¿Qué es y cómo es un burgués? Las representaciones gráficas
de su figura son muy variadas.
Tenemos,
por ejemplo, al señor con levita y chistera, de aspecto serio y bonancible,
descansando quizá tras un día de mucho ajetreo. Esto es lo que nos muestra la carte
de visite que José Inocencio de Llano White se hizo en París en 1844
en casa del fotógrafo A. Ken.
O tenemos, por ejemplo, al empresario también tocado con sombrero de copa y
chaqué, pero ahora con dientes de tiburón que muerde un cigarro puro bien
ostentoso. Se le ve permanentemente agraviado. Como si el mundo le debiera
algo, alguna letra o pagaré sin cobrar. Éste es el caso de la caricatura que de
él hizo Jaume Perich hacia 1970.
En ambos casos, al burgués se le ve sobriamente vestido, con una cierta
elegancia impostada, con paños negros siempre funerarios y tristes. Es un varón
que domina el mercado y la vida social.
Pero precisemos. Hagamos algo de historia recreativa. Insisto: ¿qué es un
burgués?
En primer lugar, burgués designa al habitante del burgo, un espacio medieval:
pequeños caseríos o villorrios diseminados que acaban por juntarse hasta
constituir un dominio populoso. Identificamos -indebidamente- burgo con ciudad,
pero en todo caso esa idea expresa bien el resultado: son lugares en los que se
hacinan vecinos, espacios en donde la gente se mezcla o se cruza o se trata o
se evita.
La ciudad que crece es el lugar del anonimato, de la concentración. "La
urbe", indicaba José Ortega y Gasset, "no está hecha, como la
cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son
menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa
pública", un lugar cuyo eje es la plaza.
Planteado así, lo burgués es un logro admirable de la civilización: es el
espacio plural en que los individuos que se creían idénticos se tropiezan con
otros vecinos extraños con los que están forzados a dialogar.
Pero, en segundo lugar, más allá de esa acepción medieval, lo burgués remite al
mundo moderno: al comercio, a la industria. En la ciudad no sólo hay vecinos
distintos: hay, además, una clase particular de habitantes que fabrican, que
establecen obradores en los que producen sus manufacturas, artificios de la
imaginación humana que satisfacen necesidades materiales. Por ejemplo, los
textiles. Es en el mercado de esa ciudad en donde se ofrecen dichos productos,
aunque también en las ferias y en los otros mercados de diferentes urbes.
En los siglos modernos, el burgués industrioso y negociante fabrica, pero sobre
todo comercia: deseoso de incrementar sus beneficios, emprende viajes para
colocar mejor sus mercancías, para aumentar el número de sus clientes. Afronta
todo tipo de dificultades y, valiéndose de medios de transporte menesterosos,
se aventura. Hay muchos que prosperan y hay otros cuyo capital mengua,
obligados como están a enfrentarse a sus competidores y a los arbitrios que les
ponen esta o aquella ciudad.
El liberalismo y la industrialización mejoraron las condiciones del burgués: es
más, son revoluciones cuya inspiración se debieron a los burgueses. De lo que
se trataba era de establecer la propiedad absoluta de los bienes, de crear un
mercado nacional, incluso internacional, sin obstáculos. Pero de lo que se
trataba también era de acelerar la gran transformación técnica. Las máquinas
fueron prodigios de esa civilización. Había que derribar todas las barreras que
se opusieran al crecimiento.
La Europa burguesa, en pleno siglo XIX, era lo más parecido a una fábrica
ruidosa, con artefactos e ingenios técnicos, con chimeneas humeantes; era lo
más parecido a una feria populosa y
multitudinaria, con mercaderes avispados;
era lo más parecido a un mapa, con carreteras, con caminos, con raíles que
surcaban el continente.
En el Manifiesto comunista (1848), Marx y Engels
celebraron el potencial revolucionario de los burgueses, su capacidad para
alterar los espacios, allá en donde la mercancía era símbolo y ganancia. Pero
también denunciaron la explotación inhumana de los trabajadores.
Sorprenden el sentido mundano de estos mercaderes, su capacidad para adaptarse
a circunstancias diversas y adversas, su cosmopolitismo: saben estar en el
lugar adecuado en el momento oportuno. Estos burgueses fueron a su aire,
procuraron beneficiarse y, desde luego, no siempre estuvieron a la altura de lo
que de ellos se esperaba. No fueron pocos los que, una vez enriquecidos,
abandonaron las actividades industriosas para vivir de rentas.
Los industriales y negociantes del Ochocientos procuraron establecer un lugar
confortable para ellos, evitando a las clases peligrosas y deseando competir en
una Europa de aranceles. El burgués no es alguien dotado de una misión que
cumplir. Es un vecino que espera traficar, prosperar. Es incluso capaz de
sacrificar lo mejor que ha recibido.
Cada vez quedan menos vecinos de esa clase. Las grandes corporaciones de
economía financiera, de lucros invisibles, son los que ahora nos muestran sus
dientes de tiburón. Son los nuevos burgueses.
No llevan chisteras ni visten regularmente de chaqué o levita. Se les distingue
con mayor dificultad. Sus beneficios también son fruto de la explotación, pero
ya no visitan las fábricas humeantes en las que se hacinan sus obreros. Las
instalaciones están lejos: propiamente en el siglo XIX, con operarios también
privados de derechos.
Ellos, mientras tanto, salen a la Bolsa, como quien acude al mercado o al
teatro. Con sus mejores galas o con indumentaria informal, tocan la campanita
para dar comienzo a la liza. A ver si hoy abaten una nueva pieza. Son unos
logreros y unos teatreros: la liza empezó mucho tiempo atrás.
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Conferencia en el Centre Cultural OCTUBRE con motivo de “Ciutat Vella Oberta”.
JS, ‘Diario de un burgués’. La cultura, el arte y el progreso según José Inocencio de Llano White.”
Sábado, 9 de Noviembre a las 19:30 horas.
Este libro, escrito con Anaclet Pons, es el que da origen a esta conferencia.