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Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

Eskup

En serie y en serio

Por: | 27 de junio de 2012

  PasionporlasseriesUno. La cueva de Juan Cueto. Por fin, El País -El País Semanal-- se toma en serio las series. Las eleva a la categoría de gran arte narrativo. Digo por fin y debo desmentirme.

Gracias a dicho periódico aprendí a ver la tele. A examinarla. O gracias a Juan Cueto, que ha sido y es un maestro de la glosa y la ironía. A comienzos de la transición política, sus columnas en El País Semanal o en Triunfo eran sencillamente luminosas.

La cueva del dinosaurio: así se titulaba su colaboración periodística del diario. En ella se dedicaba a analizar la tele, sus emisiones. Lo hacía con una gracia y con una erudición descacharrantes. Miraba recta y esquinadamente.

El dato cinéfilo, la referencia académica, la broma: todo eso cabía en sus columnas. Y cabía en la revista tan culta y tan pop que fundó y dirigió: Los Cuadernos del Norte. Me admiraba que un profesor de filosofía, como era él, se ocupara de la caja tonta. Gracias a su desparpajo y lucidez, hoy podemos hablar de la televisión sin avergonzarnos.

De Cueto leí varios libros: La sociedad de consumo de masas (1982), Mitologías de la modernidad (1982), Exterior noche (1985), Pasiones catódicas (1995). Y, ahora, Cuando Madrid hizo pop (2011), una pequeña antología de algunos de sus mejores escritos periodísticos o ensayísticos. La verdad es que cada vez que hablamos de series deberíamos reconocer el magisterio y la guasa de Cueto.

Dos. ¿Tony Soprano contra Frank Furillo? Concebimos la vida como un certamen. El País ha TonySoprano1organizado una especie de torneo televisivo entre las grandes series de las últimas décadas: prácticamente, todas americanas. Cada día, dos ficciones se enfrentan: a ver cuál es la que obtiene mayor número de votos de los lectores de elpais.com El primer día, la pareja de oponentes era Canción triste de Hill Street y Los Soprano.

Yo no voté. Ni pienso hacerlo en las sesiones siguientes. ¿Por qué he de elegir entre Tony y Carmela Soprano y Frank Furillo y la señorita Davenport? ¿Por qué he de optar entre Cristopher Moltisanti y el Sargento Phil Esterhaus? Pertenecen a épocas distintas: a los años ochenta y a la primera década del siglo XXI.

Por lo que parece, en ese primer combate ganó sobradamente Los Soprano con un 63,50% frente al 36,50% de Hill Street. Yo no puedo escoger. Ambas series me han cambiado la vida. La primera, que protagonizaba el Capitán Furillo, me pareció un prodigio ideado por guionistas listísimos: Steven Bochco y Michael Kozoll. La segunda, protagonizada por Tony Soprano, me pareció una obra maestra, una serie crepuscular que debemos a David Chase y finalmente a Matthew Weiner. En Ojos de Papel he hablado en un par de ocasiones: una, para analizar los títulos de crédito; otra para examinar las relaciones psicoanalíticas del mafioso con su terapeuta.

Como dice Tony García en El País:

"...no nos engañemos, la auténtica maestría de Los Soprano (y donde reside su mérito en el asalto al trono de mejor serie de la historia) reside en su inquebrantable voluntad de enterrar el género gansteril, de darle la puntilla. No ha habido más mafia (ni televisiva, ni cinematográfica) después de Tony, simplemente porque al convertir al icono más clásico de la delincuencia en un desgraciado abrazable saltan por los aires todos los automatismos emocionales con los que hemos crecido (el miedo a esa figura de leyenda que ordena y manda). Cuando al mafioso que podría estrujarnos con el meñique le brota la conciencia su imperio se tambalea: el pánico, y no la ley, entierra al rey y a los suyos. Si Los Soprano no es una obra maestra es que —efectivamente— tenemos un problema".

He mencionado a Matthew Weiner, responsable de Mad Men, en la que Don Draper campea como un tiburón dañado. Pero podría haber aludido también a House (que examina David P. Montesinos) o A dos metros bajo tierra (que disecciona Alejandro Lillo). De estas series hemos hablado aquí, en este blog, en Ojos de Papel, en La cueva del gigante y en el muro que Rogelio López Blanco tiene en Facebook. En realidad, nos gusta debatir sobre ficciones que poco a poco van creando un mundo propio, que tienen pasado y un porvenir que vamos descubriendo, con personajes cuyas intimidades e inseguridades los humanizan.

Tres. Rita Barberá, todo un personaje. Escribe David P. Montesinos:

RitaBarberaporEFE"Una conductora de autobús detiene el vehículo repleto de gente en la parada de turno, que a la sazón resulta ser la más cercana al domicilio de la mandamás consistorial. Ésta, que acaba de salir de un taxi, advierte que el autobús --"su" autobús-- viaja adornado con carteles que le aluden directamente a ella acusándola de perezosa con los pagos. Visiblemente, enojada, la preboste --sospecho que ante la mirada atónita del chófer del coche oficial-- se lanza como un toro bravo sobre el autobús. (A ver quién es el agente policial que se atreve a ponerle una multa si, con el encabritamiento, le dio por cruzar en rojo). En ese momento, y a grandes voces --a esto le han llamado sus portavoces “tuvo unas palabras”-- recrimina a la conductora su sueldo de tres mil euros y pico y le conmina a arrancar urgentemente las insidiosas pegatinas. Reconózcanme que esta historia --obviamente ficcional-- se le hubiera podido muy bien ocurrir a Eduardo Mendoza, pero, claro, como me la ha inventado yo no van ustedes a atribuirme ningún mérito".

No hay tanta ficción... El señor Montesinos me lee los pensamientos. Adivinen de qué va, de quién va, mi columna de El País, que he escrito sin haber leído el comentario de David. Pues sí, han acertado: de doña Rita Barberá. La he titulado Tres mil y pico. Me refiero al sueldo que, según la alcaldesa, cobran los conductores de la Empresa Municipal de Transportes:

"...poca cosa si esa paga la comparamos con las mensualidades, las exenciones, las regalías o las dietas de que disfruta doña Rita Barberá. Tiene coche oficial las veinticuatro horas del día, dispone de uniformados durante todo el tiempo, pisa siempre la moqueta que otros asean, puede comer viandas de lujo y puede beber refrescos sin tasa, sin limitación. Y además no precisa subir al autobús..."

Como soy muy moderado y no quiero que me enchironen, procuro emplear sutilmente la ironía: sin alcanzar, claro, la sorna de Montesinos. Leo también un post de Josep Torrent dedicado a la alcaldesa. Con el periodista comparto semejantes argumentos. Nos reiteramos, pero es que la señora Barberá parece repetir su papel.

LaimaginacionhistoricaCreo en efecto que estamos ante un personaje, todo un personaje perfectamente posible en cualquier enredo de Eduardo Mendoza. Llevo días y días releyendo varias novelas del escrito barcelonés. No saben lo que me estoy divirtiendo. La guasa aparentemente costumbrista de Mendoza mejora con los años y en relectura: todo es parodia sangrienta hecha, eso sí, con sutileza y mucha caballerosidad. Esto mismo lo trato en La imaginación histórica, el libro que la Fundación José Manuel Lara y la Obra Social de IberCaja me acaban de premiar.

Rita Barberá no tiene un nombre tan jocoso como Marichuli Mercadal (una de las protagonistas de Una comedia ligera, 1996), pero merecería figurar en ese elenco de caracteres. ¿Ustedes imaginan? Hace tiempo pedí a Eduardo Mendoza que su nueva novela la ambientara en Valencia. Titulé la columna Milagros.

Sin éxito: no conseguí doblegar la fijación que el escritor tiene con Barcelona. O a lo mejor es que los personajes locales, los de Valencia, carecen de profundidad. Para aparecer en una novela de Mendoza hay que tener un carácter muy serio...

Hemeroteca

 

JS, "Tres mil y pico", El País, Comunidad Valenciana, 27 de junio de 2012.

Santiago Calatrava

Por: | 19 de junio de 2012

Resulta todo tan extraño... Parecemos instalados en la ficción. Yo paso unos días de ajetreo por culpa de un libro que acabo de publicar. Analizo novelas y, claro, todo se pega. Vivo confundiendo lo real y su doble.

¿Novelas, ficciones, dobles? ¿Recuerdan la historia de Roald JohnnyDeppDahl? Me refiero a Charlie y la fábrica de chocolate (1964), que en película interpretó Johnny Depp: encarnaba a Willy Wonka.

Wonka era el jefe de los Oompa Loompa, un ejército de trabajadores calcaditos, repetidos hasta el vértigo: dobles... La versión cinematrográfica de Tim Burton (2005) fue muy celebrada en mi casa por grandes y pequeños. Como la novela de la que procedía.

No sé por qué, pero la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia me recuerda a la Fábrica de Chocolates Wonka: todo es tan irreal; todo se duplica o multiplica, los efectos, los defectos o los presupuestos; todo es tan empalagoso. O doblemente empalagoso...

