Justo Serna y Félix Vidal.
El Generalísimo don Francisco Franco nació en El Ferrol el 4 de diciembre de 1892. Vino al mundo en una familia de tradición militar. Su padre, un hombre de mundo, era capitán de la Armada y su señora madre, un mujer de profundas creencias católicas, era igualmente hija de linaje castrense.
El muchachito vivió el patriotismo desde chico, ese coraje y esa rabia del soldado español dañados por el Desastre colonial de 1898. Tras siglos de dominio, un Imperio se desmorona, un cuerpo político se funde. La herida es incurable. La generación española del cambio de siglo tuvo que arrostrar una decadencia, sí, y casi la agonía de la Nación. Esa dolencia no se sufre en balde.
Sentir que España se desmorona y tratar con un padre mujeriego y vividor son carencias que agrian el carácter de un muchacho recto y afianzan la determinación de la voluntad. Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo nunca tuvo un cuerpo hercúleo, nunca fue un hombrón. Pero siempre hacía por auparse. La anatomía del futuro general y jefe de Estado será escuálida y luego algo mantecosa, con una gordura que suplía la pequeñez de su esqueleto.
No tenemos constancia del atractivo que a su futura esposa le podía despertar la figura marcial de su prometido. Hemos de suponer que estas cosas son muy secundarias cuando es el porvenir de España lo que está en juego. O, mejor, en peligro. La señora Carmen Polo de Franco vistió con gusto y se engalanó con joyas. No era dama bien parecida y su cuerpo tampoco despertaba la lascivia. Eso podemos decir ahora. En otras fechas, la indumentaria pudorosa y un gesto seco eran signo de buena crianza.
Muchos años después, cuando Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo haya crecido, madurado y vivido su época de esplendor político, ese cuerpo volverá a menguar, a achicarse: para gran susto de su señora esposa y demás parientes. El General ya no impresiona y, más bien, apena: a la altura de 1973, pongamos por caso, su uniforme militar parece un disfraz. Y cuando viste de civil, los ternos siempre confirman su figura menguante. Lleva gafas ahumadas para evitar el sol y las miradas insolentes.
A la altura de 1975, nos recuerda José Luis Ibáñez Salas se produce "la última aparición pública de Franco". Es "el día 1 de octubre (...) para cumplimentar a la muchedumbre que le rinde homenaje en la madrileña plaza de Oriente como respuesta a la muy extendida y enérgica actitud internacional de repulsa ante las últimas ejecuciones dictadas por su régimen". La figura retratada prácticamente es indistinguible y la vocecilla, siempre aflautada, revela el mal estado del nuestro dictador.
Ese cuerpo aún sufrirá mayores injurias, vejaciones que le llevarán a morir de manera esperpéntica, fruto de una agonía prolongada. Desde una primera tromboflebitis que se había hecho pública en 1974 hasta su fallecimiento el 20 noviembre de 1975, el Caudillo ya sólo fue una sombra de sí mismo, quizá un espantajo.
Su yerno, el doctor Cristobal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, dirigió de una manera personalísima --dictatorial casi podríamos decir-- el tratamiento médico recibido por su suegro. En todo momento se intentó ocultar o disfrazar la gravedad de su estado de salud prolongando la agonía al máximo. ¿Por qué razón? Para mantenerlo con vida, aunque sólo fuera vegetativa, y con el fin de preservar la autoridad aún reconocida y, por tanto, con el propósito de conservar los privilegios de la familia Franco.
El último Consejo de Ministros que presidió el Generalísimo lo hizo en unas condiciones tan preocupantes que el equipo médico que lo atendía accedió a ello con la condición de que fuera monitorizado de forma discreta desde una habitación contigua donde se encontraban los facultativos. Al parecer, los ministros desconocían la situación ya que los cables no se encontraban visibles. En un momento dado, los facultativos detectaron una alteración relevante en las constantes, razón por la cual irrumpieron de forma súbita en la Sala del Consejo para prestar asistencia, todo ello ante el asombro de los miembros del Gobierno asistentes.
A pesar del agravamiento de su estado de salud, el yernísimo Martínez-Bordiú insistía en que su suegro no abandonará la residencia oficial, el Palacio del Pardo. Pero ese Palacio no reunía las debidas condiciones para atender a un paciente de estas características. Se llegó a improvisar un quirófano en uno de las dependencias --algo así como un almacén o garaje--, con resultados desastrosos. Hubo que habilitar expresamente un grupo electrógeno, dado que que no había potencia suficiente para iluminar una intervención quirúrgica.
Lo que no empieza bien suele acabar mal. La situación llegó a un punto en que la intervención se hizo insostenible. Por ello se decidió la evacuación del paciente a un centro hospitalario. Cuando lo lógico hubiera sido trasladarlo al Hospital Puerta de Hierro, que se encuentra en las cercanías del Pardo, se determinó su traslado a la Ciudad Sanitaria de La Paz, donde el Dr. Cristóbal Martínez-Bordiú tenía su plaza y su 'feudo'.
El viaje se realizó en una vieja ambulancia de una marca muy reconocida en aquellas fechas: un Simca 1200. Recuérdese que el modelo inferior, el Simca 1000, se publicitada con el eslogan del 'Cinco plazas con nervio'. Con nervios debió de llegar el convoy sanitario. Imaginamos el horror y el humor de la travesía. A toda velocidad, por las calles y avenidas de Madrid, con las sirenas y el estrépito de la propia ambulancia y de la escolta policial. A toda pastilla, con unos amortiguadores dañados, el vehículo dando tumbos y pegando botes en los baches mal asfaltados.
El Simca llegó a tiempo. A tiempo de prolongar en el recinto hospitalario la agonía. Fueron momentos de gran avance para la medicina surrealista. Los galenos llevaban tiempo publicando partes acerca del estado del paciente, dando a entender que las cosas marchaban razonablemente bien. El equipo médico habitual no salvó al Caudillo, no pudo. Fue una lucha contrarreloj. Pero nos dio una lección de anatomía recreativa, de medicina interna. El cuerpo no pudo emplearse para ulteriores experimentos, pero el experimento sanitario que inició el Generalísimo, su extirpación del mal, acabó con su traslado.
No sabemos si descansa en paz.
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