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Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

Eskup

Edward Hopper, una, dos, tres veces

Por: | 30 de agosto de 2012

Dicen que Edward Hopper es un artista del detalle, del examen. Dicen que la muestra del Thyssen- EdwardHopperAutorretratoBornemisza --de la que Tomàs Llorens y Didier Ottinger son comisarios-- es la Exposición del verano. Así lo constata El País. Me parece poco. Yo creo que una acuarela o un óleo de Hopper retratan nuestra condición: condensan lo muerto y los muertos. Pues no somos más que eso: gente desfallecida, con poca vida, individuos derrengados a los que algo pasa.

Hay, sí, un mundo completo ahí enfrente, un mundo en ebullición: un espacio que acaece y al que no se accede. De esa realidad sólo tenemos atisbos, esto que queda inmortalizado, paisajes desolados que deslumbran o interiores sin vida que nos apagan. Ventanas que muestran y ocultan, según destacó Antonio Muñoz Molina: escaparates.

Hopper observa y retiene. Su obra funciona como el objetivo de una cámara: capta la situación, el movimiento, y detiene el instante. La vida es eso, una suma de hechos inconexos cuyo hilo conductor no es evidente, una sucesión de estampas interrumpidas: gente que camina, que bracea, que trabaja; gente que para, que reposa, que descansa.

En Hopper hay conocimiento y hay reconocimiento. La vida son episodios que quedaron congelados, actividades nimias. La vida es un presente continuo del que somos meros espectadores. Hay un chorro de luz y hay sombras, oscuridades. Eso aprendemos de Hopper. El terror de sus pinturas no lo provocan las tinieblas, sino la luz, la abundancia de luz, ese resplandor excesivo.

Echen un vistazo a los personajes de Hopper. ¿Qué apreciamos? Gestos duros, perfiles angulosos, ademanes inertes. Dan grima; dan miedo. Sus rostros, feísimos, son propios de individuos ya desaparecidos. Podríamos decir que son muertos vivientes. Nuestros muertos.

Contemplemos las reproducciones al uso, aquellas que repiten los catálogos, los carteles o las pegatinas: el marco y el entero de Hopper tapan el detalle. Esos episodios los vemos a media distancia, causándonos una impresión que desazona: propiamente, nos provocan mal cuerpo. Si, por el contrario, nos acercamos a esos fragmentos humanos, distinguimos lo que son: desechos, restos, trazas de una vida que ya no está, que se pierde.

Yo no me he perdido esta Exposición. La he visitado en un par de ocasiones. Siempre vuelvo a Hopper: una, dos, tres veces...

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Edward Hopper, Autorretrato (1925-1930), Whitney Museum of American Art, Nueva York.

Eduardo Mendoza. La comedia y la tragedia

Por: | 21 de agosto de 2012

0. No hay como el verano para volver a Eduardo Mendoza. ¿Acaso porque es lectura fácil, cómoda, EduardoMendozaporRicardoMartinalimenticia o entretenida? Ya no es fácil leer una prosa que tiene muchos registros; ya no es sencillo entretener con liviandad y con un género –la novela—comercialmente en desuso o en declive. Las obras de Eduardo Mendoza suelen ser desternillantes, con esa mezcla de humor inglés y picardía española que tan bien sabe componer. Tras su aparente sencillez, en sus páginas detectamos un buen oído, la reproducción verosímil de las hablas particulares, de las expresiones de personajes variopintos y dementes. Por otra parte, el mundo en que están ambientadas sus ficciones suele ser el pasado reciente (o incluso remoto). Pero es siempre un tiempo que nos concierne. De hecho, los personajes no son sosias nuestros, aunque nos los mereceríamos. Hablan de cosas universales y tienen problemas que aún están vigentes. Eduardo Mendoza domina la sintaxis y la zumba, escribe con sorna y circunspección, con guasa y gravedad. Nos da lecciones aprovechables. Precisamente, una de las relecturas más aprovechables de mi verano literario es la que he dedicado a Una comedia ligera (1996). No hay ninguna conmemoración que me justifique, salvo que Mendoza es uno de los autores que examino y celebro en La imaginación histórica (2012), el volumen que me han premiado la Fundación Lara y la Obra Social de IberCaja.

