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Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

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Recomendamos

El presidente de tal y tal

Por: | 29 de junio de 2013

Me entero por Marisa Begué de la inconsistencia declamatoria de Mariano Rajoy, de su balbuceos. En RajoyEncofianzaEuropa. ¿Es un defecto incorregible? El sr. Rajoy debía dar cuentas de sus logros y también de sus lastres. Y don Luis Bárcenas es un peso pesado, propiamente un lastre.

Don Mariano Rajoy ha preferido el énfasis hueco, la palabra campanuda. Esos silabeos y siseos con los que expresa su estupor. No sabe o no quiere saber. No puede o no quiere poder. El poder lo retiene, pero su institución es dependiente: dependiente de Europa y amenazada por "Luis el Cabrón". Perdonen esta mala palabra, pero en los cenáculos así se le llama.

En la La farsa valenciana (Foca, 2013) analizo esa pose de hombre cualquiera, de hombre de la calle que se gasta: Rajoy es un tipo accesible e incomprensible. Habla y pregunta a un tiempo. Farfulla y calla. Es el modelo ideal del político atrapado: sus discursos son zumbidos. Los zumbidos de las abejas son como su coreografía: sirven para transmitir información. El uso más frecuente de las abejas es el de ventilador: así enfrían la colmena.

Yo creo que Mariano Rajoy espera enfríar la colmena. Hay riesgo de graves picaduras. Pero las abejas zumban muy alto cuando advierten un peligro inminente. Tengo para mí, que Mariano Rajoy zumba en forma de ventilador (a ver si esto se apaga) y zumba alto (a ver si la abeja reina no nos daña con su gorjeo agudo).

En los versitos que siguen, yo no zumbo. Pero estoy zumbón. Lacero al presidente con versos sencillitos. Ustedes me comprenderán. Él sospechará de mis intenciones. Y no me entenderá: sólo quiero el bien. O eso creo. Empieza el zumbido.

El presidente de tal y tal/ se subió a la parra./ Y a Obama quiso su igual

Qué retórica, qué habilidad./ No supo qué decir/ y al público hizo dimitir.

Es un hombre con vacíos,/ sin solución ni pasión./ Habla con retruécanos y gallos fríos.

Resulta obtuso y distante,/ silabea y trastabilla./ Es iluso y decepcionante.

Lo padecemos y no lo queremos./ Es desastroso y raramente furioso./ Lo vemos y ya no lo vemos.

Mariano es astuto y conservador./ Se ganó el puesto calladito./ Creció y no se hizo mejor.

Entre gorjeos, la abeja reina pica/, sus conmilitones escuchan y aletean/ y Mariano Rajoy zumba y suplica.

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Lecciones de 'Los Soprano'

Por: | 21 de junio de 2013

TonySoprano3

James Gandolfini, in memoriam

Durante meses y meses vi Los Soprano (serie emitida entre 1999 y 2007, de la que fue responsable David Chase). La vi a destiempo, años después de su conclusión. Y la vi sin parar, gracias al DVD.

Prácticamente, cuando la disfrutaba coincidía con el estallido de la corrupción masiva en la Comunidad Valenciana. Los Soprano debería ser de obligada visión en esta tierra, me decía y aún me digo. Aunque, para engañarme, me decía también que en el Mediterráneo no tenemos esa mafia local. No, no y no, insistía para calmarme.

Miré el mundo, leí las noticias, influido por Tony Soprano. La ficción la veía reflejada en la realidad, en el País Valenciano y en el resto del país, y a veces me hacía un lío. Mientras pensaba los contenidos de La farsa valenciana, James Gandolfini se colaba en mi vida. Casi, casi, escribía al dictado.

Avancemos. Los Soprano es una ficción, de una perfección formal y de una narrativa sobresaliente. Tony Soprano tiene varias tapaderas legales en Nueva Jersey, su municipio. Uno de sus trabajos reconocidos es la gestión de desechos: alguien tiene que hacer el trabajo sucio en dicha ciudad. Pero eso no es lo más señalado. Lo más llamativo es su familia: o, mejor dicho, las familias, las relaciones, las redes, la jerarquía, el poder, el enriquecimiento, el intercambio, la redistribución, la influencia, el respeto…

Los Soprano no es exactamente una serie de mafiosos: a pesar de los italonorteamericanos del crimen organizado que aparecen. Es una gran serie sobre la angustia humana, sobre la fiera humana, algo muy distinto. Hay un hombre demediado, triste: Tony Soprano.

Es un varón frustrado. Un tipo agresivo, muy agresivo: un individuo que hace de la violencia su nutriente. Todo eso es cierto. Pero, a la vez, Tony es patético y hasta grotesco: igual que cualquiera de nosotros en condiciones lamentables. Vive suspicaz, amenazando, consumido por la codicia y permanentemente excitado. Padece una compulsión: la de la repetición.

¿Quien es Tony Soprano? Volvamos a la caracterización sociológica. Es un marido, un padre de familia que vuelve a casa cada día. Es un tipo serio, formal, fiable, respetuoso de los códigos en los que ha sido educado y, por supuesto, un hombre lleno de dudas, en ocasiones paralizado por la incertidumbre, por la muda vertiginosa de los cambios. El mundo está irreconocible.

Ha desempeñado su trabajo a lo largo del día. Ha estado organizando negocios en la trastienda de Satriale’s en compañía de sus subordinados. Ha acudido al Bada Bing!, el club de chicas que regenta. Pero al final del día, como el americano corriente, como el ejecutivo medio, retorna al hogar. Es una residencia de la que se siente orgulloso, el lugar en el que cobijar a su familia, el fortín en el que proteger a la esposa y los hijos. El mundo es un sitio violento, un lugar en el que reina la desconfianza. Tony espera hallar seguridad y sobre todo compensación moral y material. Su llegada al comienzo de cada capítulo nos advierte ya de la naturaleza de la historia: es una epopeya familiar con ritos que se repiten y con decepciones que no pueden evitarse.

Tony Soprano cuida mucho de su familia. Vigila y protege a la progenie. Es un buen padre, atento con los estudios de sus hijos. Es un esposo aceptable, si descontamos las infidelidades (que no son pocas). Pero Tony es un mafioso, sí. Es un tipo que basa su trabajo en el mercado cautivo, en el chantaje, en la extorsión, en la amenaza, en la muerte. Favorece la prostitución y el juego ilegal. Forma una familia y una ‘famiglia’, con capitanes y subordinados. En cuanto se le traiciona no tiene reparos en matar. Su moral no es la nuestra. Pero eso no impide nuestra simpatía. ¿Cómo es posible tal cosa?