Según recoge El País, Santiago Calatrava dice que no cobró mucho por sus proyectos en Valencia, que sus honorarios como arquitecto fueron incluso modestos: así es, unos cien millones de euros no resulta gran cosa si pensamos en el genio o en el ingenio que han derrochado. ¿Quiénes? ¿Quiénes han derrochado?

Los Oompa Loompa eran los ayudantes de Wonka en la ficción de Dahl, aquellos que hacían el trabajo, el esfuerzo: todos iguales, todos calcaditos. A veces pienso que los valencianos que pagamos impuestos somos como los Oompa Loompa: tan feos y descerebrados, sometidos gozosamente a una esclavitud que no perciben.

Pues no, señores. No todos somos equivalentes. Dijo Aristóteles que es una injusticia tratar igualitariamente a los desiguales. Como es intolerable tratar desigualmente a los iguales. Yo quiero ser considerado como Calatrava: la pena es que no tengo mucho ingenio.

Pero genio...: o, mejor dicho, mal genio, tengo un rato.

Rafael Blasco, Reloaded?

Por: | 12 de junio de 2012

 Leo en El País una noticia referida a Rafael Blasco, antiguo conseller de la Generalitat Valenciana: La juez pide imputar a Blasco por el fraude de cooperación. Leo en otro titular un enunciado muy prudente... También se refiere a Rafael Blasco. En este caso alude a su condición de portavoz del Grupo Parlamentario del Partido Popular en Les Corts RafaelBlascoporSantiagoCarreguiElPaisValencianes. Reza así: Blasco se aparta del cargo tras pedir la juez su imputación. Creo que los responsables de El País miden los epígrafes y su efecto. O su defecto: lo que dicen, lo que pueden decir.

Si no me equivoco, tras Francisco Camps, de Rafael Blasco es de quien más he comentado: cuando he escrito de política valenciana, quiero decir. La última columna data de noviembre de 2009. También le he dedicado distintas entradas en el blog, recientes o antiguas: una, dos, tres, cuatro. Y cinco... Es normal: según leo en su currículum,

"Ha sido Conseller con todos los presidentes que ha tenido la Generalitat Valenciana, en la Conselleria de Presidencia y portavoz del Consell de la Generalitat (1983-1985), Conselleria de Obras Públicas, Urbanismo y Transportes (1985-1989), Conselleria de Empleo (1999-2000), Conselleria de Bienestar Social (2000-2003), Conselleria de Territorio y Vivienda (2003-2006), Conselleria de Sanidad (2006-2007) y actualmente es Conseller de Solidaridad y Ciudadanía, además de Síndic del Grupo Parlamentario Popular".

¿Qué puedo añadir en este instante? En esta ciudad nos conocemos todos y don Rafael sabe dónde me tiene. Algo parecido me dijo hace nueve años cuando empezamos una polémica en El País. Era 2003. Un lunes por la mañana, después de un par de semanas de rifirrafe, recibí una llamada suya. "Al teléfono Rafael Blasco", oí. ¿Nos conocemos?", preguntó. Yo le respondí con brevedad y algo de aspereza: no. Tras esa introducción, el entonces consejero trató de congraciarse conmigo. Yo no daba crédito: ¿un político de campanillas se molesta telefoneándome a principios de semana? ¿Para suavizar la cosa? ¿Qué cosa? La conversación acabó con una invitación formal: si me necesitas, ya sabes dónde estoy, me dijo. Quedé estupefacto.

Luego he vuelto a molestarle una y otra vez. Sin duda he fracasado: la prueba es que he escrito repetidamente mientras el señor Blasco sobrevivía y braceaba con energía. Mi incordio sólo era una pequeña picadura: nada para sus agarraderas y sus entendederas. Siempre lo veías emerger con soltura y cintura. Mentiría si dijera que no he esperado su caída: no porque le tenga inquina, por Dios.

Su foto repetida, su activismo, su servicio al Partido Popular no pueden acabar así, me digo. Habrá que esperar al dictamente judicial. Si no muere políticamente, si sale invicto (e Invictus era una de sus películas preferidas), habrá que reponerlo. La portavocía del PP parlamentario merece a un personaje de su talla y de su encarnadura.

Poscriptum:

He recibido correos en los que se me decía que yo apoyaba a Rafael Blasco. Creo que algunas personas no han leído bien lo que he escrito. Para empezar, el señor Blasco no necesita mi apoyo: él tiene talla y encarnadura para defenderse solo. ¿Han visto su corpulencia? Por otra parte, me he cansado de criticar a don Rafael en distintos artículos. Lo que pasa en este post y en otros textos míos es que la ironía no siempre parecen compartirla algunos lectores. En serio, quiero lo mejor para el señor Blasco: que la justicia lo deje en su lugar. Y quiero que se me lea con distancia. La guasa --muy moderada, eso sí-- forma parte de mi estilo. No me lean de manera literal, sino lateral. Permítanme decirlo con el admirado Elias Canetti en un pasaje muy conocido de El suplicio de las moscas:

"todos los auténticos saltos se realizan lateralmente, como los saltos del caballo en el ajedrez. Lo que se desarrolla en línea recta y es predecible resulta irrelevante. Lo decisivo es el saber torcido y, sobre todo, el lateral"

¿Boicot a Mercadona?

Por: | 11 de junio de 2012

¿Boicot a Mercadona? Sé que en Facebook hay un colectivo que postula dicha iniciativa. Ay. Y sé que hay personas muy finas que se adhieren. Son tantas las declaraciones de don Juan Roig, son tantas las JuanRoigpalabras airadas y sobradas del magnate, que entiendo la irritación de algunos clientes. De hecho, yo he escrito contra la asimilación china que él defiende. Siento simpatía por los amarillos. De hecho, no los entiendo: por idioma y por cultura, cosa que me hace interesarme.

Hasta hace poco, en el Presidente de Mercadona había prudencia, sensatez verbal. Había contención, cosa muy oriental y cosa que yo comparto. Su principio era: el negocio es el negocio, asunto que me parece razonable.

Ahora, sin embargo, el sr. Roig abandona la mudez para intervenir en la esfera pública, como un severo burgués protestante, figura por otra parte que me resulta tan admirable. Nos hace recomendaciones y nos hace reconvenciones. Alto ahí. Hasta aquí hemos llegado, dicen algunos clientes de su establecimiento. Es más: el sr. Roig habla como si fuera un magnate del patriotismo. Uf.

Vamos a reponernos. O vamos a tranquilizarnos. Si ven avanzar a la Roja, si los futbolistas españoles van aupándose, no se lamenten. Es bueno para el tono anímico de la colectividad. Yo, sin embargo, no he visto nada. No me vanaglorio: soy muy poco adepto a los eventos de masas. El nacionalismo no es una enfermedad, como equivocadamente dicen Rosa Díez o mi admirado Fernando Savater. El nacionalismo es un dolor que padecen todas las sociedades: fíjense en Gran Bretaña, la Gran Bretaña por la que siento tanta devoción. Qué pena de jubileo.

El nacionalismo es un dolor que algunos no padecemos: yo no creo haber contraído esa patología. ¿Acaso padezco un nacionalismo banal, invisible? Si quieren que les diga la verdad, últimamente sólo me emociono con el patriotismo de la Casa Blanca: con El Ala Oeste (1999-2006), que veo tarde, a destiempo, admirando esa producción. ¡Cómo envidio a los norteamericanos de la ficción!

Hablo castellano (de hecho, sólo hablo aceptablemente el castellano), pero no me vanaglorio de la españolidad. En casa nos comunicamos en  catalán y en español. No saben cómo me alegro. Ojalá habláramos (y no sólo leyéramos) más idiomas. Ojalá pudiera farfullar y leer la lengua de Thomas Mann. O la de Mao Zedong. O la de Juan Roig, que articula de cuando en cuando una jerga indescifrable.

Ah, por cierto, en el momento de escribir esto que ustedes leen, acabo de regresar de Mercadona: he hecho la primera compra semanal. Por necesidad y por solidaridad con los trabajadores que allí sobreviven. No es desprendimiento; es establecimiento: en la tienda del sr. Roig trabajan tres familiares míos, a los que desde aquí saludo.

Besos.

De padre y muy señor mío

Por: | 09 de junio de 2012

SigmundFreud1926por Ferdinand Schmutzer1. Sigmund Freud a escena. Empecemos con una trivialidad. El padre es uno de los personajes esenciales de la vida. Le debemos parte de la existencia. E incluso lo que literalmente no nos concedió. Con él, todo son deudas... O, como se dice en castizo, con él estamos entrampados. Y sí, menuda trampa: le debemos lo heredado y también lo que suponemos que nos dio. Esto es un lío de padre y muy señor mío.

En tiempos de Sigmund Freud --a finales del siglo XIX y principios del XX--, el progenitor era también la figura indiscutida de autoridad. La madre representaba la ternura, los afectos, el roce carnal, la succión y la nutrición. En cambio, el padre encarnaba otro papel: era un tipo distante, externo, incluso malencarado, con un rictus que expresaba permanente enojo. Solía vestir de oscuro, con aspecto grave. Hemos de admitirlo: era todo un personaje...  

