Uno. ¿Qué es
un historiador? Permítanme una pedantería etimológica que he
repetido muchas veces y que debo a Émile Benveniste. El origen de la
palabra ya lo dice todo: histor, en griego clásico, significa el que
sabe, el que ve, el que investiga.
Un histor es alguien que repara y
justamente porque repara está en disposición de relacionar hechos: no hay un
proceso obvio que los vincule. Siempre es un historiador quien los pone de
consuno. Y el historiador es alguien que procura documentarse para tal fin. Es
alguien que busca todo tipo de testimonios para obtener versiones de
esos acontecimientos. Y es alguien que traza una línea…
El histor
sabe que no todos saben lo mismo, que no todos los testigos dicen lo mismo, que
no todos los humanos conciben lo mismo. Es por eso por lo que ha de recopilar
datos y relatos, versiones y relaciones. ¿Para qué? Para
poder ordenar las informaciones y para poder contar las cosas con la mayor probidad
posible: con las mayores rectitud y erudición posibles. Con el máximo de rigor,
vaya.
Escribe y sabe que escribe. Su texto
tiene retórica y tiene referencias exteriores. Tiene soporte estético y tiene
un referente externo. Un historiador es un tipo modesto que no construye
sistemas ni tiene epifanías o revelaciones. Es, como mucho, una analista de
grandes procesos. Lo normal es que reproduzca hechos menores para sacarles un
significado y para relacionarlos con otros. Atribuye causalidades y supone
casualidades. ¿Para qué? Tener una visión fundamentada del pasado te ayuda a
sobrevivir, a soportar mejor lo que pasa o el fin que te espera. Tener un
relato documentado de lo pretérito te alivia y te complica. Te
alivia porque te hace ver que muchos de tus problemas son equivalentes o
parecidos a los de los antecesores. ¿Te vas a morir? Imagina los que te
precedieron. Todos calvos. Eso no significa que te consueles. La historia no
conforta. Significa que tu crisis o tu dolor o tu muerte no son novedades jamás
vistas. Los antepasados tuvieron que soportar ultrajes mayores, estrecheces
inconcebibles, persecuciones sin cuento.
Conocer todo eso no te contenta, pues te hace ver
los problemas en contexto y en proceso. Pero conocer todo eso, según decía
antes, te complica. Cuando crees saber por qué pasa lo que pasa, cuando crees
saber cuál es el proceso y el contexto de lo que ocurre, entonces –justamente
entonces— descubres que la realidad humana está sometida a factores diversos;
descubres que no hay una causa que todo lo explique; descubres que hay una parte
previsible en el comportamiento individual y colectivo y que hay un lado
azaroso, impredecible, en los actos humanos. Hacemos cosas con un fin,
con una meta. ¿Y…? Como hay otros que también las hacen, la composición o el
resultado no siempre pueden profetizarse.
Por tanto, el
futuro es algo extraño, resistente, insólito. Estamos
habituados a porvenires de ciencia-ficción: de tecnología punta y con humanos
robotizados, vestidos con indumentarias plateadas o metálicas, con cascos que
aíslan. Ustedes me perdonarán, pero digo futuro y pienso en Stanley Kubrick, un
director que amo a pesar de ser tan ampuloso. Estamos acostumbrados a pensar el
porvenir como algo deshumanizado. La literatura y cine nos han
familiarizado con esas utopías negativas, como la que trazaba Kubrick en 2001. En realidad, lo que anticipamos no
es más que una suma de miedos bien presentes, un repertorio de
males, de perversidades actuales que proyectamos con pánico en un futuro que ya
no nos pertenece. A finales de los sesenta del siglo pasado, Kubrick nos
presentaba un mundo gélido, un espacio al que nos vamos acercando.
¿Tienen algo que decir los historiadores cuando
vaticinan? O en otros términos: ¿pueden los historiadores anticipar lo
que nos va a ocurrir? Si saben tanto del pasado, algo podrán predecir, ¿no es
cierto? Los investigadores que han acumulado datos e informes de los hechos
pretéritos aventuran un discurrir posible, pero a la vez sospechan del fracaso
de sus predicciones. Lo que los humanos hagan dependerá de lo que quieran hacer
y sobre todo de la composición y de los efectos imprevisibles que tengan sus
actos sumados.