1. Una comedia ligera es una novela ambientada en 1947. En ningún momento se da ese dato de manera directa o explícita, pero el narrador –un narrador en tercera persona que nunca se identifica-- proporciona distintas pistas para precisar dicha cronología. Lo hace así para que no haya duda alguna. Por ejemplo, Alfried Krupp, un famoso industrial alemán, fue condenado en 1947 en los Juicios de Núremberg: de esa condena se habla en tiempo real en algunas de las páginas de esta novela. O, por ejemplo, en algún instante el narrador se refiere al estreno español de Gilda (1946), algo efectivamente ocurrido en dicho año: en 1947. Estamos en plena posguerra española, en la Barcelona del estraperlo y de los jerarcas franquistas. Pero en la novela se habla de la bomba atómica y de algún avistamiento en Nevada. Que se sepa: la primera prueba nuclear data de 1951. ¿Es un error, un lapsus, un anacronismo? ¿Acaso mezcla deliberadamente hechos de años diversos para así conseguir una época prototípica? Los personajes de esta novela hablan con lenguajes arcaicos, frecuentemente cursis y rebuscados, como era propio de la posguerra escénica: chitón, periquete, atiza, diantre, etcétera. Ésas son palabras propias del teatro burgués de entonces.

Quien cuenta en la novela lo hace como un cronista. “Aquel verano se puso de moda entre las mujeres hacer encaje de bolillos”, empieza la novela. No tenemos datos ciertos que corroboren esa afirmación, pero dicho así no tenemos por qué desconfiar del narrador. La referencia al tiempo, al discurrir estacional, le da fuerza al marco en el que se van a insertar los hechos. ¿Cómo era el invierno? La gente se contaba “los minúsculos pormenores de sus pausadas existencias”. El relator emplea un tono irónico. Quiere simpatizar: simpatizar con el lector, del que quiere confirmación y provocación. ¿Cómo era aquella época?, podríamos preguntarnos. El narrador responde: eran “unos tiempos tranquilos, con pocas diversiones, en los que los días y las horas transcurrían lentamente” en torno a las mesas camillas y los braseros. ¿Ha habido tiempos así? El relator habla de las casas pudientes, de una sociedad distinguida, de familias sobradas que “veraneaban en la costa”. De ésas habla. ¿Y de las de medio pelo? “Las de medio pelo, en la montaña”.

El mundo era lo tocante, lo concerniente, lo inmediato. O aquello que se veía en la pantalla grande, en las tablas o en las ondas. Ni más ni menos: por ejemplo, había películas “de un romanticismo intoxicante y pobladas de mujeres fatales, que levantaban olas de concupiscencia con sus miradas, sus risas y sus bailes”. Olas de concupiscencia: hay que imaginar a damas procaces o a mujeres fatales, efectivamente. En realidad, según precisa el narrador, eran malas mujeres, portadoras del “pecado, la ruina y la discordia”. Uf. Uno hace el esfuerzo de imaginar a criaturas de esa encarnadura…

2. De entrada, la novela es una crónica sentimental e irónica de la posguerra. Contada por un narrador omnisciente, la historia es sobre todo la de una caída. Asistimos a la crisis de un tipo de mediana edad y de clase media, Carlos Prullàs: así, con acento y apellido catalanes y nombre propio en castellano. Es comediógrafo de inspiración clásica, previsible o burguesa: un hombre poco audaz, de imaginación embridada. Está bien casado, con Martita, hija de un magnate: una bicoca, dice su padre. Prullàs tiene a la familia veraneando en Masnou. Como corresponde a la gente de posibles. Y tiene un Studebaker que luce con naturalidad: el automóvil característico de un potentado. Prullàs es, en efecto, un señor, un “señorito tronera” de su tiempo (según lo juzga su suegro). Tiene algún lío con alguna joven de vida alegre a la que seduce, la señorita Lilí Villalba: una joven de mucha facundia que aspira a hacerse un lugar en las tablas y que habla como un personaje de melodrama. Y tiene algún otro lío con alguna dama decente a la que conquista: Marichuli Mercadal. ¿Quién es? Una pelirroja despampanante (en opinión de algunos), esposa de un eminente cirujano, un individuo borrachín: Rafael Mercadal. O esposa de un eminente berzotas, según el diagnóstico del propio Prullàs. Es una mujer algo tronada, con hondo desconsuelo y de tendencias suicidas, una señora creyente que peca con la carne y con el pensamiento y luego se lamenta.