2. Desde tu butaca gobernabas el mundo. En 1919, Franz Kafka escribió una Carta. Permaneció inédita: luego se publicó como Carta al padre. Su progenitor era un tipo al que temía. Un hombre gigantesco --precisaba-- y sobre todo alguien que "podía venir a mí casi sin motivo alguno, sacarme de la cama en plena noche y llevarme a la terraza". Kafka, incluso maduro, seguía temiendo al padre. "Me sentía ya oprimido por tu simple corpulencia", admite. "Yo, flaco, débil, esmirriado; tu, fuerte, alto, de anchas espaldas", reconoce. "Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era justa; cualquier otra era disparatada, extravagante, absurda", dice en 1919.

Kafka y nosotros nos medimos con el padre real, pero también con su aura, con su representación. Para Sigmund Freud, el progenitor no sólo es una presencial real. Es también --y sobre todo-- un espectro interior, una figura interna, todo lo que de él hemos fantaseado. Menudo acarreo, menuda carga. 3. De padre y muy señor mío. De eso, de todo eso, tratan tres artículos que publica este mes la revista Ojos de Papel. ¿Tres artículos sobre el padre, sobre la figura paterna y con referencias al psicoanálisis? Escribimos Alejandro Lillo, María Verchili y un servidor.

Telefreud1"Vaya, ya es casualidad", dirá el lector. No, no es producto de la chiripa. Todo es resultado de un interés común por el psicoanálisis, por la televisión, por el cine. Pero hay, además, hay una percha de actualidad. La reciente aparición de un ensayo breve de Jorge Carrión titulado Telefreud (2012), del que nos advirtió Rogelio López Blanco.

Este texto prolonga su libro Teleshakespeare (2011), que en mi blog discutimos con mucha energía meses atrás. La ficción audiovisual --concretamente la televisiva-- nos da pie a debatir con ardor, con entusiasmo, de cualquier cosa. Por ejemplo, de zombis: una, dos y tres veces.

Ahora, nos ponemos serios y severos, aunque con un puntico de zumba. Por orden de aparición en el sumario de la revista, los artículos son éstos:



¿Se los van a perder?

González Pons, chitón

Por: | 07 de junio de 2012

EstebanGonzalezPonsCamisaBlancaLeo con aturdimiento, con estupor, la entrada que escribe don Esteban González Pons en El Huffington Post, un nuevo medio digital. Qué prosista, qué blogger. El post se titula así: “La crisis es un camino de arena, no un abismo”.

Cuidado, cuidado: esa precisión es todo un alarde. No es lo mismo una carretera que un acantilado. No es lo mismo la arena que la piedra. No es lo mismo el camino que el abismo. El sr. González Pons nos guía. Punto y aparte.

¿Alguien puede avisarle? El rótulo de su primera entrada lo retrata: es largo, de intención esforzadamente lírica y de resultados prosaicos. Se pierde.

González Pons es un blogger de primera generación. Cuando leí sus entradas más primitivas, hacia 2006, aquellas parrafadas que publicaba en Periodista Digital, quedé atónito. Aún no me he repuesto. Era de un prosaísmo primitivo realmente. La escritura se caracterizaba por su sintaxis incendiaria y por un estilo cursilón. Perdonen este calificativo: no es un insulto; es una frase meramente descriptiva.

Han pasado varios años y compruebo que el sr. González Pons no se ha corregido. Como un estudiante obstinado incurre en los mismos barroquismos. Sigue erre que erre con esmeradas frases de factura obvia. Ahora reaparece tras su forzado silencio.

Les reproduzco el texto de González Pons y les añado mis apostillas, glosas breves. Aunque no lo crean, he sido muy prudente: he evitado la cháchara que don Esteban contagia. Habla de enfermedades y de metáforas. Pues eso.

1. Sostiene González Pons: “La política es una metáfora de la vida. Con sus pasiones descarnadas y sus rumores mortales, sus carreras cronológicas y sus protagonistas capaces siempre de renacer, sus fidelidades traicionadas y sus extraños compañeros de cama, eso está clarísimo”. Cuidado con las imágenes y con la sintaxis. La prosa relamida es una ruina verbal, un despilfarro. Cuidado con los tropos socorridos: no socorren, asfixian. Todo lo que don Estaban dice en el párrafo anterior podría abreviarse. Es más: podría suprimirse sin grave quebranto. Inténtelo.

2. Sostiene González Pons: “Lo que resulta más novedoso, y alarmante, es que en estos tiempos de crisis y desconcierto también la vida pueda ser presentada a la inversa, como metáfora de la política. Para que la crisis sea culpa de todos. Al menos en el lenguaje de los políticos y los periodistas. Es injusto para con los ciudadanos, e inaceptable. La política decente se acaba donde empiezan las entrañas, pero la vida discurre justo al revés”. ¿Seguro? “La política se acaba donde empiezan las entrañas, pero la vida discurre justo al revés”. Por favor, ¿puede alguien decirle a don Esteban que rebaje el lirismo? Lo de las entrañas, lo de los intestinos, no es nada poético. Es una imagen repulsiva, pura casquería. Si nos descuidamos, don Esteban nos sacará las vísceras. O las vergüenzas. Algo de esto había en su libro de memorias…

3. Sostiene González Pons: “Al igual que los mercados financieros lo monetizan todo, los políticos en tiempos de crisis lo politizamos todo. Obviamente porque nos viene bien. Es una forma simple de presentar reducida y accesible la triste realidad”. “La triste realidad”. ¿Don Esteban no era la sonrisa del Régimen? ¿No era la expresión y la vocalización de un país que estaba a punto de despertar? La pregunta es: ¿por qué Mariano Rajoy retiene a González Pons? Hay que dejarle volar (como a Juan Salvador Gaviota, una lectura provechosa del Esteban lírico y adolescente)

4. Sostiene González Pons: “Difícil y compleja de abarcar y, en consecuencia, de gestionar. Resulta más cómodo echar la culpa de los problemas que padecemos a la codicia de toda la sociedad, en vez de reconocer que el euro se constituyó mal, que España escondió la cabeza debajo del ala durante los gobiernos de Zapatero y que, ahora mismo, cuesta encontrar remedio político para tanto desaguisado”. Por los clavos de Cristo. Don Esteban nos echa la culpa. ¿Se la echa a Rodríguez Zapatero, menudo pájaro, ya que habla de alas? Todo se hizo mal por culpa de los socialistas. Échese un cantecito, sr. González Pons. En la Comunidad Valenciana batíamos palmas con las alegrías del PP. Usted era una promesa que finalmente se malogró. ¿Por qué?

5. Sostiene González Pons: “La más evidente consecuencia, de esta socialización de la perplejidad y la impotencia ante la crisis que alientan muchos políticos y periodistas, la encontramos en la proliferación de metáforas médicas en sus lenguajes respectivos. En sus vocabularios, las enfermedades de la vida se convierten en metáfora de los males de la política, como si la vida fuese como la política y no al contrario”. ¿Metáforas? ¿El principal artífice metafórico del PP se atreve a inculparnos? No, por favor. Cierre el pico, pajarito: se lo dice un tipo que está bajo el ala de Zapatero. El socialista aún me da de comer y vivo de su pienso. Pío, pío.

6. Sostiene González Pons”: Si lo pensamos un poco, veremos que algo no encaja, porque ni los políticos somos doctores ni nuestro país está infectado o contagiado por la crisis. No es tan sencillo, Doctor bacteriola crisis no proviene de un virus, por desgracia. Ni de una bacteria, como no sea la bacteria de la estupidez o de la desidia. Pero, contemplada la crisis como una plaga, se entiende que alcance a todos y que no se pueda sanar hasta que un laboratorio descubra una vacuna”. Por favor, que alguien llame al Doctor Bacterio, el afamado biólogo de la T.I.A. Seguro que don Esteban leyó El sulfato atómico.

7. Sostiene González Pons: “Últimamente, todos hablamos como cirujanos (intervenimos y extirpamos, también cortamos y recortamos, incluso inducimos un coma a los sectores productivos), endocrinos (adelgazamos, impulsamos el crecimiento o denunciamos la anorexia financiera) o internistas (recetamos tratamientos, aplicamos terapias de choque o describimos patologías). Y entre tanto, la economía, en nuestro lenguaje se comporta como un paciente que se estabiliza, se agrava, mejora, recibe el alta, le sube la fiebre o entra en cuidados intensivos o en fase terminal”. Por favor, que alguien llame a urgencias. Se necesita un médico en la sala, que de eso saben en la familia.

8. Sostiene González Pons: “Los políticos de siempre utilizaban un muestrario más variado de metáforas. Metáforas militares (hacían estrategias, combatían ideas o conquistaban el centro), metáforas deportivas (llevaban las riendas de la situación, perdían en el último minuto o le metían goles a la mayoría), metáforas marineras (navegaban con buen rumbo, escuchaban cantos de sirena o ponían a todos a remar), incluso metáforas sexuales (cohabitaban, cambiaban de pareja o practicaban desnudos fiscales). Lo de ahora tiene más miga, porque las enfermedades siempre vienen de fuera, las traen otros, nadie sabe cómo llegan, se soportan con paciencia y, al final, pese al sufrimiento con que cursan, se curan. O sea que los políticos no seríamos responsables de la epidemia económica que, de algún modo invisible, alguien ha pegado a los españoles y, en todo caso, trabajamos para sanarles”. Ay. Que alguien le diga que pare.

