Uno. Mientras espero la emisión del programa televisivo de Jordi Évole, Operación Palace, pongo en orden mis recuerdos sobre el intento de golpe de Estado del 23-F, aquellos prolegómenos que viví. Pongo en orden mis estados de ánimo y mis primeras impresiones. Les pido disculpas por hablar tanto y tan seguido de un episodio ya remoto.
Supongo que los más jóvenes me verán como un pesado cincuentón que exhuma batallitas de sus años mozos. O tal vez no. Quizá me vean como un tonto útil, uno de esos miles y miles de españoles que sentimos alivio cuando se nos dio un relato consolador de los hechos.
"Habéis vivido en el error, en la ceguera voluntaria", pueden reprocharnos. "Lo llaman democracia y no lo es", me espetarán. Yo no sería tan expeditivo ni tan tajante. Los hechos colectivos merecen tratamientos complejos, sofisticados: las autorías individuales raramente sirven para dar cuenta de lo sucedido.
Dos. Creo que el episodio del 23-F bien merece ser abordado, analizado y más sólidamente documentado. El 23-F fue un golpe de Estado, incluso varios golpes de Estado superpuestos, solapados, convergentes o divergentes. Pero aquella asonada fue también y sobre todo una suma de estados, de estados de ánimo: de la clase política, del Ejército, de rey, de la ciudadanía. Ya digo: espero el programa de Jordi Évole con mucho interés.
He vivido durante décadas con una sensación de un respiro. Ignoro si nos han mentido más de lo habitual, desconozco si hubo una conspiración de silencio. Ignoro igualmente si hubo numerosos o importantes implicados que quedaron impunes.
Leí Anatomía de un instante (2009), de Javier Cercas con pasión, con camaradería generacional. Cercas hablaba de Adolfo Suárez, de Santiago Carrillo, del General Gutiérrez Mellado con respeto y orgullo. Eran héroes de la retirada: gentes que en parte habían renunciado a sus ideas, a sus ideologías, para facilitar la transición a la democracia y para defenderla aquella noche aciaga del 23 de febrero de 1981.
Pero Cercas hablaba sobre todo de su padre. De la generación que apoyó a UCD y que sobrevivió a los cambios políticos con estupor. Eso sí: pagando pocos, muy pocos peajes. Mi padre era un calco del suyo, un hombre instalado que aceptó resignadamente el franquismo y que, después, se alegró de la instauración democrática. Sin mayores heroísmos. Así se lo dije a Javier Cercas y así leí Anatomía de un instante, como un ajuste cuentas colectivo y como la firma de una paz generacional.
Tres. Cuando pienso en el 23-F, sé que hubo unos detenidos, unos procesados y finalmente condenados. En 1982, yo seguía el Proceso de Campamento (que así se llamó) con mucho interés, con obsesión. Las crónicas de Martín Prieto en El País me dejaban sin aliento. Cada mañana, en el Servicio de Información exterior (Cuarta Sección) de la Capitanía de la IV Región Militar, repasaba los periódicos para saber detalles, pormenores, gestos o rumores de aquel juicio a los militares golpistas. Tenía la impresión de aquello era un acto de reparación, un acto de justicia poética.
En febrero de 1981, yo vivía en Valencia, tenía una novia formal de la que después me aparté y tenía un amigo con el compartía muchas horas de investigación y de dicha. Acabábamos la carrera y el hecho de husmear en los archivos nos parecía fascinante. Pero lo fascinante estaba a punto de pasar.
Cuatro. Es probable que haya escrito sobre esto en alguna otra ocasión. Desde luego lo he contado a quienes me son más cercanos. Ahora lo relataré con brevedad. El 23 de febrero de 1981 viví, como tantos otros españoles, un sobresalto. Eran las seis y pico de la tarde cuando el teniente coronel Antonio Tejero invadía el Congreso de los Diputados interrumpiendo una votación en curso.
Yo me enteré minutos antes de las 21 horas. Hasta ese momento viví ignorante de los hechos. ¿Dónde estaba? En la hemeroteca municipal de Valencia, en la plaza de Maguncia: justamente en las antípodas de mi casa.
Esa tarde, como otros días de aquel mes, mi amigo y yo habíamos ido a consultar prensa del siglo XIX. Empleo el plural porque como digo éramos dos las personas que frecuentábamos los archivos. Íbamos juntos, en amistosa compaña, y juntos hacíamos el trabajo. Llevábamos al menos dos meses visitando algunos de los centros documentales más importantes de la ciudad: el Archivo de la Real Sociedad Económica, el Municipal, la Hemeroteca. Estábamos empezando y aquello era una felicidad.
“Un legajo intacto es fácil de reconocer”, dice Arlette Farge en La atracción del archivo. “No por su aspecto (…), sino por esa forma específica de cubrirse con un polvo no volátil, que se niega a desaparecer al primer soplo, frío caparazón gris depositado por el tiempo”. Llevábamos dos meses desanudando legajos y abriendo cajas polvorientas o periódicos que amarilleaban.
