Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.
Justo Serna es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.
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1. Leo a Juan Planas Bennásar y aprendo. De sus poemas o de sus columnas: una observación desolada, nada cínica. No siempre coincido con sus diagnósticos o con sus dictámenes. Mejor: aprendo, ya digo, y me estimula.
Leo a Juan Planas y aprecio la socarronería y el sarcasmo. Es la apostilla irónica y desencantada, el reposo de quien ya no espera nada. Sus columnas no son divertidas. Son cruelmente cómicas. Describen el estado del mundo, del mundo local, y detallan a la vez un estado anímico. Las Baleares, la Península Ibérica, España e incluso el Estado español. Qué horror. Todo es objeto de recusación y de examen. Como en sus poemas, en los que él mismo se recusa.
2. Aún aprendo, que decía don Francisco de Goya. A Juan Planas no le veo en la izquierda, de la que parece desengañado; pero tampoco le veo apoyando a la derecha rústica: él tiene más clase. O un toque de distinción. Aún aprende y nos hace partícipes de sus averiguaciones.
Por ejemplo, tengo un dolor en la espalda. Un par de protrusiones. Cuando me atacan esos malestares, siempre quiero contactar con Juan. De él recibo lecciones de ataraxia. Y otras enseñanzas literarias.
No se lo pierdan.
3. En la fotografía superior de Juan Planas, el viento revuelve su ralo pelaje. Mira con dolor o con estupor. Se le nota un cierto malestar. Como agraviado. Tiene la ciudad a sus pies. Y el cielo no augura nada bueno. La bufanda vuela y el abrigo no parece proteger suficientemente.
¿Quién le hizo la instantántanea? Me gustan sus gafas montadas al aire, que es justamente lo que se aprecia en la foto.
Viento, aire, levedad. Hay que salir, que orearse. Hay que ventilar. Y hay que aprender, como el anciano de Goya. ¿Habrá que exiliarse? No, por Dios.
4. En el muro de Juan Planas en Facebook, la
foto de portada es la de un Dave envejecido, la del astronauta del Discovery (2001, Stanley Kubrick, 1968). Está sobre un lecho inmenso con un edredón de color verde.
Ha perdido toda la fuerza y como un observador derrotado se dispone a asistir al nacimiento de lo que le reemplazará. Está el monolito, rectilíneo y brillante. Y está esa pieza del Setecientos, anacrónica.
La luz desentona y rompe todo recogimiento: el blanco de la iluminación le da a la escena un aspecto hospitalario. 2001 es un film grandilocuente, sí. Es una película que sobrecoge y te encoge: eres nada, un ser decrépito. Comparto con Juan Planas ese mundo decadente, ese espacio incongruente. Y comparto con Juan Planas el desecho en el que nos convierten el orden y el progreso. Estamos a la espera, exiliados...
Uno. Fuimos a ver El cuerpo (2012), de Oriol Paulo. Teníamos la sospecha de que sería una película intrigante, con golpes de efecto, con sustos periódicos. De miedo, incluso. Por el tráiler sabíamos que había muertos que desaparecían o que revivían. O eso pensábamos.
Yo no albergaba grandes esperanzas. No me gustó El orfanato, no vi Los ojos de Julia: El cuerpo es de los mismos productores. No les voy a destapar nada, faltaría más. Pero me pareció una película enrevesada y tramposa, inmoderada: con hechos remotos que finalmente se aclaran, con sucesos recientes que tienen causas antiguas.
Me gustó José Coronado, el ambiente sombrío y poco más. La película es larga. Con toda probabilidad para poder rodar y finalmente montar un guión desmesuradamente largo. Todo casa, todo encaja. El miedo se alivia y el horror infligido tiene su castigo. Ricos sin alma, policías desorientados, secundarios eficaces. Un Centro Anatómico Forense. Lluvia, noche. Quizá muchos tópicos, un toque Antena 3, y poco presupuesto: como casi siempre, en un film español sólo llueve dentro de campo, sobre los personajes y poco más… Pues eso: nada más, no digo nada más.
Ocurre justamente lo contrario de lo que sucede en las series americanas: allí hay una producción de enorme presupuesto y si hay que rodar en exteriores totalmente hechos para la ocasión, se rueda y se queman. Esa misma noche vimos Boardwalk Empire (2010) en La Sexta, una historia de mafias mil veces vista, pero ahora concebida de otro modo e interpretada admirablemente por Steve Buscemi. El lujo de la puesta en escena, de los diálogos, del montaje es sobresaliente. El episodio piloto, aquel del que se encargó Martin Scorsese, costó 18 millones de dólares. Pero no todo es cuestión de dinero.
