Philip Roth obtiene el Premio Príncipe de Asturias. Lo descubrí gracias a Antonio Muñoz Molina. Después siempre me lo recomendó Rogelio López Blanco. A Roth le debemos páginas memorables, entre ellas El lamento de Portnoy (1969). Sin embargo, quiero recordar ahora otra novela más reciente, pero no menor: una obra que se me señaló expresamente Alejandro Lillo: La humillación (2010). La leí con inquietud. Con perturbación. La literatura fertiliza, confunde los marcos y mezcla los autores... Aún me acuerdo.
El caminante y su sombra
Uno. Uno puede leer novelas para entretenerse, para pasar el rato: para distraerse o para distraer el tiempo. O uno puede leer novelas para experimentar sin riesgo, pues la ficción no es vida real, sólo un marco de posibilidades que no se cumplen. O uno puede leer para probar lo que jamás ha conocido, esas audacias a las que no se atreve.
Siendo un muchachito, yo disfruté mucho con Huckleberry Finn, de Mark Twain. Me sorprendió lo timorato que podía ser: que yo podía ser. Admiraba a ese joven americano que era capaz de adentrarse por todos los senderos, de sobreponerse a todos sus miedos. Siempre con osadía y sin temer su sombra. Algo aprendí de su coraje.
Es muy saludable leer así: te quita de ti mismo y te hace estar en lugares que jamás has visitado o en sitios que no sueles frecuentar. Te quita de ti mismo, es decir, te rebaja el narcisismo: el espejo te refleja una imagen que no es exactamente la tuya y eso te obliga a mirar bien los perfiles, a escrutar a ese que tienes ahí enfrente, en esas páginas que no relatan tu vida, sino una existencia probable, verosímil, una experiencia que bien podría haber sido la tuya.
Como no lo es, has de sopesar qué hace ese tipo en circunstancias en las que podrías haber estado tú. Sospesas y finalmente sospechas. Somos personajes nimios, previsibles, decía Adolfo Bioy Casares. Siempre acarreamos nuestro propio fardo; y los hechos por los que hemos tenido que pasar son el lastre inevitable. Qué le vamos a hacer, nada podemos hacer.
Menos resignación, menos lobos: sí que podemos hacer. Imaginarnos de otro modo. Por ejemplo, en ocasiones fantaseamos con un nuevo principio de las cosas, con un comienzo diferente, aún impredecible, un curso distinto con una existencia diversa. La madurez confirma parte de nuestras expectativas y a la vez niega otras que sólo eran potenciales, vidas posibles que de materializarse habrían multiplicado nuestra existencia ya consumada y exactamente previsible.
Creo que, de adultos, leemos para rehacer nuestras vidas o, al menos, para examinarnos indirectamente, para contrastar, para comparar lo que somos --ese ser limitado y ya declinante-- con lo que otros son. De los otros reales, de nuestros contemporáneos, sabemos poco: la intimidad nos protege y, por tanto, de ellos sólo conocemos una parte ínfima. Pensamos, conjeturamos, anticipamos. Muy poco es lo que se verbaliza de ese mundo interior. Es decir, hasta para los íntimos, los pensamientos son un arcano. Cada uno de nosotros lo es. Si perdiéramos las barreras que nos hacen sociables --la hipocresía--, la vida sería ciertamente transparente y, uf, invivible.
Sólo aceptamos la verdad hasta cierto punto: lo que nos hace convivir es la mentira socialmente tolerada o la verdad que nos conviene, según señalaba Friedrich Nietzsche en Verdad y mentira en un sentido extramoral (1873). Y lo que nos hace mutuamente accesibles y aceptables es el papel que cada uno de nosotros representa: en realidad, los papeles, así en plural, pues uno mismo ejerce de varón, de padre, de esposo, de hijo, etcétera.
La dramaturgia es una metáfora de la vida social que los sociólogos han empleado con frecuencia (al menos desde Erving Goffman) y no es una torpe descripción de lo que hacemos: ya Calderón de la Barca
nos lo dijo. En cada espacio representamos uno o varios papeles, tenemos caretas que nos sirven para mostrar lo que somos y tenemos disfraces para adaptarnos a la situación. ¿Hay un ser originario y prístino que pueda salir sin máscaras? De cuando en cuando fantaseamos con esa posibilidad. Mira lo que la vida ha hecho de ti: te ha recubierto de una segunda o tercera piel. Ojalá pudieras arrancarte todos estos afeites.O la piel a tiras...
