El País se hace eco de la exposición que la Fundación Loewe inaugura en Madrid, con fotografías de Mark Shaw (http://bit.ly/10T0HNi). "Ecos de los Kennedy" se titula.
En la muestra Covers, que Alejandro Lillo y yo mismo comisariamos para el Vicerrectorado de la Universitat de València, intentamos reflejar la América de John F. Kennedy. Reflejar y recrear con portadas, cubiertas, carátulas. Tomamos, entre otras cosas, las revistas Life y Time como espejos, como espejos deformados o retocados de un mundo opulento, de un bienestar material. Las cosas estaban cambiando y los jóvenes estaban haciéndose presentes, con malestar e impertinencia. Reproduzco dos partes del libro que acompañó a la exposición. Es posible que estos pasajes que redactamos Alejandro Lillo y yo despierten interés y puedan ser motivo para leer el catálogo. Entero. La fotografía que reproduzco data de 1953. Pertenece al fondo Life de la Universitat de València. Es cool.
1. Life y Time. Las revistas ilustradas son el espejo del mundo, un reflejo deformado y agrandado, un calco mejorado de lo que hay. Son expectativa y directiva: indican qué esperar, cómo verse, cómo reproducir y lucir la indumentaria y el aspecto de las celebridades. Son fuente de instrucción moral, pues aleccionan sobre el bien y lo deseable, sobre el mal y lo repudiable. En su interior hay moda y hay reportajes de sociedad, prescripciones y orden. Enseñan qué es el éxito, la belleza, el dinamismo, el progreso. Las cubiertas de las revistas muestran y tapan, difunden una imagen y callan sobre su reverso, ocultan parte de sus contenidos. En una América que tiene prisa, la prensa da las claves para entender lo que pasa, y lo que queda fuera de ellas parece como que no existe. El colorido vistoso de sus primeras planas es un reclamo que imanta al ciudadano. Todo el mundo ha de estar presentable, todos han de posar: siempre hay un objetivo abierto, siempre hay una instantánea que mejora.
2. La juventud de Kennedy. El 20 de enero de 1961, el nuevo presidente de los Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy pronuncia el discurso inaugural de su mandato. Habla a los congregados y habla al resto de la Nación valiéndose de las cámaras. De hecho, es la audiencia televisiva el auténtico destinatario de sus palabras y de sus gestos, del aplomo que luce. Kennedy es un 'joven' político de cuarenta y tres años que ha sabido expresar los anhelos de unos compatriotas que viven la prosperidad capitalista, la rivalidad de la Guerra Fría, el temor nuclear y la carrera espacial.
Es de familia rica, católica: que alguien así acceda a la Presidencia es un exotismo histórico, una novedad. Los norteamericanos padecen una crisis, una crisis propiamente cultural. El bienestar les hace ser más exigentes y más hedonistas. La juventud se está reafirmando, diferenciando su identidad, y tal cosa se vive con vértigo y desconcierto. Kennedy sabe expresar ese tránsito generacional. Él es un hombre que ha luchado en la Guerra Mundial, que ha sido un bravo combatiente, que sabe lo que es trabajar duro. Es joven, en efecto, y aún le queda mucho por vivir…
Pero sobre todo Kennedy sabe persuadir. En él la oratoria es un instrumento esencial y con él empieza una nueva forma de hacer política. Para auparle se han hecho campañas de imagen, numerosas encuestas, viajes, mítines, contactos personales y apariciones constantes en los medios de comunicación. Sabe venderse y saben presentarlo fresco, como un atractivo producto publicitario: todo lo que ha aprendido a lo largo de los años lo demuestra en su discurso de toma de posesión. El joven Kennedy se vale de la palabra que aúna la descripción y la alusión, el retrato colectivo y la apelación individual, lo pretérito y lo reciente. Se remonta a la historia fundacional de los Estados Unidos y recuerda el estado de cosas presente, la Guerra Fría. Se expresa con contundencia armada y con generosidad hegemónica para dirigirse a sus compatriotas, a los amigos y aliados, a los adversarios, a la humanidad en su conjunto. Su retórica es universalista y patriótica a un tiempo, algo característico de la tradición política norteamericana. Sabe condensar expectativas en frases contundentes y memorables. Memorables en el sentido de que podrán ser recordadas.