9. Sostiene González Pons: “En buena lógica, sólo Rajoy puede presentarse como un médico, ya que a él le han votado para remediar el lío que dejaron los socialistas. Esa es la verdad”. Pues para ser un médico, Mariano Rajoy parece muy enfermo. Como indispuesto. Se le ve muy desmejorado.

10. Sostiene González Pons: “Debo mencionar también a los apocalípticos, los que hablan como si estuvieran en una película de grandes catástrofes y esperan ser rescatados, tocar con la orquesta del Titanic, alertar de que España se hunde o impedir que Sansón derribe las columnas del templo. Estas metáforas van más lejos que ninguna, relacionan la crisis con los vicios y debilidades generales. Como la penitencia sigue al pecado”. De verdad, que alguien le dé un libreto. Que no improvise don Esteban.

11. Sostiene González Pons: “Yo soy un político y pido respeto para el público. Porque en la crisis nos metimos todos, pero los gobernantes debieron haberla visto venir y debieron reaccionar a tiempo, hace cuatro años. Porque la política se parece a la vida, pero, afortunadamente, la vida a la política, no. Porque la crisis es un camino de arena, pero no un abismo, y la gente, tarde o temprano, llegará a la salida del desierto”. “Yo soy un político”, precisa. ¿De verdad? Yo pensaba que usted era un esmerado vate, un cantor aquejado de lirismo. De verbosidad. Si es político, por favor, repásese entera El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006). Ya que no está en la Moncloa al menos aprenderá a callar.

Chitón.

Philip Roth, otra vez

Por: | 06 de junio de 2012

RothPhilip Roth obtiene el Premio Príncipe de Asturias. Lo descubrí gracias a Antonio Muñoz Molina. Después siempre me lo recomendó Rogelio López Blanco. A Roth le debemos páginas memorables, entre ellas El lamento de Portnoy (1969). Sin embargo, quiero recordar ahora otra novela más reciente, pero no menor: una obra que se me señaló expresamente Alejandro Lillo: La humillación (2010). La leí con inquietud. Con perturbación. La literatura fertiliza, confunde los marcos y mezcla los autores... Aún me acuerdo.  

El caminante y su sombra

Marktwain1904artistadesconocido-e1270289062959Uno. Uno puede leer novelas para entretenerse, para pasar el rato: para distraerse o para distraer el tiempo. O uno puede leer novelas para experimentar sin riesgo, pues la ficción no es vida real, sólo un marco de posibilidades que no se cumplen. O uno puede leer para probar lo que jamás ha conocido, esas audacias a las que no se atreve.

Siendo un muchachito, yo disfruté mucho con Huckleberry Finn, de Mark Twain. Me sorprendió lo timorato que podía ser: que yo podía ser. Admiraba a ese joven americano que era capaz de adentrarse por todos los senderos, de sobreponerse a todos sus miedos. Siempre con osadía y sin temer su sombra. Algo aprendí de su coraje.

Es muy saludable leer así: te quita de ti mismo y te hace estar en lugares que jamás has visitado o en sitios que no sueles frecuentar. Te quita de ti mismo, es decir, te rebaja el narcisismo: el espejo te refleja una imagen que no es exactamente la tuya y eso te obliga a mirar bien los perfiles, a escrutar a ese que tienes ahí enfrente, en esas páginas que no relatan tu vida, sino una existencia probable, verosímil, una experiencia que bien podría haber sido la tuya.

Como no lo es, has de sopesar qué hace ese tipo en circunstancias en las que podrías haber estado tú. Sospesas y finalmente sospechas. Somos personajes nimios, previsibles, decía Adolfo Bioy Casares. Siempre acarreamos nuestro propio fardo; y los hechos por los que hemos tenido que pasar son el lastre inevitable. Qué le vamos a hacer, nada podemos hacer.

Menos resignación, menos lobos: sí que podemos hacer. Imaginarnos de otro modo. Por ejemplo, en ocasiones fantaseamos con un nuevo principio de las cosas, con un comienzo diferente, aún impredecible, un curso distinto con una existencia diversa. La madurez confirma parte de nuestras expectativas y a la vez niega otras que sólo eran potenciales, vidas posibles que de materializarse habrían multiplicado nuestra existencia ya consumada y exactamente previsible.

Creo que, de adultos, leemos para rehacer nuestras vidas o, al menos, para examinarnos indirectamente, para contrastar, para comparar lo que somos --ese ser limitado y ya declinante-- con lo que otros son. De los otros reales, de nuestros contemporáneos, sabemos poco: la intimidad nos protege y, por tanto, de ellos sólo conocemos una parte ínfima. Pensamos, conjeturamos, anticipamos. Muy poco es lo que se verbaliza de ese mundo interior. Es decir, hasta para los íntimos, los pensamientos son un arcano. Cada uno de nosotros lo es. Si perdiéramos las barreras que nos hacen sociables --la hipocresía--, la vida sería ciertamente transparente y, uf, invivible.

Sólo aceptamos la verdad hasta cierto punto: lo que nos hace convivir es la mentira socialmente tolerada o la verdad que nos conviene, según señalaba Friedrich Nietzsche en Verdad y mentira en un sentido extramoral (1873). Y lo que nos hace mutuamente accesibles y aceptables es el papel que cada uno de nosotros representa: en realidad, los papeles, así en plural, pues uno mismo ejerce de varón, de padre, de esposo, de hijo, etcétera.

La dramaturgia es una metáfora de la vida social que los sociólogos han empleado con frecuencia (al menos desde Erving Goffman) y no es una torpe descripción de lo que hacemos: ya Calderón de la Barca Gustavedoretheraven-e1270288206542nos lo dijo. En cada espacio representamos uno o varios papeles, tenemos caretas que nos sirven para mostrar lo que somos y tenemos disfraces para adaptarnos a la situación. ¿Hay un ser originario y prístino que pueda salir sin máscaras? De cuando en cuando fantaseamos con esa posibilidad. Mira lo que la vida ha hecho de ti: te ha recubierto de una segunda o tercera piel. Ojalá pudieras arrancarte todos estos afeites.O la piel a tiras...

Es posible que tengamos excesivos ropajes encima, muchos maquillajes, pero es improbable que podamos quedarnos desnudos y desollados para sentirnos más felices y mejores, aquéllos que éramos antes de corrompernos o embadurnarnos. Es una idea bella pero loca o inocente.

Tenemos disfraces o respetamos las reglas de la hipocresía para poder tratarnos sin grave amenaza. No saludamos dándonos la mano para mostrar que no vamos armados. Es un énfasis gestual. En realidad, no hay garantías.

Igualmente, nos callamos una parte esencial de lo que cavilamos e incluso nos callamos para nosotros mismos: esos pensamientos locos, absolutamente disparatados, negativos, positivos o fantasiosos no los decimos en voz alta. Si los dijéramos nos asustaríamos.

En el análisis de Sigmund Freud, el diván vale para tumbarse, para relajarse, para destapar lo que ha estado oculto o en silencio o en penumbra, para exhumar lo que no podría decirse sin escándalo. Otra vez, las sombras.

Observo uno de los grabados que Gustave Doré dedicó a El cuervo. Me fascina el episodio: sólo vemos sombras, o al menos esa penumbrosa realidad es lo significativo. Un caminante de la vida parece caído junto a un sillón. No es un diván exactamente, pero es un asiento confortable en el que el protagonista del poema de Edgar Allan Poe bien pudo fantasear sobre sí mismo, sobre lo que el ave representaba, sobre la vida breve, sobre las amenazas que se ciernen sobre nosotros.  

Dos. Me gusta relacionar una cosa con la otra y esa otra con otra más, en un sinfín de referencias y ecos. Lo aprendí del maestro de la referencia y del Eco: Umberto. ¿Para obtener qué cosa? ¿Acaso para exhibir erudición? No, la erudición es una propiedad magra, escasa, siempre amenazada de ruina o escasez, sobre todo en una época en la que ya no podemos pretextar ignorancia: cualquiera con acceso a Google puede alardear de conocimientos recientes o enciclopédicos. Además, quien se vanagloria de su patrimonio erudito, ese fardo que tanto le pesa al paseante, no puede avanzar realmente. Debe acumular más y más, quedando fijo y atrasado, sin vida: eso decía Nietzsche en dos de sus Consideraciones intempestivas.

En realidad, la erudición algo demente que hoy me guía, este despliegue de ideas seguramente banales que a alguno irritará, es el placer de la lectura, de la cultura gráfica, de la memoria visual, las relaciones que entre las obras culturales se establecen, relaciones que dependen del parentesco que apreciamos u observamos.