Dos. Acabo de leer el último libro
de Tony Judt traducido al castellano. Lleva por título ¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa (2013). Data de 1995 y,
con finura, el autor acierta en casi todas sus predicciones. Es cuestión de
tener los ojos bien abiertos. Es cuestión de examinar con cuidado. No es
frecuente que los historiadores acierten. Lo normal es que profeticen el pasado
con mucho esmero. Leído ahora, leído retrospectivamente, Judt tiene mucho
mérito. Sabía de nuestro futuro alemán. Y sabía de nuestra Europa de tendencias
populistas.
Aquejado
de un gravísimo trastorno neurovegetativo, una esclerosis lateral amiotrófica
que lo mató, la vida de Tony Judt se consumió perdiendo toda función motora.
Diagnosticada esa enfermedad en 2008, su cuerpo resistió poco tiempo, apenas un
par de años, pero su mente se mantuvo firme hasta el final.
En
el nuevo número de L’Espill, (42,
hivern 2012/2013) hay un apartado titulado ‘Pensadors estimulants’ En esas páginas aparece un
artículo mío titulado 'La Suïssa de Tony Judt'. Es una reflexión sobre
la fantasía que dicho país representó para este historiador, fallecido en 2010.
Estoy muy agradecido a los responsables por haberme pedido un texto sobre Judt.
Este historiador fue un judío nacido en Inglaterra, de padres no británicos.
Contempló las montañas, los lagos, los parajes, los hoteles, los trenes, la
cumbres de ese pequeño país, de Suiza, como un espacio de asiento, de fijación;
como un lugar de estabilidad emocional.
Frente al
cosmopolitismo, frente al desarraigo, frente a la errabundia, Suiza era para
Judt el último destino familiar: allá en donde había sido feliz cuando niño, en
largos veranos infantiles; allá en donde estaría con sus hijos ya adolescentes.
Poco tiempo después morirá. Miro a Judt
y me pregunto.
Tres. ¿Es el
historiador alguien que mira el pasado? ¿Es posible tal cosa? Lo pretérito no
está, se ha consumido y se ha consumado. Por tanto, no puede ser mirado
directamente. Lo único que podemos observar son algunos restos que permanecen.
¿A qué restos me refiero? A los documentos, claro. Estamos rodeados, rodeados
de documentos, de pruebas históricas. Y la prueba histórica no son papeles
viejos. O al menos no son sólo papeles viejos. Todos nosotros somos productores
de documentos.
Escribimos artículos,
redactamos prospectos, firmamos impresos, remitimos mails, tuiteamos,
compartimos experiencias en Facebook,
publicamos un post en el blog personal. Mandamos cartas. ¿Alguien
manda cartas todavía? Todo eso forma parte del aluvión informativo de nuestros
días, pero no es exactamente una novedad. Documentum
viene del infinitivo docere, que
significa enseñar. La acción es una cosa: el vestigio que dejamos de ella es
otra. Pero en muchas ocasiones la acción es la producción documental. Hay actos
de habla. Y hay documentos que son huella de acciones que ya se consumaron y se
perdieron, versiones. Con unos y otros documentos trabaja el historiador, un
modesto erudito que exhuma. Gracias esos vestigios que permanecen, el
historiador se informa de la acción, de la reflexión, de la pasión, de la
emoción, de la sensación de los antecesores. ¿Cómo recuperar esos patrimonios? Forman
parte del hilo y de las huellas.
En
principio, los documentos suelen albergarse en los archivos. Los archivos son
recintos en los que después podrá ser posible hallar un expediente, un papel,
un legajo. ¿Existe mayor goce que el descubrimiento documental? Un día, sin
más, sin previo aviso, descubres algo imprevisto. En la rutina casi balnearia
del recinto de repente advertimos lo inexplicable o lo imprevisible. Tony Judt lo
indica una y otra vez…
Hay
archivos que son públicos o privados, administrativos o ya históricos: según la
vigencia legal de los documentos y según el período de carencia. Los documentos
se conservan en dichos recintos porque son un patrimonio; y se custodian allí para que puedan ser
examinados por los interesados y después por los investigadores. Ya que estos últimos
no pueden mirar directamente el pasado, al menos esos legajos y expedientes
–pongamos por caso-- les permitirán hacerse una idea de lo ocurrido. Y al
consultarlos podrán comprobar y confirmar que en verdad el pasado no está
acabado: ni consumido ni consumado. El pasado es una herencia material e
inmaterial que nos llega y que hemos de acarrear. Parte de lo que alarmó a
nuestros predecesores aún nos preocupa y parte de lo que anhelaron todavía nos
inquieta.
Por tanto,
familiarizarnos con el documento es tarea prioritaria, así como con los
archivos, la idea y la realidad del archivo. Nos ayuda a comprender que el
pasado no existe y a la vez nos permite ver de qué modo podemos aproximarnos a
lo pretérito: por una única vía de acceso, la del resto, la de la huella.
