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Adiós

Por: | 03 de julio de 2014

Promo_og_blogsLa dirección de El País ha decidido menguar, adelgazar, achicar... la zona de blogs que el digital tiene y carga. Es un joroba o una pesadumbre. Pesa y apesadumbra, cierto. De doscientos y picos blogs, quedarán unos pocos: los colectivos y los pertenecientes a grandes firmas. Eso me han dicho. Sin duda, mi signatura es de andar por casa.

Es decir, que este Presente continuo desaparecerá (como tantos otros blogs). Por supuesto, ustedes no me van a echar de menos o no me van a perder de vista: tanto los que me aprecian como quienes me detestan. Mi blog justoserna.com continúa en Internet y mi muro de Facebook prosigue.

Resulta todo rarísimo. Plataformas de mayor envergadura (como el New York Times) tienen menos blogs, cierto, pero lo que no dicen por aquí es por qué se abrieron tantas bitácoras y por qué ahora se cierran. Había que modernizar un diario elefantiásico.

La dirección, Antonio Caño, en un gesto de avispada decisión mercantil ha decidido clasurar la mayoría. Yo creo que es para que no confundan la opinión de los bloggers con el severo juicio de este diario. La dirección, en un rapto de sabiduría electrónica, ha elegido cerrar. Lo que cierra no consume. ¿Para que abrir más espacios de opinión si puedes taponar agujeros? Pues bien, nos vamos (me voy) con la música a otra parte.

Igual..., me quieren en otro periódico.

Los posts quedarán aquí, en Presente continuo (eso me han dicho). Lo nuevo que ustedes quieran leer deberán seguirlo en mi blog y en FB (aparte de Twitter). Qué rara la circunstancia de El País: lo mismo la dirección piensa que con medidas como ésta pueden elevar unos centímetros el valor del periódico. Bien pensado, no levantan nada.

El estado de la prensa está por los suelos. Mientras tanto, los demás seguimos levitando.

Juan José Millás en conserva

Por: | 29 de junio de 2014

Lata-sardinasUno. Juan José Millás acierta de vez en cuando. Tiene imágenes poderosas, como epifanías de andar por casa. Se agradece que no tenga grandes revelaciones. Sería un pelma de cuidado, un redentor. Fíjense: hay políticos cercanos que nos anuncian el Apocalipsis y encima nos ponen cara de sacrificio.

Millás, por el contrario, es un humilde prosista que sabe pulir las palabras poniendo habitualmente cara de pena, un escritor que sabe pedir perdón léxico y ético, que sabe contar una historia: eso sí,  si la tiene bien amarrada. Lo que pasa es que en ocasiones se crece y aparece un Millás tonante. Y algo tronado.

Dos. “Siempre me he preguntado cómo pasa el tiempo dentro de una lata de sardinas”, decía Juan José Millás hace años. Se lo planteaba en un artículo titulado precisamente “Enlatarse o morir”, una pieza que después pudimos leer en Cuerpo y prótesis, un volumen de su obra efímera.

 “Desde luego, [el tiempo pasa] más despacio que afuera, pues algunas [latas] no caducan hasta el año 2003 o 2004. Una barbaridad”, admitía viendo esas fechas como un destino aún inalcanzable.

 “Sin embargo, en el momento mismo de abrirlas entra el tiempo en ellas y a los dos días te asomas a su contenido y da asco, aunque la hubieras guardado en la nevera. Una lata de sardinas cerrada es un tesoro temporal”.

Tres. Exactamente como la literatura, insistía Millás. “Los libros tienen algo de lata de sardinas (…). Lo malo es que cuando uno sale de la lata o del libro entra en el tiempo y en dos días se queda peor que un berberecho a la intemperie. Así que usted verá, o se enlata o lee sin parar. Yo le aconsejo lo segundo. Proporciona los mismos efectos rejuvenecedores y no da claustrofobia”.

 No es mala la tosca pero pertinente metáfora de la lata. Sardina y literatura son dos ámbitos hermanados por la conserva y la tradición. Un berberecho a la intemperie padece, padece una descomposición rápida. Y mira que me gustan los berberechos y las sardinas. Un libro enlatado es como un molusco muerto o como el pescaíto congelado: se mantiene, pero no se disfruta.

 Llevo años leyendo a Juan José Millás sin disfrutar de su última literatura, la que saca de la conserva. Antes, sí. Sus novelas me decepcionan irremisiblemente. La última que leí –‘Lo que sé de los hombrecillos’-- me provocó dos o tres carcajadas. Millás se relame con las palabras y se sabe listo del copón, un psicoanalista listillo. Pero hace falta algo más para hacer buena literatura.