Precisemos e insistamos. Quien haya visto algún capítulo de Los Soprano, difícilmente olvidará a su protagonista, a ese James Gandolfini que nos intimida y del que nos apiadamos. Es un tipo nacido en Nueva Jersey de origen italiano. Tiene gran volumen: su carácter irritable y a la vez manso, su glotonería y su amenazante presencia ocupan la pantalla, que ya no es tan pequeña. Tony fuma unos cigarros carísimos, come pasta con auténtica gula, bebe agua o vinos importados o licores de muchísima graduación. Viste con elegancia impostada: un traje de buen corte y de excelente paño cuando quiere impresionar; una camisola informal o un chándal cuando se siente cómodo y suelto, eficaz. Soprano es de Nueva Jersey, sí. Allí vive en una residencia ostentosa, de mucho lujo, de gran fasto. Y allí regresa cada día, según nos anuncian los créditos iniciales, conduciendo él mismo su enorme automóvil: temporada tras temporada, así empieza la secuencia de apertura, cada capítulo.

Tony gobierna los negocios con mano de hierro y dirige las relaciones entre las familias del crimen organizado. ¿Su tapadera? Ya lo hemos dicho: la gestión de desechos. Al mismo tiempo es hijo, hermano, esposo y padre. Es decir, tiene parentesco. Posee una familia carnal y, por tanto, desempeña todos esos papeles. Está casado con Carmela: la quiere y la engaña, a veces de manera compulsiva. Con ella mantiene una relación matrimonial que inexplicablemente resiste los altibajos y los adulterios del varón. Quizá por ser su confesión católica y quizá porque a Carmela la respeta a su manera: como madre que es de sus hijos Meadow y Anthony Jr. Soprano.

Cuando conocemos a Tony, a finales de los años noventa, es un hombre de mediana edad. Su padre ya ha muerto y de él sabremos siempre por relato, evocación, recuerdo. Las hermanas de Tony mantienen con él una relación intermitente o tensa. Y la madre…, pues la madre es una anciana fastidiosa, entrometida, mandona, con la que ninguno de los hijos parece llevarse bien. Es más: Tony se lleva mal o muy mal. El parentesco de Soprano no es nada particular u original, ya que su vida es vulgar. Arrastra como puede las decepciones de la existencia, mantiene esa relación matrimonial previsible y, sobre todo, sobrevive a un mar de contradicciones. No es que se equivoque en sus decisiones. Es que la decisión que toma como capo o como padre no son exactamente compatibles. Todo eso lo siente y lo padece con gran angustia: con desvanecimientos y con toda clase síntomas que no siempre calman los ansiolíticos o, concretamente, el Prozac.

Justamente por eso, Tony Soprano acude de modo regular a la consulta de Jennifer Melfi. Hablo de la Dra. Melfi, la psicoanalista que lo trata, que trata sus malestares psíquicos: las neurosis que padece y las sacudidas o avisos que su cuerpo le envía en forma de síntomas. En la consulta se nota lujo y sobre todo gusto. Los muebles son caros, pero no aparatosos: tienen un diseño fino y unos materiales nobles. Se aprecia el tacto y el tino de la psiquiatra, que ha creado un espacio suntuoso y discreto a la vez. Como corresponde a tdo terapeuta, la Dra. Melfi habla poco, aconseja menos y procura no implicarse emocionalmente. Mira, escucha y, de cuando en cuando, hace alguna observación. Mientras tanto, Tony, que se ha dejado caer en la butaca que los pacientes tienen reservada, larga sin parar, revelando lo que buenamente puede revelar. Es decir, habla con paráfrasis, con eufemismos, y por tanto evita la sinceridad completa que sería deseable en una terapia de esta naturaleza. Allí no acude a declarar sus crímenes, pero sus acciones y sobre todo sus contradicciones le fuerzan a confesar parcialmente, con cierto enredo y con cierta franqueza. Pero la Dra. Melfi no ejerce las funciones de un sacerdote que escuche, imponga una penitencia y absuelva. Ella mira tras sus lentes y procura no torcer el gesto…

A Soprano lo he vivido como un colega, como un compañero con el que departes y compartes inquietudes y dolores. Ha sido una convivencia difícil. No es sencillo tratar con un mafioso, con un tipo que corrompe a concejales, a empresarios. Si eres un individuo corriente, no es cómodo hacerlo tuyo, un habitual. Uno desea departir con gente honrada. O con personas normales, aceptablemente honestas. Tony Soprano no es una persona normal: conforme ha ido envejeciendo, su fisonomía se ha ido agrandando hasta hacerse un tipo amenazadoramente corpulento. Pero le tengo simpatía: y esto no es normal.

Yo creo tener su misma edad, año arriba, año abajo. He ido envejeciendo, pero a la vez he ido perdiendo corpulencia. En cambio, la figura de Tony ha aumentado: se ha desbordado anormalmente. Pero su anormalidad es, también, de otra naturaleza. Es la de quien resuelve los problemas con favores, con compromisos particulares, con regalos, con amenazas, con presiones. Con presiones y depresiones, las que él mismo provoca y las que su circunstancia le produce.

Tony Soprano gestiona desechos sí. Basuras, vaya. Pero es un mafioso, un individuo que emplea la extorsión, la violencia, la represalia, el secreto, la mordida y la red para obtener beneficios. No es exactamente un capitalista. Sus prácticas son, propiamente, precapitalistas. O al menos no tienen que ver con el mercado libre, sino con los contratos cautivos. Con las contratas amañadas.

Tonysoprano2Qué pena, me decía. Seguro que yo podría haber simpatizado con Tony, pero no soy tan deshonesto. No me vanaglorio de ello. Sencillamente: no tengo agallas para amedrentar, para exigir, para cobrar, para torcer voluntades.

Nunca olvidaré a James Gandolfini. Como dije al principio, escribí prácticamente al dictado. La farsa valenciana sería impensable sin su sombra amenazadora.

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Las palabras que preceden son una reescritura de reflexiones anteriores que he dedicado a  Los Soprano.

Añado aquí “Todas las familias felices se parecen". La vida de Tony Soprano, un artículo mío publicado el 3 de enero de 2012 en Ojos de Papel

Para qué sirve un debate político

Por: | 19 de junio de 2013

RojoagrietadoCon temeridad y con ganas he organizado y moderado dos debates políticos, cívicos: se trataba de reunir a dos miembros destacados del Partit Socialista del País Valencià con dos militantes críticos de la misma organización. En el primer debate fueron Ximo Puig y Fran Sanz; en el segundo, Joan Calabuig y Pepe Reig. Un acto se celebró en Blanqueries; el otro en Col·legi Major Rector Peset.

Estamos hablando de varones; estamos hablando de Valencia. Había otras posibilidades y otras formas de convocar actos y de organizar debates, pero los que yo he moderado han sido éstos. En el primer caso, la discusión de Fran Sanz y Ximo Puig reunió a unas 175 personas; en el segundo caso, la sesión con Pepe Reig y Joan Calabuig congregó a unos 150 participantes. Son cálculos nada extremados. Es la realidad de lo que hubo.