Dos. O sí, todo es cuestión de dinero. En Boardwalk Empire, el protagonista empieza como tesorero del
condado. Estamos en Atlantic City hacia 1920 en el momento en que se decreta la Ley Seca. Buscemi encarna a "Nucky" Thompson, un tipo duro que fue sheriff y ahora trafica con toda clase de bienes materiales.
De lo que se trata es de comerciar con recursos escasos en un mercado cautivo. Y de lo que se trata es de tener atrapados, bien atrapados, a quienes son sus socios, rivales u oponentes. Sabe comportarse en sociedad, asiste como benefactor a reuniones de damas puritanas al tiempo que lleva una vida licenciosa.
Pero no se nos hace completamente odioso: el guión le da aspectos que lo humanizan: por ejemplo, escarmentar hasta matar al marido maltratador de una de esas damas. No es él quien ejecuta esos crímenes. Procura mantenerse a salvo. En el fondo hace como hacen los mafiosos: hace que parezca un accidente.
Veía este capítulo de gran lujo, de grandiosa puesta en escena y pensaba en la película que había visto por la tarde. O, mejor dicho, pensaba en la sala, la D, a la que había acudido. Sesión de las 18:25, ABC Park de Valencia, calle Lauria. Nos tocó esperar unos minutos. La iluminación no era abundante, pero sí suficiente para distinguir bien el lugar en que íbamos a pasar las siguientes dos horas. De repente descubrimos una mugre añosa, los asientos estaban propiamente satinados y hundidos, con los brillos de muchos roces, de muchos culos; los respaldos y los brazos estaban sucísimos, y la impresión general era de extrema decadencia, con un mobiliario devastado. Qué poca vergüenza, nos dijimos. Pagas tu localidad y te encuentras esto.
Sí. Todo es cuestión de dinero. Un mercado cautivo.
Qué espectáculo están dando ciertos políticos catalanes. Están flirteando con la independencia. Si a mí me dejaran me haría ciudadano británico. Lo malo es mi menesteroso nivel de inglés. También el opresivo Estado español, que no me deja. De hecho acabo de renovarme el carnet de conducir y veo con resignación que me pondrán la ignominiosa E.
Los españoles nos hemos acostumbrado al bochorno frecuente: tenemos una clase política de vuelo gallináceo. Vean, si pueden, a Mariano Rajoy. Yo no consigo distinguirlo…
Artur Mas es un representante de la burguesía de medio pelo. Entiéndaseme: yo soy un burgués de baja estofa, es decir, que no le reprocho desdeñosamente lo que no es. Pero ese burgués que encarna, representa, postula intereses empresariales catalanes es un hombre de partido y de corporación.
Que los emprendedores del Principado estén inquietos con su deriva independentista muestra dos cosas. Por un lado, la radical separación que se da entre la superestructura política y la base económica de la sociedad. Mala cosa para el modo de producción ‘catalán’. Por otro, muestra la confusión que hay entre lengua y nación. Los catalanes han de poder expresarse en su idioma sin cortapisas. Por supuesto que sí.
Mis hijos son bilingües y yo no aceptaría recortes verbales... Pero mis vástagos no son sólo catalanoparlantes. Se expresan en castellano que es un primor. De hecho, no sólo hablan bien: es que es una de sus lenguas. ¿Deberían recortarse, reprimirse, amputarse? Mis hijos han estudiado en la línea en valenciano: a pesar de la cicatería del Partido Popular de la Comunidad Valenciana. Es decir, han aprendido el catalán. Y han aprendido bien, incluso muy bien el español. De paso, en casa y fuera empujamos con el francés y el inglés. Al alemán no llegamos. ¿Hemos de lamentarnos?
Ahora, en Navidad, han de leer. De hecho leen. ¿Sólo en catalán? ¿Sólo en castellano? No: leen en todos los idiomas que les son posibles. Cómo envidio esa facilidad. Ellos no traducen cuando pasan del catalán al castellano. O del español al valenciano. Simplemente tienen un registro múltiple. Decía Julián Marías en Consideración de Cataluña que no es cierto que el catalán culto traduzca cuando habla en castellano. Claro que no. Lo tengo archicomprobado.
