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El lector

Por: | 05 de enero de 2014

EllectorHace casi cuarenta años yo sólo era un lector, un muchacho que luchaba por abandonar la adolescencia en el momento mismo de ingresar en la Universidad. Era frecuentemente taciturno y casi no tenía amigos que me agradaran. Esa circunstancia de desamparo se agravaba por el hecho de padecer una huelga interminable de profesores. Los recién ingresados estábamos desorientados, sin saber qué hacer. O tal vez sí: tal vez tuve claro lo que quería hacer. Por eso, por no poder disfrutar de unas aulas vacías y por no poder compartir con nuevos amigos mis inquietudes, solía irme a los Jardines de Viveros, en Valencia, a leer.

No me agradaba la soledad lectora a la que me entregaba en tardes inacabables: sentado en un banco del parque, rodeado de ancianos y de parados, me dedicaba a devorar libros con gusto, con rabia, anotando en escuetos cuadernos o folios arrugados lo que aquellas páginas me sugerían. Echaba vistazos a lo que a mi alrededor pasaba por si algo cambiaba mi suerte. Pero nada ocurría: seguía viendo viejecitos y seguía sin ver jóvenes con quienes comunicarme y discutir sobre lo que leía o veía. Pues bien, sólo por eso acababa leyendo aún más. Tenía tantas ganas de acumular libros (nunca fui un bibliófilo) que los ejemplares que podía adquirir siempre me parecían pocos.

Justo por eso adquirí entonces una costumbre curiosa: la de escribir directamente a las editoriales, la de dirigirme a las grandes casas cuyos fondos deseaba. Solicitaba catálogos, prospectos publicitarios, todo lo que buenamente pudieran mandarme. Hablo de cuando tenía quince o dieciséis años, una edad que me resultaba odiosa, carente, ese tiempo en que adoleces…Yo había vivido el final de mi infancia en Bétera, en donde había hecho buenos amigos, pero conforme llegaba a la adolescencia, un traslado definitivo de mi familia a Valencia y mis propias aficiones lectoras me fueron apartando de aquellos muchachos con los que había crecido. Fue por eso por lo que me refugié pronto en los libros, como un alivio temporal. Lo que empezó siendo provisional acabó, sin embargo, convirtiéndose en duradero. No podía comprender cómo había lectores de un solo libro, cómo podían contentarse con tener un único volumen en la mesilla de noche. A pesar de que mis padres me facilitaban dinero para libros, mi economía adolescente no me permitía grandes compras y por eso, sólo por eso, me dirigía a las editoriales buscando papel impreso y, probablemente también, un interlocutor.

Cada vez que en el buzón familiar aparecía un paquete o carta postal de Alianza, de Península, de Ariel, aquel presente me colmaba de dicha. En aquel envío había novedades y una lista de libros que me llegaban. Los mejores catálogos no sólo contenían un elenco de los fondos: añadían también algunas fotografías de las cubiertas de los volúmenes más destacados e incluso una síntesis de sus contenidos o un extracto de sus páginas. Decía Groucho Marx en 'Groucho y yo' que él ejerció de joven como lector gorrón entendiendo por tal actividades depredatorias en las librerías neoyorquinas. No se trataba tanto de robar un volumen cuanto de leerlo gratis.

Algo de esto hice yo también: me recuerdo algunas tardes en la librería de unos grandes almacenes leyendo de gorra, saltando entre las páginas de libros que no me podía comprar…, así hasta que un día (sí, lo admito) hurté un ejemplar muy codiciado y de precio inaccesible: el primer tomo de las obras en colaboración de Borges y Bioy Casares. Dicha necesidad me la alimentaron los catálogos de Alianza, pero también aquellas bellísimas y chocantes cubiertas que Daniel Gil hacía para su fondo. Es decir, los prospectos publicitarios de las editoriales habían provocado en mí su efecto deseado: que no renunciara a tener aquel lujo del pensamiento, de la creación, de la literatura, en fin.

Cuando Ariel o Península me contestaban, me sentía importante, un corresponsal animoso de provincias al que los grandes ejecutivos de Barcelona consideraban todo un señor. Yo, por supuesto, no confesaba nunca mi edad y daba a entender que era un hombre de mundo, resuelto y con mucha determinación. Es más: pensaba que algún día también yo publicaría libros. Qué sueño… Pero sobre todo, entonces, lo que más me atraía era establecer una relación de iguales entre los editores y yo. Era tan inocente que cuando un ejecutivo me contestaba mi soberbia intelectual me hacía creer que yo formaba parte de ese mundo literario o bibliográfico que añoraba. Quería pensarme manso y temerario a la vez, dispuesto a decir, a decir profusamente ante mis interlocutores (en este caso, los editores), ensoberbecido por las palabras y por las imágenes con las que quería expresar mi mundo.

Tanto es así que durante un mes, por ejemplo, un importante comercial de la 'Enciclopedia Británica' me estuvo telefoneando a casa para ver si efectivamente compraba ese depósito del saber por el que yo había manifestado tanto interés. Charlábamos durante minutos y minutos sobre aquel repertorio, sobre su calidad. Para que todo fuera creíble yo engolaba la voz y me hacía el mayor, pero sólo para demorar el no, el no puedo, el no puedo adquirir esa joya que usted me propone en cómodos plazos. Ya ven: mis relaciones con los libros fueron en principio y sobre todo con los editores o con sus mediadores: gentes animosas y anhelantes como yo. Sólo después he conocido a escritores, a autores. Sólo después yo mismo he visto cumplir mi sueño: publicar libros. Sin embargo, ahora que lo pienso, mi sueño no es ése.

En realidad, lo que siempre he deseado es seguir siendo lector. Han pasado casi cuarenta años, ya digo, tengo una profesión (soy historiador) y, más allá de mis autores favoritos, de mis libros más apreciados, tengo amigos y amigas con los que compartir dudas. Pero a la vez creo que sigo haciendo básicamente lo mismo: leer… Incluso cuando redacto, escribo aquello que me gustaría leer y que no lo he visto en los fondos de las editoriales.

Ustedes ya me van entendiendo.

 

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Colección Thyssen-Bornemisza.  Ferdinand Hodler, El lector c. 1885

Hay 1 Comentarios

Los más ignoran, probablemente, qué mundos nos vimos obligados a habitar quienes, empujados por circunstancias y razones que, con todo, no fueron tan nuestras en exclusiva, vivimos la adolescencia, y al menos los primeros años de universidad, la primera juventud, con la sensación de no compartir los mismos intereses de buena parte, o de la mayor, de los compañeros del viaje de entonces. También ignoran a qué punto esos mundos, en ocasiones abandonados por largas temporadas de apasionante vida real, de intereses más concretos y, en apariencia, más gratificantes y placenteros -por ejemplo, el amor, o la intensidad del estudio, que no dejaba hueco para casi nada más-, constituyeron para siempre nuestro mundo, el que más nos dio en todo sentido, el único del que no estamos dispuestos a abjurar, probablemente porque vendría a ser negarnos a nosotros mismos, o abandonar lo que nunca nos falló.
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Suerte, profesor, amigo.

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Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

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