Leo en El País: "El Papa anuncia su dimisión". Y, más adelante, la noticia añade: "Benedicto XVI ha anunciado que dejará su puesto el 28 de febrero durante un acto interno de canonización, según informa la agencia italiana Ansa". Permítanme una incursión, una vuelta atrás.
Lo señalé tiempo atrás, pero ahora vuelvo a insistir en ello,
repensando ciertas cosas ya escritas. Regreso al contemplar la
fotografía del retrato al óleo que se le ha hecho a Benedicto XVI. En el
pasado, los monarcas y los pontífices tenían serías dificultades para
hacer llegar su imagen a los súbditos y a los creyentes. Siempre que
tropiezo con este asunto, me gusta recordar lo que detallaba Peter Burke
en un excelente libro de historia cultural que dedicara a Luis XIV: su
corte áulica dispuso y organizó una vasta gama o repertorio de soportes o
recursos técnicos y artísticos para poder difundir torpemente la efigie
del rey. En un momento histórico en que los medios de difusión de las
imágenes eran tan precarios, incluso el poder temporal de los Papas se
veía mermado por falta de conocimiento. Los creyentes no sabían cuál era
el aspecto de sus pastores.
La extraña o distante
magnificencia, pero sobre todo la falta de medios de comunicación
masivos impedían un conocimiento exacto de los pontífices y de los
monarcas. ¿Un conocimiento exacto? Siempre que nos planteamos esto,
inevitablemente regresamos al retrato de Inocencio X, realizado por
Velázquez hacia 1650. “Troppo vero”, dicen que dijo el propio pontífice
para certificar el acierto: esa mirada que parece escrutar al
observador… Pero más que los ojos inquisitivos me importan el reposo de
la autoridad, el trono que lo encumbra, los ropajes aterciopelados, los
atavíos del poder. Cada pliegue, cada sombra, cada brillo no son
chiripa, sino deliberación…, ¿de quién? ¿Del retratado o del retratista?
Hoy como ayer, el aspecto que damos, el modo en que nos
presentamos, siempre es un instante cuidadosamente estudiado. En
nuestros días, las fotografías son instantáneas, cierto, pero las poses
con que afectamos estados y cualidades las sabemos de antemano: hacemos,
por tanto, una dramaturgia deliberada de nuestra exposición pública o
privada. Con la mirada o con las manos, pero también con la disposición
del cuerpo repetimos imágenes que ya tenemos vistas en la tradición
pictórica de los grandes, de los monarcas, de los pontífices, de los
aristócratas, de los burgueses. Con esas fotografías propias o de
nuestros antepasados –que forman nuestro álbum particular– podríamos
incluso recrear nuestra biografía real, imaginaria o fantaseada. Eso es
lo que bellamente hace Luis Quiñones, con empeño familiar y con
presunciones audaces: revisa el álbum y se ve retrospectivamente en
imágenes que sólo pertenecieron a un tercero. Inquiere, conjetura. “El
tiempo mejora la obra de este artista anónimo”, decía Juan José Millás
en El ojo de la cerradura, y lo decía refiriéndose al retratista
familiar. “Basta acudir a los mercadillos de antigüedades para darse
cuenta. En esos tenderetes encuentras con frecuencia fotografías
antiguas y casi todas son estupendas. ¿Por qué? Porque el tiempo ha
llenado de sentido la mirada de los retratados”.
Pero
regresemos a los reyes y a los pontífices. En el siglo XIX, al contar
con el retrato fotográfico, los soberanos pudieron llegar mejor a sus
súbditos: pudieron hacerse ver y reconocer. Los monarcas europeos, en
efecto, aceptaron entonces retratarse con el nuevo medio, porque la
fotografía no se concebía como un arte vulgar –ese que ahora forma el
álbum de cada uno de nosotros–, sino como un recurso que permitía
transmitir también la efigie distinguida y la calidad del cliente. Y
ello a pesar de las condenas o de las prevenciones de los clérigos ante
esa imagen congelada del retratado.
