la prensa francesa corona la i de su nombre con la diéresis. En la imagen una escultura de mesa de Theodore Louise-Auguste Riviere.

El cumpleaños de Loïe Fuller (I)

Por: | 22 de enero de 2014

Loie.Fuller Hoy 22 de enero es el verdadero cumpleaños de la actriz, bailarina y coreógrafa Loïe Fuller (y no el 15 de enero, como se aseguraba en algunos libros, diccionarios y enciclopedias). Nació tal día como hoy de 1862 en Fullersburg (hoy ese sitio algo inhóspito que cambió de nombre varias veces se llama Hinsdale y forma parte de Chicago y de ahí el apellido), Illinois, en una taberna de mala muerte durante una ola de frío polar que invadió Norteamérica ese año. Su padre trabajaba allí, era un buen violinista venido a menos y también bailarín ocasional, de origen latino (se llamaba Rubén, se dice podía ser cubano o mexicano) y su madre Delilah había estudiado canto y hecho modestos pinitos en la ópera antes de casarse. La niña Mary Louise, que pasó una infancia nómada, mostró aptitudes enseguida y a los 12 años ya estaba actuando en la entonces cercana Chicago. La chica autodidacta cambió de nombre artístico varias veces, leía música y tenía una memoria prodigiosa, se especializó en recitales y lecturas dramatizadas de textos de Shakespeare; esto le dio para vivir más de dos años hasta que la reclutan en la compañía itinerante de Felix A. Vicent para trabajar en “Alladin”, un espectáculo de cuadros de pantomima y magia donde ya había escenas de transformación tras telones de gasa y efectos de luz a base de bujías de calcio. Vicent se había mandado a fabricar unas “linternas mágicas” (que patentó infructuosamente y verdaderas precursoras de los actuales proyectores de diapositivas) y estas experiencias fueron decisivas en la asunción de su propia estética en el futuro. Loïe Fuller publicó libros propios, donde todo esto no está contado con exactitud. El primero fue editado en 1908 en París bajo el título “Quince años de mi vida” con un prefacio de Anatole France (en Francia fascinó a todos enseguida, desde Rodin a Mallarmé) y que en 1913 se editó en Chicago con algunos cambios e imágenes nuevas. Es cierta la frase suya: “Cuando una se está muriendo de hambre, a veces se olvida de ser estrictamente veraz”. En su vida hay tantas anécdotas, polémicas, malentendidos, aventuras y versiones contradictorias de los mismos hechos, que las biografías no siempre coinciden pero hay al menos cuatro o cinco textos imprescindibles, como los de Rally R. Sommer o el de M. E. Current de 1998. Margaret Haile Harris en su libro destaca la convivencia del mito, la mujer y la artista y surge la inevitable comparación con Isadora Duncan. La verdad es que el podio fundacional de la danza moderna tal como la entendemos hoy debía ser compartido en paridad por estas dos mujeres. Fuller llevó a una debutante Duncan en su compañía (sobre esto profundizaré en otra entrega sucesiva) y la enseñó a amar Grecia, las tanagras y al arte antiguo. Volviendo al asunto de las patentes, ya en 1894, exactamente el 17 de abril de ese año, la Fuller (siguiendo a Vicent) registró y patentó su baile y sus artilugios mediante detallados diagramas bajo el epígrafe “Garment for dancers” donde especificaba el largo de los velos, la forma y material de las largas varas con que prolongaba sus brazos y hasta dibujos planimétricos de las coreografías, casi una propia y primitiva coreología. Aunque son los estudiosos alemanes quienes han ido más lejos en estos análisis detallados sobre Loïe Fuller, acaso porque fue allí donde tuvo enseguida una legión de imitadoras (esto también pasó en Francia y en el Reino Unido). En su momento llegaremos a las giras y visitas de Loïe Fuller a España, pues ella y sus chicas pasearon su arte por Madrid, Murcia, Valencia, Barcelona y otras ciudades. Hasta un primitivo cineasta español la filmó a la manivela, ¡un día que se calzó zapatillas de punta!

¿Se baila hoy mejor que antes? (I)

Por: | 18 de enero de 2014

Las-bailarinas-alicia-alonso-y-maya-plisetskaya Este debate siempre ha estado vivo. Vemos unas fotografías de apenas dos o tres décadas atrás, y algo, un agudo contraste, nos salta a la vista. ¿Tanto ha cambiado el ballet? No nos engañemos. Hoy no se baila mejor que antes, con toda seguridad esto es así y resulta simplista tal afirmación (que frecuentemente incluso oigo a entrenadores y maestros). Hoy se baila diferente, naturalmente diferente. Ese es el signo de los tiempos. Igual que la morfología de los artistas ha evolucionado en los últimos 50 años, la técnica del ballet ha sido desarrollada hacia unas exigencias plásticas extremas, que puede decirse, están en línea dialéctica con sus presupuestos originales, pero que tienen en la herramienta de la estética, el control para que no sea desvirtuada. Ahí está el peligro y la alerta. El exhibicionismo gratuito de ciertas pericias o dotes corporales poco tiene que ver con el arte; esas condicionantes sólo pueden ser un vehículo instrumental para plasmar un contenido artístico, armónico y transmitido a través de una excelencia, que a los ojos contemporáneos, también ha cambiado. No siempre pasa que cuando vemos fotos de antiguas bailarinas nos choquen. El ejemplo más claro es el de Anna Pavlova; como pasa igual con dos figuras cimeras del siglo XX, aún vivas y opinando, que son Alicia Alonso (La Habana, 1920) y Maya Plisetskaia (Moscú, 1925). Hace años, en una fructífera conversación con el crítico Clive Barnes, se me quedó esta frase: “Los que tenemos más de 60 años hemos visto todos los estadios del cambio en el ballet, del gran cambio, y eso se ha verificado sobre todo a través de las bailarinas”. Agregaría que se trata de un cambio trágico, y que es baladí rasgarse las vestiduras. Lo que sí es una verdad marmórea es que precisamente el caballo de batalla de bailarinas como Alonso y Plisetskaia siempre ha sido que la pervivencia del ballet solamente la garantizará el respeto por los estilos. Se lo he oído decir a ambas en múltiples ocasiones. La asociación esencial no siempre respetada de técnica depurada y estilo, a la vez, pone en el tablero dos dramas contemporáneos: hoy se baila todo prácticamente igual y los artistas con más frecuencia de la deseada cambian lo que les parece de las coreografías patrimoniales o canónicas (volveré en entregas sucesivas y en detalle sobre estos aspectos). Acomodarse es trampa. Pero trampa no solamente para el ojo experto sino para el arte del ballet. La tutoría sobre la estética académica se debate hoy por las exigencias de un mercado que pide un brillo sorpresa y más extremo (así tantas costosas producciones de ballet hoy parecen musicales). Igual que la etapa de los muy mediáticos directores escénicos cambió y marcó a la ópera del siglo XX y el XXI en curso, en el ballet la preeminencia de la calistenia que roza el circo y borra las líneas, ha logrado imponerse y crear una espuria competencia que solamente conduce a olvidar el arte. La fotografía que ilustra esta primera entrega es del fotógrafo Osvaldo Salas y fue tomada en marzo de 1963. Alicia Alonso y Maya Plisetskaia al final de una gala conjunta en el Teatro Chaplin (antes “Blanquita” y hoy “Karl Marx” en La Habana); la cubana hizo “Coppélia” y la rusa “El lago de los cisnes”.

El País

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