El debate de Puig y Sanz se titulaba El ciudadano, el militante, el dirigente; el epígrafe de la segunda discusión era más concreto: ¿De qué Valencia hablamos? De la primera sesión, aquella en la que estuvo el secretario general del PSPV, la concurrencia salió muy contenta. Cada uno pudo decir lo que consideraba oportuno y siempre se guardaron las formas. Empezábamos a las 19:30 y acabábamos a las 21:40.

En la segunda sesión, aquella en la que estuvo el secretario del grupo municipal socialista, hubo división de opiniones: por supuesto se guardaron las formalidades, pero hubo también tensión y un evidente malestar. Empezábamos a las 19:30 y acabábamos a las 22 horas.

El primer día, Ximo Puig tuvo una intervención integradora, nada condescendiente con los críticos, pero asumiendo la riqueza que las voces discrepantes aportan. El segundo día, Joan Calabuig estuvo tenso, siempre a la defensiva y reprochando a los críticos su incordio.

En la primera jornada, Fran Sanz desarrolló un parlamento eficaz, contundente e integrador. En la segunda jornada, Pepe Reig estuvo convincente y en varios momentos puso al contrincante en apuros. Calabuig y Reig se respetaron, como no podía ser de otra manera, pero lo que ambos debatían eran dos modelos de políticas bien distintos: ¿debe el PSPV hacer una gestión municipal de centro o nítidamente de izquierdas? Calabuig respondió que el único oponente es el Partido Popular. Para ello mostró su entrega cotidiana por una Valencia progresista. Reig le afeó la conducta: sus acercamientos al PP y sus giros sorprendentes (El Cabanyal, el estadio del Valencia, etcétera) desconciertan a los votantes socialistas.

El público pudo intervenir y sin duda las aportaciones fueron muy reveladoras. Quienes hablaron exigieron a Calabuig y a Reig que se pronunciaran. Una de las personas que interpeló a Calabuig, Ángela Escribano, le preguntó directamente por la ordenanza de prostitución que el grupo municipal socialista ha pactado con el Partido Popular. Otras intervenciones de Pepe Reig y del propio Fran Sanz apuntaron en la misma dirección.

La respuesta de Calabuig fue desconcertante. No sé si me atreveré a reproducirla aquí; quizá alguien quiera escribir lo que yo no deseo repetir. ¿Acaso por mojigatería? No: me pareció algo feo, muy feo. Como no me pareció de recibo utilizar anécdotas enternecedoras para argumentar. Si, por ejemplo, hablas de discapacitados con los que te has reunido, difícilmente vas a quedar mal. Demuestras tener corazón. Pero eso se le supone a un representante político.

Agradezco a Joan Calabuig que haya confiado en mí para aceptar este debate. Agradezco a Ximo Puig que haya convenido conmigo las condiciones de su sesión, la primera. Que los dirigentes de un Partido se avengan a discutir habla positivamente de ellos. También he de decir que he tenido la impresión todo el tiempo de que el PSPV ha aceptado estas dos sesiones a regañadientes. Sin duda, el Partido Socialista no tenía por qué atenerse a mis condiciones. Pero mi temeridad ha servido para que dirigentes y críticos se vean las caras y puedan decirse abiertamente las cosas. Yo no milito en el Partido Socialista, pero me gustaría que esta opción no decayera: no por nostalgia o por egoísmo, sino por necesidad democrática. Es preciso que exista un fuerte Partido Socialista. Sin duda, los dirigentes nacionales, autonómicos y municipales de esta organización no nos lo ponen fácil. Un liderazgo central aún por definir y unas opciones locales que dan bandazos no son factores que alienten

Pero he de decir que a la fuerza ahorcan, que del vicio han hecho virtud. Que se discuta abiertamente afina programas y perfila liderazgos, pues permite saber quiénes están capacitados o quiénes no tienen arrastre ni convicción.

Sin duda, la izquierda valenciana no se reduce al PSPV. Sin duda, este partido deberá contar con Esquerra Unida y con Compromís. Espero que haya generosidad por parte de todos. Y sobre todo inteligencia. La política no es tarea de lerdos. Es actividad refinada: nuestros representantes no han venido aquí a complicarnos las cosas. O eso queremos pensar. Han venido para mostrar sus ideas y para desarrollar programas. Para actuar con convicción y responsabilidad.

No sé si repetiré organizando, convocando actos de este tipo. Tampoco sé si alguien me querrá tener de moderador. Espero haber hecho una faena aceptable. Entre otras cosas, porque lo que he dicho aquí no lo expresé en público: precisamente para no interferir con mis opiniones. En fin, ustedes verán.
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Hemeroteca:
Declaraciones de Joan Calabuig:

¿La Monarquía es el problema?

Por: | 18 de junio de 2013

MonarquiaA comienzos de la transición política a la democracia, el Partido Comunista hizo entrar en el aro (¿o se dice haro?) a sus militantes. Gentes abnegadamente republicanas se vieron obligadas a aceptar la bandera, el escudo constitucional, la forma de Estado encarnada en Juan Carlos I. Los militantes, que eran gente muy sufrida y admirable, admitieron estas transigencias. Por bien de la convivencia democrática.

Luego hemos sabido --por Paul Preston, entre otros-- que los procedimientos fueron prácticamente estalinistas. Ordeno y mando. Santiago Carrillo fue el gran valedor de aquella operación. ¿Algo que reprochar? Fue un gran bien para convivencia: entre tiros, ruidos de sables, muertos, etcétera. El Partido Comunista daba un gran lección, que no siempre el PSOE supo seguir.

Sacar ahora la alternativa entre Monarquía y República me parece una irresponsabilidad o simplemente una frivolidad. Me escandaliza lo de Iñaki Urdangarín si todo se confirma. Me escandaliza la pose de su suegro. Pero, admítanme, que para el funcionamiento del sistema político hay cosas más relevantes.

Sin duda, Esquerra Unida quiere ahora recuperar aquello a lo que su partido madre renunció. O aquello que dilapidó tiempo atrás. Y sin duda, en el PSPV, hay personas que quieren zafarse del juancarlismo que alegremente asumieron. O quieren hacerse un hueco: si me meto con el monarca tendrá apoyos de la ciudadanía, tan hostil a la rapiña.

Yo no soy contrario a la Monarquía: siempre y cuando cumpla su papel. Habrá que ver si la Corona desempeñó su función. Pero no me parece que la política deba definir enteramente nuestra vida. Y eso... reconociendo el papel desastroso que los Borbones han desempeñado en nuestra historia contemporánea.

