Justo Serna y Anaclet Pons
Este libro es el último que, de momento, hemos escrito conjuntamente Anaclet Pons y yo. Estuvo obstaculizado por todo tipo de incidentes, de dolencias, de recaídas: muy propio para una época de morbosidad burguesa. Uno piensa en La montaña mágica'(1924), de Thomas Mann y se dice salvando las distancias: también nosotros éramos pacientes de esa época.
En este volumen nuestro, que les recomiendo vivamente y sin rubor, el Dr. Pons y yo mismo reconstruimos un mundo desaparecido, el mundo de ayer en Valencia: burgués, bienestante, distinguido. Exactamente antes de que la Gran Guerra acabara con esta estampa decimonónica. Exactamente antes de que la política de masas liquidara el orden respetable de las élites. Empezamos con 1909 --fecha de la Exposición Regional Valenciana y de la Semana Trágica de Barcelona-- y regresamos a un tiempo más apacible. O presuntamente más apacible.
No nos dedicamos a celebrar a los industriales o comerciantes o propietarios del Ochocientos. Lo que hacemos es examinar sus formas de vida y de relación, sus sentimientos --que a duras penas expresan en público y en privado--, sus expectativas. Examinamos igualmente sus muertes, las maneras de enterrarse, el luto, la arquitectura funeraria.
Nos dedicamos a estudiar los medios de transporte: el tren, por ejemplo. ¿Qué significó para nuestros ancestros el tendido ferroviario? ¿Acaso les resultaba familiar? Cuando el primer convoy ferroviario de Valencia al Grao atravesó tierras, bancales, los nativos quedaron debidamente impresionados. Una máquina humeante trastornaba el orden natural de las cosas, un monstruo de hierro decorado con banderolas. Eso dicen los cronistas.
¿Qué es lo que hacemos Anaclet y yo? ¿Es historia cultural? ¿Es microhistoria? Pues de ambas tiene trazas este libro. Sin duda. Emprendemos el análisis de una sociedad que no es la nuestra, con recursos que ya no están. Y completamos un estudio del vivir burgués y decoroso, del confort. Había bancos valencianos, industria local. Había ferrocarriles locales y había un deseo de prosperidad.
En la Valencia de aquel tiempo --con murallas que desaparecen, con miasmas en las calles, en el aire; con unas mejoras urbanas que son especulación y avance--, la vida es apacible y convulsa: la enfermedad y los contagios son frecuentes. Los valencianos remontan la herencia recibida y se desembarazan del patrimonio que condiciona. Impresiona ver la ruina del pasado, la destrucción de las tradiciones.
No hay reparos... Como siempre, pero con el suelo de tierra o con adoquines recién puestos... Con luz de gas o con agua corriente también instalada entre los burgueses distinguidos. Disfrutamos escribiendo este libro, detallando formas de vida ya desaparecidas. Nos conmocionó la muerte de aquellos antepasados, tan puntillosos con el luto, con el duelo, con el dolor familiar.
Pensemos una cosa: para escribir de la Valencia del siglo XIX hay que trasladarse a la localidad de aquella época. ¿Y cómo se hace eso? El documento siempre es algo indirecto, vicario: un medio para saber lo que nunca podrás ver o repetir; para saber algo de lo que ocurrió o algo de lo que pensaron, sintieron o fantasearon los antepasados. Obtienes informaciones, sí, pero siempre son insuficientes. La intimidad o la verdad no siempre se revelan, y lo general y lo colectivo no siempre se describen con nuestra perspectiva. Hemos de hacer un esfuerzo para captar lo que queda oculto, reservado, lo que no se detalla; y hemos de hacer un esfuerzo para averiguar de qué modo vivían lo público.
Las vidas de aquellos individuos se parecen a las nuestras. Se parecen lejanamente. Tenían familias, tenían casas, tenían coches. Padecían enfermedades, fallecían, enterraban a sus muertos. Paseaban y dedicaban horas al ocio, al dolce far niente. Y trabajaban: procuraban su beneficio y esperaban dejar patrimonios y bienes a sus herederos. Pero su modo de mirar era distinta; su manera de percibir las cosas era diferente. El mundo de ayer no es la sociedad de nuestros días: una perogrullada que hay que probar sobre el papel. Y creo, sinceramente, que lo demostramos en un relato que es colectivo. Pero con muchos detalles y pormenores: podemos decir que es también un ejercicio de microhistoria.
¿Quieren pasar una breve temporada en el siglo XIX? Tomen asiento, cierren la puerta de su habitación o estudio. Echen el cerrojo y echen un vistazo a este libro. Vivirán experiencias irrepetibles y, a la vez, parejas a lo que hoy padecemos.
http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/02/21/valencia/1329846821_505670.html
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