Las novelas --pero también las películas-- nos sirven para imaginarnos en las circunstancias de seres que se nos asemejan. Toman decisiones, cometen errores, se atreven. ¿Cuáles son las consecuencias? No me gustan las novelas con moraleja explícita, aquellas en las que queda claro y sin matices qué es lo bueno y qué es lo malo. Me gustan aquellas narraciones con sombras en las que los efectos de lo que se hace son ambivalentes, quizá aceptables, tal vez perjudiciales, al menos en un cierto sentido. La vida nos da muy pocos datos y el futuro será algo siempre dudoso.

Conforme cumples años, crees que todo está ya más o menos confirmado, lo bueno y lo menos bueno. Compruebas que, a la postre, esa vasta gama de posibilidades que eras cuando empezaste --o que creías que eras-- ya no es más que una versión limitada de lo que potencialmente querías ser, un caminante con una escuálida sombra. ¿Te vives como un fracasado? No te precipites, te dices.

Lee novelas y examina qué hacen otros que están como tú o que, siendo muy diferentes a ti, también experimentan dudas corrosivas, paralizantes, las dudas de la edad tardía. Y no hablaré ahora de la novela de Luis Landero, los Juegos de la edad tardía (1989), que tanto me emocionó y sobre la que me extiendo en Héroes alfabéticos (2008). Hablaré de un par de novelas cuyas recensiones publica

Tres. En Ojos de Papel (abril de 2010) acaban de aparecer dos reseñas que tratan de libros relacionados con esto, con lo poco que sabemos, con lo que hacemos para representarnos ante los demás: de lo confuso que es siempre todo. Ambos volúmene son dos novelas. Una, de Phillip Roth, La humillación (2010); y otra, de Enrique Vila-Matas, Dublinesca (2010). La primera reseña la firma Alejandro Lillo; la segunda reseña la firmo yo mismo. Son dos ficciones recomendables, seguramente menos grandiosas de lo que algunos comentaristas han dicho, pero son dos inspecciones clínicas de gran interés.

Dos personajes que han llegado a la sesentena cambian sus respectivas vidas. Toman decisiones. O algo grave les sucede. El resultado es que el porvenir de la vejez ya no va a parecerse a lo que fue su presente maduro y activo. No son pensionistas que hayan perdido su trabajo, sino individuos que sobrepasan los sesenta años con una existencia que se trastorna por algún motivo. Son también tipos que han triunfado, pero a la vez tipos cuyos éxitos ya no lo son o ya no se ven como tales. Sus respectivos mundos, consumados, materializados, pueden valorarse ahora como fracasos o como fraudes. Han dedicado muchas energías a hacer algo en lo que parecían tener habilidad o fortuna y resulta que eso que hacían o ya no les vale o ya no saben hacerlo.

En ambas novelas, las cubiertas españolas son bien significativas. Los libros no son textos; son artefactos materiales, ya lo sabemos, y eso significa que todo cuenta. En primer lugar, el reclamo editorial. 

PhiliprothlahumillacionEn La humillación --cuyo protagonista es un actor que tuvo gran éxito y ahora está bloqueado, asustado, quizá convencido de su incapacidad paralizante--, la ilustración de la cubierta es un sencillo dibujo (idéntico al original de Milton Glaser): un escenario sobre el que se arroja un chorro de luz, ese foco que alumbra al personaje que no está. No vemos a nadie sobre las tablas y esa luz, que tan poco ilumina, deja en penumbra prácticamente todo, hasta el rótulo de la novela: las letras del título y del autor están en parte sombreadas. Precisamente eso es lo que examina Alejandro Lillo con gran acierto. Leí su reseña antes de que se publicara. Me gustó tanto que le pedí la novela. Mejor dicho, fue él quien amablemente se adelantó a prestármela. La lectura de la narración confirma su crítica punto por punto. La sombra, lo no dicho, lo oculto, lo que ignoramos, es lo relevante de esta obra que Lillo desentraña con mano maestra.

En mi caso, leí Dublinesca, de ila-Matas, la gran novedad española de la próxima Feria del Libro, totalmente hechizado por la fotografía de su cubierta (Archives du Teme Art/ Photos12/Alamy). Mi reseña empieza así: "Los faldones se agitan como si de una capa se tratara. Un individuo, elegantemente vestido con sombrero y abrigo, corre. Parece tener prisa aunque muestra una cierta vacilación. Lo vemos desplazarse extendiendo la mano izquierda, como si con ello quisiera tener cerca un punto de apoyo, una pared a la que poder asirse en caso de traspié. La fotografía, muy inspiradora, sirve de ilustración a la cubierta de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. Es una imagen en blanco y negro de perfiles imprecisos. Encierra un Enriquevilamatasdublinesca-e1270287755747enigma: alguien marcha apresuradamente, con inseguridad, tanteando lo que se le viene encima, lo que es referencia o estorbo, orientación u obstáculo. El retrato podemos tomarlo como un reclamo gráfico, como una invitación a adentrarse en la nueva novela de Enrique Vila-Matas. ¿Es sólo ornamental?". Otra vez es la sombra lo que también destaco en esta reseña.

Tres. He recibido estos días algunos correos electrónicos, relacionados con la columna que dediqué al cementerio y relacionados con mi reseña de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. En concreto, una persona me pregunta que por qué no digo nada de los modelos de editor en los que se inspira el novelista catalán.

Dublinesca está protagonizada por un editor barcelonés, Samuel Riba, en el que pueden hallarse rasgos o actos de Carlos Barral, pero sobre todo de Jorge Herralde o incluso de Jaume Vallcorba. Aprovecha este corresponsal para preguntarme por mi impresión de la novela. O, en otros términos, que por qué no digo si me ha gustado o no la obra. Estas palabras me han recordado una conversación que tuve el otro día con un colega sobre este mismo asunto. ¿Responderé a ambas cuestiones? Desde luego no son los asuntos que más me interesan de la novela, de las novelas.

A la hora de hacer una reseña, que a mí me guste poco o mucho una narración es algo finalmente secundario; al igual que es irrelevante leer una novela bajo sospecha, como un roman à clef, como un relato en clave. A la postre, lo importante es ver cómo funciona, de qué recursos se vale y, en todo caso, saber dar con la clave (ahora sí) de lo que allí se nos cuenta. La clave --insisto-- no es el subtexto implícito, sino aquello que puede perdurar de la novela una vez pasen la actualidad, lo novedoso o la moda. 

Samuelbeckettporjohnhaynes-e1270365085540De Dublinesca se ha destacado en muchas reseñas lo que el propio autor ha divulgado en la promoción: que si es un homenaje a James Joyce y al Ulises, que si el protagonista real es Samuel Beckett. Sin duda, el rostro anguloso de Beckett, su figura filiforme, su creciente laconismo hasta llegar prácticamente al silencio, todos esos elementos, están presentes en la novela de Vila-Matas. Estamos en una novela aparentemente terminal, la de un editor que ve inútil su trabajo, que ve acabado su tiempo. El protagonista es un hombre paralizado por el curso de los acontecimientos, por la marcha de un negocio que ya no es cultura. Todo parece haber acabado. Sin embargo, aún le queda algo que representar, y lo digo en el sentido teatral del término. Le queda vivir en la ficción de una ficción, hacer real lo que empezó o acabó en el Ulises. ¿Es un artificio?

Vivir la novela o el teatro como algo que se te infiltra hasta desplazar los hechos reales puede ser un delirio, sin duda. Pero puede ser también un modo de examinar el mundo, de hacerlo propio, de analizarlo con mayor lucidez. ¿Delirio o lucidez? Simon Axler, el protagonista de La humillación, es un actor paralizado, también en la vejez, aquejado de impotencia profesional o de ridículo vital. Deja de representar en las tablas. ¿De verdad deja de representar en la vida? Samuel Riba, el personaje de Dublinesca, quiere representar un papel previsible en Dublín, el Bloomsday. Como otros, también quiere estar el 16 de junio para convertir la capital irlandesa en un espacio literario, sólo literario. ¿Repetición? ¿Repite un papel? ¿Hay algo nuevo que allí se pueda hacer, decir o representar?

Rothpornacycrampton-e1270491309487Chiripa. Volvamos a La humillación. Cuando llega a la sesentena (sesenta o sesenta y cinco o sesenta y seis años...), Axler se siente un actor fracasado, con falta de latento, absolutamente desorientado.

Vive una existencia en la que todo es chiripa o frágil azar. Tanto, que se siente fraudulento, embustero, sin base: algo que le sobreviene con la edad, justamente cuando tiene mayor experiencia y mayores logros. Se observa con tristeza, vulnerable, como cualquier persona infeliz. O quizá como cualquier individuo que confirma que todo continuará igual cuando muera. Es un agravio corroborar esto: que nuestra muerte supondrá gran alteración. Como es un agravio sentir que nuestros próximos tal vez estén representando un papel. O envidiándonos. ¿Y quién no representa un papel? ¿Y quién no envidia? Quizá una vida rehecha a los sesenta y tantos le salve, eso piensa Axler. O no. Representar acaba vaciándonos, parece decirnos Roth. ¿Pero acaso podemos dejar de actuar?