Tampoco soy un hincha de la República. Esta institución, en los años treinta, no tuvo apoyos y sobre todo le faltaron demócratas. Como muy bien explica Julián Casanova en España partida en dos (Crítica, 2013). El rey, ahora, es una segunda cosa --como se decía en un spot de Gomaespuma-- y sin duda no es lo que más preocupa a los españoles. ¿En Less Corts Valencianes eso es lo que más interesa? Algo va mal en la izquierda. Para mí, los Borbones son un lastre, sin duda. Pero utilizar la dinastía para hacerse un hueco electoral me parece de chiste. Como los chistes que se cuentan del linaje.

Ojito. Yo no sé la cantidad de gente que habré colocado

Por: | 18 de junio de 2013

CarlosFabraporAngelSanchezparaElPaisUno. "Porque el que gana las elecciones coloca a un sinfín de gente. Y toda esa gente es un voto cautivo. Ese es un voto cautivo. Supone mucho poder en un ayuntamiento, en una diputación. Yo no sé la cantidad de gente que habré colocado en doce años, no lo sé. Pero entre Penyeta, Hospital, Instituto de Promoción Cerámica, Escuela Taurina, la diputación, el puerto... ni sé. Tonterías... Madre que quiere entrar en el colegio de la Consolación de Burriana... que está muy difícil... y esa señora es un voto agradecido. Por lo tanto, no hace falta que me extienda mucho más".

Estas palabras pertenecen a Carlos Fabra, anterior presidente de la Diputación Provincial de Castellón, miembro de un linaje político que arranca del Tío Pantorrilles a finales del siglo XIX. Las difundió la Cadena Ser en febrero de 2009. 

LafarsafacebookDos.
Un rasgo común a la dinastía es el ejercicio del patronazgo. El patronazgo tiene una contrapartida: el clientelismo. ¿Qué es el clientelismo? Es un sistema de relaciones recíprocas establecidas entre patronos y clientes. ¿Qué debemos entender por patrono? Aquella persona que emplea su influencia, su posición social o su dominio político para proporcionar beneficios a otras personas: para asistir y proteger a otros individuos, para conceder favores. O al menos para que la sociedad los vea como tales y por ella le este agradecida.

Ésta es la razón por la que dichos individuos, subordinados, se convierten en clientes. A cambio de esa asistencia o protección, el cliente proporciona a su vez ciertos servicios a su patrono, que espera lealtad del subalterno. El clientelismo no está reconocido en el sistema formal de gobierno o autoridad. Es, por el contrario, una jerarquía informal, una red de amistades instrumentales basadas en la influencia y en la lealtad personales; es una reciprocidad directa y desigual.

Tres. Ojito, parece decir el señor de la fotografía. lo retrata Ángel Sánchez. Ojito...Yo te doy para que me des. Te proporciono un empleo, yo te coloco. Siempre me estarás agradecido y en deuda, pues. Y me deberás respeto. Con todo el respeto.

En La farsa valenciana analizo el caso particular de Carlos Fabra, pero sobre todo examino el fenómeno del cientelismo.
Magnates que reparten a manos llenas; estómagos agradecidos; deudas insaldables; lealtades políticas.

Ojito: sin perder el humor, eso sí, que no quiero agriarles la vida.

Más información:  http://www.facebook.com/Lafarsavalenciana


Fotografía: Ángel Sánchez para El País.

Valencia está que arde

Por: | 17 de junio de 2013

Victorserna1Ya falta menos, ya vamos.

Lunes 17 de junio, a las 19:30 horas en el Colegio Mayor Rector Peset el gran debate entre Pepe Reig y Joan Calabuig.

¿De qué Valencia hablamos?

En un edificio histórico, de sobria belleza --sito en la Plaza del Horno de San Nicolás, núm. 4--, los presentes vamos a asistir a una conversación y a una discusión.

¿Qué ha sido esta ciudad y qué ha sido de esta ciudad durante las dos últimas décadas?

¿Por qué la izquierda, que fue hegemónica, ha perdido su presencia?

¿Cuál es el porvenir que nos espera?

Modero el acto con mucho interés y entrega. Estoy muy contento de que el PSPV no haya puesto obstáculos a la realización de este evento. Es más: Joan Calabuig se propuesto desplegar su persuasión para que se le crea, para que se crea en la opción socialista. No puede andarse por las ramas.

Enfrente va a tener a un interlocutor que argumenta con cuerpo y cerebro, con pasión y lógica: Pepe Reig. Reig es experto en comunicación y sabe positivamente qué nos jugamos cuando transmitimos mal, cuando una organización o un partido pierden fuelle ideológico y retórico.

Y Joan Calabuig y Pepe Reig van a tener a un auditorio empeñado. Empeñado en preguntar, en saber.

Valencia está que arde

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Fotografía: Víctor Serna

El municipio es nuestro

Por: | 16 de junio de 2013

Lunes 17 de junio en el Col·legi Major Rector Peset, de la Universitat de Valencia, a las 19:30 horas.

Plaza del Horno de San Nicolás, 4.

‘¿De qué Valencia hablamos?’ Debate entre Joan Calabuig y Pepe Reig.

Victorserna1


¿Qué es un municipio? Un agujero que rellenamos de casas, decía con mucha guasa José Ortega y Gasset. Un espacio vacío que completamos. Todo comienza en la plaza, en el ágora, el lugar en donde se discute y el sitio en que los vecinos se encuentran. Todo comienza en la Plaza del Horno de San Nicolás. Allí se cuece...

La democracia estable empieza en la esfera municipal. En esa institución, los organismos funcionan sin contratiempos, ajustando la respuesta. Y el comportamiento de todos es previsible. No hay, no deben haber favores, arreglos o mezclas de lo público y lo privado. Los partidos han de erigir una institución democrática que a todos beneficie.

Sin embargo, aquí y allá, decía tiempo atrás, hay casos de corrupción: casos lacerantes que quiebran la legalidad que a todos obliga, ejemplos de lo que es quemar la vida municipal. El favor y la granjería rompen las expectativas, solapando lo público con lo privado, el mercado con la información privilegiada. Y hay también hay casos de oligarquía partidista. La expresión es feísima, admito, pero expresa lo que quiero decir: me refiero al control de unos pocos, al dominio que ejercen. Algunos creen ocupar cargos irrevocables, aferrándose al empleo institucional y a las ventajas modestas o rumbosas que sus cargos les procuran. Aunque esté carbonizados. Y encima esos pocos sobreviven obstaculizando la libre discusión interna.