Es posible que tengamos excesivos ropajes encima, muchos maquillajes, pero es improbable que podamos quedarnos desnudos y desollados para sentirnos más felices y mejores, aquéllos que éramos antes de corrompernos o embadurnarnos. Es una idea bella pero loca o inocente.
Tenemos disfraces o respetamos las reglas de la hipocresía para poder tratarnos sin grave amenaza. No saludamos dándonos la mano para mostrar que no vamos armados. Es un énfasis gestual. En realidad, no hay garantías.
Igualmente, nos callamos una parte esencial de lo que cavilamos e incluso nos callamos para nosotros mismos: esos pensamientos locos, absolutamente disparatados, negativos, positivos o fantasiosos no los decimos en voz alta. Si los dijéramos nos asustaríamos.
En el análisis de Sigmund Freud, el diván vale para tumbarse, para relajarse, para destapar lo que ha estado oculto o en silencio o en penumbra, para exhumar lo que no podría decirse sin escándalo. Otra vez, las sombras.
Observo uno de los grabados que Gustave Doré dedicó a El cuervo. Me fascina el episodio: sólo vemos sombras, o al menos esa penumbrosa realidad es lo significativo. Un caminante de la vida parece caído junto a un sillón. No es un diván exactamente, pero es un asiento confortable en el que el protagonista del poema de Edgar Allan Poe bien pudo fantasear sobre sí mismo, sobre lo que el ave representaba, sobre la vida breve, sobre las amenazas que se ciernen sobre nosotros.
Dos. Me gusta relacionar una cosa con la otra y esa otra con otra más, en un sinfín de referencias y ecos. Lo aprendí del maestro de la referencia y del Eco: Umberto. ¿Para obtener qué cosa? ¿Acaso para exhibir erudición? No, la erudición es una propiedad magra, escasa, siempre amenazada de ruina o escasez, sobre todo en una época en la que ya no podemos pretextar ignorancia: cualquiera con acceso a Google puede alardear de conocimientos recientes o enciclopédicos. Además, quien se vanagloria de su patrimonio erudito, ese fardo que tanto le pesa al paseante, no puede avanzar realmente. Debe acumular más y más, quedando fijo y atrasado, sin vida: eso decía Nietzsche en dos de sus Consideraciones intempestivas.
En realidad, la erudición algo demente que hoy me guía, este despliegue de ideas seguramente banales que a alguno irritará, es el placer de la lectura, de la cultura gráfica, de la memoria visual, las relaciones que entre las obras culturales se establecen, relaciones que dependen del parentesco que apreciamos u observamos.
Las novelas --pero también las películas-- nos sirven para imaginarnos en las circunstancias de seres que se nos asemejan. Toman decisiones, cometen errores, se atreven. ¿Cuáles son las consecuencias? No me gustan las novelas con moraleja explícita, aquellas en las que queda claro y sin matices qué es lo bueno y qué es lo malo. Me gustan aquellas narraciones con sombras en las que los efectos de lo que se hace son ambivalentes, quizá aceptables, tal vez perjudiciales, al menos en un cierto sentido. La vida nos da muy pocos datos y el futuro será algo siempre dudoso.
Conforme cumples años, crees que todo está ya más o menos confirmado, lo bueno y lo menos bueno. Compruebas que, a la postre, esa vasta gama de posibilidades que eras cuando empezaste --o que creías que eras-- ya no es más que una versión limitada de lo que potencialmente querías ser, un caminante con una escuálida sombra. ¿Te vives como un fracasado? No te precipites, te dices.
Lee novelas y examina qué hacen otros que están como tú o que, siendo muy diferentes a ti, también experimentan dudas corrosivas, paralizantes, las dudas de la edad tardía. Y no hablaré ahora de la novela de Luis Landero, los Juegos de la edad tardía (1989), que tanto me emocionó y sobre la que me extiendo en Héroes alfabéticos (2008). Hablaré de un par de novelas cuyas recensiones publica
Tres. En Ojos de Papel (abril de 2010) acaban de aparecer dos reseñas que tratan de libros relacionados con esto, con lo poco que sabemos, con lo que hacemos para representarnos ante los demás: de lo confuso que es siempre todo. Ambos volúmene son dos novelas. Una, de Phillip Roth, La humillación (2010); y otra, de Enrique Vila-Matas, Dublinesca (2010). La primera reseña la firma Alejandro Lillo; la segunda reseña la firmo yo mismo. Son dos ficciones recomendables, seguramente menos grandiosas de lo que algunos comentaristas han dicho, pero son dos inspecciones clínicas de gran interés.
