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Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

Eskup

The Beatles, 8 de febrero de 1964

Por: | 08 de febrero de 2014

Serna & Lillo Asociados

Cincuenta años de la invasión británica


Beatles0"...Hay cuatro fotografías de The Beatles tomadas por Bill Eppridge especialmente significativas. Datan de 1964 y recogen distintos momentos de la llegada del grupo a los Estados Unidos. Están a la venta en la Monroe Gallery of Photography. Todo lo que rodea al grupo aún es objeto de compraventa y sus precios suelen ser elevados, muy elevados. Un tesoro de carísima quincalla con aura.

Pero ese año, 1964, es un momento esencial de la Beatlemanía, esa afección y afición que por todas partes se extiende. Las instantáneas de Bill Eppridge podemos verlas, pero también podemos reconstruirlas mentalmente. En el fondo no son muy diferentes de las que por cientos, por miles, les hicieron en el momento de llegar a Nueva Yoyk.

En una de ellas distinguimos al grupo británico cuando ya ha descendido del avión y los muchachos se encuentran caminando por la terminal del John F. Kennedy. Van dispuestos a conceder su primera rueda de Beatles1prensa norteamericana. Como ya es habitual, caminan sonrientes, expectantes, ante el grandioso recibimiento que se les ha dispensado. Su actitud es de simpatía y asombro. Como único equipaje de mano llevan un bolsa de Pan Am.

La rueda de prensa será chispeante, multitudinaria, con una sabia y sencilla puesta en escena en la que dicen y no dicen. Bromean para ser corteses y para responder sin comprometerse.

En la siguiente imagen distinguimos a John Lennon. En la fotografía lo vemos solo en el Hotel Plaza. Permanece serio y oculto tras unas Beatles3gafas ahumadas, unas Wayfarer. Los lentes oscuros le dan un aspecto interesante, casi enigmático, pero quizá en esa pose hay algo más banal: Lennon tiene problemas de vista que él ha ocultado durante años para no ser el gafotas del rock. Es probable que esté agotado tras el viaje intercontinental, por lo que sus ojos irritados precisen un descanso. En la última instantánea vemos a Lennon nuevamente solo en el ferrocarril que les lleva de Nueva York a Washington. Se disponen a dar su segunda gran actuación y los éxitos son tumultuosos.

La fotografía recoge un momento de aislamiento, de Beatles4recogimiento. Eso sí: con la actitud retadora que Lennon gasta, una actitud que le sale del alma, exactamente del alma. Él es un muchacho angustiado, rabioso, que arrastra un dolor, una carencia emocional: siendo chico fue abandonado por sus padres en brazos de su tía Mimí. Las relaciones serán tortuosas y los contactos ulteriores con la madre no llegaran a cerrar esa herida. Al menos eso es lo que de momento se sabe.

¿Su rabia la convierte en energía creativa? En la fotografía de Eppridge, Lennon mira por la ventanilla, fuma y permanece sentado de una manera informal, quizá excesiva y hasta rebelde: con los pies apoyados en la ventana. Ignoramos qué les espera, algo a la vez rutinario (el éxito, las muchedumbres, etcétera) e imprevisible: la pesadísima carga y los efectos que el triunfo provoca.

En 1964, las vidas de los cuatro Beatles se han convertido en un viaje trepidante, en un frenesí sin descanso. Suena cursi, ¿verdad? Trepidante, frenesí: las palabras no dan cuenta de las cosas y lo que estos muchachos disfrutan o padecen es casi inefable. George Harrison suele ser el taciturno del grupo; Ringo, siempre chistoso, parece aprovechar los dones de la popularidad; Paul, con su cara de buen chico, da siempre la mejor impresión.

¿Y John? No sabe qué espera. Viven rodeados de grouppies, de chicas que se les entregan, de placeres terrenales. Es un oneroso lastre muy bien llevado: siempre sonríen al público, siempre bromean, visten limpios, se les ve guapos y se sienten recompensados. Empezaron en Liverpool, luego tocaron en Hamburgo y luego su fama ya fue creciendo gracias a su buen hacer, a su inventiva y a sus asesores. Lo mejor estaba por llegar. Y lo peor..."

