Uno. ¿Aún no han leído a Julio Camba? Pues resulta imperdonable. O perdonable, porque el propio Camba no se daba tanto pisto. Sólo era un periodista, un periodista gallego siempre atento y armado con su ironía, con un humor fino de mucho efecto. Echó un vistazo al siglo XX y le salieron unas crónicas muy perspicaces. Se equivocó con frecuencia en sus juicios y diagnósticos, pero sus paradojas aún son imbatibles.
Murió en 1962, tras residir en una habitación del Hotel Palace durante dos décadas. Como un dandi, bien instalado en el franquismo. Su fama ha ido creciendo y ahora se le reconoce como el gran cronista que fue, como el gran columnista que demostró ser. Hoy en día es muy fácil acceder a su literatura de oficio, de prensa, de diario. Gracias a las numerosas recopilaciones que se están haciendo de sus artículos periodísticos, es sencillo leer algunas de sus piezas. Nuevos y venturosos libros de Camba abarrotan el mercado a precios muy accesibles. En Fórcola, en Reino de Cordelia, en Renacimiento. Etcétera. O también la primera antología de todas, 'Mi páginas mejores': datada en 1956, esta obra seleccionada por el propio Camba la ha recuperado felizmente la editorial Pepitas de calabaza.
Dos. Hace años, Arcadi Espada quiso poner de moda a Camba. Camba sería al periodismo español lo que Josep Pla podría ser al catalán. Tipos negados para novelar, pero artistas de la descripción y del adjetivo. No es mala comparación... Como Espada es inflexible con las mezclas de ficción y realidad, el periodista catalán se buscó santos patrones para su egregia empresa. Uno de ellos fue, precisamente, Camba. Hizo bastante con él y por él. No pudo ser.
Quizá era un Camba demasiado envarado, polemista y canónico el que Espada defendía: Camba, el periodista que no hacía literatura: Camba, el cronista que detestaba la ficción; Camba, el periodista de lo real. De hecho, algunos sospechábamos que Arcadi Espada se describía a sí mismo, con ese gesto airado y sarcástico que tan bien sabe interpretar, con ese ademán afectado de quién ya está en la crecida de la edad. El resultado fue, claro, un retrato avinagrado de Julio Camba, un humorista con rencores y estertores.
Tres. Ahora, sin embargo, Camba regresa joven y en pequeñas y prestigiosas editoriales de la mano de Francisco Fuster, entre otros: sin milicias ni militancias, con el gusto por la buena escritura, por la buena literatura. Fuster es reclamado por esta o por aquella editorial para prologar una nueva recopilación. O el propio Fuster propone un libro jamás concebido, con intuición, con oficio, con habilidades insospechadas. Así fue en 'Caricaturas y retratos' (Fórcola) y así es en 'Maneras de ser periodista' (Libros del K. O.), por ejemplo. Lo he disfrutado con auténtico placer: hay mucha socarronería en su mirada.
Camba no era un escritor de domingo, sino un galeote de la pluma. Un esforzado prosista de lo corriente, un escritor de lo ordinario, que escribía con fértil poesía. Perdónenme esta cursilería. Confeccionar una columna es un arte que si se hace bien, con un artificio presuntamente natural, parece sencillo. Hay que sentarse a escribir, sin contemplaciones, sin excusas, y de ese empeño y desempeño sale el artículo. Hay fecha y hora de entrega.
Cuatro. ¿Un artículo genial? ¿Inspiradísimo? ¿Una solemne tontería? A Camba no se le puede pedir más que observación penetrante y abarcadora, un estímulo externo y una habilidad letrada, capacidad de síntesis. El articulista, decía Camba, es como un avestruz: "lo convierte todo en cosa de comer y lo digiere todo". Reduciéndolo, eso sí, a bolo alimenticio, tan nutritivo y tan excrementicio: el artículo ya es materia orgánica de la que te olvidas.
No se olviden de Camba y lean los prólogos de Francisco Fuster, tan correctos y circunstanciados. Lean buen periodismo y disfruten con su hijuela: la columna de opinión.