Se vale, en efecto, de imágenes reconocibles, de expreso lirismo: “la antorcha ha pasado a manos de una nueva generación”, dice entre otras cosas. Y él, precisamente, es quien encabeza el cambio, la irrupción de los jóvenes. Es una fórmula bien vistosa, muy gráfica. Pero no sólo constata lo que ocurre: además propone luchar, valiéndose para ello de la técnica del slogan. La televisión manda. Apela al coraje y a la prudencia de los americanos frente al enemigo: “No negociemos nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar”, afirma refiriéndose al adversario soviético. Habla a la Nación, pero habla a cada individuo: “Así pues, compatriotas: preguntad, no qué puede hacer vuestro país vosotros; preguntad qué podéis hacer vosotros por vuestro país”, dice alentando a cada estadounidense.
Kennedy es hijo involuntario de la Revolución rusa, de esa conmoción que le reta como norteamericano. Sus decisiones más graves estarán relacionadas con la amenaza soviética en un contexto de incertidumbre estadounidense. La carrera espacial, por ejemplo, es una rivalidad vistosa que ha empezado a perderse en 1957 con el lanzamiento soviético del Sputnik. Kennedy sabrá devolver el orgullo: ganaremos el dominio del espacio y llegaremos a la Luna. Regresaremos con vida. ”Independientemente de toda opinión política, desde un simple punto de vista imaginativo, pienso que la mayoría de nosotros preferiría que fueran los americanos los primeros en llegar a la Luna. En efecto, a los americanos en la Luna nos los imaginamos”, decía Umberto Eco en un artículo de 1959, recogido después en Diario mínimo. ¿Que por qué nos los imaginábamos? Porque para aquellas fechas toda una literatura de ciencia-ficción había facilitado esa posibilidad aún pasmosa e irrealizable. ¿Y los rusos? También los soviéticos podían llegar a la Luna. Al fin y al cabo, el lanzamiento del Sputnik en 1957 había sido una proeza en plena Guerra Fría. ¿Un satélite artificial alrededor de la Tierra? Aquello abatió a los norteamericanos, dicen: esa afrenta tecnológica dio origen al programa Explorer y, después, a la misión Apolo. Diez años después de que Umberto Eco escribiera ese artículo, los norteamericanos llegaban a la Luna. El Apolo 11 consumaba un sueño y sobre todo unas fantasías propiamente literarias.
Pero regresemos a 1959. ¿Y los rusos?, se preguntaba Umberto Eco. “Los rusos… Hay que hacer un esfuerzo para imaginárselos allí”, se respondía el ensayista italiano. La literatura de ciencia ficción de la que habla Eco ha creado una experiencia de lo imaginario (la llegada a la Luna) y una expectativa de lo posible: el triunfo de los americanos en lucha contra la amenaza roja o contra el ataque exterior. O dicho en otros términos: las novelas –el cine y el curso histórico– han creado un espacio de experiencia y un horizonte de expectativas de lo que es probable, temido o deseado. Y en la ciencia o en la técnica también lo probable, temido o deseado, suele ser lo que ya creemos saber con las narraciones…