Vilamatasdublin09-e1270507243120A Portait of the Publisher as an Old Man. Leo en las páginas 178 y 179 de Dublinesca: "...«Pronto cumpliré sesenta años. Desde hace dos me persigue la realidad de la muerte al tiempo que me dedico a observar lo mal que va el mundo. Como dice un amigo, todo se acabó, o todo se está acabando (...). Y yo ya sólo puedo dedicarme a intentar respirar, abrirle el máximo de espacios posibles a los días que me quedan, tratar de ir en busca de un arte de mi propio ser, de un arte que tal vez pueda perfeccionar algún día haciendo inventario de los que fueron mis principales errores como editor ».

Releo una página del Retrato del artista adolescente (1916) en la traducción ya clásica de Dámaso Alonso. Las palabras que retengo parecen el negativo exacto de lo que dirá Riba a comienzos del siglo XXI. En el Retrato estamos a principios del Novecientos. El protagonista no es un editor, sino un poeta en ciernes.
Con gran decisión, el joven irlandés llamado Stephen Dédalus se libera, se deshace de ataduras. Desanuda todos los vínculos que lo atrapan. Sólo ve por delante un futuro prometedor, emancipado, la expresión del genio.

"--Mira, Cranly --dijo--. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia."

Imaginen al joven Dédalus, muchos años después. No lo piensen como poeta, sino como creador, como un editor que crea. Imaginen que vive su reto como un fracaso en un presente desolado, que todo lo que ha hecho parece confirmar lo errado que estaba. A pesar de ser un creador (o de pensarse como tal) ha quedado atrapado por su hogar --sus padres--, por su patria --Cataluña-- o por su religión...

Así empieza Dublinesca. ¿Será posible remendar lo hecho, reinventarse de nuevo? Eso es precisamente lo que la novela nos cuenta: el retrato del editor ya anciano, en parte irrecuperable, que aún espera hallar el y al genio, que todavía busca "lo nuevo, lo vivificador, lo extranjero".

¿Quién narrará esa gesta, esa epifanía? Quizá haya un joven que lo cuente. El narrador que nos lo detalla a nosotros no lo es. Resulta irónico y algo torpe: desliza bromas frecuentes y comete errores explícitos, concebidos para cazar al lector puntilloso. Por ejemplo, convierte el llamado documento Word en documento World; o la denominada pulsión agresiva "en pulsación digamos que agresiva". Hay humor y hay citas. Hay ecos de Joyce y hay cultismos. ¿Vanagloria? ¿Posmodernidad? La vida se repite como una tragicomedia y el caminante ha de hacer su propio camino. ¿Y su sombra?

El reino de las sombras. El joven Stephen del Retrato quería desanudar todo lo que le ataba, aquellas Jamesjoyceporjoelisaacson1998-e1270539872101pertenencias colectivas que le impedían moverse. Esperaba ser independiente: no se prosterna ante Irlanda ("esa vieja cerda que devora su propia lechigada", en palabras de Joyce); sólo quiere hacerse como individuo, hacerse artista, amar profundamente, con furia.

Luego, años después (podríamos decir), otro personaje de Joyce toma el testigo: Gabriel, el protagonista de "Los muertos” --el célebre relato de Dublineses--, hace saldo de sus logros y de las sombras de su vida. Descubre que su existencia ha sido gris, quizá anodina. Un episodio narrado por su esposa le muestra lo que es el amor tenaz y heroico y le demuestra las razones por las que hay que vivir intensamente: las palabras de su mujer se refieren a Michael Furey, un joven que la idolatró hasta morir.

“El aire del cuarto le helaba la espalda”, leo Dublineses en la traducción de Guillermo Cabrera Infante. “Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida (…). Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose”, añade.

“Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".

Es el fin.

Colofón. "Perderse a sí mismo. Si uno se ha encontrado a sí mismo, debe saber perderse de vez en Nosferatusombramurnau-e1270568524736cuando y luego volverse a encontrar...", dice Friedrich Nietzsche.

Releo el arranque y el final de El caminante y su sombra (1879). En esta obra, el filósofo alemán comienza a expresarse ya como "espíritu libre", como un ser que se desembaraza de las pertenencias y de las esclavitudes morales, como un individuo que no teme perderse. Todo son amenazas, incluso él mismo o su sombra.

"Ésta es aún la hora de los individuos", dice hacia el final. Tiene prisa por afirmarse. Todavía es joven pero el mundo puede acabarse ya, en este mismo instante.

Entre glaciares y lagos suizos Nietzsche anota. Está solo. O eso cree:

La sombra: Como hace tanto que no te oigo hablar, quisiera darte una ocasión para ello.

El caminante: Alguien habla: ¿dónde?, ¿y quién? Casi me parece oírme hablar a mí mismo, sólo que con una voz aún más débil que la mía. La sombra (tras una pausa): ¿No te alegra tener una ocasión para hablar?

El caminante: Por Dios y por todas las cosas en que no creo: mi sombra habla; lo oigo, pero no lo creo. La sombra: Admitámoslo y no cavilemos más sobre ello; dentro de una hora todo habrá acabado. (...)

El caminante: ¿Qué debo hacer?

La sombra: Camina entre esos pinos y mira en torno las montañas; se pone el sol.

El caminante: ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?

Hemeroteca

Justo Serna, Reseña de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. Barcelona, Seix Barral, 2010

Alejandro Lillo, Reseña de La humillación, de Philip Roth. Barcelona, Mondadori, 2010

Javier Marías, Los enamoramientos...

Por: | 04 de junio de 2012

LosenamoramientosCero. Mi reseña de Los enamoramientos (2011), de Javier Marías, figura en primer lugar de los miles y miles de páginas que Internet registra sobre dicha novela. No es gran mérito. Ojos de Papel funciona. Y un servidor --que no el servidor-- se atiene a lo prescrito. Con legítimo orgullo, no obstante, les reproduzco el texto y el enlace que lleva a dicha revista. Vivir para ver. Ésta es la glosa que publiqué hace un año y pico. Ustedes perdonarán esta fanfarronada.