"¿Qué podemos hacer? Algo bien simple. Asegurar la legalidad. Decía el ensayista italiano Paolo Flores d'Arcais en El individuo libertario (2001) que ésa es la gran revolución de la democracia. A más legalidad, menos corrupción y menos oligarquía. ¿Y cómo lo logramos? Haciendo exactamente lo contrario de lo que han hecho en el país de Flores d'Arcais. Más ley y menos leyes: reglas simples y claras que eviten la discrecionalidad del poder. Y partidos sometidos a todo tipo de controles, partidos políticos obligados a cumplir reglas claras y simples. No extirparemos esas tendencias que caracterizan a toda organización humana (el favor, el privilegio, la oligarquía), pero seguramente evitaremos la exhibición ostentosa del clientelismo o de la libertad sin regulación. Cuando las normas se respetan, cuando las expectativas se confirman, cuando las obligaciones se cumplen, vivimos una circunstancia predecible, tediosa, sin grandes aventuras colectivas que correr. Felizmente, añadiríamos, pues las aventuras colectivas siempre acaban mal”.

JS, “Abusos”, El País’, 28 de octubre de 2009

Fotografía: Víctor Serna, 2013.

 

Teoría de la corrupción

Por: | 10 de junio de 2013

LA FARSAMakingOffEmpecemos con lo sabido. En nuestra vida hay una separación de lo público y lo privado. Por un lado tenemos la esfera de la publicidad, de la visibilidad, ese lugar en el que los actos se emprenden a vista de todos; y, por otro, la reserva de lo privado, ese espacio en el que se protegen el secreto y lo íntimo.

El corrupto traslada hábitos privados a la esfera de lo público y basa su actuación en el favor, en el amparo, en la mezcla.

Así, cuando en la esfera pública decimos de alguien que concede u obtiene favores nos referimos a aquel que presta o logra ayudas, protecciones, supuestamente gratuitas..., protecciones y ayudas que comprometen: gracias que se realizan en apariencia sin esperar pago o recompensa.

En realidad, esas concesiones se basan en la capacidad de influencia, en ese ascendiente que alguien tiene sobre personas que toman decisiones o que gozan de autoridad. Ya lo sabemos: una persona influyente es alguien bien situado, ubicación de la que se aprovecha para producir o remover obstáculos.

Conviene observar que al hablar de la influencia no me refiero al individuo que desempeña su tarea prevista, institucional o reglamentaria: no aludo a quien se atiene a las normas según las atribuciones que le están asignadas de antemano y públicamente. Antes bien, me refiero a aquel que hace valer su predominio más allá de la ordenanza, a aquel que se vale de su persona, de su habilidad o de sus conocimientos para conceder auxilios particulares.

Decía Max Weber que la política y la burocracia contemporáneas progresan al eliminar ese factor personal, justamente porque convierten la labor desempeñada en una tarea sometida a visibilidad y fiscalización: lo importante no es el individuo que la ejecuta, que sólo es alguien solvente pero sustituible. Lo decisivo es el correcto cometido que ustedes o yo podríamos hacer si estuviéramos preparados para dicha función. En el sistema pensado por Max Weber, un empleo público o un cargo en la Administración o un puesto político no son recursos patrimoniales que sirvan para otorgar favores o Lafarsavalenciana1despachar presentes, sino una ocupación reglamentaria que se ejecuta para beneficio de la sociedad.

¿Y cuál es la base de esa actuación que implica a distintas personas? La confianza. Confiar es esperar que el otro cumpla con la obligación o con la expectativa. Cuando esto no se verifica, cuando no hay un sistema eficaz de sanciones para quien incumple sus funciones, cuando se burla la ley de manera ostentosa y achulapada, entonces la confianza se deteriora, la irresponsabilidad se premia y el crédito público se malogra.

Hasta aquí la reflexión o la prosa pesadamente sociológicas de las que me sirvo. Ustedes, sin embargo, me pedirán nombres en negrita: tienen la sospecha de que hay, de que ha habido (¿de que seguirá habiendo?) casos de favores, de regalos, de granjerías entre políticos en ejercicio, casos llamativos, desvergonzados, de enriquecimientos súbitos o de alardes lujosos, de ventajistas que se valen de promociones edilicias y de obras asiáticas. ¿Quieren que les diga en quiénes pienso? Me estaba mordiendo la lengua para no dar nombres.

En La farsa valenciana (Foca, 2013) doy nombres.

La América de Kennedy

Por: | 06 de junio de 2013

lifejackieEl País se hace eco de la exposición que la Fundación Loewe inaugura en Madrid, con fotografías de Mark Shaw (http://bit.ly/10T0HNi). "Ecos de los Kennedy" se titula.

En la muestra Covers, que Alejandro Lillo y yo mismo comisariamos para el Vicerrectorado de la Universitat de València, intentamos reflejar la América de John F. Kennedy. Reflejar y recrear con portadas, cubiertas, carátulas. Tomamos, entre otras cosas, las revistas Life y Time como espejos, como espejos deformados o retocados de un mundo opulento, de un bienestar material. Las cosas estaban cambiando y los jóvenes estaban haciéndose presentes, con malestar e impertinencia. Reproduzco dos partes del libro que acompañó a la exposición. Es posible que estos pasajes que redactamos Alejandro Lillo y yo despierten interés y puedan ser motivo para leer el catálogo. Entero. La fotografía que reproduzco data de 1953. Pertenece al fondo Life de la Universitat de València. Es cool.

1. Life y Time. Las revistas ilustradas son el espejo del mundo, un reflejo deformado y agrandado, un calco mejorado de lo que hay. Son expectativa y directiva: indican qué esperar, cómo verse, cómo reproducir y lucir la indumentaria y el aspecto de las celebridades. Son fuente de instrucción moral, pues aleccionan sobre el bien y lo deseable, sobre el mal y lo repudiable. En su interior hay moda y hay reportajes de sociedad, prescripciones y orden. Enseñan qué es el éxito, la belleza, el dinamismo, el progreso. Las cubiertas de las revistas muestran y tapan, difunden una imagen y callan sobre su reverso, ocultan parte de sus contenidos. En una América que tiene prisa, la prensa da las claves para entender lo que pasa, y lo que queda fuera de ellas parece como que no existe. El colorido vistoso de sus primeras planas es un reclamo que imanta al ciudadano. Todo el mundo ha de estar presentable, todos han de posar: siempre hay un objetivo abierto, siempre hay una instantánea que mejora.

2. La juventud de Kennedy. El 20 de enero de 1961, el nuevo presidente de los Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy pronuncia el discurso inaugural de su mandato. Habla a los congregados y habla al resto de la Nación valiéndose de las cámaras. De hecho, es la audiencia televisiva el auténtico destinatario de sus palabras y de sus gestos, del aplomo que luce. Kennedy es un 'joven' político de cuarenta y tres años que ha sabido expresar los anhelos de unos compatriotas que viven la prosperidad capitalista, la rivalidad de la Guerra Fría, el temor nuclear y la carrera espacial.