3. Expresado en estos términos, parece que Una comedia ligera es el relato folletinesco y previsible de un adulterio. O de dos adulterios. Discretos, eso sí. Y parece la historia simple de un crimen. En el género novelesco, los cuernos y los muertos son tradiciones bien asentadas. Aquí, quien cuenta parece creer el relato complaciente de aquella Barcelona. Todo es muy espiritual e inspirador. Sin embargo, a partir del segundo capítulo viene el contraste… En todo caso, el narrador detalla episodios de personajes que parecen salidos de una comedia de sal gruesa, de enredo: o del TBO, de La Codorniz y del teatro humorístico de posguerra. Los caracteres parecen ser conscientes de su artificiosidad: o al menos los actores, como Mariquita Pons, a la que siempre el narrador llama “la célebre actriz”. Es ciertamente alguien de mucha notoriedad. “¿Quién es realmente?”, se pregunta el comediógrafo Prullàs. O, quizá, el autor dramático, según gusta de presentarse. “¿Una famosa actriz en el ocaso de su juventud, que sólo anhela agradar y ser querida por su público?, ¿la dama que descuella en los salones por su encanto y su desparpajo?, ¿o cada uno de los personajes que es capaz de encarnar?”

Hay burla, broma, en todo esto. ¿Cómo puede alguien llamarse Mariquita Pons? El teatro y la realidad se confunden en la novela. El personaje principal es Prullàs. Vive como puede su declive: el drama se renueva y él sigue escribiendo piezas de sofá, de salón, de ambiente burgués: comedias costumbristas. O “sainetes tontos”, según su propio director de escena. ¿Cómo se titula su última obra, aquella de la que hay ensayos en esta novela? ¡Arrivederci, pollo! ¿Qué es? “Se trata, como todas mis obras, de una intriga policiaca en clave de humor”. No es Calderón de la Barca. Puede que sea un auténtico petardo, según admite Mariquita Pons: tiene el tono ridículo de las piezas de entonces, con chistes malos o previsibles. “A ver, ¿por qué es un petardo…?”, pregunta Prullàs en plan retador. La respuesta no deja opción: “Porque el argumento es forzado, los personajes son inverosímiles y los chistes son más viejos que la sarna”, concluye Pons. No, dice Prullàs: “…la trama es ingeniosa, el desenlace es sorprendente y los chistes son tan graciosos que yo mismo me río al oírlos”. ¿Chistes? Sale un tartamudo, algo previsible… Sí, pero, hasta ahora, a los espectadores les ha gustado: “con el material más deleznable”, dice el director de escena, “hemos acabado levantando un éxito, y esta vez no va a ser de otro modo”. ¿Y ello? Ello gracias al “artificio de las sombras”.

Pero, eso sí, no debe confundirse con el cine, arte en el que “todo es falso” y que Prullàs no entiende: ¿”…unas fotografías que hablan?”, apostilla. Es más: “en el cine americano la gente se llama de un modo imposible de recordar y vive todo el año en casas de veraneo”. Eso dice, paradójicamente, Prullàs, acostumbrado a inventarse situaciones y personajes ficticios. Sin embargo, replica Mariquita Pons, “a las personas normales les gusta soñar que viven en una casa de dos plantas, con porche, garaje y jardín. También les gusta soñar que no se llaman Pérez ni García”. Resulta paradójico –o cómico— que Mariquita deba explicar esto a Prullàs. ¿No ha comprendido que necesitamos la ficción? “Las personas viven dentro de una película continua que se proyecta en el interior de sus cabezas”.

4. De Eduardo Mendoza podríamos decir lo que el doctor Mercadal dice de Prullàs: “admiro su ingenio, pero no sólo eso. Admiro también su penetración psicológica, la maña que se da para pintar personajes tomados de la vida misma. Todo bajo una apariencia frívola y desenfadada, como debe ser, sin prosopopeya”. Quien dice esto es un cornudo, un tipo que apura whiskies sin parar, un individuo que elogia a quien se beneficia a su mujer… No ve el engaño de su esposa (o sí que lo ve, pero no lo quiere impedir): una señora que no esta bien de la cabeza, de carácter inestable.