Dos personajes que han llegado a la sesentena cambian sus respectivas vidas. Toman decisiones. O algo grave les sucede. El resultado es que el porvenir de la vejez ya no va a parecerse a lo que fue su presente maduro y activo. No son pensionistas que hayan perdido su trabajo, sino individuos que sobrepasan los sesenta años con una existencia que se trastorna por algún motivo. Son también tipos que han triunfado, pero a la vez tipos cuyos éxitos ya no lo son o ya no se ven como tales. Sus respectivos mundos, consumados, materializados, pueden valorarse ahora como fracasos o como fraudes. Han dedicado muchas energías a hacer algo en lo que parecían tener habilidad o fortuna y resulta que eso que hacían o ya no les vale o ya no saben hacerlo.
En ambas novelas, las cubiertas españolas son bien significativas. Los libros no son textos; son artefactos materiales, ya lo sabemos, y eso significa que todo cuenta. En primer lugar, el reclamo editorial.
En La humillación --cuyo protagonista es un actor que tuvo gran éxito y ahora está bloqueado, asustado, quizá convencido de su incapacidad paralizante--, la ilustración de la cubierta es un sencillo dibujo (idéntico al original de Milton Glaser): un escenario sobre el que se arroja un chorro de luz, ese foco que alumbra al personaje que no está. No vemos a nadie sobre las tablas y esa luz, que tan poco ilumina, deja en penumbra prácticamente todo, hasta el rótulo de la novela: las letras del título y del autor están en parte sombreadas. Precisamente eso es lo que examina Alejandro Lillo con gran acierto. Leí su reseña antes de que se publicara. Me gustó tanto que le pedí la novela. Mejor dicho, fue él quien amablemente se adelantó a prestármela. La lectura de la narración confirma su crítica punto por punto. La sombra, lo no dicho, lo oculto, lo que ignoramos, es lo relevante de esta obra que Lillo desentraña con mano maestra.
En mi caso, leí Dublinesca, de ila-Matas, la gran novedad española de la próxima Feria del Libro, totalmente hechizado por la fotografía de su cubierta (Archives du Teme Art/ Photos12/Alamy). Mi reseña empieza así: "Los faldones se agitan como si de una capa se tratara. Un individuo, elegantemente vestido con sombrero y abrigo, corre. Parece tener prisa aunque muestra una cierta vacilación. Lo vemos desplazarse extendiendo la mano izquierda, como si con ello quisiera tener cerca un punto de apoyo, una pared a la que poder asirse en caso de traspié. La fotografía, muy inspiradora, sirve de ilustración a la cubierta de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. Es una imagen en blanco y negro de perfiles imprecisos. Encierra un
enigma: alguien marcha apresuradamente, con inseguridad, tanteando lo que se le viene encima, lo que es referencia o estorbo, orientación u obstáculo. El retrato podemos tomarlo como un reclamo gráfico, como una invitación a adentrarse en la nueva novela de Enrique Vila-Matas. ¿Es sólo ornamental?". Otra vez es la sombra lo que también destaco en esta reseña.
Tres. He recibido estos días algunos correos electrónicos, relacionados con la columna que dediqué al cementerio y relacionados con mi reseña de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. En concreto, una persona me pregunta que por qué no digo nada de los modelos de editor en los que se inspira el novelista catalán.
Dublinesca está protagonizada por un editor barcelonés, Samuel Riba, en el que pueden hallarse rasgos o actos de Carlos Barral, pero sobre todo de Jorge Herralde o incluso de Jaume Vallcorba. Aprovecha este corresponsal para preguntarme por mi impresión de la novela. O, en otros términos, que por qué no digo si me ha gustado o no la obra. Estas palabras me han recordado una conversación que tuve el otro día con un colega sobre este mismo asunto. ¿Responderé a ambas cuestiones? Desde luego no son los asuntos que más me interesan de la novela, de las novelas.
