Hoy en día, quien escribe aforismos es alguien perplejo, voluntarioso observador que mira, lee, escucha y anota. Y eso que anota refleja su estupor, su perplejidad.
Por ello no suele emplear expresiones apodícticas, con la contundencia expeditiva y terminante de quien tiene la solución y de quien está convencido de la verdad de lo que defiende. No dicta reglas, no establece normas.
El aforista es ahora ese observador que hace equilibrios para no darse el tortazo, para no caer en el lado obvio de las cosas. Su voluntad suele ser paradójica: tras lo evidente hay una lógica invertida.
El aforista sabe que no hay nada que él pueda terminar: de ahí la brevedad de sus enunciados. Habla con tiento, con dudas incluso, resignándose a un diagnóstico provisional, sabiendo que el cuadro que nos presenta sólo es un fragmento de realidad, una porción escasísima del vasto mundo que enfrenta.
No significa esto que no tenga ideas o convicciones ni que se apee de sus principios, significa sólo que el aforista no cuenta con todos los recursos, no es un científico ni un creyente.
Únicamente es alguien que de manera inquisitiva mira las urgencias del presente o las tradiciones que nos llegan. No puede demorarse en espera de mayores informaciones. Por eso, precisamente, las mejores muestras del aforismo nos son muy útiles: son como iluminaciones para quienes vivimos la ceguera de lo obvio.
Ahora bien, el aforismo forma parte de los géneros literarios, es decir, responde a unas convenciones compositivas y a unas retóricas seculares que se respetan para fines también estéticos. Lo estético no es el disfraz que recubre el enunciado o la sentencia, no es el atavío que tapa la idea o la falta de ideas.
La meta estética es o forma parte del saber que se persigue. El autor no ignora que arroja su texto a un universo de palabras, a un dominio vastísimo en donde balas y balas de papel se amontonan y caducan, en donde un aforismo desaloja al anterior o en donde una sentencia desaparece sepultada por la siguiente.
La buena prosa es un reclamo, qué duda cabe, para despertar y para deleitar a ese público aturdido por la ansiedad de la información, esos lectores que necesitan la brevedad y el silencio que queda tras un aforismo paradójico que contraría lo que creíamos saber.
La forma es el fondo, pero el buen aforista no cultiva prosas relamidas, enfáticamente literarias, llena de destellos y de metáforas, de resonancias esforzadamente poéticas. El buen aforista comprime, abrevia y comunica, reduce el mundo a unas pocas y exactas palabras, un minucioso cuadro verbal, sin ganga ni pirotecnia.
Los mejores aforistas hacen uso de materiales ajenos, de recursos ya empleados, de una tradición popular, de una erudición y de una cultura que otros crearon para designar las cosas. El aforista sería así una especie de bricoleur, un manitas que emplea restos y cachivaches que tuvieron una función y que ahora se vuelven a utilizar para fines nuevos.
El autor que cultiva una buena prosa, la prosa ajustada y exacta que usa para despertar la atención del lector, para designar con sentido las cosas, se vale también de préstamos de la cultura (ancla o trampolín) y hurga como un ladrón profanando los restos de un patrimonio milenario.
No se trata de mostrar lo cultivado que es dicho autor ni se trata de apabullar a un ignorante lector que se deja intimidar o impresionar fácilmente. De lo que de verdad se trata es de hacer un uso productivo de una herencia, de invertir bien esos caudales que hemos recibido de nuestros mayores y que no son sólo joyas o abalorios. De lo que de verdad se trata es de hacer ver que la cultura es recurso que la cultura es útil y práctica: sus bienes no son o forman parte de un museo anacrónico en el que cada pieza tendría un significado de una vez para siempre.
La originalidad no tiene por qué ser la invención esforzadamente ingeniosa, la chispa obstinadamente llamativa, la ocurrencia que se basta sola. Los buenos creadores se saben herederos de la historia cultural que los precede, de ese sedimento de siglos; se saben epígonos aupados a las espaldas de sus antepasados y recitadores de palabras ajenas.
La consciencia de este hecho no les impide esforzarse, intentar algo nuevo, porque lo que tratan, los problemas que enfrentan, la inserción de su yo en el mundo, sí que son nuevos y no pueden encararlos perezosamente. Admitir eso es una modestia que habla bien de los autores, porque reconocen sus deudas y celebran a quienes les ayudan a entender la realidad y a designarla.
Por otro lado, cuando el aforista reproduce una cita culta, además de homenajear (o de profanar, incluso) a quienes les precedieron en la vasta tarea de nombrar el mundo, interpelan también al lector, a un destinatario al que suponen leído y cultivado, capaz de detectar esas referencias y esos monumentos de la tradición. No se trata de que el público deba haber leído todas esas obras a las que se aluden; se trata de que ese destinatario capte el recurso, de que no se contente con la ignorancia arrogante.
Si es así, el procedimiento de la cita culta eleva al lector, tratado por el aforista con inteligencia y con respeto. Los buenos autores no hacen exhibición impúdica de esa cultura que atesoran para deslumbrar al indefenso público que asistiría impávido al espectáculo de su pedantería. Lo que hacen es tratarlo como a un igual dándole unos recursos que no son arcanos, sino herencia común que mutuamente nos podemos prestar.
He leído últimamente a Ramón Eder y a Andrés Neuman. Del primero, Relámpagos (2013, Cuadernos del Vigía); del segundo El equilibrista, una reedición (2014, Acantilado) cuya aparición original data de 2005.
Ramón Eder se vale insistentemente del humor, del efecto parodia, de la causticidad de la frase obvia vuelta del revés. Su obra es un saludable tónico: unos sorbitos, unos aforismos, en tiempos de desazón y su prosa nos despierta de la modorra en la que vivimos. Ataca nuestra pereza intelectual, el simple acomodo de quienes se conforman con la tradición o con lo nuevo, con lo heredado o con la revolución que ya, que ya está.
Para el Andrés Neuman de El equilibrista, lo humorístico no es prioritario. Él es ciertamente un moralista que nos interpela con paradoja. No hace falta esbozar una sonrisa. La inversión de lo obvio te hace pensar. Neuman no es un fanático (tampoco Eder), no es un seguidor acérrimo de líderes políticos o espirituales que prometen cambiarlo todo. Sabe mucho de la naturaleza humana, del sano escepticismo que conviene mantener y espera lanzar sus dardos como juego y acicate. No se deja impresionar por los cantos de sirena. En estos tiempos no es mal ejemplo.
Me gusta la imagen de El equilibrista. Mantener el equilibrio no es permanecer al margen o guardar la equidistancia ideológica. Parafraseo a Neuman: el equilibrista teme la caída, pero aspira a lo a más alto. ¿Para qué? Para divisar mejor. Aspira a la altura que la chata evidencia de las cosas no nos deja ver. Lo mismo, lo mismito que Ramón Eder.
¿Y esto para qué sirve? Sirve para mejorarnos. Felices descubrimientos en tiempos de cháchara política, excesos periodísticos y locuacidades de baratillo.
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