Estados Unidos es una Nación poderosa, sí, pero no es impermeable al cambio. Los jóvenes lo están desestabilizando todo, no sólo la tradicional forma de hacer política. Las caretas comienzan a caer. Los modelos familiares están cambiando, las relaciones domésticas se resienten, el ideal de ama de casa se disuelve. La televisión da cuenta de ello a su manera. Por ejemplo, Pedro y Vilma Picapiedra aún encarnan a gentes satisfechas y desconcertadas. The Flintstones (1960-1966) eran, sí, una familia: una familia de primitivos que se parecían extraordinariamente a los norteamericanos de los sesenta. Vivían en una prehistoria muy singular. Se vestían con taparrabos, pero de diseño. Daba gusto vivir así, rodeados de aquellos lujos materiales, que eran precisamente los de comienzos de los sesenta. ¿Cómo eran sus existencias? Su casa está en Rocadura: una zona residencial, una inmensa urbanización de bungalows, es decir, de viviendas unifamiliares. Wilma y Pedro Picapiedra disfrutan de una comodidad material evidente. Pedro trabaja en una pedrera o cantera, pelando la montaña a lomos de un dinosaurio gigantesco. Wilma ejerce sólo de ama de casa. Atiende a su maridito cuando éste regresa. El esposo es algo bruto y, por eso, suele gritar de alegría (Yabba-dabba-doo) o suele dar órdenes terminantes a su mujer: ¡Wilma, ábreme la puerta! Son clase media americana con bienes materiales, con tocadiscos, con electrodomésticos. Compran en un hipermercado gigantesco: gozan de la prosperidad de la Edad de Piedra. Tienen un autocine cercano, como lo tenían los estadounidenses de los cincuenta. Si hay un autocine es porque disponen de coche. La rueda ya se ha inventado, por supuesto. Así es: la familia es propietaria de un vehículo muy aireado, una suerte de cabriolet. Nos referimos al troncomóvil.
El troncomóvil no viene con extras pero es muy fashion. Funciona con tracción animal (los pies de Pedro), las ruedas son dos pesadísimos cilindros y la carrocería es de madera. Tiene capacidad para cuatro adultos: aparte del matrimonio Picapiedra, otra pareja de amigos, Pablo y Betty Mármol. Ah, y sus respectivos hijos: Pebbles y Bamm Bamm. No recordamos si Dino, la mascota que hace las veces de perro y que disputa con Pedro también se sube al carro. Lo que sí recordamos es el inmenso costillar que les sirven cuando se disponen a ver una película en el autocine. Es la opulencia de la Norteamérica de Kennedy. Vilma sabe atender…
Como Norman Bates sabe atender, gerente de un motel de carretera. Estrenada en 1960, Psycho, Psicosis en castellano, narra precisamente la historia de un joven que no ha podido o sabido rebelarse, ese muchacho interpretado por Anthony Perkins que ha reprimido su contestación. Alfred Hitchcock muestra esa otra cara de la sociedad estadounidense, su soledad y la perturbación de sus habitantes.
Mientras tanto, Jacqueline es el modelo de esposa atenta, cuidadosa, vigilante de su hogar: esa Casa Blanca que presentará a todos sus conciudadanos, como debe hacer una buena anfitriona. Pero es también el modelo de mujer moderna, de gran dinamismo, de sólida formación intelectual: rica y a la vez estilosa. Todo su aspecto e indumentaria acabarán dependiendo del diseñador Oleg Cassini, que la viste como una europea a la manera estadounidense: con elegante simplicidad. El resultado es seductor. Una dama de pelo oscuro y de actitud y pronto enigmáticos, glamurosos, finos: ya no encarna a la rubia teñida y carnal, como tantas y tantas mujeres de los cincuenta o como la propia Marilyn, siempre preocupada por el tinte. Ahora, a comienzos de los sesenta, la indumentaria de Jackie se impone como norma. Con ella triunfan la sofisticación, el lujo y la sencillez, rasgos que a su modo encarna también Audrey Hepburn, la dama que lucirá como nadie la naturalidad. Dos modelos de mujer pugnan por imponerse: el que representa Marilyn y el personificado por Jackie. Rubia contra morena, contención frente a deseo. ¿Es preciso elegir?, preguntarán algunos.
