Ojos bien abiertos
Reseña para Mercurio de El atrevimiento de mirar (Galaxia Gutenberg) y de Todo lo lo que era sólido (Seix Barral)
Un novelista acreditado publica dos libros de ensayo. Un narrador consumado escribe sobre arte y sobre política. ¿Qué avales tiene para pronunciarse? Por una parte, es licenciado en Historia del Arte; por otro tiene estudios de periodismo. ¿Esos saberes son los que le facultan para cultivar dicho género y para enjuiciar la pintura o la actualidad?
Los conocimientos académicos no valen si no fermentan, si no se desarrollan, si no se aplican con inteligencia e intuición. Hay que informarse, pero sobre todo hay que adiestrarse, instruirse. Cabe un don especial. Escribir una novela es mirar un mundo potencial, hacerlo visible, materializarlo con palabras. Se necesitan habilidades singulares para observar con detalle y con tino. Se precisan recursos: preparación y discernimiento. Y se requieren condiciones intelectuales: más propiamente, ser un intelectual, alguien que se pronuncia, que tiene la audacia de enjuiciar, de sopesar. Eso sí: después de mucha información y erudición.
El caso que describo es el de Antonio Muñoz Molina. Estudió Historia del Arte y Periodismo, pero eso no le faculta especialmente. Hay algo más. El creador es, antes que nada, un observador: un tipo que otea y que examina, que se familiariza con lo extraño y que se sorprende con lo evidente. Vemos lo que tenemos delante, aquello que nos frena, que nos sorprende favorable o desfavorablemente. Vemos lo que nos deja indiferentes, aquello que nos repugna, que nos satisface. Pero también podemos no ver, podemos no apreciar lo que está enfrente. Por decisión o por descuido. La mirada no es una mera impresión sensorial: es un delicado ejercicio intelectual, una laboriosa operación. Damos significado a lo que distinguimos. ¿Valiéndonos de qué? De los ojos, pero también de los códigos, de la educación. Muchos vemos poco y pocos ven mucho, alcanzando a descubrir lo que a simple vista no se distingue: por distante o por cercano. Por estar muy lejos, sin que sea posible divisarlo; por estar muy próximo, sin que sea posible advertirlo, de tan obvio que es.
Antonio Muñoz Molina se atreve a mirar, como hiciera Goya en otro tiempo. O como lo hace Edward Hopper, con un realismo fantasioso. O como hacen los científicos con sus lentes. Se atreve a sondear lo que está a nuestro lado y por descuido no vemos. Se atreve a examinar lo obvio. Y se atreve a echar un vistazo a lo distante. Los pintores —como Georges de La Tour, como Juan Genovés, como Miguel Macaya— resaltan lo invisible.
Decía Gustave Flaubert que cualquier cosa observada de cerca, empieza a perder la impresión de familiaridad o de extrañeza, pero además comienza a ser interesante, incluso monstruosa o común. Una piel con sus poros, un país con sus agujeros. Un pasado con sus mitos, un porvenir en ruinas.
El atrevimiento de mirar y Todo lo que era sólido son inspecciones. Con prosa libre, con forma demorada y envolvente, sin academicismos y sin barbarismos, sin tedio y sin sobreentendidos, Muñoz Molina se empeña en averiguar el estado de España. Como un antropólogo de la vieja escuela. Como un explorador atento y algo perdido. Habla de su pretérito imperfecto, de su presente continuo y de su futuro incierto. No es un lamento noventayochista ni un ejercicio de estilo. Tampoco contemporiza. El escritor subraya lo que son las normas y lo que son las licencias, lo que es crear y trabajar, lo que es esforzarse humildemente para ver más, más grande o mejor, y lo dice con una sintaxis precisa. Muchas veces estamos despistados y algunos de nuestros contemporáneos descubren y describen lo que nos pasa y no queremos apreciar. Es entonces cuando se demuestra la grandeza del observador. Sin aspavientos señala lo que tantos no saben o no quieren distinguir. La mirada se adelanta.
La principal particularidad de la prosa de Muñoz Molina es su implicación, su identificación, su puesta en escena: con un yo que habla se compromete. Hace de historiador y, para ello, acude a la hemeroteca; hace de crítico y, para ello, se justifica leyendo a especialistas; hace de estudioso y, para ello, se esfuerza, se disciplina. Muñoz Molina no es el intelectual sabelotodo que interviene valiéndose de su nombradía. Es alguien que quiere aprender y que, por tanto, se documenta. El resultado es deslumbrante. Si habla de Goya, sus palabras son atinadas y modestas; si habla del presente de España, su diagnóstico no es fatuo ni grandilocuente: él no vio, no supo ver, los indicios que había en el paisaje y en la prensa, las huellas de un exceso que ahora estamos pagando. La historia de España es eso y el literato admite su ignorancia para examinar con clarividencia. No son precisas muchas erudiciones: la mera consulta del periódico nos alerta. La simple enumeración de noticias de enero y febrero de 2007 nos aturde. Muñoz Molina acumula esas informaciones y provoca un efecto: una vergüenza para los españoles que no quisieron ver, una suntuosidad impostada, artificial. El diagnóstico de Muñoz Molina es, a mi juicio, certero. Es más: es doloroso y lamentable. El país que supo remontar el franquismo, que supo quitarse la herencia carpetovetónica, se sume en las quimeras de nuevo rico.
Y hablando de nuevos ricos, el título Todo lo que era sólido alude a Karl Marx, al Manifiesto comunista (1848). Alude a la capacidad de volver evanescente lo que creíamos arraigado, permanente, estable. La revolución conforma y los espejismos trastornan. Las quimeras españolas —tan bien representadas por los óleos de Goya— son ya una tradición. Esperemos que esta ceguera, esta servidumbre voluntaria, desaparezca.
Fotografía: Ricardo Martín