0. No hay como el verano para volver a Eduardo Mendoza. ¿Acaso porque es lectura fácil, cómoda,
alimenticia o entretenida? Ya no es fácil leer una prosa que tiene muchos registros; ya no es sencillo entretener con liviandad y con un género –la novela—comercialmente en desuso o en declive. Las obras de Eduardo Mendoza suelen ser desternillantes, con esa mezcla de humor inglés y picardía española que tan bien sabe componer. Tras su aparente sencillez, en sus páginas detectamos un buen oído, la reproducción verosímil de las hablas particulares, de las expresiones de personajes variopintos y dementes. Por otra parte, el mundo en que están ambientadas sus ficciones suele ser el pasado reciente (o incluso remoto). Pero es siempre un tiempo que nos concierne. De hecho, los personajes no son sosias nuestros, aunque nos los mereceríamos. Hablan de cosas universales y tienen problemas que aún están vigentes. Eduardo Mendoza domina la sintaxis y la zumba, escribe con sorna y circunspección, con guasa y gravedad. Nos da lecciones aprovechables. Precisamente, una de las relecturas más aprovechables de mi verano literario es la que he dedicado a Una comedia ligera (1996). No hay ninguna conmemoración que me justifique, salvo que Mendoza es uno de los autores que examino y celebro en La imaginación histórica (2012), el volumen que me han premiado la Fundación Lara y la Obra Social de IberCaja.
1. Una comedia ligera es una novela ambientada en 1947. En ningún momento se da ese dato de manera directa o explícita, pero el narrador –un narrador en tercera persona que nunca se identifica-- proporciona distintas pistas para precisar dicha cronología. Lo hace así para que no haya duda alguna. Por ejemplo, Alfried Krupp, un famoso industrial alemán, fue condenado en 1947 en los Juicios de Núremberg: de esa condena se habla en tiempo real en algunas de las páginas de esta novela. O, por ejemplo, en algún instante el narrador se refiere al estreno español de Gilda (1946), algo efectivamente ocurrido en dicho año: en 1947. Estamos en plena posguerra española, en la Barcelona del estraperlo y de los jerarcas franquistas. Pero en la novela se habla de la bomba atómica y de algún avistamiento en Nevada. Que se sepa: la primera prueba nuclear data de 1951. ¿Es un error, un lapsus, un anacronismo? ¿Acaso mezcla deliberadamente hechos de años diversos para así conseguir una época prototípica? Los personajes de esta novela hablan con lenguajes arcaicos, frecuentemente cursis y rebuscados, como era propio de la posguerra escénica: chitón, periquete, atiza, diantre, etcétera. Ésas son palabras propias del teatro burgués de entonces.
Quien cuenta en la novela lo hace como un cronista. “Aquel verano se puso de moda entre las mujeres hacer encaje de bolillos”, empieza la novela. No tenemos datos ciertos que corroboren esa afirmación, pero dicho así no tenemos por qué desconfiar del narrador. La referencia al tiempo, al discurrir estacional, le da fuerza al marco en el que se van a insertar los hechos. ¿Cómo era el invierno? La gente se contaba “los minúsculos pormenores de sus pausadas existencias”. El relator emplea un tono irónico. Quiere simpatizar: simpatizar con el lector, del que quiere confirmación y provocación. ¿Cómo era aquella época?, podríamos preguntarnos. El narrador responde: eran “unos tiempos tranquilos, con pocas diversiones, en los que los días y las horas transcurrían lentamente” en torno a las mesas camillas y los braseros. ¿Ha habido tiempos así? El relator habla de las casas pudientes, de una sociedad distinguida, de familias sobradas que “veraneaban en la costa”. De ésas habla. ¿Y de las de medio pelo? “Las de medio pelo, en la montaña”.
El mundo era lo tocante, lo concerniente, lo inmediato. O aquello que se veía en la pantalla grande, en las tablas o en las ondas. Ni más ni menos: por ejemplo, había películas “de un romanticismo intoxicante y pobladas de mujeres fatales, que levantaban olas de concupiscencia con sus miradas, sus risas y sus bailes”. Olas de concupiscencia: hay que imaginar a damas procaces o a mujeres fatales, efectivamente. En realidad, según precisa el narrador, eran malas mujeres, portadoras del “pecado, la ruina y la discordia”. Uf. Uno hace el esfuerzo de imaginar a criaturas de esa encarnadura…
2. De entrada, la novela es una crónica sentimental e irónica de la posguerra. Contada por un narrador omnisciente, la historia es sobre todo la de una caída. Asistimos a la crisis de un tipo de mediana edad y de clase media, Carlos Prullàs: así, con acento y apellido catalanes y nombre propio en castellano. Es comediógrafo de inspiración clásica, previsible o burguesa: un hombre poco audaz, de imaginación embridada. Está bien casado, con Martita, hija de un magnate: una bicoca, dice su padre. Prullàs tiene a la familia veraneando en Masnou. Como corresponde a la gente de posibles. Y tiene un Studebaker que luce con naturalidad: el automóvil característico de un potentado. Prullàs es, en efecto, un señor, un “señorito tronera” de su tiempo (según lo juzga su suegro). Tiene algún lío con alguna joven de vida alegre a la que seduce, la señorita Lilí Villalba: una joven de mucha facundia que aspira a hacerse un lugar en las tablas y que habla como un personaje de melodrama. Y tiene algún otro lío con alguna dama decente a la que conquista: Marichuli Mercadal. ¿Quién es? Una pelirroja despampanante (en opinión de algunos), esposa de un eminente cirujano, un individuo borrachín: Rafael Mercadal. O esposa de un eminente berzotas, según el diagnóstico del propio Prullàs. Es una mujer algo tronada, con hondo desconsuelo y de tendencias suicidas, una señora creyente que peca con la carne y con el pensamiento y luego se lamenta.