¿Y eso qué tiene que ver con Artur Mas? Imaginen que mis hijos hubieran nacido en Cataluña. ¿Deberíamos optar? ¿Nuevas nacionalidades? ¿Nuevas identidades? Sin duda, si Cataluña se independiza, yo no voy a desgarrarme las vestiduras. Pero lamentaré las quimeras. Como la España autosuficiente. Sé que esto que digo no me favorece: es posible que amigos virtuales se den de baja de mi lista. Piénsenlo: yo hablo sin envaramientos y sin ensañamientos.
Luego vuelvo...
Leo en El País: “El Palau de les Arts y la Ciudad de la Luz
hicieron contratos irregulares…” No he podido seguir leyendo la noticia
que firma Adolf Beltran. He debido detenerme. Respirar hondo.
Prosigo. “La contratación que recoge el informe correspondiente a 2011
de la Sindicatura de Comptes, el organismo fiscalizador de cuentas
valenciano”, es como poco dudosa. “El informe, que se presentó el
viernes, detecta incidencias de cierto relieve en prácticamente la mitad
de los contratos que revisó el organismo auditor”. A estas horas de la
mañana, ando ya algo aturdido. Si insisto en esta dosis de realidad,
acabaré mareado, confuso, con un ataque de ansiedad leve. Los informes
de cuentas o son literatura fantástica o son puro costumbrismo. Tengo la
impresión de que la Sindicatura valenciana ha presentado un documento
naturalista, un historial clínico a la manera de Zola.
No puede
ser. Durante veinte años de Gobierno del Partido Popular en la
Comunidad Valenciana, ¿algo se hizo ajustándose a las reglas? Estoy
seguro de que sí, de que hubo y hay gente honrada que no ha buscado el
medro egoísta, la granjería. Estoy seguro de que hubo militantes
populares que dedicaron una parte de su tiempo a una causa en la que
creían. Estoy seguro de que no pretendieron engañar, estafar, lucrarse
escandalosamente.
Estoy seguro, pero cada vez estoy menos
seguro. Los casos en curso demuestran que hubo mucho pícaro, espabilado,
listo, aprovechado. Incluso presuntos delincuentes. Que las prácticas
de pillaje fueron lo normal, vaya. ¿Y qué hicimos los demás mientras
tanto? ¿Callar culpablemente? No: muchos nos implicamos demostrando una
impotencia grande, muy grave, incapaces de utilizar las instituciones y
la opinión pública para frenar la ostentación y el mal gusto, el
despilfarro y el kitsch morrocotudo, la piratería y la pompa provincial.
Buenos días.
Uno. Justo, ¿qué cuentas?, me pregunta Facebook. No cuento nada. Leo.
Sólo puedo decir que he leído las Noticias de libros (2012), de Gabriel Ferrater. Pronúnciese Ferratè. Ferrater fue un poeta excelso y maldito. ¿Y su aspecto? Vestía con sobriedad y llevaba siempre unas gafas de gran elegancia. Circunspecto, algo envarado, como un francés del existencialismo.
Tuvo una imagen modernísima en una España pobretona y menesterosa. Leía sin complejos y dictaminaba con soltura. Fue asesor-lector de Seix Barral (entre otros sellos) y, como sucediera en Gallimard o Einaudi, pensó una editorial con calidad, con sofisticación. Sin desatender el aspecto puramente comercial. Me sorprende en aquellos primeros sesenta, en aquellos años tan desgraciados, la soltura de un lector libre.
Joan Fuster leía en los años cincuenta igual, igualito. Se saltaba la barrera de España, de aquel régimen tan puritano, y se informaba valiéndose del torrente editorial francés. Así queda constancia en su Diari (1952-1960). En el caso de Ferrater, la cosa es aún más enigmática. Cuando llegué conscientemente a los libros, a principios de los setenta, el crítico catalán ya había muerto. Esa fatalidad confirmó mi sospecha: siempre llego tarde a lo relevante; siempre me quedo a las puertas. Sabía de sus informes editoriales, de sus lecturas críticas, de su iconoclastia, de su genio atrabiliario.
Ahora, Anaclet Pons y yo hacemos tareas semejantes para Akal. Estamos muy satisfechos. Leer es constatar, es sorprenderse, es atreverse: enjuiciar lo que no siempre conoces con detalle. Los libros sobre los que dictaminó Ferrater son interesantes. Sus juicios son siempre comprometidos. Nuestros dictámenes son más temerosos, más respetuosos...