 En los ochenta cuidaba sus novelas hasta la filigrana. Pero su éxito como columnista, ya en los noventa, ha acabado por arruinar su carrera literaria. El campo cultural e industrial exige publicar novelas de cuando en cuando para mantener el estatus de tal cosa: de novelista. Si no eres novelista no formas parte del campo literario, por decirlo con Pierre Bourdieu. Por eso, el columnista Millás publica de cuando en cuando obras de ficción que le dan relumbre con premios más o menos reconocidos. Pero estas novelas, que arrancan bien, se precipitan hacia mitad. Se precipitan a un vacío: ¿existencial? No, a una vacuidad u oquedad, propias de quien tiene prisa y tiene muchas cosas que hacer o que escribir, muchos encargos.  

 Sus artículos breves, sus columnas, suelen ser ocurrentes, esas columnas con fantasía kafkiana que son aún filigrana. Sin embargo, los artículos políticos me provocan bostezos descomunales: desde que declaró su amor a José Luis Rodríguez Zapatero no hay manera de que haga algo a derechas. Los ‘articuentos’ resultaban ingeniosos y aún lo son de cuando en cuando. Luego, Millás quedó muy decepcionado por el mandamás socialista (no sé por qué se entusiasmó tanto y tanto).

 ¿Cual fue el resultado? Una especie de rencor en conserva, una especie de malestar con genio y mal genio. En El País Semanal publica habitualmente una sección de glosa fotográfica: forma parte de sus tradiciones literarias. Ataca con chispa las fotografías que comenta, pero siempre acaba por estropearse por culpa de su ideologismo de salón, por culpa de sus conjeturas hostiles.

 Como un molusco resentido o como una sardina hedionda. Sé lo que se siente: a mí me pasa algo parecido, pues a veces me veo molusco o sardina en sazón.  Hay días en que, tras leer las noticias y el artículo de Millás, desearía volver a meterme en la lata, a ver si no me pudro o a ver si me conservo como lector. En cuanto salgo a la intemperie me descompongo: como las últimas novelas de Millás. Su éxito como articulista lo ha condenado como novelista.

Juan Cotino

Por: | 27 de junio de 2014

Uno. (4 de octubre de 2013). Juan Cotino. Juan Cotino es un señor de Valencia, nacido en Xirivella. Hasta hace nada, era JuanCotinoJordiEvolepoco conocido: pasó de concejal de la ciudad a director general de la Policía de España, que es una carrera política previsible. Lo normal, vaya. Pero poco más: que si una consejería por aquí, que si otra consejería por allí. Nada serio, agricultura, medio ambiente, cosas así: como muy del terreno.

Hasta qué no llegó a la Presidencia de Les Corts Valencianes no adquirió cierta notoriedad. Fue entonces cuando se hizo martillo de herejes y de camisetas, censor de Mònica Oltra, que siempre aparecía en sede parlamentaria con letreros de mucha peligrosidad. Según dicen, la insultó gravemente a propósito de su progenitor. Usted no conoce ni a su padre, vino a decirle. O eso cuentan los testigos.

Pero a Cotino la fama le llegó un día y desde entonces forma parte de la jet set local: algunos se ponen gafas ahumadas y otros se dejan barba. Él se deja barba. Cotino es conocido ahora gracias a la televisión, concretamente gracias a ‘Salvados’, de La Sexta. Es lo que hay. Tuvo sus quince minutos de gloria ante Jordi Évole, incluso sin decir ni pío alcanzando una gran celebridad. “El mudo de Valencia, el mudo de Valencia”, decían los retoños a sus madres cuando lo divisaban. Los muchachos huían despavoridos. No sé por qué, la verdad: tampoco es el hombre del saco ni un ogro.

Es feote, eso sí; está grueso y tiene cara o boca de rape. Pero es un santo varón, un hombre piadoso, de mucha religiosidad. Pertenece al Opus Dei, del que es agregado, cosa que seguramente no se le perdona: los envidiosos reconocen que ya tiene ganado el cielo, lugar de gentes honradas. Lo tiene ganado a pesar de sus pecadillos (que los tienes, bellaco) y a pesar de esa boca de rape de gruesos labios, nada sensuales.