Como señalaba Walter
Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía, no era extraño ver en
la prensa artículos inspirados por la Iglesia en los que se deploraba el
diabólico arte francés, justamente por lo que tenía de audacia humana
frente a Dios. Si el hombre había sido creado a imagen del Supremo,
reproducir su efigie auxiliado por medios técnicos era poco menos que
una arrogancia culpable. Sin embargo, los soberanos europeos se valieron
de ellos precisamente para difundir su rostro. No se trata de que
transmitieran una imagen accesible o abierta, sino todo lo contrario: la
efigie que se difundió seguía siendo regia, distante, rodeada de
magnificencia.
Ahora, con la fotografía que se quiere
espontánea y con televisión que se quiere instantánea, los reyes y los
príncipes y los políticos y los Papas multiplican su imagen, la
duplican, se hacen ver aquí y allá, en las grandes celebraciones, en los
platós y en el tablado de un mitin, en los balcones o en el interior,
solos o en compañía de otros, pero ofreciendo siempre de sí mismos un
cuadro de proximidad, de relajada simpatía o de afabilidad. Subrayan así
con elementos enfáticamente campechanos su condición, su apostura o su
aplomo sin recaer en el hieratismo icónico, en la efigie majestuosa, lo
peor que les puede ocurrir.
Leo en un despacho de la Agencia
Efe que el Papa Benedicto XVI cumple ochenta años hoy, el 16 de abril,
“y como regalo del propio Vaticano va a recibir un bonito retrato hecho
por la pintura rusa Natalia Tsarkova (en la imagen)”. ¿Un bonito regalo?
Echo un vistazo al retrato y distingo pose de poder y atavíos de
pontífice: justamente lo mismo con que varios siglos atrás se presentaba
Inocencio X. Sorprende el arcaísmo de dicho retrato, la antigüedad de
su resolución, pero sorprende más la incomodidad del asiento. “Está
sentado en el gran sillón papal con respaldo de terciopelo y adornos
dorados, delante de un cortinaje teatral, pero no parece que repose, que
se abandone a su propia majestad, a la condición estatuaria y
absolutista de su rango. Está erguido, de una manera tensa, seguramente
incómoda, apoya el codo derecho en el brazo del sillón pero no se afirma
en él, la mano se curva como para aferrarse al sitial en caso
necesario, y sólo la otra mano, la izquierda, parece que descansa, que
se abandona un poco, sosteniendo una hoja de papel”.
Eso decía
Antonio Muñoz Molina en 1996 y así describía nuestro autor el retrato de
Inocencio X cuando excepcionalmente pudo verlo en Madrid. Las miradas
de ambos papas no se parecen: y la insolencia inquisitiva de Inocencio X
no se reproduce en los ojos esquivos de Benedicto XVI. Pero, si
cotejamos ambas pinturas, sorprenden la similitud de la pose y la misma
incomodidad del sitial. Han pasado varios siglos, Natalia Tsarkova no es
Velázquez, pero el Papa sigue afectando hieratismo icónico y efigie
majestuosa. El tiempo siempre llena de sentido la mirada de los
retratados, decía Millás, “que siempre nos dicen algo (generalmente,
algo trascendental) desde esa emulsión química en la que han quedado
petrificados”. ¿De qué llenará el tiempo la mirada de Benedicto XVI, esa
efigie que aún no ha quedado petrificada, ese óleo que todavía recibe
los últimos retoques?
1. Los archivos de Justo Serna.
Hay 2 Comentarios
No se de que la llenará, me a mi me produce escalofríos.
Marta
Publicado por: Marta | 11/02/2013 19:30:07
Nos parece muy bien que el Papa renuncie si considera que debe hacerlo. No hay por qué perpetuarse en el cargo si piensa que puede ser perjudicial para la Iglesia.
Dicho esto, creemos que los Papas deberían ser un poco más jóvenes para que tengan un poco más de tiempo para realizar tu trabajo.
Publicado por: Notocias Favoritas | 11/02/2013 13:51:22