Es de familia rica, católica: que alguien así acceda a la Presidencia es un exotismo histórico, una novedad. Los norteamericanos padecen una crisis, una crisis propiamente cultural. El bienestar les hace ser más exigentes y más hedonistas. La juventud se está reafirmando, diferenciando su identidad, y tal cosa se vive con vértigo y desconcierto. Kennedy sabe expresar ese tránsito generacional. Él es un hombre que ha luchado en la Guerra Mundial, que ha sido un bravo combatiente, que sabe lo que es trabajar duro. Es joven, en efecto, y aún le queda mucho por vivir…

Pero sobre todo Kennedy sabe persuadir. En él la oratoria es un instrumento esencial y con él empieza una nueva forma de hacer política. Para auparle se han hecho campañas de imagen, numerosas encuestas, viajes, mítines, contactos personales y apariciones constantes en los medios de comunicación. Sabe venderse y saben presentarlo fresco, como un atractivo producto publicitario: todo lo que ha aprendido a lo largo de los años lo demuestra en su discurso de toma de posesión. El joven Kennedy se vale de la palabra que aúna la descripción y la alusión, el retrato colectivo y la apelación individual, lo pretérito y lo reciente. Se remonta a la historia fundacional de los Estados Unidos y recuerda el estado de cosas presente, la Guerra Fría. Se expresa con contundencia armada y con generosidad hegemónica para dirigirse a sus compatriotas, a los amigos y aliados, a los adversarios, a la humanidad en su conjunto. Su retórica es universalista y patriótica a un tiempo, algo característico de la tradición política norteamericana. Sabe condensar expectativas en frases contundentes y memorables. Memorables en el sentido de que podrán ser recordadas.

Se vale, en efecto, de imágenes reconocibles, de expreso lirismo: “la antorcha ha pasado a manos de una nueva generación”, dice entre otras cosas. Y él, precisamente, es quien encabeza el cambio, la irrupción de los jóvenes. Es una fórmula bien vistosa, muy gráfica. Pero no sólo constata lo que ocurre: además propone luchar, valiéndose para ello de la técnica del slogan. La televisión manda. Apela al coraje y a la prudencia de los americanos frente al enemigo: “No negociemos nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar”, afirma refiriéndose al adversario soviético. Habla a la Nación, pero habla a cada individuo: “Así pues, compatriotas: preguntad, no qué puede hacer vuestro país vosotros; preguntad qué podéis hacer vosotros por vuestro país”, dice alentando a cada estadounidense.

Kennedy es hijo involuntario de la Revolución rusa, de esa conmoción que le reta como norteamericano. Sus decisiones más graves estarán relacionadas con la amenaza soviética en un contexto de incertidumbre estadounidense. La carrera espacial, por ejemplo, es una rivalidad vistosa que ha empezado a perderse en 1957 con el lanzamiento soviético del Sputnik. Kennedy sabrá devolver el orgullo: ganaremos el dominio del espacio y llegaremos a la Luna. Regresaremos con vida. ”Independientemente de toda opinión política, desde un simple punto de vista imaginativo, pienso que la mayoría de nosotros preferiría que fueran los americanos los primeros en llegar a la Luna. En efecto, a los americanos en la Luna nos los imaginamos”, decía Umberto Eco en un artículo de 1959, recogido después en Diario mínimo. ¿Que por qué nos los imaginábamos? Porque para aquellas fechas toda una literatura de ciencia-ficción había facilitado esa posibilidad aún pasmosa e irrealizable. ¿Y los rusos? También los soviéticos podían llegar a la Luna. Al fin y al cabo, el lanzamiento del Sputnik en 1957 había sido una proeza en plena Guerra Fría. ¿Un satélite artificial alrededor de la Tierra? Aquello abatió a los norteamericanos, dicen: esa afrenta tecnológica dio origen al programa Explorer y, después, a la misión Apolo. Diez años después de que Umberto Eco escribiera ese artículo, los norteamericanos llegaban a la Luna. El Apolo 11 consumaba un sueño y sobre todo unas fantasías propiamente literarias.

Pero regresemos a 1959. ¿Y los rusos?, se preguntaba Umberto Eco. “Los rusos… Hay que hacer un esfuerzo para imaginárselos allí”, se respondía el ensayista italiano. La literatura de ciencia ficción de la que habla Eco ha creado una experiencia de lo imaginario (la llegada a la Luna) y una expectativa de lo posible: el triunfo de los americanos en lucha contra la amenaza roja o contra el ataque exterior. O dicho en otros términos: las novelas –el cine y el curso histórico– han creado un espacio de experiencia y un horizonte de expectativas de lo que es probable, temido o deseado. Y en la ciencia o en la técnica también lo probable, temido o deseado, suele ser lo que ya creemos saber con las narraciones…

Estados Unidos es una Nación poderosa, sí, pero no es impermeable al cambio. Los jóvenes lo están desestabilizando todo, no sólo la tradicional forma de hacer política. Las caretas comienzan a caer. Los modelos familiares están cambiando, las relaciones domésticas se resienten, el ideal de ama de casa se disuelve. La televisión da cuenta de ello a su manera. Por ejemplo, Pedro y Vilma Picapiedra aún encarnan a gentes satisfechas y desconcertadas. The Flintstones (1960-1966) eran, sí, una familia: una familia de primitivos que se parecían extraordinariamente a los norteamericanos de los sesenta. Vivían en una prehistoria muy singular. Se vestían con taparrabos, pero de diseño. Daba gusto vivir así, rodeados de aquellos lujos materiales, que eran precisamente los de comienzos de los sesenta. ¿Cómo eran sus existencias? Su casa está en Rocadura: una zona residencial, una inmensa urbanización de bungalows, es decir, de viviendas unifamiliares. Wilma y Pedro Picapiedra disfrutan de una comodidad material evidente. Pedro trabaja en una pedrera o cantera, pelando la montaña a lomos de un dinosaurio gigantesco. Wilma ejerce sólo de ama de casa. Atiende a su maridito cuando éste regresa. El esposo es algo bruto y, por eso, suele gritar de alegría (Yabba-dabba-doo) o suele dar órdenes terminantes a su mujer: ¡Wilma, ábreme la puerta! Son clase media americana con bienes materiales, con tocadiscos, con electrodomésticos. Compran en un hipermercado gigantesco: gozan de la prosperidad de la Edad de Piedra. Tienen un autocine cercano, como lo tenían los estadounidenses de los cincuenta. Si hay un autocine es porque disponen de coche. La rueda ya se ha inventado, por supuesto. Así es: la familia es propietaria de un vehículo muy aireado, una suerte de cabriolet. Nos referimos al troncomóvil.