Desde entonces, desde que apareciera en ‘Salvados’, lo persigue “la izquierda marxista”, ha declarado el propio Cotino. Por los clavos de Cristo, parece que volvemos a la saña del anticlericalismo, cuando los rojos se comían crudos a los capellanes. Esta comprobado: sales en la pequeña pantalla o no tan pequeña que algunos ya tienen aparatos de muchas pulgadas, sales en la pequeña pantalla –ya digo– y las hordas te amedrentan y te hostigan. ¿De qué le acusan? De beneficiar a las empresas familiares, de tener conexiones con la trama Gürtel. Él lo niega con vehemencia y hemos de creerle. Amén.

Pero no todo el mundo es tan crédulo como yo. Quizá por eso, el sr. Cotino se ha dejado barba: a ver sí ya no se le reconoce por la calle. Pero, claro, ya ha aparecido por televisión con su nuevo look otoño-invierno y los rojos han renovado las fichas de identificación del enemigo. Alguien debería aconsejarle que se pusiera una máscara para hacer declaraciones o para presidir les Corts Valencianes. Podría ser de demonio o de San Sebastián, de Sant Vicent o de Rosita Amores: como ninguno de ellos tiene nada que ver con él ni por admiración ni por devoción, pasaría inadvertido.

Habla pésimamente el valenciano, con un acento ‘apitxat’ que duele, que duele a los oídos. No hace nada por mejorar su dicción y el uso que hace del idioma forma parte de la campaña institucional: “Destrossem la nostra llengua”. De su vida privada poco se puede decir. Es tan anodina su figura, tan escaso su relumbre, que los espías rojos dejaron de seguirle.

Toma cortados en el bar de las Cortes (que son más baratos), come paellas (algo aceitosas) en el Palmar, reza con unción y veranea, dicen, en el Perellonet o en Cullera o en Sollana o en Gandía o en la casa familiar de Xirivella: con su hermano, el otro Cotino, el que respondía telefónicamente a Jordi Évole.

El hermanito tiene una voz profunda, varonil, que denota mucha personalidad. Podría tener un futuro. Ya verán: lo veremos en La Voz. Por su parte, los malos dicen que Juan Cotino visitará pronto el plató de ‘Encarcelados’, de La Sexta

(La fotografía es de la agencia EFE).

 

Dos. (30 de abril de 2013). Juan Cotino. Ya todos lo saben. El pasado domingo [29 de abril de 2013] pudimos ver un programa dedicado al accidente del Metro ocurrido en Valencia en 2006. Los responsables de la emisión fueron Jordi Évole y su equipo (ayudados localmente por Barret Films y los jóvenes empleados de la productora). Hicieron historia. Hicieron historia en el doble sentido de la expresión: por una parte, el programa tuvo máxima audiencia; por otra, Évole investigó, entrevistó, haciendo crónica. El resultado fue un producto periodístico de excelente factura y gran efecto.

Desde la emisión, muchos nos hemos preguntado qué no habíamos hecho hasta ahora por las víctimas y sus familiares. Tal vez, la cuestión ha servido para sacarnos de la modorra. El próximo 3 de mayo, en la plaza de la Virgen de Valencia, hay convocado un acto de concentración por las víctimas. Como todos los días 3 de cada mes. A las 19.00. Allí estaremos, irritados. Irritados con los responsables políticos de aquel accidente e irritados con nuestra actitud.

A Jordi Évole se le ha cotejado con Michael Moore. La comparación suele ser malévola, no porque el periodista catalán carezca de habilidades, sino porque obraría como el cineasta norteamericano. Con tretas, con exageraciones, realizaría reportajes sesgados en los que los villanos caen en la trampa. Tal vez, muchos de ustedes recuerden el encuentro de Moore y Charlton Heston a propósito de las armas de fuego: para ridiculizar la postura de la Asociación Nacional del Rifle, el entrevistador sacaba lo peor de un Heston senil e instintivamente agresivo.

Pues no. Yo no creo que Évole y Moore sean comparables. El periodista español, valiéndose de su olfato e ironía, entrevista afablemente. Tiene recursos: es listo, es bajito, parece poca cosa, un humilde profesional. Sus preguntas no son tramposas, sino directas, corteses y envolventes: hace caer en contradicción a quien no dice o incluso miente. El montaje de sus programas suele tener algún exceso enfático, sí. Pero su habilidad para relatar lo que quiere contar es muy grande. Sus historias son sencillas, pues tratan de la condición humana, del embuste, de la arrogancia, del coraje, del valor. Contar una historia es muy difícil: has de poner a cada uno en su sitio, en su papel, sin convertirlo en marioneta.

