No voy a relatar aquí los antecedentes que relacionan a Pío Baroja con el periodismo. Sus opiniones sobre el particular no dependen única o principalmente del linaje, de la familia de impresores y reporteros que en varias generaciones cultivaron estos oficios.
Por supuesto, Baroja aprendió del padre, del algún tío, del abuelo... El padre, Serafín, fue un hombre admirable y asfixiante: sobre todo, por la variedad de sus oficios y registros, por sus capacidades e iniciativas, algunas fracasadas, pero siempre reveladoras de un carácter. En fin, un tipo importante en el ramo de la letra impresa.
Pío Baroja tuvo que hacer frente a un padre así y tuvo que forjarse su propia forma de ser. La relación con los periódicos fue un hecho fundamental en su vida. Así, el escritor donostiarra se hizo una idea de la prensa al tener tratos con los periodistas de su tiempo, de su propio tiempo, a principios del siglo XX. Se vio obligado a publicar en diarios y eso le hizo ver lo que él no quería ser.
Puntualicemos. Baroja tuvo una relación inevitable y conflictiva con la prensa, con los periodistas. Por una parte, inevitable..., porque Baroja publicaba en los diarios, preferentemente "cuentecitos", como él dijo en alguna ocasión, y también novelas, en forma de folletín: es decir, por entregas.
Pero Pío también sentía un íntimo y un olímpico desprecio por el periodismo: en realidad, para él, sólo mala literatura o literatura que no era tal. ¿Por qué razón? Porque el periodista atiende a la masa y en ese caso quien escribe se rinde a las exigencias del público. En cambio, en el libro, en la novela que idea un individuo, son los lectores quienes deben hacer el esfuerzo de acercarse a la obra. En la prensa, el periodista no puede ser protagonista, ni endiosarse ni hacerse la víctima. En el periódico, el reportero no es nadie, sólo transmisor, eso sí: con los ojos bien abiertos, con el olfato despierto.
En el arte, en la literatura, el escritor se vale de sí mismo y de sus experiencias buenas o malas. ¿Para hacer qué cosa? Para crear un mundo de ficción e incluso para involucrarse él mismo en la invención, en la intervención. Pero no ha de quedarse en él, en su interior. Ha de servirse también del exterior, ha de mirar atentamente lo que sucede a su lado o lejos, para después alterarlo, imaginando también lo que no ha ocurrido.
El resultado es la ficción que tiene elementos reales y que el público disfruta. ¿Acaso miente el creador? En absoluto, podemos decir con Baroja. Lo que hace es rehacer, remodelar, reinventar para solaz de sus destinatarios. Ellos sospechan que no es cierto, sospechan que hay algo de cierto en lo que se les cuenta y sospechan que los efectos de una obra literaria y de un diagnóstico médico son completamente distintos.
Al galeno no hay que pedirle imaginación, pero sí hay que exigirle que esté ojo avizor para no equivocar síntomas y diagnósticos. Baroja será médico y sabía de lo que hablaba. Abran bien los ojos: ésa podía ser la recomendación dada al facultativo y al periodista. No se dejen sorprender por lo aparente, exploren bien, palpen, ausculten. Si hacen un pésimo diagnóstico de la realidad, luego no se quejen. Esos preceptos de galeno son, sin duda, recomendaciones imprescindibles para ejercer de periodista. Y son recomendaciones de alguien que siempre quiso asumir su responsabilidad sin cargársela al adversario o al mal tiempo.
Baroja, que se sabía ducho escritor, que se reconocía cascarrabias, que se quería individuo, que se enorgullecía de mirar bien su entorno, soportaba muy mal los vicios de los indolentes, de los torpes y repudiaba los gremialismos de los perezosos. Aguantaba peor la invocación colectivista. Volvemos otra vez al escritor y a su público...
Un periodista no suele hablar en nombre propio (es decir, carece de un yo libre), indicaba Baroja. Por ello siempre lo hace amparándose en el medio que lo cobija. Por eso, sus errores o vejaciones, sus faltas deontológicas, sus deslices o traspiés no serán tomados en cuenta si no dañan al periódico. Es más, una manipulación de la realidad tiene la colaboración necesaria del diario: siempre, eso sí, que tal cosa haga aumentar la tirada.