Serna & Lillo Asociados, Young Americans. La cultura del rock (1951-1965). Madrid, Punto de Vista Editores, 2014 (en prensa).

Anatomía del monstruo

Por: | 05 de febrero de 2014

DraculayFrankenstein

Anatomía del monstruo

Por Serna & Lillo Asociados

Uno. Dos amigos e historiadores, Justo Serna y Alejandro Lillo, se ponen manos a la obra. Escriben Young Americans (un libro que pronto aparecerá en Punto de Vista Editores). Confraternizan y hablan de sus querencias y sus mitos, de la música y otros productos culturales: los jóvenes, aquellas criaturas que se rebelaron, rompiendo con lo establecido. La juventud… La estamos perdiendo, la estamos perdiendo.

Pero ambos historiadores también tienen sus querencias más góticas, de estética más rancia. Son otros productos culturales del pasado, otros seres menos atractivos a los que exhumar. Son muertos vivientes o vivos recientes, tipo repulsivos, odiosos: sin belleza, sin afeites, sin tupés, sin cazadoras, sin jeans. Son también criaturas, como los jovencitos, pero de otra naturaleza.

Son seres de la noche y del horror, como reza el tópico. Tienen otra compostura, otra hechura, otros propósitos. ¿Son bichos? Se lamentan del tiempo que les ha tocado vivir; se lamentan de la ingratitud y del género humano; se lamentan de su suerte. ¿A quiénes nos referimos? Al monstruo de Frankenstein y al Conde Drácula.

Uno nace a la vida, a la literatura, en 1818; el otro en 1897, acabando el Ochocientos. Pertenecen ambos a la tradición británica, tan rica en relatos góticos y pavorosos. Ciertamente, esos seres repugnantes nos meten miedo. Nos acobardan con sus malas intenciones. ¿Qué es lo que quieren? En principio, lo que quieren es vivir, sobrevivir y no malvivir como es el caso de ambos. Y algo más...

Uno está mal hecho, es más feo que Picio y tiene un comportamiento impulsivo. Como si fuera un niño. De hecho es un recién nacido, un vivo reciente. Nos referimos al monstruo de Frankenstein. Al estar compuesto de restos de cadáveres que sella Victor, adivinamos el tufo que desprende, ese olor mefítico que notifica su presencia corrompida.

El otro padece una eternidad culpable, una lividez mortuoria y tiene por hábito chupar sangre. ¿Con qué objeto? La sangre le sirve para mantener su triste existencia de siglos, una vejez preternatural y extrema que en principio no se le nota. Nos referimos al Conde Drácula.

No se lo creen, ¿verdad? Piensan que esto sólo es una estratagema publicitaria de Anatomía de la Historia, ¿no es cierto? Creen que no hay nada más que añadir sobre estos monstruos. Repasen lo que ustedes saben de Frankenstein (1818) y de Drácula (1897). O lo que creen saber. Aquí no andamos a medias. Las criaturas vuelven a Serna & Lillo Asociados.

Antes de que regresen con los jóvenes estadounidenses del rock y de la América colorista de los 50 (Young Americans), los autores e historiadores que suscriben avanzan sus reflexiones sobre otros seres: otras criaturas menos inocentes. De miedo: nos lo vamos a pasar de miedo (si aguantamos la presión).


Dos. Anatomía de la Historia ha tenido la gentileza de publicarnos sendos artículos que tratan sobre estos monstruos, sobre estos seres venidos de otro mundo o de otro tiempo, pero que han campado a sus anchas por nuestro imaginario.

¿Qué tienen estos entes que nos resultan tan fascinantes? Desde niños nos educan para creer que somos quienes somos, sabedores de nuestra identidad y dueños de nosotros mismos, de nuestra fisonomía. Afectamos gestos, ademanes, modos y maneras de presentarnos en público, justamente porque siempre habrá quien nos mire y nos escuche prestando atención al relato personal.

Seriamente preocupados por las apariencias, escrupulosos con el aspecto que tenemos, vigilamos nuestro yo y la precisa imagen que lo expresa. Sin embargo, la evidencia de la identidad, tan actual, tan propia de los tiempos modernos, ni es obvia ni es universal ni es para siempre.