JustoSernaLafarsavalencianaJordi Évole intentó entrevistar a Juan Cotino para el programa del Metro. El político opuso resistencia ante las preguntas insistentes del periodista. Permaneció mudo, aparentemente impasible. Su sonrisa, primero beatífica, al final se le agrió y de su silencio elocuente aprendimos mucho. “Los políticos de campanillas se saben permanentemente observados, el tintineo es constante”, digo en La farsa valenciana (2013). “Pero a la vez burlan ese escrutinio con empaque. ¿Qué es lo que hacen? Una parte de sus andanzas se urden fuera de los focos, fuera de las tablas; pero al tiempo, cuando se dejan iluminar o cuando se presentan, a algunos los vemos como una compañía de farsantes”.

En el programa de Évole, Cotino parecía el mudito de los payasos, aunque sin gracia, sin arrestos, como un presuntuoso con poder. Pero también como un figurante que ignoraba su papel, un actor sin guión haciendo muecas. En fin, no sé si era un farsante de escasas luces o un político de pocas campanillas.

 

Tres. (21 de diciembre de 2012). Sin comentarios. Póngase voz nasal: "Des de Les Corts Valensianas, vos dechitse a tots uns bons Nadals".

http://www.youtube.com/watch?v=JyKBJj4LOAA

Las pasiones y los intereses

Por: | 27 de junio de 2014

LasPasionesylosInteresesUno. Los seres humanos nos envanecemos fácilmente, nos admiramos de algo que habría en nosotros y que nos haría egregios, el mayor logro de la creación.

Dotados de lógica, nos pensamos como entes de razón, como seres capaces de emprender acciones racionales, de calcular, de someter a escrutinio nuestros medios y de optar por el más económico, por el que menor esfuerzo requiera.

Desde Descartes hasta acá, los occidentales hemos contribuido a difundir esta imagen de nosotros mismos: dotados de razón, disciplinados con método y con reglas, seríamos cañas pensantes.

La educación, la cultura, la preparación podrían moldeamos, volvemos mejores e incluso virtuosos, hasta el punto de hacer posible la perfectibilidad del género humano, esa doctrina noble e inquietante en la que creyeron algunos esforzados iluministas. Si, a pesar de todo, de la razón, de la instrucción, del cálculo y del escrutinio lógico, aún arruinamos nuestras vidas será porque aplicamos mal nuestros métodos y porque nuestros empeños están mal dirigidos. Así inculpan o disculpan a los hombres quienes se expresaron o aún se expresan desde el racionalismo, quienes se adhieren a una concepción en principio optimista, progresista o ilustrada. La mejora o el avance serán colectivos, nos acercarán paulatinamente a un estadio de felicidad universal, y los individuos, por su parte, serán copartícipes de esa gran empresa, de ese empeño por hacer posible la perfectibilidad.

 El romanticismo sometió a crítica esas ideas remota y tópicamente cartesianas y desde entonces otros autores y pensadores diversos, creadores y artistas han subrayado lo erróneo o lo estrecho de esa concepción. No es verdad que el ser humano se caracterice por hacer uso sistemático de su cualidad racional, no es cierto que los hombres empleen ese atributo para conducirse, no es exacto que los individuos acepten someterse a la lógica y al raciocinio.

 Aquello que les distingue es la pasión, incluso la pasión turbulenta, tumultuosa: la expresión indómita de los sentimientos a los que no podríamos contener o sofrenar, la exhumación de esa parte oscura que hay en cada uno y que jamás podrá iluminarse del todo, que jamás podrá aclararse, porque ese dominio oculto del que procede la conducta errática, ilógica, pasional es a la postre aquello que nos gobierna. Sigmund Freud dejó anotado que nada de lo que dijo era verdaderamente nuevo, que todo, absolutamente todo lo que expresó y que tanto escandalizó a muchos de sus contemporáneos, lo había hallado en la literatura, la tragedia clásica, en el teatro de William Shakespeare.

 Los sentimientos engrandecen y arruinan a los hombres y la expresión de esas pulsiones es constitutiva del género humano, algo que no puede eliminarse. No hay modo eficaz de ahormar a los hombres, de enderezarlos, de extirpar aquello que les hace ser algo más o algo menos que cañas pensantes. El drama clásico así lo había expresado y las conductas de sus personajes no representan modos de obrar de quien no sería suficientemente racional, sino que muestran rasgos universales de una naturaleza humana de la que forma parte inescindible la pasión. Morigerar, atemperar el ánimo, son tareas siempre provisionales y poco duraderas en el individuo común.