A la hora de hacer una reseña, que a mí me guste poco o mucho una narración es algo finalmente secundario; al igual que es irrelevante leer una novela bajo sospecha, como un roman à clef, como un relato en clave. A la postre, lo importante es ver cómo funciona, de qué recursos se vale y, en todo caso, saber dar con la clave (ahora sí) de lo que allí se nos cuenta. La clave --insisto-- no es el subtexto implícito, sino aquello que puede perdurar de la novela una vez pasen la actualidad, lo novedoso o la moda.
De Dublinesca se ha destacado en muchas reseñas lo que el propio autor ha divulgado en la promoción: que si es un homenaje a James Joyce y al Ulises, que si el protagonista real es Samuel Beckett. Sin duda, el rostro anguloso de Beckett, su figura filiforme, su creciente laconismo hasta llegar prácticamente al silencio, todos esos elementos, están presentes en la novela de Vila-Matas. Estamos en una novela aparentemente terminal, la de un editor que ve inútil su trabajo, que ve acabado su tiempo. El protagonista es un hombre paralizado por el curso de los acontecimientos, por la marcha de un negocio que ya no es cultura. Todo parece haber acabado. Sin embargo, aún le queda algo que representar, y lo digo en el sentido teatral del término. Le queda vivir en la ficción de una ficción, hacer real lo que empezó o acabó en el Ulises. ¿Es un artificio?
Vivir la novela o el teatro como algo que se te infiltra hasta desplazar los hechos reales puede ser un delirio, sin duda. Pero puede ser también un modo de examinar el mundo, de hacerlo propio, de analizarlo con mayor lucidez. ¿Delirio o lucidez? Simon Axler, el protagonista de La humillación, es un actor paralizado, también en la vejez, aquejado de impotencia profesional o de ridículo vital. Deja de representar en las tablas. ¿De verdad deja de representar en la vida? Samuel Riba, el personaje de Dublinesca, quiere representar un papel previsible en Dublín, el Bloomsday. Como otros, también quiere estar el 16 de junio para convertir la capital irlandesa en un espacio literario, sólo literario. ¿Repetición? ¿Repite un papel? ¿Hay algo nuevo que allí se pueda hacer, decir o representar?
Chiripa. Volvamos a La humillación. Cuando llega a la sesentena (sesenta o sesenta y cinco o sesenta y seis años...), Axler se siente un actor fracasado, con falta de latento, absolutamente desorientado.
Vive una existencia en la que todo es chiripa o frágil azar. Tanto, que se siente fraudulento, embustero, sin base: algo que le sobreviene con la edad, justamente cuando tiene mayor experiencia y mayores logros. Se observa con tristeza, vulnerable, como cualquier persona infeliz. O quizá como cualquier individuo que confirma que todo continuará igual cuando muera. Es un agravio corroborar esto: que nuestra muerte supondrá gran alteración. Como es un agravio sentir que nuestros próximos tal vez estén representando un papel. O envidiándonos. ¿Y quién no representa un papel? ¿Y quién no envidia? Quizá una vida rehecha a los sesenta y tantos le salve, eso piensa Axler. O no. Representar acaba vaciándonos, parece decirnos Roth. ¿Pero acaso podemos dejar de actuar?
A Portait of the Publisher as an Old Man. Leo en las páginas 178 y 179 de Dublinesca: "...«Pronto cumpliré sesenta años. Desde hace dos me persigue la realidad de la muerte al tiempo que me dedico a observar lo mal que va el mundo. Como dice un amigo, todo se acabó, o todo se está acabando (...). Y yo ya sólo puedo dedicarme a intentar respirar, abrirle el máximo de espacios posibles a los días que me quedan, tratar de ir en busca de un arte de mi propio ser, de un arte que tal vez pueda perfeccionar algún día haciendo inventario de los que fueron mis principales errores como editor ».
Releo una página del Retrato del artista adolescente (1916) en la traducción ya clásica de Dámaso Alonso. Las palabras que retengo parecen el negativo exacto de lo que dirá Riba a comienzos del siglo XXI. En el Retrato estamos a principios del Novecientos. El protagonista no es un editor, sino un poeta en ciernes.
Con gran decisión, el joven irlandés llamado Stephen Dédalus se libera, se deshace de ataduras. Desanuda todos los vínculos que lo atrapan. Sólo ve por delante un futuro prometedor, emancipado, la expresión del genio.
