No profeso
animadversión alguna a los alemanes. Admito la hostilidad con que estos
vecinos han tratado al resto del Continente en momentos clave.
Cuando Europa les pone en un aprieto, Alemania se expande, parece buscar su 'espacio vital' y de paso nos invade: la guerra Franco-Prusiana fue un ejemplo temprano.
El resultado ha sido un siglo de malestares y atrocidades. A
pesar de todo, su eficacia técnica acaba imponiéndose. Son fiables, son
sofisticados: su mecánica funciona. Entiéndase mecánica en todos los
sentidos...
Mi vehículo familiar es un Volkwagen. Un Golf,
concretamente. Admito su buen funcionamiento. Como admito otras cosas.
Tengo una lavadora AEG, electrodoméstico de mucho postín, un logro de
la limpieza familiar. Cada vez que viene a casa un invitado alardeo...
Mi nevera es una Liebherr, una marca de tronío. Cada vez que un amigo
llega, le recuerdo que tengo una Liebherr. Mi calentador es un Junkers,
un aparato en el que igualmente puedo confiar. Cada vez que alguien se
ducha, damos gracias a los ingenieros teutones.
Si repaso mis
trastos, me doy cuenta de que muchos son alemanes. Salvo los Apple, que
siguen siendo norteamericanos. O los Sony, que son... ¿Qué son? Ay, ay,
ay. ¿Qué ocurre con la última revolución industrial? ¿Alemania queda al
margen? Punto y aparte.
Soy un típico representante de clase
media que ha ido electrificándose y mecanizándose con tecnología
foránea. Soy un sujeto de ciertos recursos que confía en la Alemania
técnica, la solidez casi férrea del producto.
¿Recuerdan a
Usillos, el personaje de El milagro de P. Tinto? El pobre hombre
lamentaba que los nacionales no usaran tecnología española. Yo he tenido
malas experiencias: con Fagor, por ejemplo. Fue una cruz soportar su
arrogancia con los frigoríficos defectuosos que nos servían. Así de
claro y así de alto lo digo.
Los cacharros alemanes eran otra
cosa. Pero me están hartando. Resulta que yo adquiero su quincalla
industrial. Resulta que yo confío en sus maravillas técnicas. Resulta
que me someto a su capitalismo productivo. ¿Y qué recibo a cambio?
En alguna encuesta, los alemanes desconfían de los españoles. Ah,
claro. Somos juerguistas y poco serios, vaya. Somos despilfarradores:
eso sí, con los créditos que los teutones nos han prestado. Somos
mediterráneos, latinos, sudorosos y hasta grasientos, amantes del vino y
de la sangría. Conclusión: en España no trabaja nadie. De hecho, yo
mismo, en este momento, debería estar apretando tornillos en una
factoría alemana. Pero resulta que soy profesor y justamente por eso
cultivo mi intelecto con la discusión y no sólo con la locomoción.
Somos gente de palmas y pandereta y somos algo payasos. Aquí tenemos
corrupción, cierto. Pero en Alemania, por el puritanismo no hay tacha
ni mácula. ¿Es así? Por lo que parece hay ministros que plagian las
tesis doctorales. Ser doctor en aquel país es mucho. Aquí prácticamente
no es nada. Así es: los doctores españoles se van para Alemania. Les
exportamos inteligencia. Ellos nos invaden con cachivaches de eficaz
diseño.
Espero que algún día valoren el Sur, este meridión de
temperatura y calentura. Uno de sus más grandes escritores, Thomas Mann,
era hijo de una madre brasileña. Y, como tantos germanos, emprendía
viajes... Mann sabía que Alemania era poco fiable: por la agitación
romántica del alma germánica, por sus sacudidas. No sé si eso es así.
Yo, por si las moscas, me dispongo a leer algunas novedades editoriales
muy prometedoras: El oscuro carisma de Hitler, del gran periodista
Laurence Rees. Y otro volumen no menos inquietante Made in Germany. Le
modèle allemand au-delà des mythes.
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