Uno. Empecemos con una crítica, tal vez muy del gusto del articulista Javier Marías: vivimos en época de brevedad y fragmentación, de urgencias y levedades, de falta de atención. Enseguida nos cansamos y dejamos de mirar, de inquirir. Los empeños cotidianos se nos multiplican y las prisas nos angustian. Toda clase de estímulos perturban nuestra vigilancia y nos distraen. En esas circunstancias, observar con detalle y conjeturar sobre lo que vemos es tarea difícil: muchas cosas nos incitan a cambiar de objeto o de curiosidad. Nada parece durar y si algo permanece, pronto nos aburrimos: todo se nos hace cuesta arriba. Tomémonos en serio la metáfora. Vivir es sortear o salvar obstáculos. Como leer. Para alcanzar la meta hay que poner tesón y proseguir, hacer ejercicio y oxigenarnos. Cuando conseguimos vencer esa resistencia, cuando logramos llegar con bien y complacidos, tras páginas y páginas, entonces nos sentimos dichosos y hasta eufóricos. Pero entonces, justamente entonces, ya todo está consumado. ¿Qué es llegar a la meta sino morir? Retengamos esta imagen. Eso es lo que se nos cuenta en Los enamoramientos, de Javier Marías, y esto es lo que nos pasa.
En el momento de redactar estas líneas, la novela del escritor madrileño va por la segunda edición. En tres semanas se han despachado cien mil ejemplares y encabeza la lista de los libros más vendidos. ¿A qué se debe este éxito? Sin duda hay una buena, una excelente promoción. Pero sobre todo hay dos cosas más. Primera: numerosos lectores fieles a Javier Marías, que han ido creciendo en número y en adhesión, compran la obra. Una nueva novela de autor predilecto será siempre convenientemente recibida. Bien mirado, este argumento no tiene sentido: una novela decepcionante es lo que peor perdonan los lectores devotos de un autor reconocido. ¿Entonces? Segunda cosa a añadir: la novela confirma las expectativas y por tanto corrobora lo que del escritor se espera. Este factor es determinante.
Ésa es la impresión que me causado. He leído Los enamoramientos con placer, con interés creciente y con inquietud, sin aparente esfuerzo, como si subiera una cuesta larga pero no empinada: como si no tuviera cuatrocientas páginas. El resultado es reparador y a la vez asfixiante: al final, cuando salimos de la novela, tenemos la impresión de que hemos llegado a la cima, sí, pero todo lo que creíamos ver está envuelto por la bruma. No tenemos seguridad de lo que hay más allá o de lo que hemos visto o entrevisto. Vamos adentrándonos poco a poco, con brújula, con paso errabundo y reflexivo, como suele decir el propio Javier Marías de su arte narrativo, y a la postre avanzamos con tiento y un poco a ciegas, con escasa luz. El lector, este lector, no sabe qué se va a encontrar a la vuelta de la página. Pero, además, ratifica la impresión de que el autor tampoco sabe gran cosa de lo que se avecina, de lo que va a resultar, cuando escribe y va concibiendo la novela. Es cuestión de esperar, de estar atentos y de ver qué puede ocurrir. Se trata de observar y de no cansarse al primer obstáculo, de no molestarse a la primera digresión o al primer inciso. ¿Y por parte del novelista? Es cuestión de ser coherente con los datos que proporciona: de ser congruente con las informaciones que va dando de cada uno de los personajes, de su pasado y de su presente.
Cuando hemos llegado al final, cuando completamos la historia que se nos cuenta y de la que en principio nada sabíamos con certeza, este lector lo admite: sale convencido e inquieto, como decía. ¿Por qué razón? Porque cuando creía leer una historia de levedad con toques humorísticos comprueba que ha leído una historia de gravedad y muerte con sarcasmos muy dolorosos. De entrada, esta revelación personal que hago no tiene interés alguno. Al fin y al cabo, lo que suceda a uno no es predicable para todos; tampoco significativo. Pero lo declaro porque Marías no me tenía ganado de antemano: debía convencer a un lector que lo sigue desde hace muchos años, un lector que lo ve venir. De nuevo, con los mismos recursos y con otra historia diferente, Marías persuade. ¿Y cuáles son esos recursos? La prosa demorada, de período amplio y de sintaxis retorcida, con su ritmo envolvente y quebrado, su discurrir parsimonioso, sus divagaciones, sus rodeos, sus amplificaciones. Marías aturde y a la vez nos hace reflexionar valiéndose de la elocuencia, de una locuacidad que se reparte entre los distintos personajes que hablan, cuyos discursos se reproducen en estilo directo, en estilo indirecto o en estilo indirecto libre: todos atentos a los indicios, a lo que se ve o entrevé o se barrunta; y todos convocados por una narradora, María Dolz.
Marías nos hace reflexionar en espera de lo que pueda suceder. ¿Y qué va a ocurrir? Ah. Que avancemos sin saber lo que va a pasar, que el escritor no tenga el mapa completo de su mundo de ficción, no significa que quepa cualquier cosa. Yo no veo trampas en Marías, sino el enrevesamiento propio de la vida. ¿De qué va la novela?, pregunta el curioso lector. Como dice Javier Díaz-Varela, un personaje importante de Los enamoramientos: “lo que ocurre en ellas [en las novelas] da lo mismo y se olvida una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios”. O como añade más adelante este mismo personaje: “la ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da”.
A lo largo de la novela meditaremos sobre el amor y sobre el estado del enamoramiento: sobre las trampas que una mujer enamorada puede tenderse, sobre los esquivos encuentros con quien es objeto de esa pasión intermitente. Meditaremos sobre la traición y la amistad, sobre la delación y la impunidad, sobre lo que sabemos o no sabemos, sobre lo que retenemos y extraviamos cuando los otros ya no están, sobre la muerte. Porque este último asunto, la pérdida de quienes nos son más cercanos o nos son más importantes es la clave de esta obra y, casi siempre, el motivo constante de Javier Marías. Ya lo era en Todas las almas (1989), en Corazón tan blanco (1992). Como la traición ya estaba presente en El siglo (1983). Ahora en Los enamoramientos, una y otra vez vuelve sobre la disipación, sobre la desaparición, sobre la difuminación. Bien mirado --parece decirnos este novelista-- es raro que aceptemos la muerte de quienes nos han ido conformando. No sólo los padres o los consanguíneos y afines, sino también esos otros individuos que sin tratarlos habitualmente estaban en nuestro paisaje. Creemos que sólo nos importan unas pocas personas y no es así. De repente, cuando los desconocidos o vagamente conocidos ya no están, cuando han muerto o nos han abandonado, descubrimos que también ellos formaban parte de nuestro entorno emocional. Aceptemos, pues, a quienes nos rodean y tratemos de pensar la vida sin ellos. De inmediato comprobaremos que la existencia es una continua amputación. ¿Cómo es posible vivir así, sin ellos?
María Dolz trabaja en una editorial y se codea con escritores. Su vida, la existencia de esta mujer de treinta y tantos años, es rutinaria y previsible. Cada mañana, antes de entrar a la oficina, desayuna en una cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara, en Madrid. Es un hábito saludable, pero no por la dieta, sino por la alegría que algunos parroquianos le dan. Todos los días, un hombre y una mujer hacen lo mismo que ella: desayunan antes de separarse. Parecen profesarse todo el amor, una ternura sin énfasis, sin ostentación. Ríen, sonríen y susurran con complicidad, con dicha. María los ve desde una mesa cercana y su satisfacción crece. Envidia su felicidad y a la vez les agradece interiormente el contento que le procuran. Hay personas que nos confortan, que nos infunden optimismo. Su simple presencia nos anima y nos ayuda a sobrellevar lo ordinario y lo repetido, que es el grueso de la existencia. Expresamente no hacen nada por nosotros, pero ese deleite que las envuelve, su dinamismo, su energía sensata o su placidez nos alivian de tanta carencia, de tanta duda, de tanto ultraje secreto o manifiesto que padecemos.
Observemos la fotografía de la cubierta. Es la imagen misma del optimismo y la felicidad. Pertenece a Elliott Erwitt, célebre retratista de la agencia Magnum. Es muy preciso lo que en una página Erwitt dice de su arte y eso que dice es muy pertinente para el caso de esta novela.
“Uno de los resultados más importantes que se pueden conseguir con la fotografía es hacer reír. Si además se altera la risa con las lágrimas, como ha hecho Chaplin, se logra la conquista más importante. Yo no apunto forzosamente tan alto, pero reconozco que se trata del objetivo supremo”.
En parte, eso es lo que nos confiesa María, la narradora de Marías. En una página de la novela leemos sobre esta gran verdad:
“Hay personas, que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas”.
Y sigue: “Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores cargantes”. Más aún: era explícito “lo bien que lo pasaban juntos”, esa pareja tan elegante y cordial, risueños y simpáticos, pero no empalagosos ni edulcorados. De facciones gratas y expresión afectuosa, él lucía hoyuelo en su barbilla. Aún lo recuerda con precisión y todo detalle. Ambos sólo cruzaron con María Dolz “alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás prolongada”. Sentada a una mesa de la cafetería, cerca pero no lo suficientemente cerca, la narradora los veía hablar. Hablaban, en efecto, y María se preguntaba de qué hablaban, pues “su conversación sólo me alcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas”. Trozos de una totalidad que se desconoce, cachitos de un entero que se ignora. ¿Qué significaba todo aquello, todas las voces malamente captadas, expresión de una felicidad ajena? La narradora y esa pareja nunca llegaron a hablar: apenas un par de gestos de reconocimiento o una ligera inclinación de cabeza. Y de repente, él muere.
Miguel Desvern o Deverne –pues hay dudas sobre su apellido—aparece fotografiado “en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en muerto”. ¿Quién lo ha acuchillado? Por lo que cuentan las crónicas contradictorias de los diarios, el autor del crimen lo hizo “por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente”. ¿Por su libre voluntad? ¿Inducido? Buena parte de la novela es una profunda disquisición sobre este particular y es también una inquietante reflexión sobre la conducta de los vivos, de los que permanecen. ¿Qué hacemos los que quedamos? Los deudos pronto olvidamos a nuestro muerto “y nos limitamos a darlo de baja”. Pronto nos acostumbramos a su falta. “No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos”, se dice María Dolz. La narradora, precisamente, se resiste a olvidar a esta pareja rota, que ella denominó la Pareja Perfecta, a estos seres --Miguel Desvern o Deverne y Luisa Alday-- que le daban contento cada mañana mientras todos ellos, en sus respectivas mesas, desayunaban en aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara, un suspiro o un alivio matutinos de felicidad, de felicidad conyugal.