Cinco. Aquella tarde del 23 de febrero estábamos consultando La Opinión y el Diario Mercantil, prensa valenciana de otra época, con asonadas: sabíamos la actualidad convulsa del Ochocientos mientras ignorábamos lo inmediato; sabíamos de los choques militares del siglo XIX, mientras desconocíamos qué no estaba pasando a finales del Novecientos, justo en ese mismo momento.
Los funcionarios de la hemeroteca, a los que veíamos con rostros de fastidio escuchando algún transistor, no nos dijeron nada. Simplemente a las 20 horas había que abandonar el recinto. Y eso hicimos: subimos al Simca 1000 con el que habíamos llegado hasta allí y emprendimos el camino de regreso.
Por supuesto nos encontramos una ciudad agitada, presurosa. Achacamos el gentío a la cercanía del 19 de marzo. Se aproximaban las fiestas –nos decíamos– y alguna presentación fallera ocasionaba aquel tráfico denso, prácticamente atascado. Por fin llegamos al primer destino. Dejé a mi compañero y me marché solo conduciendo el vehículo… Cuando ya eran casi las 20:30 llamé al timbre. Salió la que entonces era mi novia. “Han dado un golpe de Estado”, me dijo. “A las 9 empieza el toque de queda”, añadió.
Salí pitando. Prácticamente no tenía plazo: faltaban pocos minutos para que entrara en vigor el estado de excepción decretado por Jaime Milans del Bosch, capitán general de la III Región Militar. A las 20:50 entraba en mi domicilio. Los buenos españoles, decía Milans, no tienen nada que temer y ya saben lo que tienen que hacer, cuáles son sus obligaciones.
Lo escuche con asco, con impotencia. En la radio atronaba el locutor con una retórica castrense repitiendo una y otra vez aquel bando. Recuerdo lo primero que le dije a mi padre, con un cierto tono de reproche. Con rabia, con egoísmo: no hay derecho. Tenía la impresión de que me estaban fastidiando la juventud.
Tenía 21 años. Que yo sepa, no figuraba en ninguna lista negra: nada debía temer, en palabras de Milans. Sin embargo, yo disponía de una modesta biblioteca política, tenía clásicos del marxismo. Etcétera. Con aquel golpe todo lo negro y nauseabundo del pasado español se me caía encima... Las unidades militares, los tanques, las tanquetas y los nidos de ametralladoras (según supe después) ya estaban en las calles.
Hay 1 Comentarios
Aunque eres especialista en Contemporánea, yo tengo bastantes años que tú, profesor, y confieso que no sentí temor alguno ante aquella puesta en escena que fue el 23 F, me sonó a pantomima, a pesar de que bien pudo haber terminado como el rosario de la aurora, siendo este país como es, y siendo las circunstancias las que eran. Por aquel entonces, me ayudó a entender muchas cosas un gran amigo, hijo de ingeniero militar -culto y 'disidente', que terminó por colgar el uniforme: nada más paradójico que un intelectual uniformado, como señaló Arendt, refiriéndose a sus propios 'amigos', los que corrieron tras el führer- que se las sabía todas respecto al mundo militar, y no solo, a otras instituciones, de paso.
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Como fui percibiendo que la famosa transición no estaba siendo mucho más que el afianzamiento y la 'democratización' -una especie de actualización, pasando por quirófano-, de la última etapa del franquismo, en el que también viví sin miedo, supongo que gracias a la ingenuidad, la educación recibida y ciertas posibilidades de vivir de manera muy distinta a la de la mayoría de la población, bien consciente, en cambio, de su abyección, en especial la que logró la complicidad de sectores muy amplios de una sociedad inculta y carente de ética, y de la obscuridad reinante, insoportable.
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Entre muy poquitos más, hay alguien que contó todas estas 'historias', despojándolas de máscaras, tópicos e intereses, alguien a quien se ninguneó, intencionadamente, al punto de que la gente a la que preguntaba sobre el personaje, entre ellos mis propios alumnos, ni su nombre resultaba familiar; me refiero a Antonio García-Trevijano. Muchos de ellos recurrieron a youtube a revisar el programa de Balbín, La clave, los episodios en los que era protagonista, un montón de ellos. Y allí, pero no solo, constaron su lucidez, su rigor y su capacidad para hablar claro. Tiempos aquellos de La Clave y de Balbín...
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Gracias por hablar y por hacerme hablar de lo que ya no suelo; como diría Sancho, el horno no está para bollos. En todo caso, puedes jurar aquello de que, junto con factores sobrevenidos por sorpresa, y hasta cierto punto la sorpresa, de aquellos polvos, estos lodos de espanto. Esto sí que da miedo, y los miedos son varios y de muy distinta naturaleza.
Publicado por: Hanna | 24/02/2014 1:36:17