Uno. Perdonen mi lenguaje escatológico (inspirado remotamente en Mario Vargas Llosa), pero esto que padecemos en Valencia, en el País Valenciano, es una descomposición del cuerpo, del cuerpo social. Permítanme, primero, hacer historia y didactismo. Luego regresaré al lenguaje escatológico. Esto es casi el fin del mundo y encima es una mierda.
Dos. Desde antiguo, esta Comunidad, la Valenciana, ha emprendido todo tipo de actividades con ingenio y mucho olfato, oliendo, sí, el beneficio. Por ejemplo, la agricultura productiva, que tiene una larga tradición en esta tierra, es dominio bien explotado por los naturales.
Un momento clave de su expansión se dio en el siglo XIX gracias al guano que el negociante valenciano Francisco de Llano trajo del Perú. Admitámoslo: la caca del las aves era y es un producto de olor repugnante, un género de poco lustre, pero con su importación, los valencianos prosperaron vertiginosamente. O al menos prosperaron los cultivos que los valencianos explotaban en aquel tiempo.
Podría hablarse igualmente de la naranja, que pronto fue un producto de activa comercialización, también en el Ochocientos. Se pensaron y armaron expediciones comerciales para invadir o inundar los mercados foráneos. Fanecades y fanecades de naranjos hicieron de esta tierra el Jardín de las Hespérides, según cantaban con lirismo y exageración algunos vates. Todo perfume de azahar, todo esplendor. Pero sobre todo la naranja hizo del País Valenciano una tierra de gentes avispadas, despiertas, pioneras en la explotación de todo aquello que podía ser rentable. Nuevamente, el olfato…
La agroindustria, por ejemplo, es sólo una pequeña parte de la fabricación menor e intensiva que aquí se ha dado a lo largo del Novecientos. Producir, fabricar, elaborar, transformar. Casi un milagro de la inventiva valenciana. Casi un prodigio: así son las habilidades de los naturales.
Tres. Pasa el tiempo, pasa la vida, y viene el Papa a Valencia. Estamos en 2006. Los gobernantes del momento creen que podrán ser investidos, tocados, por el Santo Padre: creen que el mundo es suyo y que la bendición nos hará aún más ricos. Digo "nos hará" y he de frenarme o corregirme. Según lo que vamos sabiendo por las revelaciones policiales y judiciales, aquellos que esperaban lucrarse eran unos pocos. Al menos supuestamente.
Eran el gestor material de la visita, el factótum llamado de sobrenombre El Bigotes, y los cargos institucionales que tenían devoción por el Pontífice. Don Francisco Camps, don Juan Cotino y doña Rita Barberá estaban que saltaban de alegría: Valencia tenía un lugar en el mundo y también en el cielo. De hecho, estábamos tocando el cielo: la pompa y una bendición papal nos dejarían bien arreglados.
Tantos años de trabajar y trabajar, tanto años de cultivar naranjas, arroz, etcétera, tragándonos el mefítico olor del abono, y ahora era nuestra oportunidad: habían llegado Su Santidad y su beatífico perfume, y había llegado en olor de multitud, de la multitud católica, que huele mejor que la atea. Normalmente, los descreídos tenemos el alma muy sucia. ¿Por qué? Porque le tenemos pavor al agua: por eso no bautizamos a los vástagos.
El resultado de todo ello parecía prometedor. Pero… Un evento tan glorioso, en el que incluso se esperaba algún milagro (por qué no), se convirtió en un fracaso relativo: no hubo conversiones masivas, ni bautismos colectivos en las aguas del Turia, no hubo prodigios constatados, no hubo una Valencia rendida y al fin absolutamente religiosa. Y se convirtió también en un éxito económico para quienes supieron estar en el negocio. A Dios rogando y con el mazo dando (¿es así como se dice?).
Cuatro. Leo en El País un noticia sobre urinarios papales y mochilas confesionales. Vamos, que en 2006 hubo abundantes retretes y numerosas bolsitas de nylon vaticano. Las previsiones eran absolutamente desmesuradas. No hubo tantas meadas y los mochileros llevaban incluso varias por barba. En efecto, vino menos gente de la prevista y los que finalmente vinieron hacían un turismo de bocadillo y bote de refresco. Tal vez fue por la austeridad, tan justificada.
En un acto religioso no es de recibo entregarse a orgías, culinarias y de las otras. Lo normal es que no te desenfrenes con el apetito, con el apetito de la carne y de la gula, con la apetencia de oro, de dinero, de óbolos. Lo normal es que controles los esfínteres, que salgas meado y limpio de casa, que evites la pillería, que pidas perdón, que evites el delito. Incluso que ya hayas hecho de cuerpo.
Lo sé, me estoy haciendo un lío, pero si calculas 7.000 urinarios para atender a cerca de dos millones de peregrinos que no llegaron, entonces el lío, el auténtico lío, lo tiene otro: el que la cagó con sus previsiones y el que se llenó las alforjas, digo las mochilas, con el dinero sobrante.
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