Pero la pasión que se sobrepone a las restricciones de la razón no es menos infrecuente en el hombre de genio. De hecho, esa voz tan propia y tan característica del romanticismo, el genio, expresa la parte pulsional de cierto quehacer humano, de esa fabricación de la obra de arte que no se atiene a cánones, que se desborda, que no puede aherrojarse. De hecho, el genio y la locura han sido vistos como lindantes, como afecciones atormentadas del alma que la razón no podría sofrenar. Aquello que bulle en nuestro interior rebulle al margen de las sugestiones del mundo externo, pero, desde el romanticismo, se ha hecho especial hincapié en ese medio que nos estimula o nos cercena, que es nuestro acicate o nuestra contención. Hay algo en ese medio que es la principal fuente de sugestión, algo que despierta esa parte pulsional. Me refiero al amor.

 Con esta afección del alma se ha hecho mucha literatura, cierto, pero sobre todo ha servido para ingeniar un género literario: el amor romántico, ese gran invento del Ochocientos. Bajo el romanticismo se multiplican las ficciones en las que es el amor-pasión su principal asunto. Como decía uno de los personajes de Stendhal, el amor no es la observancia de lo previsto, de las expectativas sociales, no es el respeto de los requerimientos de la sociedad, de las obligaciones familiares o del contrato dotal, de la firma de los contrayentes o de la validación notarial. El amor-pasión es la expresión de los sentimientos sin freno, sin cortapisa, una expresión que amenaza la estabilidad, el orden, el juicio, la temperancia, el buen sentido cartesiano.

 En la época inmediatamente anterior al romanticismo, justamente cuando el modelo racionalista se difundía por el continente, una de las grandes controversia culturales fue si el primado de lo humano era la pasión o el interés, si era la expresión inefable de un sentimiento interior o si era la expresión racional y consecuencialista de una conducta instrumental. Un bello libro que Albert O. Hirschman publicara hace décadas trató este asunto ambientando dicha discusión en el setecientos. Ahora, Capitan Swing lo recupera.

 Desde sus inicios, la literatura contemporánea ha hecho suyo este topos, esa controversia que se daría entre razón y pasión, entre interés y sentimientos, justamente por desarrollarse en una sociedad burguesa en la que el amor podría amenazar la estabilidad y el gobierno del patrimonio, en la que las afecciones del alma podrían deteriorar las empresas materiales. Grandes autores nos han mostrado con crudeza este conflicto, las consecuencias de esa parte pulsional que se materializa en el amor y que altera a los jóvenes y que incluso arruina la razón.

Hay, por ejemplo, un escritor que es remoto, tardío heredero del romanticismo, que es consciente heredero de la burguesía del Ochocientos, y que trata este asunto con gran inteligencia, con evidente ironía. Lo abordé tiempo atrás. Me refiero, claro, a Thomas Mann, alguien que más allá del enfático concepto que tenía de sí mismo, se reveló como un fino humorista, como un gran maestro en el tratamiento de este asunto. Algunas de sus novelas cortas son un ejemplo exacto de eso, de cómo la literatura asumió la parte pasional del ser humano que se sobrepone a la racional, y de cómo se expresó el misterio de la pulsión, del instinto y del amor que amenaza a los objetivos intereses de cada cual.

Recordamos el infortunio, la derrota, el desvarío, el declive emocional y la concupiscencia que padece Gustav von Aschenbach, trastornado por la visión de Tadzio. Pero lo que no siempre retenemos es el origen remoto de ese trastorno, el porqué del viaje que el buen burgués emprendió con destino al sur. En La muerte en Venecia, Gustav von Aschenbach es un artista acomodado, un hombre de orden, investido por la honorabilidad y la distinción de su clase, alguien cuyo "estilo se había liberado, en los últimos años, de las audacias imprevistas, de los matices nuevos y sutiles, decantándose —añade el narrador— hacia una especie de paradigmática solidez, de trasfondo tradicional bien pulimentado, conservador, formal y hasta formalista".