Y entonces, en febrero de 1963, sale al mercado The Feminine Mystique, La mística de la feminidad, un ensayo de Betty Friedan, un ama de casa cuatro años más joven que Kennedy, que va a trastornarlo todo. Friedan denuncia la imagen de mujer que han fabricado los medios, vinculada con la reclusión de las féminas en la esfera doméstica, apartándolas así de los asuntos públicos y de la posibilidad de realizarse como personas. La denuncia de Friedan es más real que la imagen hogareña y familiar del matrimonio Kennedy, que tiene mucho de pose, de artificio, de maravillosa puesta en escena: la pareja tiene otra cara, repleta de infidelidades presidenciales y promiscuidad sexual.
Porque la forma de enfocar el sexo también está cambiando. En 1960, por ejemplo, el Departamento de Alimentación y Fármacos de Estados Unidos aprueba el primer anticonceptivo oral del mundo. Se comercializará con el nombre de Enovid. Las costumbres sexuales se relajan. Es entonces, en 1962, cuando otro joven de 34 años, un prometedor cineasta llamado Stanley Kubrick, estrena Lolita. El estrépito, de nuevo, será grande. Y aunque la película modifica algunos de los aspectos más controvertidos de la novela homónima de Vladímir Nabokov, como la edad de la nínfula o lo expreso de las escenas sexuales, las relaciones entre una niña de 14 años y un profesor de mediana edad eran algo escandaloso para la moral de la época. ¿Qué destapa Lolita? ¿Qué expone a la luz pública? ¿La sexualidad de los niños? No exactamente, pues eso ya lo había advertido Sigmund Freud a comienzos del siglo XX. Más bien lo que la película muestra es la atracción, el deseo sexual que los adultos, en especial los hombres, sienten hacia las adolescentes, hacia quienes ya tienen cuerpo de mujer pero mentalidad de niñas. El sexo ya no es sólo cosa de adultos, tampoco es algo que se desarrolle en la intimidad de un cuarto o de una estancia: el sexo es una joven de 14 años –en la novela tiene 12-- moviendo el Hula Hoop en el jardín y un adulto de origen europeo, Humbert Humbert, sucumbiendo ante Dolores Haze: Dolly o Lolita o Lo. Lolita es una nínfula ciertamente: “una niña demoníaca”, al decir del narrador, en la que se mezclan una “tierna y soñadora puerilidad” y una “especie de vulgaridad descarada”: una doncella que embruja, una muchachita que ejerce un atractivo sexual desde su propia inocencia perversa. ¿Inocencia perversa? ¿Dónde arraiga la perversidad? ¿En Humbert Humbert o en Lo?
La sexualidad está a la orden del día: la pasión y el deseo se palpan en el ambiente. Quizá sea por la tensión que provoca el recrudecimiento de la Guerra Fría, con la Invasión de Bahía de Cochinos y la construcción del Muro de Berlín en 1961, pero parece haber una necesidad de aliviar tensiones, de relajar los músculos, de soltar los corsés. No es casual que por esos años el Hula Hoop arrase en ventas. Ese aro que uno hace girar moviendo las caderas evoca la sensualidad de las sacudidas de Elvis, como también se equipara al baile nacido del rock y que se ejecuta, literalmente, como si te estuvieras secando con una toalla. Hablamos del twist, popularizado por Chubby Checker a partir de 1960, con tan sólo 19 años. A diferencia de los bailes de pareja más vinculados con el rock, en los que priman los movimientos rápidos y los giros y piruetas espectaculares, en el twist el chico y la chica bailan separados pero insinuándose. El contacto, al ser visual, deja trabajar a la imaginación, deja espacio para el deseo: permite contemplar esa agitación lenta y rítmica de las caderas, esos vaivenes del torso y de los brazos, de la pelvis y las nalgas. Promesas de placeres futuros que hay que posponer, que aún están por descubrir. Y es tan fácil bailarlo. Sí: desliza los brazos como si te estuvieras secando la espalda con la toalla después de la ducha; gira el pie como si estuvieras apagando una colilla. Ya tienes el resultado: movimientos incitantes de parejas que aún no se tocan. Algunos críticos censurarán este baile: el individuo solitario gira sobre sí mismo, como una metáfora del mundo moderno. Los joviales muchachos que se entregaron con frenesí no lo juzgaban así: quien baila el vals se abstrae de lo que le rodea; en cambio quien se agita con el twist observa el entorno, justamente esas parejas potenciales.