3. Expresado en estos términos, parece que Una comedia ligera es el relato folletinesco y previsible de un adulterio. O de dos adulterios. Discretos, eso sí. Y parece la historia simple de un crimen. En el género novelesco, los cuernos y los muertos son tradiciones bien asentadas. Aquí, quien cuenta parece creer el relato complaciente de aquella Barcelona. Todo es muy espiritual e inspirador. Sin embargo, a partir del segundo capítulo viene el contraste… En todo caso, el narrador detalla episodios de personajes que parecen salidos de una comedia de sal gruesa, de enredo: o del TBO, de La Codorniz y del teatro humorístico de posguerra. Los caracteres parecen ser conscientes de su artificiosidad: o al menos los actores, como Mariquita Pons, a la que siempre el narrador llama “la célebre actriz”. Es ciertamente alguien de mucha notoriedad. “¿Quién es realmente?”, se pregunta el comediógrafo Prullàs. O, quizá, el autor dramático, según gusta de presentarse. “¿Una famosa actriz en el ocaso de su juventud, que sólo anhela agradar y ser querida por su público?, ¿la dama que descuella en los salones por su encanto y su desparpajo?, ¿o cada uno de los personajes que es capaz de encarnar?”
Hay burla, broma, en todo esto. ¿Cómo puede alguien llamarse Mariquita Pons? El teatro y la realidad se confunden en la novela. El personaje principal es Prullàs. Vive como puede su declive: el drama se renueva y él sigue escribiendo piezas de sofá, de salón, de ambiente burgués: comedias costumbristas. O “sainetes tontos”, según su propio director de escena. ¿Cómo se titula su última obra, aquella de la que hay ensayos en esta novela? ¡Arrivederci, pollo! ¿Qué es? “Se trata, como todas mis obras, de una intriga policiaca en clave de humor”. No es Calderón de la Barca. Puede que sea un auténtico petardo, según admite Mariquita Pons: tiene el tono ridículo de las piezas de entonces, con chistes malos o previsibles. “A ver, ¿por qué es un petardo…?”, pregunta Prullàs en plan retador. La respuesta no deja opción: “Porque el argumento es forzado, los personajes son inverosímiles y los chistes son más viejos que la sarna”, concluye Pons. No, dice Prullàs: “…la trama es ingeniosa, el desenlace es sorprendente y los chistes son tan graciosos que yo mismo me río al oírlos”. ¿Chistes? Sale un tartamudo, algo previsible… Sí, pero, hasta ahora, a los espectadores les ha gustado: “con el material más deleznable”, dice el director de escena, “hemos acabado levantando un éxito, y esta vez no va a ser de otro modo”. ¿Y ello? Ello gracias al “artificio de las sombras”.
Pero, eso sí, no debe confundirse con el cine, arte en el que “todo es falso” y que Prullàs no entiende: ¿”…unas fotografías que hablan?”, apostilla. Es más: “en el cine americano la gente se llama de un modo imposible de recordar y vive todo el año en casas de veraneo”. Eso dice, paradójicamente, Prullàs, acostumbrado a inventarse situaciones y personajes ficticios. Sin embargo, replica Mariquita Pons, “a las personas normales les gusta soñar que viven en una casa de dos plantas, con porche, garaje y jardín. También les gusta soñar que no se llaman Pérez ni García”. Resulta paradójico –o cómico— que Mariquita deba explicar esto a Prullàs. ¿No ha comprendido que necesitamos la ficción? “Las personas viven dentro de una película continua que se proyecta en el interior de sus cabezas”.
4. De Eduardo Mendoza podríamos decir lo que el doctor Mercadal dice de Prullàs: “admiro su ingenio, pero no sólo eso. Admiro también su penetración psicológica, la maña que se da para pintar personajes tomados de la vida misma. Todo bajo una apariencia frívola y desenfadada, como debe ser, sin prosopopeya”. Quien dice esto es un cornudo, un tipo que apura whiskies sin parar, un individuo que elogia a quien se beneficia a su mujer… No ve el engaño de su esposa (o sí que lo ve, pero no lo quiere impedir): una señora que no esta bien de la cabeza, de carácter inestable.
Pero el personaje más sobresaliente es don , vaya apellido para un alto cargo. De verdad, es un tipo temible: olfatea el delito político, se adelanta a las traiciones y sospecha, siempre sospecha en una Barcelona de posguerra. Desconfía, mira con recelo a unos catalanes que untuosamente se adhieren al Régimen y duda de las gentes de la farándula, siempre tan obsequiosas con el Gobierno Civil y las autoridades. Sabe de crímenes y de literatura, de teatro y de engaño, de comedias y de tragedias. Habla con un lenguaje hinchado, muy retórico y campanudo.
5. La España de aquel tiempo es mezquina, con familias distinguidas de poco fuelle, con pobretones sin esperanza, con jerarcas amenazantes. Todo es ceguera, expectativa incierta y miedo: de aquellas torpezas y de aquella artificiosidad nos reímos ahora. Menos lobos… No tenemos por qué sentirnos mejores ni superiores. Ahora nos dicen que corremos el riesgo de regresar a aquellos tiempos, de retroceder a un país menesteroso y sin recursos. No lo descartamos. Sólo nos falta la reaparición del estraperlo y del mercado negro. O sólo nos faltan la sorna y el dolor de un cronista como Mendoza, alguien que haga el retrato y el escarnio de una España opulenta y ostentosa, ficticia: una España ahora tutelada que se encomienda a la superioridad. O a Dios.
Menuda broma.
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Fotografía de Ricardo Martín.