Quién como él.
Dos. "E. H. Carr, What is history? Macmillan. Si Carr anuncia un libro sobre metodología y la filosofía de la historia, da derecho a exigir que sea un libro de primer orden, y a esperar que pueda ser un libro genial. Estas conferencias cumplen con la exigencia, pero no satisfacen la esperanza. El libro es interesantísimo, rico en ideas y en sugerencias, coherente y orientado con mano firme, pero no alcanza el supremo orden de excelencia de un Collingwood, o tal vez siquiera de un Oakeshott. Otra vez será, podemos decirnos (...). No puede decirse que el libro logre del todo lo que se propone: no es, repito, genial. Pero le anda muy cerca, lo cual quiere decir que es excelente. Su traducción es, pues, muy de recomendar" [10.62]
Uno. Leo The Walking Dead. Apocalipsis zombi
ya (2012), publicado por errata naturae. Es un documentadísimo volumen
de varios autores sobre la serie norteamericana.
Corro un riesgo. ¿Acaso ser devorado por uno de ellos, por un zombi? No cabe
descartarlo, pero no es eso lo que temo. Corro el peligro de que la
buena literatura circunstancial y de que las metáforas ocurrentes me
conviertan en un friki de los muertos vivientes. De que ocupe mi tiempo
en nonadas. O no.
Hace meses tuvimos discusiones en Ojos de Papel, en este blog y en el de David Montesinos sobre estas criaturas. Sobre los zombis. Fue un festín en el que Rogelio López Blanco, Alejandro Lillo, Jorge Fernández Gonzalo, David P. Montesinos y yo mismo, entre otros, nos pusimos las botas. Nos zampábamos la serie televisiva y la literatura parasitaria. La fuente. Y las películas adyacentes. Es más: llegamos a comparar la serie original con otras obras televisivas.
Ahora, las cosas han cambiado. Este blog
vive momentos de estupor. Como los muertos verdaderos, yo estoy un poco
apagado: arrastro los pies y sólo con dificultad mantengo la compostura.
O la verticalidad.
Por supuesto, en aquellos debates no
llegamos a ninguna conclusión. Con los zombis no se acaba: de ellos se
escapa con suerte. Ahora me veo parloteando sobre esas efigies torcidas,
con andares toscos e indumentarias andrajosas. Me veo escribiendo sobre
un asunto menor de la cultura. ¿Un asunto menor de la cultura de masas?
No es así... Los zombis viven momentos de esplendor.
Gozan de
buena salud, dice el tópico. Y es así. Con el desconcierto del mundo,
con las señales del pronto final, las figuras de los muertos vivientes
se convierten en nuestros perseguidores. O en nuestros interlocutores.
Más vale un final con horror que un horror sin final, se dice en estos
casos...
Dos. "Que los zombies hayan estado de moda durante
estos años de la Gran Crisis refleja una plástica y asquerosa idea de la
situación", dice Vicente Verdú en Apocalipsis Now (2012), publicado
por Península. Este libro es una interesante recreación del Apocalipsis
bíblico, justamente en unas fechas muy apropiadas. ¿No dicen que el 21
de diciembre se acaba todo? Si el mundo se acaba, habrá que estar
preparados. A mí, por ejemplo, me pillará leyendo sobre el fin del
mundo.
Pero volvamos a Verdú: una plástica y asquerosa idea de
la situación. "Lo característico de un zombi es que, al presentarse como
muerto, ya no se le puede eliminar". Se equivoca Verdú. Sí que se le
puede eliminar, aunque el espectáculo gore de vísceras chorreantes
incomoda. Y añade el periodista: "pero, también, al comportarse como
seres sin vida y que no pueden temer a nada, no se les puede de ninguna
manera ahuyentar". Nuevamente, yerra.
Los zombis tienen una
profunda desorientación. Es por eso por lo que no saben con exactitud
hacia dónde se encaminan. Fuera del olor a sangre. Fuera de la carne, no
hay nada que los atraiga. E insiste Verdú: "Efectivamente, tampoco se
puede dialogar con ellos porque su lengua está muerta, sus oídos han
estallado y su mente se ha desflecado, como si las neuronas hubieran
adquirido la forma de enredos de algas o de composiciones así". De
descomposiciones, más bien.
Bien mirado, tampoco es exactamente así.