Todo es sexo y desenfreno, dirán los padres más conservadores, los adultos más apegados a las tradiciones. Y justamente por eso tratarán de contraatacar. Lo cierto es que tras el empuje inicial del rock de mediados de los 50, distintas circunstancias favorecen cierta vuelta a la normalidad: Little Richard abandona la música temporalmente en 1957, y algo parecido le sucede a Jerry Lee Lewis, que en la práctica desaparece de los escenarios debido a su escandaloso matrimonio con una chica de tan sólo 13 años; Chuck Berry es detenido en 1959, acusado de tráfico de menores, permaneciendo en prisión desde febrero de 1962 hasta octubre de 1963; Buddy Holly, Richie Valens y Big Bopper Richardson, tres prometedores rockers, mueren en un accidente de avión el 3 de febrero de 1959; Eddie Cochran, otro de los pioneros de la nueva música, fallece poco después, el 17 de abril de 1960, en otro accidente, en esta ocasión de automóvil; Elvis Presley ya no vuelve a ser el mismo tras su regreso del Ejército el 2 de marzo de 1960. Vuelve corregido, en efecto.
El vacío dejado por todos estos artistas es ocupado por otros que ya habían cosechado importantes éxitos pero que tratan ahora de copar el mercado. Estamos a principios de los 60: Paul Anka, Frankie Avalon, Pat Boone, Neil Sedaka, Dion o Del Shannon representan el lado amable del rock, chicos buenos y románticos, tradicionales y educados, muy alejados de gamberros y sinvergüenzas como Elvis Presley, Chuck Berry o Eddie Cochran.
Pero también entra un poco de aire fresco, anticipo de lo que vendrá después. The Beach Boys, un alegre y desenfadado grupo californiano, canta con abundantes coros y distintas voces lo maravilloso que es ser joven y las bondades de la playa, de las vacaciones, del calor, del verano. ¿Se puede aspirar a algo más saludable? Aunque el verano del 63 no estaba para muchas fiestas. Poco después de la aparición de Surfin´ USA, el segundo álbum de los Beach Boys, se celebraba en agosto la Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad. La manifestación, que aglutina a numerosas personas, reivindica la igualdad de derechos civiles y el fin de la segregación racial. Se reúnen los líderes de los movimientos civiles, distintas personalidades y cantantes, entre ellos Bob Dylan. Allí, Martin Luther King pronunció un discurso resonante, de gran influencia: I Have a Dream. La Marcha sobre Washington concentra a unas doscientas cincuenta mil personas, de todas las razas, y fue una demostración de fuerza y de expectativa: la de una clase media que aspira al mérito y a la felicidad constitucionales. El sueño del que habla King cuestiona el maltrato racial, por supuesto: “algún día mis cuatro hijos pequeños vivirán en una Nación en la que no serán juzgados por el color de su piel”. Pero incluye algo más: la esperanza de un mañana en que se valore por igual a todos, “negros y blancos, judíos y cristianos, católicos y protestantes”.
Sin embargo, antes de que acabe el año, otro suceso trastorna la vida de millones de norteamericanos. John Fitzgerald Kennedy es asesinado mientras recorre las calles de Dallas. ¿Acaso han sido los soviéticos?, se oye decir a algún locutor. La televisión retransmite la conmoción, el llanto del norteamericano medio, el estupor. Nos muestra a una elegantísima Jackie enfundada completamente de negro, con velo y con duelo: haciendo explícito el dolor de la primera dama. Decididamente, aquello representa un punto y aparte.