Esa disolución del yo y esa confusión entre partes incompatibles se viven dolorosamente por los monstruos, y el daño que los lacera es mayor porque no hay escritura o palabras que suturen o cautericen. Se viven como monstruosos no sólo por su aspecto fiero, tan temible, o por su desaliño indumentario, que pregona lo peor, o por su personalidad troceada.

Se sienten como tales por carecer de una escritura propia con la que relatarse a sí mismos o por no contar con alguien amistoso a quien confesarse. Las memorias o la autobiografía o la revelación ante un interlocutor retienen la identidad varia dando asiento a lo que originariamente es simultáneo e incongruente.

La escritura, la voz confesional, es así una suerte de operación ficticia y apaciguadora. Nos repara, da argamasa a lo disperso y fija lo que pudo ser monstruosamente distinto. Son las palabras propias o ajenas aquello con lo que revestimos esa identidad siempre fracturada y dividida que es la nuestra, el orden verbal que nos permite representarnos sellando partes y cachitos del yo.

Pasen y vean. Pasen y lean. Están todos invitados a participar.

Frankenstein:
http://anatomiadelahistoria.com/2013/12/el-espejo-de-frankenstein/

Drácula:
http://anatomiadelahistoria.com/2014/02/dracula-ante-la-historia/

La angustia, dos o tres cosas que sabemos de ella


Por Serna & Lillo Asociados


EscaleraMiren esa escalera. Aunque ustedes no las vean, hay un par de personas leyendo en la terraza anexa. Probablemente historias de terror. Es verano, están de vacaciones y, sin saber por qué, se torturan con relatos de miedo. La casa está iluminada, pero al frente tienen una oscuridad profunda, como boca de lobo. Uno de los lectores está repasando Frankenstein y Drácula.

Frankenstein y Drácula, los personajes, tienen muchos elementos en común. Quizá el más importante sea la fascinación que estas dos criaturas ejercen sobre pensadores, escritores, críticos literarios y cineastas, por no hablar del impacto que siguen causando entre el público en general.

Disculpen lo obvio, pero si Frankenstein (publicada en 1818) y Drácula (aparecida en 1897) son novelas que siguen vivas en la actualidad, que siguen generando interés, será porque hay algo en ellas que continúa vigente. Tienen, como decía Isabel Burdiel, una potencia mítica que no decae. Tienen halo, tienen aura.

Los clásicos no son transparentes. Exigen de nosotros intervención e interpretación. Y generaciones sucesivas se esfuerzan por aclararlos, por liquidar su enigma. Pero no hay enigma que se resuelva de una vez para siempre.

Creemos que los relatos de fantasmas que arrastran sus cadenas por castillos tenebrosos son algo anacrónico, que tuvieron éxito en un período histórico concreto. Creemos hoy conmueven a pocas personas. No es exactamente así. Los fantasmas, los lienzos, las cadenas, el dolor inextinguible aún perturban a los seres más refinados.

Los relatos de M. R. James (Siruela, 1988) son exquisitos: atentan contra los sentidos y especialmente contra el sentido común. Los Cuentos únicos, de Javier Marías (también en Siruela, 1989), son una prueba palpable del amor que aún profesamos a esos desgraciados, a esos seres espectrales que nos persiguen o ayudan: incluso nos auxilian.

Carlota Fainberg (Alfaguara, 1999), de Antonio Muñoz Molina, es una sofisticada historia de fantasmas. Transcurre en nuestro tiempo: lo mismo ocurre con otros relatos de dicho autor. No decaen los espectros. Al contrario, parece que el mundo contemporáneo se nos llena de fantasmas y fantasmones..., de presencias de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Y no es una metáfora.

Ahora bien, no hay ningún espectro que haya logrado la celebridad de este par de monstruos de los que venimos hablando. Ni siquiera el fantasma de Canterville ha sobrevivido con tanto vigor como sus cofrades de las tinieblas.

Comparados con la pasión que despiertan estos dos monstruos en la actualidad, los espectros sólo llevan una vida digna, sin grandes aspavientos. En cambio, las fabulaciones de Bram Stoker y de Mary W. Shelley continúan inquietando con fuerza, causando polémicas populares e intelectuales y, en fin, dando que hablar.