Tres. En su libro Apocalisis Now, Verdú se pregunta si los zombis
escuchan. Si poseen los sentidos del olfato y del gusto. En todo caso,
añade, carecen de razón. No es que no tengan razones para obrar así. Es
que no disponen de cerebro, sugiere Verdú.
Corrijo: cerebro,
tienen. Muerden porque no tengan sesos. Es que devoran porque tienen
seso obsesivo. ¿O es que, acaso, los criminales más mortíferos de la
humanidad carecían de lógica, de razón, de discernimiento?
Los
zombis atacan primeramente porque son intuitivos. Eso no significa que
sólo sean enfermos o locos, como parece apostillar Verdú. Y sobre esa
avería psíquica se extiende.
Dice el escritor: “deliran sin
componer sentencias de ningún género y se mueven como si en sueños solo
pudieran tantear sin acierto ni cohesión”. No deliran, no.
Delirar es confundir lo real con la fantasía sin poder regresar a este
lado de acá. ¿Cómo van a delirar si, según Verdú su mente se ha
desflecado y carecen de lógica? El delirante tiene una patología lógica y
con ella se vale para hacerse daño y hacer daño al mundo. Tienen, dice
Verdú, una “pedernal obstinación”: chocan contra todo obstáculo sin
medir razonable y sensatamente si vale la pena seguir o si conviene
pararse o toparse.
Yo no llamaría obstinación a ese empeño. Los
zombis no son obstinados, son jaurías de humanos que tienen
monstruosamente desarrollada su parte animal, originaria, primitiva. ¿No
empezó todo con los hijos devorando al padre en un asesinato primero y
ancestral, según nos indicara Sigmund Freud?
Los zombis no son
fuertes ni tampoco especialmente habilidosos. Eso es lo que les hace
tropezar, chocar y enfrentarse a obstáculos que no miden. ¿Acaso los
humanos no hacen algo similar? Los zombis devoran, comen, muerden a los
individuos sanos. Los humanos aplastan a sus rivales, los humillan y, si
pueden, los matan sin miramientos. Tenemos ejemplos recientes y
abundantes. ¿Acaso por una avería cerebral? No necesariamente. Verdú
emplea a los zombis como metáfora de la Gran Crisis (zombi) que nos
diezma. No creo que sea una buena comparación. Creo, más bien, que un
zombi es un zombi es un zombi. Nada más. O nada menos.
http://justoserna.com/2012/12/19/apocalipsis-zombi/
Justo Serna, "Los villanos y su merecido", El País Comunidad Valenciana, 12 de diciembre de 2012
The Good Wife es una serie americana de abogados. Transcurre en Chicago y cada episodio es un caso judicial normalmente protagonizado por Alicia Florrick, que trabaja en el bufete Lockhart & Gardner. La historia progresa con sus personajes y sus relaciones. Hay letrados, hay jueces y hay fiscales en sazón, fiscales que se promocionan para ascender políticamente. The Good Wife tiene un gran pulso narrativo y contemplarla tras un día de trabajo nos alivia y nos hace pensar. Sus vidas –con ese esmero indumentario de clase alta que lucen-- no tienen nada que ver con las nuestras, pues lo de aquí es siempre medianía.
Por estos lares es todo más prosaico y chabacano: presidentes a los que presuntamente se les obsequia con trajes de corte plebeyo; concejales ostentosos que supuestamente se reparten las comisiones con los amigos; ministros carentes de luces, sin trajes de luces, que son como toros que cornean, sin trapo ni capote.
Muchos casos que llevan los letrados de Lockhart & Gardner acaban en acuerdo económico entre las partes: cantidades millonarias que evitan una sentencia, algo que siempre será peor. La legislación americana permite estas cosas. Y estas cosas son las que yo he pensado cuando me he enterado del pacto secreto de Dominique Strauss-Kahn y Nafissatou Diallo. Leo en El País: “Los abogados de Dominique Strauss-Kahn, exdirector del Fondo Monetario Internacional, cerraron este lunes en el juzgado civil del Bronx (Nueva York) con los de la guineana Nafissatou Diallo un acuerdo (de entre 2,3 millones de euros y 7,7 millones, según calculan los especialistas) que pone fin a 20 meses de saga mediática y judicial y da carpetazo a la denuncia por agresión sexual interpuesta por la camarera del hotel Sofitel”.