"--Mira, Cranly --dijo--. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia."
Imaginen al joven Dédalus, muchos años después. No lo piensen como poeta, sino como creador, como un editor que crea. Imaginen que vive su reto como un fracaso en un presente desolado, que todo lo que ha hecho parece confirmar lo errado que estaba. A pesar de ser un creador (o de pensarse como tal) ha quedado atrapado por su hogar --sus padres--, por su patria --Cataluña-- o por su religión...
Así empieza Dublinesca. ¿Será posible remendar lo hecho, reinventarse de nuevo? Eso es precisamente lo que la novela nos cuenta: el retrato del editor ya anciano, en parte irrecuperable, que aún espera hallar el y al genio, que todavía busca "lo nuevo, lo vivificador, lo extranjero".
¿Quién narrará esa gesta, esa epifanía? Quizá haya un joven que lo cuente. El narrador que nos lo detalla a nosotros no lo es. Resulta irónico y algo torpe: desliza bromas frecuentes y comete errores explícitos, concebidos para cazar al lector puntilloso. Por ejemplo, convierte el llamado documento Word en documento World; o la denominada pulsión agresiva "en pulsación digamos que agresiva". Hay humor y hay citas. Hay ecos de Joyce y hay cultismos. ¿Vanagloria? ¿Posmodernidad? La vida se repite como una tragicomedia y el caminante ha de hacer su propio camino. ¿Y su sombra?
El reino de las sombras. El joven Stephen del Retrato quería desanudar todo lo que le ataba, aquellas
pertenencias colectivas que le impedían moverse. Esperaba ser independiente: no se prosterna ante Irlanda ("esa vieja cerda que devora su propia lechigada", en palabras de Joyce); sólo quiere hacerse como individuo, hacerse artista, amar profundamente, con furia.
Luego, años después (podríamos decir), otro personaje de Joyce toma el testigo: Gabriel, el protagonista de "Los muertos” --el célebre relato de Dublineses--, hace saldo de sus logros y de las sombras de su vida. Descubre que su existencia ha sido gris, quizá anodina. Un episodio narrado por su esposa le muestra lo que es el amor tenaz y heroico y le demuestra las razones por las que hay que vivir intensamente: las palabras de su mujer se refieren a Michael Furey, un joven que la idolatró hasta morir.
“El aire del cuarto le helaba la espalda”, leo Dublineses en la traducción de Guillermo Cabrera Infante. “Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida (…). Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose”, añade.
“Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".
Es el fin.
Colofón. "Perderse a sí mismo. Si uno se ha encontrado a sí mismo, debe saber perderse de vez en
cuando y luego volverse a encontrar...", dice Friedrich Nietzsche.
Releo el arranque y el final de El caminante y su sombra (1879). En esta obra, el filósofo alemán comienza a expresarse ya como "espíritu libre", como un ser que se desembaraza de las pertenencias y de las esclavitudes morales, como un individuo que no teme perderse. Todo son amenazas, incluso él mismo o su sombra.
"Ésta es aún la hora de los individuos", dice hacia el final. Tiene prisa por afirmarse. Todavía es joven pero el mundo puede acabarse ya, en este mismo instante.
Entre glaciares y lagos suizos Nietzsche anota. Está solo. O eso cree:
La sombra: Como hace tanto que no te oigo hablar, quisiera darte una ocasión para ello.
El caminante: Alguien habla: ¿dónde?, ¿y quién? Casi me parece oírme hablar a mí mismo, sólo que con una voz aún más débil que la mía. La sombra (tras una pausa): ¿No te alegra tener una ocasión para hablar?
El caminante: Por Dios y por todas las cosas en que no creo: mi sombra habla; lo oigo, pero no lo creo. La sombra: Admitámoslo y no cavilemos más sobre ello; dentro de una hora todo habrá acabado. (...)
El caminante: ¿Qué debo hacer?
La sombra: Camina entre esos pinos y mira en torno las montañas; se pone el sol.
El caminante: ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Hemeroteca
Justo Serna, Reseña de Dublinesca, de Enrique Vila-Matas. Barcelona, Seix Barral, 2010
Alejandro Lillo, Reseña de La humillación, de Philip Roth. Barcelona, Mondadori, 2010