
Tras una cantidad de acontecimientos privados y públicos, artísticos y circunstanciales, Loïe Fuller llegó al año 1900 muy reconocida y su influencia se desplegó sobre personalidades renovadoras de la escena como Adolphe-François Appia y Gordon Craig. Como explica muy bien Sommer, de varias maneras se la aceptó en su tiempo e inmediatamente después como una de las fundadoras seminales de la danza moderna. Es precisamente en 1900 que el arquitecto emblemático del Art Nouveau Marcel Sauvage diseña para la Exposición Universal de París el legendario y efímero “Le Théâtre de Loïe-Fuller”, donde nuestra artista presentó a la bailarina y actriz japonesa Kawakami Sadayakko (conocida como Sada Yakko) ante un “público embelesado” entre las que estaban Ruth St Denis e Isadora Duncan. Ya en 1901 Fuller y Duncan se conocen e Isadora es reclutada para el “Ballet de Lumière”, con una gira que las lleva a citarse en Berlín para continuar a Viena y Budapest con todo el grupo; esta etapa influyó decisivamente en la estética y la personalidad de Duncan, que abandona el empeño antes de un año y provoca un enfado monumental de la Fuller, que la acusa de usar sus descubrimientos y sus contactos en el ámbito teatral europeo. Pero la vida la compensa de otra manera: ese mismo 1902 Fuller conoce a la princesa Maria de Rumanía, que se convirtió en su inseparable hasta 1913. En 1903 vuelve triunfante a Norteamérica cargada con sus esculturas de Rodin (sueña ya con hacer un museo en San Francisco), pero no es comprendida, y con las alas rotas otra vez, regresa a Europa. En esta época está presente su relación con los Curie, pero ellos no quisieron facilitarle el radium que ella pidió para unos experimentos amateurs, y la artista se lanza a crear su propia “luz fría” para insertar en sus ropajes. Y es por esto que hay hasta caricaturas de Loïe con una retorta en la mano: fue tan lejos como pudo, y probó con las sales de estroncio (le interesaba la fosforescencia). En 1904 estrena “Radium Dances” donde las telas de las vestiduras estaban impregnadas de reflejos luminiscentes. Había llegado la hora de escribir su vida, y en 1907 edita su autobiografía, metiéndose de lleno en una gran producción a caballo entre el simbolismo y el modernismo: “La Tragedia de Salomé”, para la que Florent Schmitt (un discípulo de Fauré que amaba lo exótico, y que también compuso una “Salammbô”) creó una partitura. Los hechos sucesivos dan otro giro a su vida: la muerte de su madre, la fundación de la escuela, la aspiración de una compañía numerosa. Hizo en 1909 una gira de conjunto por Nueva York, Boston, Filadelfia y Washington, pero enseguida vuelve hasta la Costa Azul francesa para una gira estival. Y ya que había explorado las danzas de luz, en 1911 comienza su serie de danzas se sombra, bailes que hacía acompañar de una selección musical que iba de Berlioz a Purcell y de Grieg a Wagner y Beethoven. Después, entran en liza los nuevos compositores: Debussy, Scriabin, Stravinski, Milhaud y Armande de Polignac (otra discípula de Faurè que compuso varios ballets de temas exóticos como “La fuente lejana” con aires persas y “La búsqueda de la verdad” con ideas chinas), que es quien la acerca tangencialmente a Marcel Proust. Estalla la guerra y Fuller sigue adelante con conciertos de repertorio a los dos lados del Atlántico. Y en ese período crea el sombrío “Sueño de una noche de verano”, largo poema escénico con sus pupilas donde se vislumbra hasta la embrionaria y aún no nominada corriente expresionista. La ilustración es una de las veces que la pintó al pastel Henri de Toulouse-Lautrec.
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