¿Y las lágrimas, las lágrimas de la pareja que Elliott Erwitt no retrata en su bellísima instantánea? ¿Qué pasará cuando alguna de esas personas ya no esté? ¿En qué desamparo nos dejará? ¿Averiguaremos qué fue de ella? Y, en el caso de que entonces sepamos cosas que ignorábamos, ¿cuál será nuestra actitud? Los individuos somos seres decepcionantes. Pero no porque afectemos ser lo que no somos; no porque nos equivoquemos con las apariencias. Somos decepcionantes porque continuamente decimos --y nos decimos-- lo falso; porque constantemente mentimos --y nos mentimos— con lo obvio, porque queremos aferrarnos a unas esperanzas que tienen mucho de quimeras. Creemos vivir como adultos, con soberanía y competencia, y resulta que pronto, bien pronto, descubrimos que somos dependientes de personas con las que ni siquiera tenemos trato cercano o íntimo, personas tan inconstantes o tan inestables como nosotros. La red de sociabilidad humana es verdaderamente asombrosa. ¿Cómo es posible que nuestras relaciones se basen en tantos supuestos y en tantas expectativas precarias?
El personaje principal de Los enamoramientos, María Dolz, cree vivir una experiencia de la que sabe lo básico, pero la pareja con la que no trata, los asuntos de los que hablan y los avatares de que participan son confusos, imprecisos, de significado incierto. Al menos para ella y por tanto para nosotros, dado que María es quien nos precisa los hechos y su interpretación. No es un problema de la novela. Es el objetivo de la novela. En este sentido, es una obra de gran realismo. En la vida suelen ocurrir muchas cosas. En las novelas, normalmente también: aunque hay datos no dichos, elipsis que abrevian, saltos en el tiempo, también en ellas se nos proporcionan muchas informaciones sobre hechos numerosos que pasan en el interior de esas ficciones. Los medios de comunicación nos han habituado a este modo de ver y de vivir lo real. La sucesión, la acumulación y la concurrencia de acontecimientos nos parecen lo evidente, lo natural. Todo ocurre a la vez y todo está pasando. Ese vértigo informativo es a la vez saturación.
¿Pero qué pasa cuando acotamos y a la vez profundizamos, cuando detallamos y reproducimos el transcurso del tiempo? Me refiero al tiempo real que pasa lentamente en un presente continuo en el que hay hechos y conjeturas sobre acontecimientos escasos. Si lo pensamos bien, así ocurre en nuestras vidas. Nos pasamos una parte importante de la existencia en suspenso, mudos, especulando: vaticinando lo que aún no ha ocurrido y no es presente. O nos pasamos una parte sustancial de la vida fantaseando, sopesando y columbrando lo que es pasado y ya no tiene remedio. O sí, porque los hechos dependen de sus relatores, de la historia que da significado a los acontecimientos que evocamos. Así lo decía Marías en Mañana en la batalla piensa en mí (1994) y en Negra espalda del tiempo (1998).
María Dolz reconstruye parte de esos hechos pretéritos mientras vive azarosamente un amor que nunca será conyugal. Es propiamente un enamoramiento, algo más ligero, provisional o imprevisible… La narradora será informada por su partenaire con sinceridad o con doblez, sin que nunca ella pueda asegurar la verdad del relato recibido. Amará sin esperar gran cosa; seguirá trabajando en la editorial sin dejar de detestar a los escritores, tan maniáticos y hasta pendencieros, tan involuntariamente cómicos. Pero sobre todo María Dolz cavilará y reconstruirá para nosotros los lectores lo que cree que otros personajes piensan, dicen o hacen. Presumirá constantemente, predecirá retrospectivamente. ¿Por qué razón? Porque sabe poco y lo poco que sabe es incierto, equívoco y posiblemente falso o engañoso. La novela es, pues, un relato posible, una reconstrucción virtual de lo que pudo ocurrir. María se esfuerza en dar significado a las cosas y para eso tiene tratos con algún amigo cercano de Miguel y de Luisa: con Javier Díaz-Varela, ese a quien antes mencionábamos. Es éste un personaje de rasgos reconocibles que yo aquí no desvelaré. No es escritor pero frecuenta a literatos, a profesores de literatura (como ese Profesor Rico a quien ya veíamos en Tu rostro mañana, 2002-2007). Y tendrá tratos con Ruibérriz de la Torre, vinculado a Díaz-Varela y a la postre un tipo chulesco e impulsivo (que ya conocíamos por Mala índole, 1998).
Con Díaz-Varela y con Ruibérriz, con sus presencias reales, María vive una historia distinta, una historia propiamente humana, dudosa, sin compromisos firmes y con miedos: te doy para que me des; te digo para que me digas. Buena parte de la novela es el diálogo que mantienen María y Javier. Lo narra ella, pero reproduciendo largos pasajes en estilo directo. Así, los lectores accedemos o creemos acceder a lo que Javier sostiene y defiende. Es un tipo de verbo inflamado que sermonea, que discursea, que incluso conferencia privadamente; un tipo que se vale de ejemplos literarios (Balzac, Dumas) para ilustrar sus pláticas. ¿Por pedantería? No es una afectación o una impostación: simplemente, él es así. Vive la literatura como si las novelas fueran exámenes potenciales y de ellas extrae enseñanzas. Pues bien, todo lo que leemos y todo lo que María dice que dice Javier gira en torno a Miguel y a Luisa… María escucha y literalmente se embelesa. Ha de hacer esfuerzos para no dejarse atrapar por esa labia, por esos labios. Ha de hacer esfuerzos para no dejarse derrotar por la contundencia expresiva y corporal de Ruibérriz. Ella misma, después, nos contará las cosas con elocuencia, con extensión, pero sin discursear. Ella misma reproducirá para nosotros los largos parlamentos de Javier.
En esta novela hay ironía y hay desenvoltura, una expresión que se dilata y una reflexión sobre unos cuantos asuntos, una reflexión que se precipita en honduras. Hay palabras que vuelven como un ritornello --y al repetirlas adquieren resonancias nuevas-- y hay una corriente de conciencia, una especie de monólogo y una confesión que informan y dan sentido: nos intrigan, nos hacen suspender el ánimo, en espera de lo que va a ocurrir o del significado real de las cosas. El lector no sabe y el autor parece saber menos que su narradora. María nos cuenta los hechos manifestando su sorpresa y confesando sus estados de ánimo, siempre pasajeros y sucesivos: conforme los incidentes suceden y se precipitan. Pero no hay vértigo de los acontecimientos… La prosa de Los enamoramientos activa un mundo calmo de gentes distraídas, atentas o preocupadas que toman decisiones, que realizan acciones, algunas punibles. O no. Sus páginas conforman un espacio suspendido, algo borroso, en el que los personajes entrevén y prevén, presumen y suponen, charlan y engañan.
Leemos algo que María nos cuenta y de cuya veracidad no tenemos pruebas. Relata y por ello creemos acceder a su intimidad. ¿Pero con qué fin narra esto que ahora leemos? ¿Por qué verbaliza lo que ve? ¿Por qué dice lo que siente, experimenta o sospecha? No sabremos la razón. Pero narrar siempre es un alivio, una forma de descargar lo que pesa o daña; o es un forma de justificarse, de legitimarse, de racionalizar lo que hicimos o dejamos de hacer. ¿Cuánto hay de verdad en este cuento de María? La narradora cree haber hecho cosas de las que se arrepiente o cree que ha dejado de hacer cosas que debería haber realizado. Todo eso nos lo detalla. Es, pues, muy precisa, pero al mismo tiempo confía en que ciertos hechos no se destapen, no se revelen. Confía en que determinados actos y pensamientos queden sin saberse. “No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es norma”.
Hay una constante en Marías: en esta novela y en otras suyas. Es el ocultamiento que indebidamente se ha revelado o amenaza con destaparse, un secreto que casi siempre se refiere a la muerte. Con frecuencia, el incipit en Marías ya adelanta el asunto: la revelación del arcano y la referencia a la muerte. Hagamos una breve enumeración de esos inicios. Empecemos con Corazón tan blanco:
“No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados”. Prosigamos con Mañana en la batalla piensa en mí: “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere --si no tiene tiempo de darse cuenta-- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa.
Y concluyamos con Tu rostro mañana:
“No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo”.
Ahora, en Los enamoramientos, el motivo de la muerte también se sabe desde el principio:
“La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida...”
Pero la necesidad de ocultar es algo que sólo aparecerá más adelante conforme avancemos en el desarrollo de unos acontecimientos confusos o que la narradora ve o quiere ver como confusos. ¿Por qué? Repitamos lo que dice: que ciertos hechos civiles queden olvidados. Esto es, en la impunidad. ¿Pero, entonces, cómo es que leemos esta larga confesión? En principio, ella misma se dice: nadie va a juzgarme; tampoco hay testigos de mis pensamientos. ¿Cómo que no hay testigos? Eso no es exactamente así: la novela que ahora leemos es una exposición de dichos pensamientos. Nosotros somos cómplices. Lo evidente y lo enredado nos llegan gracias a ese caudal escrito, a ese torrente de revelaciones seguramente inexactas.
En primera persona, el yo narrador confiesa y expone, parafrasea a otros personajes y reproduce conversaciones. Pero sobre todo reconstruye hipotéticamente los actos, los pensamientos y los sentimientos de terceros: conjetura sobre lo que ellos mismos han podido conjeturar, de modo que nos hace ingresar en un mundo evanescente de círculos concéntricos; en un mundo hecho de posibilidades y de probabilidades --de actos y de significados potenciales--; en un mundo del que lo ignoramos casi todo y del que intuimos o sospechamos mucho más. El yo que habla supone y presupone con atención despierta o con recelo. Es una persona impresionable, también sugestionable, muy dada a profetizar lo que ya ha ocurrido. No sabe mucho de lo que ve: la muerte o su simple amenaza la dejan desamparada. Cavila y se abandona a reflexiones interminables, a presunciones.
Y el lector, tras cuatrocientas páginas, lamenta el fin, el cese de una narración que bien podría habernos llevado a una novela aún más extensa y meditabunda, a un cuento largo de intimidades que nos están vedadas. Cotilleamos, pues. Hay melodrama y hay suspense, hay una historia de amor no correspondido y hay costumbrismo, paradójico costumbrismo: una radiografía borrosa de almas que son fantasmales, sombra o voz. Todo transcurre en Madrid, en una novela “no necesariamente castiza”. Allí aparecen tipos locales y bien característicos, gentes inestables y poco constantes a las que también dañan el desaire, la traición, la pérdida. Es, pues, un retrato muy preciso. ¿O es más bien un autorretrato? ¿De quién?

Leer la reseña original en Ojos de Papel.

El País

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