El troncomóvil no viene con extras pero es muy fashion. Funciona con tracción animal (los pies de Pedro), las ruedas son dos pesadísimos cilindros y la carrocería es de madera. Tiene capacidad para cuatro adultos: aparte del matrimonio Picapiedra, otra pareja de amigos, Pablo y Betty Mármol. Ah, y sus respectivos hijos: Pebbles y Bamm Bamm. No recordamos si Dino, la mascota que hace las veces de perro y que disputa con Pedro también se sube al carro. Lo que sí recordamos es el inmenso costillar que les sirven cuando se disponen a ver una película en el autocine. Es la opulencia de la Norteamérica de Kennedy. Vilma sabe atender…

Como Norman Bates sabe atender, gerente de un motel de carretera. Estrenada en 1960, Psycho, Psicosis en castellano, narra precisamente la historia de un joven que no ha podido o sabido rebelarse, ese muchacho interpretado por Anthony Perkins que ha reprimido su contestación. Alfred Hitchcock muestra esa otra cara de la sociedad estadounidense, su soledad y la perturbación de sus habitantes.

Mientras tanto, Jacqueline es el modelo de esposa atenta, cuidadosa, vigilante de su hogar: esa Casa Blanca que presentará a todos sus conciudadanos, como debe hacer una buena anfitriona. Pero es también el modelo de mujer moderna, de gran dinamismo, de sólida formación intelectual: rica y a la vez estilosa. Todo su aspecto e indumentaria acabarán dependiendo del diseñador Oleg Cassini, que la viste como una europea a la manera estadounidense: con elegante simplicidad. El resultado es seductor. Una dama de pelo oscuro y de actitud y pronto enigmáticos, glamurosos, finos: ya no encarna a la rubia teñida y carnal, como tantas y tantas mujeres de los cincuenta o como la propia Marilyn, siempre preocupada por el tinte. Ahora, a comienzos de los sesenta, la indumentaria de Jackie se impone como norma. Con ella triunfan la sofisticación, el lujo y la sencillez, rasgos que a su modo encarna también Audrey Hepburn, la dama que lucirá como nadie la naturalidad. Dos modelos de mujer pugnan por imponerse: el que representa Marilyn y el personificado por Jackie. Rubia contra morena, contención frente a deseo. ¿Es preciso elegir?, preguntarán algunos.

Y entonces, en febrero de 1963, sale al mercado The Feminine Mystique, La mística de la feminidad, un ensayo de Betty Friedan, un ama de casa cuatro años más joven que Kennedy, que va a trastornarlo todo. Friedan denuncia la imagen de mujer que han fabricado los medios, vinculada con la reclusión de las féminas en la esfera doméstica, apartándolas así de los asuntos públicos y de la posibilidad de realizarse como personas. La denuncia de Friedan es más real que la imagen hogareña y familiar del matrimonio Kennedy, que tiene mucho de pose, de artificio, de maravillosa puesta en escena: la pareja tiene otra cara, repleta de infidelidades presidenciales y promiscuidad sexual.

Porque la forma de enfocar el sexo también está cambiando. En 1960, por ejemplo, el Departamento de Alimentación y Fármacos de Estados Unidos aprueba el primer anticonceptivo oral del mundo. Se comercializará con el nombre de Enovid. Las costumbres sexuales se relajan. Es entonces, en 1962, cuando otro joven de 34 años, un prometedor cineasta llamado Stanley Kubrick, estrena Lolita. El estrépito, de nuevo, será grande. Y aunque la película modifica algunos de los aspectos más controvertidos de la novela homónima de Vladímir Nabokov, como la edad de la nínfula o lo expreso de las escenas sexuales, las relaciones entre una niña de 14 años y un profesor de mediana edad eran algo escandaloso para la moral de la época. ¿Qué destapa Lolita? ¿Qué expone a la luz pública? ¿La sexualidad de los niños? No exactamente, pues eso ya lo había advertido Sigmund Freud a comienzos del siglo XX. Más bien lo que la película muestra es la atracción, el deseo sexual que los adultos, en especial los hombres, sienten hacia las adolescentes, hacia quienes ya tienen cuerpo de mujer pero mentalidad de niñas. El sexo ya no es sólo cosa de adultos, tampoco es algo que se desarrolle en la intimidad de un cuarto o de una estancia: el sexo es una joven de 14 años –en la novela tiene 12-- moviendo el Hula Hoop en el jardín y un adulto de origen europeo, Humbert Humbert, sucumbiendo ante Dolores Haze: Dolly o Lolita o Lo. Lolita es una nínfula ciertamente: “una niña demoníaca”, al decir del narrador, en la que se mezclan una “tierna y soñadora puerilidad” y una “especie de vulgaridad descarada”: una doncella que embruja, una muchachita que ejerce un atractivo sexual desde su propia inocencia perversa. ¿Inocencia perversa? ¿Dónde arraiga la perversidad? ¿En Humbert Humbert o en Lo?

La sexualidad está a la orden del día: la pasión y el deseo se palpan en el ambiente. Quizá sea por la tensión que provoca el recrudecimiento de la Guerra Fría, con la Invasión de Bahía de Cochinos y la construcción del Muro de Berlín en 1961, pero parece haber una necesidad de aliviar tensiones, de relajar los músculos, de soltar los corsés. No es casual que por esos años el Hula Hoop arrase en ventas. Ese aro que uno hace girar moviendo las caderas evoca la sensualidad de las sacudidas de Elvis, como también se equipara al baile nacido del rock y que se ejecuta, literalmente, como si te estuvieras secando con una toalla. Hablamos del twist, popularizado por Chubby Checker a partir de 1960, con tan sólo 19 años. A diferencia de los bailes de pareja más vinculados con el rock, en los que priman los movimientos rápidos y los giros y piruetas espectaculares, en el twist el chico y la chica bailan separados pero insinuándose. El contacto, al ser visual, deja trabajar a la imaginación, deja espacio para el deseo: permite contemplar esa agitación lenta y rítmica de las caderas, esos vaivenes del torso y de los brazos, de la pelvis y las nalgas. Promesas de placeres futuros que hay que posponer, que aún están por descubrir. Y es tan fácil bailarlo. Sí: desliza los brazos como si te estuvieras secando la espalda con la toalla después de la ducha; gira el pie como si estuvieras apagando una colilla. Ya tienes el resultado: movimientos incitantes de parejas que aún no se tocan. Algunos críticos censurarán este baile: el individuo solitario gira sobre sí mismo, como una metáfora del mundo moderno. Los joviales muchachos que se entregaron con frenesí no lo juzgaban así: quien baila el vals se abstrae de lo que le rodea; en cambio quien se agita con el twist observa el entorno, justamente esas parejas potenciales.