Con gentes de esta calaña --venales, malamente preparadas, holgazanas-- Baroja no quería tener trato y así solía despreciar a unos plumillas en los que veía escasa o nula formación, pocos escrúpulos y frecuentemente chantajistas. Literalmente decía: "Debíamos pensar en suprimir toda esa cáfila de periodistas hambrientos y ambiciosos que hablan en nombre de la libertad y que, a espaldas del público, viven del chantaje y de los manejos más viles...", leemos en El tablado de Arlequín (1904).
Su idea de la prensa era ciertamente negativa, catastrófica. Se basaba en experiencias personales, en choques o roces particulares y se basaba también en el estado general del periodismo de su tiempo. Los fondos de reptiles, los falseamientos voluntarios e involuntarios de los reporteros y la penosa vida de muchos de ellos les llevaban a equivocarse con los hechos, a confundir las vicisitudes, a conjeturar indebidamente y a empecinarse. Baroja no confiaba en individuos totalmente sujetos, subordinados, supeditados a los intereses del rotativo y, por tanto, carentes de libertad de expresión y de juicio.
Para Baroja, el periodista era una suerte de siervo herido que volcaba su rencor en todo aquel que pudiera contradecirle. "En el periodista muchas veces hay el contraste de su vida mediocre, hundida en la miseria, con su apostolado, que considera importantísimo", dirá Baroja en Aquí París (1955). Baroja desconfiaba de los apostolados, de las misiones, de las grandes palabras. Prefería, por el contrario, atenerse a la realidad y prefería cultivar su habilidad para moldearla, cambiarla, para inventar lo que no está escrito, lo que no está dicho o lo que no está dado.
Y no quejarse, no quejarse real o fantasiosamente del daño que infligen los demás. En este punto como en tantos otros el escritor era un fiel discípulo de Friedrich Nietzsche. El rencor y el odio de quienes trabajan mal, con falta de tiempo o a destiempo, son una peste que se contagia, admitía Baroja de los malos periodistas. No miran, no miran bien, se desentienden de las pruebas numerosas que todo observador debe contemplar. ¿El resultado? Gacetillas precipitada y pésimamente escritas y --lo que era peor para Baroja-- un desprecio de la realidad y sus dobleces, una ignorancia de lo que ocurre, un desconocimiento de la historia y de la capacidad humana para imaginarla de otro modo.
Pero Baroja aún arremetía contra el periodismo por otra razón. Por servilismo o venalidad. En vez de presentarse como defensores de los ultrajados o como guardianes de la verdad, los reporteros sólo protegen sus propios intereses. "Sé que si mañana me encuentro vejado por una enorme injusticia no he encontrar Prensa que me defienda, a no ser que tenga amistades con periodistas o vaya a señalar algo que el exponerlo sea beneficioso para los intereses del periódico", dirá otra vez en El tablado de Arlequín.
Su pesimismo, remotamente inspirado en Arthur Schopenhauser, y un dictamen tan catastrófico no tenemos por qué aceptarlos hoy. O sí. En todo caso, Baroja nos ayuda a imaginar otro mundo posible, otra realidad menos rastrera, menos vulgar o plebeya, con hombres de acción que actúan movidos por nobles fines y no por mezquindades. Y mezquindad hubo mucha en un periodismo servil que conoció tan bien. De ahí que leer y escribir novelas, cultivar la ficción, oponer lo imaginado a lo ordinario, fueran para él lenitivos, saludables tónicos que le hacían apartarse de ese mal inevitable: el periodismo...
[Este texto que aquí reproduzco es una parte mínima de un capítulo más extenso ya redactado. Pertenece a un libro que estoy escribiendo y que espero acabar pronto y con bien. Traigo aquí estas líneas porque las creo de plena actualidad. Agradezco a Francisco Fuster y a Pío Caro-Baroja sus amabilidades].