Imaginen por un instante que los casos que salpican la política española pudieran resolverse con pactos millonarios entre las partes. El presunto defraudador o delincuente firmaría un talón para acallar al damnificado y todo arreglado. ¿Todo arreglado? En la vida pública, en la vida de las instituciones, los delitos no tienen remedio entre partes: si hay un crimen, el proceso sigue adelante. No hay posibilidad de dar carpetazo a los saqueos de las arcas municipales o autonómicas entre otras cosas porque las víctimas somos todos. Somos quienes pagamos impuestos, quienes llevamos una existencia aceptablemente honesta, quienes vivimos o sobrevivimos sin ratear, sin desvalijar.
La Comunidad Valenciana se ha distinguido por la multiplicación de fechorías políticas. Concejales de dudosa ejecutoria que recogían el suelto, la calderilla y lo que no sobraba; empresarios que presuntamente untaban y edificaban; consejeros que supuestamente organizaban atracos de guante blanco; banqueros que lastraban sus entidades con operaciones temerarias. Vamos, una película de terror. Lo que aquí necesitamos no son pactos secretos o acuerdos millonarios entre las partes.
Lo que precisamos es que los ladrones devuelvan los frutos de su pillaje: que paguen material y penalmente si se demuestra que son culpables. Hasta que eso ocurra, me engañaré con una serie de polis creyendo que los villanos tienen su merecido y que el bien siempre triunfa. Ja.
Uno. Da reparo cuando un amigo te hace una buena crítica. Piensas que lo que dice se debe sólo a eso: a
la amistad. Da reparo que el colega se vea obligado a escribirte una reseña sencillamente por lo que compartes con él. Pero no, bien pensado, que un amigo arriesgue su crédito y gaste su tiempo en ello se debe a que está convencido de lo que dice. Cuando algo que hace o escribe un colega no nos convence, lo normal es que no lo alabemos falsamente. No tenemos necesidad. Por eso, ¿por qué tenemos que callar cuando nos satisface lo que tu amigo escribe o defiende?
Me siento muy orgulloso y muy honrado con la reseña que Alejandro Lillo ha escrito de La imaginación histórica para Ojos de Papel.
Primero por la calidad de su escritura, ese ritmo de la frase sin adjetivos sobrantes (como hoy es moda frecuente). Por favor lean cómo está redactada y luego me dicen. La prosa proclama nuestras entrañas, aquello de lo que somos capaces y aquello que tenemos en la cabeza. ¿Ustedes creen que Alejandro Lillo escribiría un encomio de mi libro simplemente por agradecimiento. Las personas son honestas mientras no se demuestre lo contrario. Aquí, con Lillo, no sospechen: miren cómo trabaja.
Si leen esa recensión, comprobarán que piensa lo que dice, que razona el elogio, que argumenta lo que tan minuciosamente señala. Para mí, es un honor, insisto. Desde que apareció La imaginación histórica me han hecho entrevistas y se han escrito recomendaciones: la más insólita en Interviú. Ninguna aproximación tiene la altura de la que firma Alejandro. Lee como si el texto no fuera con él. Lee queriendo aprender y buscándole las incongruencias al autor. Lee en contexto y con erudición. ¿Cómo quieren que me sienta? Pues agradecido, claro. Pero no por el ditirambo en que podría haber incurrido, sino por la inteligencia que demuestra al escribir sobre el libro de un amigo, algo muy difícil: no porque la obra tenga altura, sino porque el lector obliga al libro a responder a sus expectativas. Uf.
Dos. La amistad no es el pago por correspondencia, por obligación. Es la entrega, el servicio atento y gentil. No es el libramiento interesado. Es el esfuerzo de quien te ayuda sin esperar nada a cambio. Se siente correspondido con tu amistad. Para quienes no hemos tenido muchos amigos --un gran número,
quiero decir--, el gesto generoso resulta impagable. Uno auxilia no porque se sienta superior o mejor, sino porque no teme al amigo que sobresale. ¿Existe mayor placer que ayudar a quien se lo merece, a quien está sobrado de méritos? Permítanme una confesión: a Anaclet Pons lo conozco desde la infancia. Si sé que alguien no me traicionará jamás, éste es él. No me perdona mis incongruencias ni mis perezas, pero me tolera las numerosas imperfecciones que me pesan. Qué remedio: somos muy decepcionantes.