Pero el personaje más sobresaliente es don , vaya apellido para un alto cargo. De verdad, es un tipo temible: olfatea el delito político, se adelanta a las traiciones y sospecha, siempre sospecha en una Barcelona de posguerra. Desconfía, mira con recelo a unos catalanes que untuosamente se adhieren al Régimen y duda de las gentes de la farándula, siempre tan obsequiosas con el Gobierno Civil y las autoridades. Sabe de crímenes y de literatura, de teatro y de engaño, de comedias y de tragedias. Habla con un lenguaje hinchado, muy retórico y campanudo.

5. La España de aquel tiempo es mezquina, con familias distinguidas de poco fuelle, con pobretones sin esperanza, con jerarcas amenazantes. Todo es ceguera, expectativa incierta y miedo: de aquellas torpezas y de aquella artificiosidad nos reímos ahora. Menos lobos… No tenemos por qué sentirnos mejores ni superiores. Ahora nos dicen que corremos el riesgo de regresar a aquellos tiempos, de retroceder a un país menesteroso y sin recursos. No lo descartamos. Sólo nos falta la reaparición del estraperlo y del mercado negro. O sólo nos faltan la sorna y el dolor de un cronista como Mendoza, alguien que haga el retrato y el escarnio de una España opulenta y ostentosa, ficticia: una España ahora tutelada que se encomienda a la superioridad. O a Dios.

Menuda broma.

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Fotografía de Ricardo Martín.

Javier Marías. La interpretación y el estilo

Por: | 10 de agosto de 2012

En una entrevista publicada por el periódico argentino La Nación el 3 de agosto de 2012, Javier Marías JavierMariasporDanielMorzinskirespondía a distintas preguntas. Algunas de esas cuestiones ya le habían sido planteadas en numerosas ocasiones. Tal es su celebridad...

Largos y breves estudios aluden directa o circunstancialmente a Marías. De ellos tenemos noticia frecuente. Por su lado, el autor se explica, hace revelaciones, proporciona pistas sobre sus ficciones y sugiere instrucciones de lectura. Aunque protesta razonablemente cuando se le pide una aclaración sobre su obra, Marías acaba también interpretando lo que escribe y por qué lo escribe.

Google nos crea una impresión de actualidad y de densidad, cosa que es cierta en parte. Lo que de Javier Marías se dice no siempre es nuevo o lo que Javier Marías dice de sí mismo puede ser una irremediable repetición. La identidad de los individuos y la actualización incesante a que se les somete en la era de Internet parecen incompatibles. De todo parece haber datos y de todo parece haber novedades. Sobre eso mismo y sobre la permanencia del yo, Marías también responde. Y también ha escrito.

En esa entrevista concedida a La Nación, el autor hablaba inevitablemente sobre su condición intelectual y creadora, de sus motivos: tanto de lo que le mueve a escribir como de lo que permanece en cada una de sus obras. Entre otras cuestiones que se le formulaban había una insólita y a la vez previsible: ¿cuántos escritores hay en el Marías escritor? La identidad y el cambio, lo persistente y lo mudable... La respuesta era terminante y esquiva a un tiempo: "Yo me veo como el mismo en toda ocasión, pero seguramente no lo seré".

Ser el mismo es ser un autor reconocible gracias a ciertos rasgos comunes o reiterados. Eso no es necesariamente malo. Eso es el estilo: la inspiración sometida a un hallazgo propio, cosa que es frecuente en un novelista que ha alcanzado la madurez. Sus obras reflejarían la continuidad del escritor, la permanencia de ciertas preocupaciones, el mantenimiento de un lenguaje identificable, la familiaridad de los narradores, de las voces.

"La mayoría de mis narradores son intérpretes en un sentido amplio del término", respondía en la entrevista de La Nación. En efecto, observan y conjeturan sobre lo que ven; mantienen los ojos bien abiertos y se plantean hipótesis sobre lo que divisan o creen estar divisando. Eso no significa que acierten; significa que permanecen alerta y aventuran interpretaciones acerca de los actos humanos. No son exactamente indolentes, pero se demoran examinando el lenguaje, las posibilidades o las consecuencias expresivas de lo que ellos dicen o de lo que sostienen sus contemporáneos y antepasados. Son personajes que han de verbalizar, que han de manifestar constantemente lo que les sucede y lo que perciben. Por ello, en las novelas de Marías no suelen pasar muchas cosas. Por ello, esos narradores --de cada uno de los cuales es de quien depende aquello que sabemos o aquello que llegamos a saber-- son reflexivos, minuciosos: cavilan frecuente o constantemente. Son como detectives en estado de vigilia o como individuos preocupados, obsesivos.