Estamos rodeados: de documentos, añadía. Pero no necesariamente están
albergados en el recinto del archivo. La ciudad en la que residimos, el espacio
por el que transitamos, es soporte informativo: saber observar esa topografía
documental es un descubrimiento que suele asombrar. Que se nos ponga cara de
observadores, siempre atentos a una pesquisa que podríamos desarrollar. La
fuente histórica está cerca de nosotros: restos materiales e inmateriales que son
muy informativos y a la vez enigmáticos. Como cuando acudo al cementerio. Los
restos están allí. A ellos no puedo acceder, pero las lápidas, los panteones,
los nichos me informan. Perdonen este regodeo. Tenemos un dato. ¿Qué nos
falta?
Nos hacen
falta marcos, criterios de contigüidad y de discriminación para discernir. En
eso insistió Tony Judt una y otra vez. Estamos envueltos en una urdimbre de
documentos de la que no siempre somos sabedores: las relaciones de las que
formamos parte, esas relaciones de las que somos nudo, cruce o intersección.
Estamos en medio de fuentes históricas potencialmente aprovechables. Las
relaciones humanas son fruto de las capacidades o habilidades reconocidas: cada
individuo tiene papeles que ejecutar y funciones que desempeñar. Se establece
entre nosotros una red de relaciones que nos ata, red dentro de la cual cada
uno realiza sus tareas o servicios. Ejecuta sus roles o desarrollos. Los demás
saben o no saben cuáles son nuestras habilidades o capacidades. Por lo general,
la sociedad –esa red de redes, esa estructura de estructuras— establece y fija
los papeles y las funciones de los individuos, pero esos individuos no son sólo
una cosa. Por tanto, tienen múltiples labores que realizar, tareas que no
siempre son compatibles, ni sucesivas, ni congruentes. Es por eso por lo que
hay contradicciones en la acción humana: por falta de información no siempre
sabemos qué hacer; por falta de información no siempre sabemos qué hacen los
otros, los actos que emprenden y que pueden reforzar o frenar nuestras
acciones; por falta de información no siempre sabemos cuál es el contexto y la
estructura de nuestras actividades.
Pero, como
decía, los individuos no son sólo una cosa: nos faltan noticias o desechamos la
experiencia, aunque a la vez desempeñamos distintos roles en diferentes espacios
y eso hace que tengamos frecuentes contradicciones. Si ello no le ocurre a uno
solo, sino a todos los individuos, el resultado es ciertamente complejo.
Advertir eso y tratar de analizar los actos humanos ya realizados y las
consecuencias que se han derivado es tarea del pensamiento histórico. Y Tony
Judt dio sobradas pruebas. Pero es imprescindible hallar el contexto adecuado,
los marcos de actuación, los procesos en los que insertar las actividades
humanas.
A eso
podemos llamarlo cultura histórica, que no es forzosamente erudición, sino
conocimiento de la ignorancia, de las ignorancias. Una persona culta no es
necesariamente la que sabe mucho, sino la que sabe cómo colmar sus lagunas,
cómo llenar sus vacíos. En sus libros de memorias, Judt subrayó esto. O por
decirlo de otro modo: culto es quien
sabe qué itinerario seguir ante una referencia, un dato o una información que
finalmente es enigma. Puede que ignore los pormenores de esa referencia, de ese
dato o de esa información, pero sabrá arrancar y sabrá documentarse:
precisamente para llegar a un conocimiento suficiente, razonable, útil.
Hay
conceptos que aprender, conceptos que son esquemas analíticos que han probado
su eficacia entre los historiadores. Son abstracciones, condensaciones y
regulaciones: recursos para sintetizar lo real y para preverlo. Y hay destrezas
que adquirir, destrezas que son protocolos habituales entre los investigadores:
instrumentos que nos permitirán analizar cosas distintas a partir de analogías.
La analogía es un recurso fundamental de la historia. Y es un medio habitual
del sentido común: las cosas se parecen y las cosas son comparables. Ahora
bien, esas mismas cosas tienen circunstancias diversas: es como el juego de las
diferencias de cuando éramos niños. Dos viñetas son prácticamente idénticas,
pero hay leves o pequeñas variaciones que trastornan los parecidos. Las
diferencias son esenciales para poder percibir las similitudes, aquello que
hace cotejables dos hechos distintos. Pero esto no es un juego de niños; es un
examen adulto, como aquel al que Tony Judt nos sometió.