Y de ellos, de ese par de figuras espectrales, hablamos en Anatomía de la Historia. Son seres ansiosos, que padecen alguna dolencia anímica, que soportan una existencia angustiosa. La edad, el repudio social, el aislamiento, la nocturnidad, la soledad, la falta de compasión, la fatalidad de un destino mortal. En Drácula hay un fatum y en Frankenstein hay un abandono. ¿Por qué viven o malviven con ese pesadumbre?

No dejen de visitar estos enlaces. Atrévanse a subir, a hacer click.

Más allá hay monstruos.

Frankenstein:
http://anatomiadelahistoria.com/2013/12/el-espejo-de-frankenstein/

Drácula:
http://anatomiadelahistoria.com/2014/02/dracula-ante-la-historia/



Indiana Jones según Alejandro Lillo

Por: | 01 de febrero de 2014

Uno. La aventura es un reclamo para muchos de nosotros. Incluso aunque estemos mayores, con algún achaque, con el porvenir resuelto o incierto, el viaje es imprescindible. Nos oxigena, nos libera de las ataduras cotidianas. O eso creemos.

Indiana Jones es un profesor universitario de mediana edad, varonil y elegante, impecablemente vestido como un modoso docente que atiende en sus clases e imparte lecciones de arqueología. Ya lo sabemos los espectadores: ante grandes retos arqueológicos, Indy siempre deja la rutina para emprender una aventura. IndySe cambia la indumentaria y la actitud. Ahí lo tenemos: pantalón amplios de lanilla, camisa de Safari, cazadora de cuero, sombrero Fedora, látigo y revólver, aparte de un zurrón. Ahí, en esa bolsa, caben todas las pertenencias que necesita.

Alejandro Lillo ha escrito para la revista The Cult un artículo sobre los orígenes literarios de este personaje cinematográfico. Concretamente, el autor se extiende en la relación de Las minas del Rey Salomón, de Henry Ridder Haggard, con el personaje de Stephen Spielberg y George Lucas. Excelente incursión, la de Alejandro Lillo.

Con su dominio escrito y con imaginación bien nutrida, mi colega nos desvela muchas claves que creíamos saber. Sin embargo, su análisis es más sutil. Por otra parte, nos muestra en qué consiste la historia cultural. Y nos muestra también los rendimientos de la coolTure. Les invito a que lo lean con cuidado. The Cult se anota un tanto.

http://www.thecult.es/cine-clasico/indiana-jones-y-las-minas-del-rey-salomon.html

Dos. Lo que ahora escribo es mi idea de Indiana Jones, escuetamente expresada, una idea antigua sobre la que he rumiado una y otra vez. Lo que ahora escribo también se lo debo a lo que Lillo fórmula, pero eso sí: me aparto también de su concepción.

Necesitamos la rutina, el principio de realidad dictaminado por Sigmund Freud, pero la existencia fija y acomodada y previsible acaba pronto por agostarnos. ¿Qué podemos oponer al tedio? Hubo un tiempo en que grandes partes del globo permanecían inexploradas: eran incógnita y enigma, la cifra misma de lo desconocido. El otoño de ese período fue el largo siglo XIX, cuando el reparto colonial del mundo era ya prácticamente definitivo.

Fue también en el Ochocientos cuando floreció un género narrativo ya antiguo, pero que por entonces prolongaba y daba sentido a las peripecias de los colonizadores, de los exploradores, de los traficantes, de los misioneros y de los cazadores de fieras. Me refiero, claro, a las novelas de aventuras, relatos viajeros, protagonizados siempre por animosos caballeros que se aplebeyaban en el trance.

Cargando con toda clase de atavíos y valiéndose de silenciosos secundarios (porteadores, etcétera), individuos avanzaban dominados por una idea fija, obcecados por la meta que los guía: un rescate, una pieza valiosísima o un logro científico. Afrontaban riesgos, amenazas, y se oponían a los peligrosos villanos que los acechaban, aunque principalmente se sobreponían a unas aprensiones propias de caballeros victorianos.