Eso era un logro del buen juicio y de la estabilidad burguesa, pero era también un enfriamiento de su creatividad, la antesala de la muerte. Consciente de ese tedio, el artista tiene la audacia de hacer un viaje a Venecia, a esa Italia que sedujo a Goethe y a Stendhal, a ese sur en donde, según supone, aflorarían los sentimientos para beneficio de su arte. Si él es un creador, Venecia es su destino, el lugar en donde el arte es vida potenciada, hipersensibilidad y pasión turbulenta, añade Es decir, lo contrario del orden, lo contrario del buen juicio, lo contrario de la lógica y de la razón instrumental. Como además de artista es burgués, a lo que aspira es a alcanzar una adecuada síntesis de disciplina y desenfreno, de pasión y de sentimiento, una justa aleación que habrá de estar en la base de su creación. Sin embargo, lo que le ocurre es un trastorno definitivo, la seducción del abismo, el caos, el delirio, la pérdida del control, de los referentes, de la estabilidad básica y de la rutina mínima que permiten la supervivencia y, a la postre, el arte.

Es decir, la pasión atentará contra sus intereses, contra sus estrictos y objetivos intereses, alimentando en él incluso un sentimiento de muerte, de coqueteo con la muerte, que es cualquier cosa menos racional, un sentimiento que agrede la simple perseverancia del ser, que es a lo que aspira la vida, la vida humana, como anotara Baruch Spinoza.

Dinosaurios políticos

Por: | 26 de junio de 2014

 
Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, no consta que hubiera políticos en activo. No se había producido la extinción, y la especie humana no había aparecido. Tampoco los diputados. Tal como la conocemos, la profesionalización política es un hecho muy reciente, aunque ciertos representantes nuestros no lo parezcan. Celia Villalobos, por ejemplo, lleva 30 años de diputada; diez menos Vicente Dinosaurios-v-velociraptor_0002Martínez Pujalte. A Celia la hemos visto engordar, adelgazar, volver a engordar. Ahora, eso sí, manteniendo la línea: esa facundia agresiva. A Vicente lo hemos visto con bigote, sin bigote, lenguaraz, con barriga, con más barriga y aferrado al escaño.

Me pregunto cuántas décadas lleva Alfonso Guerra como diputado: cuando comenzó, no hacía nada que el hombre había llegado a la Luna, se llevaban los pantalones acampanados y el Festival de Eurovisión aún era un certamen prestigioso. Ahora Guerra escribe unas memorias en las que sale bien parado. ¿Alguien lo dudaba si aún conserva escaño en el Congreso? Hace viajes promocionales y confirma lo que siempre quiso ser: un intelectual de campanillas. En uno de sus libros de memorias cuenta Jorge Semprún que Alfonso Guerra siempre llegaba el primero a las reuniones del Consejo de Ministros. Acudía con volúmenes de ciencia, de filosofía, que allí no podía leer, pero sí mostrar.

A Rita Barberá sí se la ha visto leyendo. Cuando se pone las gafas rojas de montura desproporcionada, eso significa que está repasando: algún informe municipal o algún papelote del partido. Cuando ella empezó a gobernar el Ayuntamiento de Valencia, el mundo estaba empezando, la Unión Soviética no había desaparecido. Alberto Fabra es aún un hombre prometedor, un hombre nacido en los años sesenta. Se mantiene delgado y su aspecto es juvenil. En 1982, cuando los dinosaurios franquistas aún dominaban los cuarteles, se afilió a las Nuevas Generaciones de Alianza Popular. Tiene estudios, pero ya no se bajó del aparato. Sigue en política desde entonces: ha visto nacer a Pocoyó y ha visto caer las Torres Gemelas e incluso torres más altas: Francisco Camps.

¿Por qué digo todo esto? ¿Por demagogia, por populismo? No. Desempeñar un cargo no es una bicoca: yo no lo haría, desde luego. No tengo madera de héroe. Pero sé de muchas personas capacitadas que podrían sustituir a diputados que llevan enquistados desde la glaciación. Han quedado como congelados conservando así larga vida en la política doméstica. O en la europea, cuando aquí ya no logran escaño. Lo digo, por ejemplo, por Alejo Vidal-Quadras, que lo remitieron al Continente para ver si se perdía por Estrasburgo o por Bruselas o por cualquier otra covachuela de las instituciones europeas.

Es imposible que la democracia funcione aceptablemente con especies que no se extinguen, que sobreviven a las heladas, a las granizadas, a las tormentas políticas. Solo puede explicarse por el dominio de los aparatos de los respectivos partidos. Fijemos una limitación de mandato. Así aún podremos ver algunos milagros: que Alfredo Pérez Rubalcaba vuelva a la cátedra; o que Mariano Rajoy se dedique a lo que verdaderamente sabe: a registrar propiedades y no nuestros bolsillos

Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

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