¿Quizá como el propio Marías? Volvamos a la entrevista en La Nación. Sobre los narradores de sus novelas, que algo de él quizá tengan, añade el novelista: "No intervienen ni actúan mucho; ven, observan, son testigos a menudo pasivos. Y tienen profesiones en las que transmiten saberes (un profesor) o sirven a la voz de otros (un "negro", un intérprete en el sentido de traductor, un intérprete de vidas como en Tu rostro mañana). En cierto sentido son fantasmas, y he dicho en muchas ocasiones que el punto de vista de un fantasma me parece un excelente punto de vista para narrar: uno ya no está, ya nada puede pasarle, pero a la vez no es indiferente a los hechos (por eso los fantasmas vuelven y rondan)".

Habría, sí, voces semejantes que cuentan las cosas de modo parecido. En esa entonación diversa y a la vez variada distinguiríamos la voz de Marías, la fórmula del novelista maduro: un decir largo e introspectivo, una expresión sostenida y a la vez interrumpida por digresiones, por el detalle verbal, por el análisis lingüístico. ¿Y esto? No es una rareza de Marías. Es, más propiamente, un mecanismo de defensa. Los seres humanos pensamos así, con un flujo de conciencia desordenado, con contaminaciones sensoriales, con contagios, con recuerdos que acuden, con asociaciones libres. Una cosa nos lleva a la otra y a otra más para inmediatamente después volver al punto de partida. Así pensamos, sí, y aunque parezca mentira no es raro dedicar muchas cavilaciones a lo que decimos y a cómo lo decimos. Los narradores de Marías son la quintaesencia de ese proceder, de esa preocupación por el lenguaje.

¿Acaso son saberes o pedanterías de quien fue profesor de traducción? Es algo más, o mucho más. Las palabras y las cosas no se ajustan enteramente. Es más: las palabras --que dependen de códigos comunes-- forman parte de hablas particulares; se dicen en contextos concretos; tienen significados diversos, incluso contradictorios; y son ecos, reiteraciones de palabras ya dichas. Las palabras pasan de una lengua a otra sin que haya equivalencias exactas o incluso aproximadas. Las palabras siempre son escasas a pesar de su fluir constante. Y, en fin, las palabras son causa de ambigüedades, fuente permanente de malentendidos. Pues eso, los malentendidos, son la materia frecuente de sus ficciones. Situaciones percibidas malamente sobre las que el narrador ha de conjeturar.

Equivocar el sentido de las cosas y confundir palabras --justamente cuando se está viviendo, cuando se está mirando o escuchando-- puede ser algo incomodísimo, arriesgado y hasta chistoso, muy divertido. Es lo que les ocurre a los narradores de Javier Marías, siempre tan minuciosos con el lenguaje: y, a la vez, siempre tan observadores, intuitivos pero algo patosos. Ejercen alguna profesión, disponen de alguna competencia. Son gentes que no se resignan ante la confusión o ante el secreto mejor guardado, seres a quienes desborda la realidad de la que disfrutaban. Por eso se ven envueltos en situaciones que ellos no habían previsto ni deseado, situaciones que los desarbolan...

Releo ahora por cuarta vez Corazón tan blanco (1992) y confirmo nuevamente que todo Marías está en dicha novela: el Joven Marías, el que dejaba de serlo, el Marías maduro y sus narradores, dispuestos a contar, callar, averiguar, conjeturar e interpretar lo propio y lo ajeno, lo cercano y lo distante. Toda la novela es un tanteo y nosotros, sus atentos lectores, comprobamos las hipótesis de Juan, el relator; constatamos su perspicacia, su zumba y su carácter irremediablemente neurótico. Pero descubrimos también la minucia de Javier Marías: la observación de lo insignificante es el principio del acierto. Verdaderamente, Dios está en lo particular o el Diablo está en los detalles: en lo más inmediato, en eso de lo que no hay que apartar la vista...

Precisamente: cuando uno no levanta cabeza, invoca a Dios o a todos los Demonios. Ahora, qué diantre, yo no levanto la cabeza. Simplemente leo.

Seguimos....

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Fotografía de Daniel Mordzinski

El País

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