Todo es sexo y desenfreno, dirán los padres más conservadores, los adultos más apegados a las tradiciones. Y justamente por eso tratarán de contraatacar. Lo cierto es que tras el empuje inicial del rock de mediados de los 50, distintas circunstancias favorecen cierta vuelta a la normalidad: Little Richard abandona la música temporalmente en 1957, y algo parecido le sucede a Jerry Lee Lewis, que en la práctica desaparece de los escenarios debido a su escandaloso matrimonio con una chica de tan sólo 13 años; Chuck Berry es detenido en 1959, acusado de tráfico de menores, permaneciendo en prisión desde febrero de 1962 hasta octubre de 1963; Buddy Holly, Richie Valens y Big Bopper Richardson, tres prometedores rockers, mueren en un accidente de avión el 3 de febrero de 1959; Eddie Cochran, otro de los pioneros de la nueva música, fallece poco después, el 17 de abril de 1960, en otro accidente, en esta ocasión de automóvil; Elvis Presley ya no vuelve a ser el mismo tras su regreso del Ejército el 2 de marzo de 1960. Vuelve corregido, en efecto.

El vacío dejado por todos estos artistas es ocupado por otros que ya habían cosechado importantes éxitos pero que tratan ahora de copar el mercado. Estamos a principios de los 60: Paul Anka, Frankie Avalon, Pat Boone, Neil Sedaka, Dion o Del Shannon representan el lado amable del rock, chicos buenos y románticos, tradicionales y educados, muy alejados de gamberros y sinvergüenzas como Elvis Presley, Chuck Berry o Eddie Cochran.

Pero también entra un poco de aire fresco, anticipo de lo que vendrá después. The Beach Boys, un alegre y desenfadado grupo californiano, canta con abundantes coros y distintas voces lo maravilloso que es ser joven y las bondades de la playa, de las vacaciones, del calor, del verano. ¿Se puede aspirar a algo más saludable? Aunque el verano del 63 no estaba para muchas fiestas. Poco después de la aparición de Surfin´ USA, el segundo álbum de los Beach Boys, se celebraba en agosto la Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad. La manifestación, que aglutina a numerosas personas, reivindica la igualdad de derechos civiles y el fin de la segregación racial. Se reúnen los líderes de los movimientos civiles, distintas personalidades y cantantes, entre ellos Bob Dylan. Allí, Martin Luther King pronunció un discurso resonante, de gran influencia: I Have a Dream. La Marcha sobre Washington concentra a unas doscientas cincuenta mil personas, de todas las razas, y fue una demostración de fuerza y de expectativa: la de una clase media que aspira al mérito y a la felicidad constitucionales. El sueño del que habla King cuestiona el maltrato racial, por supuesto: “algún día mis cuatro hijos pequeños vivirán en una Nación en la que no serán juzgados por el color de su piel”. Pero incluye algo más: la esperanza de un mañana en que se valore por igual a todos, “negros y blancos, judíos y cristianos, católicos y protestantes”.

Sin embargo, antes de que acabe el año, otro suceso trastorna la vida de millones de norteamericanos. John Fitzgerald Kennedy es asesinado mientras recorre las calles de Dallas. ¿Acaso han sido los soviéticos?, se oye decir a algún locutor. La televisión retransmite la conmoción, el llanto del norteamericano medio, el estupor. Nos muestra a una elegantísima Jackie enfundada completamente de negro, con velo y con duelo: haciendo explícito el dolor de la primera dama. Decididamente, aquello representa un punto y aparte.

¿Un debate entre Joan Calabuig y Pepe Reig?

Por: | 06 de junio de 2013

JoanCalabuigEl Partit Socialista del País Valencià es una institución respetable del sistema político. Tan respetable es que corre el riesgo de ser sencillamente un partido de orden, conservador. Digo esto y me corrijo: el Partido Popular de la Comunidad Valenciana es conservador pero ha tenido unos representantes probablemente poco respetables. En fin, lo que quiero decir es que el PSPV corre el riesgo de desvanecerse si no está en la esfera pública, si no interviene en las redes sociales. Sé que hay algún dirigente de esta organización que ha dicho literalmente que las redes y Facebook están destruyendo el partido. ¿Acaso por no haber una sola opinión publicada? ¿Acaso por no haber un dictado que todos los militantes deberían seguir?

Con Ximo Puig, el secretario general del PSPV tuvimos una excelente experiencia. Propuse y organicé un debate con él y con Fran Sanz. El resultado fue esperanzador. Ahora, desde hace unos días, propongo un Pepereig1evento semejante. Se trataría de un debate con Joan Calabuig, máxima autoridad municipal del PSPV, y Pepe Reig, un cualificado militante de dicha organización.

Lo propuse días atrás, ya digo. Parece que hay silencios sonoros (y perdonen la expresión tan tópica). Parece que hay cierta resistencia. De momento, el sr. Calabuig no acusa recibo de mi propuesta. No me lo imagino temeroso: Joan Calabuig tiene tablas. No me lo imagino rencoroso: el sr. Calabuig sabe librar batallas que a veces gana o a veces pierde, o sea que es buen encajador. No me lo imagino sectario: Joan Calabuig discute no sólo con los afines; también con los que discrepan de su línea política. ¿Entonces?

Voy a conjeturar. Seguramente hay prevención, quizá desconfianza: no hacia Pepe Reig, un militante preparadísimo y de gran agudeza. Quizá al sr. Calabuig le frene mi persona. ¿Pero quién es Serna, un individuo que ni siquiera es militante del PSPV, para proponer un debate? Piense de mí lo mejor: lo mejor, me refiero, a la hora de ser moderado, moderador y tranquilo.

¿Pero y si el problema fuera Pepe Reig? Una amable militante del Partido Socialista del País Valencià me escribe privadamente y me hace una pregunta muy sensata. La hace como amiga de Joan Calabuig. Creo no ser indiscreto si reproduzco una parte mínima de su cuestión:

"¿No estaría bien que en lugar de Pepe Reig fuera otro u otra militante de base la que hablara con Joan [Calabuig]? Es que todos salen del mismo baul (...). Así que me parece estupendo el órdago que le lanza [usted] a mi amigo Joan, que por cierto, no va por la vida de dirigente distante, va de compañero de partido con la gente que se acerca a él como eso, como compañeros. Pero el oponente [que usted] no me parece el adecuado".

Creo que esta persona está equivocada. No conozco en el PSPV personas con mayor capacidad de persuasión que Pepe Reig. Como mucho, la capacidad puede ser equivalente. Reig es profesor universitario de Comunicación. Sabe de lo que habla, sabe hablar y sabe estar. Y además no es un extremado. Sencillamente argumenta como pocos en favor de la democracia, de la ciudad, de la ciudadanía.

¿Cuánto tiempo hemos de esperar una respuesta, incluso una respuesta positiva al desafío que planteo? ¿Espero sentado? Sinceramente, el sr. Calabuig tiene arrestos para estas cosas y para otras. Es defensor de causas colectivas y de asuntos controvertidos. No va a encontrar mejor disposición y auditorio para hacerse escuchar. Sr. Calabuig, es su turno.

El País

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