Hace años, muchos años, Anaclet Pons me recomendó un Billy Wilder crepuscular. Era la película titulada en España Aquí un amigo (1981). En la crítica cinematográfica, dicho film no alcanzó el juicio que otras obras habían logrado. Con faldas y a lo loco (1959), por ejemplo, es superior: y es, además, una producción del año en que nacimos... Pero la historia protagonizada por Walter Matthau y Jack Lemmon me hizo vivir y revivir: con Trabucco y Victor Clooney.
Cómo me hizo reír a mandíbula batiente un libro que A. Pons me regaló en 1982: en un momento malo o bajo. ¿Su título? Mi familia y otros animales (1956), de Gerald Durrell. Yo atravesaba una circunstancia confusa y aturdida. Mi amigo me obsequió con su propio ejemplar. Se desprendió de él y me hizo compartir una historia inteligente y chistosa. Él tenía poco dinero y yo también, por tanto comprar un libro o regalarlo era poco menos que una ruina. ¿Qué se puede decir ante dicho gesto? No lo he olvidado, por supuesto.
Y en ésas estamos: que lo mejor de la vida es la amistad, la generosidad, la amabilidad. Que lo mejor es la alegría, reír juntos, disfrutar con lo que el otro es. Aquí, un amigo. Lo dicen Trabucco y Victor Clooney. Y ahora, si me permiten, voy a releer unos pasajes dedicados a la isla de Corfú que están en la obra de Durrell. La reseña de La imaginación histórica se la dejo a ustedes.
Días festivos, horas sobrantes. Espléndida noticia: aprovechen el tiempo y hagan un viaje en el tiempo. Acudan al Centre Cultural La Nau, de la Universitat de València. Allí podrán contemplar la exposición más rockera de la temporada: COVERS.
Es un regreso al pasado de los años cincuenta y sesenta, concretamente a la América que va de 1951 a 1964. Carátulas de discos, portadas de revistas, electrodomésticos de época.
Todo ello y mucho más, ¿para ver qué? Cómo vivían los jóvenes del rock; cómo empezaron a incomodarse con sus padres, con los adultos; cómo decidieron rebelarse; cómo consumían en una sociedad próspera.
Los Estados Unidos eran la gran potencia económica, habían salido triunfadores de una Guerra Mundial y su éxito material, su bienestar ostensible y su consumismo eran victorias frente al nuevo oponente: el comunismo, un enemigo amenazante...
Los jóvenes crecieron en esa sociedad y con ese discurso y supieron vivir o sobrevivir en medio de la opulencia. Se uniformaron, adoptaron nuevas indumentarias, se dejaron los pelos largos y siguieron a ídolos nuevos. Vistieron ropas de rústicos o de moteros y se identificaron con cantantes, con estrellas de cine, con celebrities que marchaban aceleradamente.
La poesía de sus canciones y las letras de sus baladas expresaban deseo, sexo, expectativas. O expresaban simplemente malestar: una falta de lo que se disfrutó o la melancólica pérdida de lo que nunca se tuvo.
Guess I'm Doin' Fine, canta Bob Dylan en 1964. Dice al principio: Ya no tengo infancia / Ni los amigos que entonces conocí / No, no tengo infancia / Ni los amigos que entonces conocí / Pero aún conservo la voz / Y puedo llevarla allá adonde vaya / Supongo pues que las cosas me van bien.
Well, I ain’t got my childhood
Or friends I once did know.
No, I ain’t got my childhood
Or friends I once did know.
But I still got my voice left,
I can take it anywhere I go.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
And I’ve never had much money
But I’m still around somehow.
No, I’ve never had much money
But I’m still around somehow.
Many times I’ve bended
But I ain’t never yet bowed.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
Trouble, oh trouble,
I’ve trouble on my mind
Trouble, oh trouble,
Trouble on my mind.
But the trouble in the world, Lord,
Is much more bigger than mine.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
And I never had no armies
To jump at my command.
No, I ain’t got no armies
To jump at my command.
But I don’t need no armies,
I got me one good friend.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
I been kicked and whipped and trampled on,
I been shot at just like you.
I been kicked and whipped and trampled on,
I been shot at just like you.
But as long as the world keeps a-turnin’,
I just keep a-turnin’ too.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
Well, my road might be rocky,
The stones might cut my face.
My road it might be rocky,
The stones might cut my face.
But as some folks ain’t got no road at all,
They gotta stand in the same old place.
Hey, hey, so I guess I’m doin’ fine.
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