De aquellas aventuras temerarias nos han quedado un puñado de deliciosas novelas, excitantes, entretenidas, grandiosas novelas que nunca han formado parte del canon ni tampoco de la exaltación evocadora de los columnistas más refinados, esos que hacen pirotecnia literaria cuando escasean las ideas: soberbias narraciones en que lo excepcional, lo inaudito y lo ignoto son alivio del otoño, de la rutina y de la molicie en la metrópoli.

Hoy, cuando la existencia en las grandes ciudades sigue siendo frecuentemente tediosa, añoramos aquellos viejos, aquellos buenos tiempos que se perdieron con el advenimiento del siglo XX. Los periplos actuales, tan cuidadosamente preparados, tan exquisitamente ideados, sólo son un lejano remedo del grand tour burgués o un pálido reflejo de los viajes interoceánicos, de las travesías arriesgadas en que se aventuraban los victorianos eminentes, y suelen discurrir para nuestro descargo por itinerarios previstos.

Echamos en falta, sin embargo, esa aventura física, esas geografías indómitas e insólitas, pero sobre todo deploramos que se pierda la principal lección moral que se desprende de aquellas narraciones: el coraje de quien se aplebeya enfrentando el miedo, el viaje como formación y temple del espíritu, como experiencia que curte el alma para el otoño de la vida, que tonifica la voluntad muelle, que nos obliga a mostrar humor, trato solidario y audacia frente a las penalidades y la muerte.

Jóvenes que fueron tímidos y taciturnos burgueses --semejantes a Indiana Jones--acababan sobreponiéndose, arrostrando peligros, dando pruebas de generosidad, de eficacia e inteligencia, demostrando músculo, nervio, olfato y camaradería. Sí, ya sé que son relatos políticamente incorrectos, que siempre están protagonizados por varones y que sus virtudes se tienen por viriles y occidentales. Examinemos esto último. Lo varonil en Indiana Jones, aspecto esté sobre el que Alejandro Lillo no se extiende.

 

Tres. A Indy lo visten de determinada manera. Sobresalen dos instrumentos. El sombrero y el látigo. Ambas piezas son valores masculinos tradicionales, una afirmación del macho que se pierde, que se desvanece en un presente femenino y gay. Evidentemente, tras los sesenta, tras el feminismo y el Gay Power, esa reivindicación de lo masculino sólo puede hacerse mediante el humor, cosa que abunda en la serie de Indiana Jones.

No se trata de burlarse del héroe varonil, del macho valiente, sino de otra cosa: se trata de que el sujeto masculino se afirme y a la vez se disculpe simpática y nostálgicamente. La figura de Indy es una reivindicación melancólica de la masculinidad, de cierta masculinidad perdida. De hecho, cuando vemos en la primera película a Marion, aquella dama que competía bebiendo destilados sin parar, sabemos que hay una cuestión amorosa irresuelta...

Por otra parte, el látigo y el sombrero son también 'objetos transicionales'. La expresión es psicoanalítica y feísima. ¿A qué se refiere? Un objeto transicional es un artículo generalmente blanco que recuerda a la madre, su protección. Es una defensa contra lo depresivo, algo muy primario, infantil e infalible, algo blando --ya digo-- que cubre y protege (sombrero) o algo evidentemente fálico y flexible (látigo).

Dice D. W. Winnicott en Juego y realidad que lo transicional puede convertirse en un objeto fetiche en la vida adulta. Así vive Indy cuando deja de ser profesor. El arqueólogo Indiana Jones jamás se desprende de su sombrero Fedora: arriesga la vida por recuperarlo si lo ha perdido o se le ha caído.

Con el látigo recupera a la muchacha de El templo maldito, Willie: la enrolla cuando ella creía escapar para atraerla hacia sí, hacía el varón. Y el revólver, inevitablemente fálico, sirve para disparar y acabar con el enemigo y sus artes bélicas tradicionales, en el fondo débil, ingenuo, premoderno.

Como ven, todo en Indy es políticamente incorrecto, infantil, fálico. Pero todo está teñido por el humor, por el guiño, por la confraternización. El héroe se cansa, va envejeciendo... ¿Y nosotros? Pues nosotros con él.

El País

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