Uno. Los amigos allí reunidos dedicamos unos minutos a charlar sobre Ocho apellidos vascos (2014), la película taquillera del cine español, el éxito imprevisto. Multitudes de espectadores han ido a verla y no parece que el fenómeno decaiga. Una buena parte del éxito se debe, sin duda, al gracejo y donaire de Dani Rovira, Er Rovi, según leí en El País Semanal.
Los cuatro amigos estábamos asombrados. La actitud era de estupor, casi. No nos explicábamos este suceso cinematográfico y confirmábamos una y otra vez que la película es un atadijo de tópicos, que el film es un repertorio de estereotipos: que mucha gente, el público municipal y espeso, se ríe con caca, culo, pedo y pis.
Con la excusa de burlarse de los lugares comunes, Emilio Martínez-Lázaro había dirigido una historia absolutamente convencional y previsible: ¿lejanamente inspirada en qué? Por supuesto no en la mejor comedia de Luis García Berlanga, aunque tal vez sí en la peor. Alguno de nosotros apuntó Bienvenidos al Norte, como la referencia última o primera de esta película.
En ambos films, el español y el francés, lo de ir al Norte, atravesar una frontera física, orográfica o emocional, es una forma de hacer antropología salvaje, una manera de exhibir lo peor de los septentrionales y la inadaptación de los meridionales, del observador en este caso. ¿Eso es inteligente, humor inteligente?
Uno de los cuatro que allí estábamos tomando cervezas con el ánimo de repasar y componer el mundo entre sorbo y sorbo dijo que no se había reído nada. Los demás corroboramos en parte ese diagnóstico. Muy pocos chistes me hicieron gracia y esos pocos sacaban lo más bajo y rastrero de mi alma. No me avergüenzo, por Dios. No soy tan finolis. Simplemente es que seguía y sigo sin ver qué hay de inteligente en este film. Lo mostrado se nos presenta sin aleación, si refinamiento alguno.
Otra de las personas que hablaba sobre Ocho apellidos vascos admitió que se había dormido a mitad de proyección: vamos, que a estas alturas aún ignora el colofón tan racial de la película. No sabemos qué pensará cuando consiga mantenerse despierta para poder acabar el film. Únicamente le preparamos tarareando con mucho sentimiento Sevilla tiene un color especial.
La tercera persona confirmaba su juicio temprano: cuando salió de la sala de cine, la propia semana del estreno, no hacía más que negar con la cabeza para decir que no, que no era una gran película ni mucho menos, que todas las bromas eran predecibles y que el tópico resistía. Simpática la película, como simpático es un tipo pesado que cuenta chistes en la barra de un bar.
Yo era el cuarto individuo que habiendo visto el film afirmaba su descontento, incluso su decepción. Llamarlo decepción es haber tenido expectativas. Lo que uno esperaba, en efecto, era reírse, reírse inteligentemente viendo cómo esos tópicos que son el armazón de la película caían. En la película caían, sí, caían en gracia: es decir, los estereotipos quedaban reforzados por las risas que corroboraban la ocurrencia. O la concurrencia, en fin. Así son los vascos; así son los andaluces, etcétera. Desde este punto de vista, el film era, pues, decepcionante.
Formulé yo la pregunta, pero más o menos todos nosotros compartíamos la duda, la misma cuestión. Era una forma de autoanálisis. Si tantos miles de espectadores han ido a verla, si es el film más taquillero del cine español, entonces yo me pregunto: ¿qué he hecho mal en mi vida para no compartir las risas de mis contemporáneos? ¿Qué malformación me impide reírme a carcajadas, a mandíbula batiente, si mis compañeros de platea se desternillan con Er Rovi y sus secuaces?
Dos. Tras esta película he visto La vida inesperada (2014), de Jorge Torregrosa, y Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013), de David Trueba. Los guiones respectivos son de Elvira Lindo y David Trueba.
Ambas películas no son exactamente comedias: al menos no buscan el chiste, la broma que te hace partirte de risa, la carcajada. Lo que persiguen tiene un tono agridulce, raspa. Por supuesto, te ríes en ambas, pero a la vez te acercan a la vida, no a sus estereotipos: te dejan algo tocado. Te presentan personajes problemáticos que dialogan con dificultad y con gracia, según. Y te erosionan la autoestima: simplemente porque te identificas con protagonistas que allí, en sus mundos, intentan sobrevivir.
Te presentan a seres dañados y a la vez esperanzados, con metas alcanzables y con fracasos llevaderos. No te pintan un panorama sombrío o lúgubre, sino un mundo colorista, de mucho color, con sol o neones: un mundo con sombras (perdonen el tópico), unos espacios emocionales de mucha intensidad.
Los guiones de Elvira Lindo y de David Trueba son superiores, muy superiores, al de Ocho apellidos vascos. Los actores de esta última película hacen lo que pueden con sus personajes. En cambio, los actores de los otros films sacan lo mejor de sí mismos gracias a dos escrituras poderosas en las que los sentimientos se expresan, se manifiestan sin obscenidad. Se expresan, se manifiestan con liviandad.
Javier Cámara participa en ambas y en ambas tiene el papel protagonista. En una es un actor fracasado en Nueva York, o un intérprete en horas bajas. En la otra es un profesor de inglés que viste menesterosamente y que revive el mito de The Beatles en los años sesenta.
Su buena ejecución, la hermosura de sus interpretaciones, la calidez que le da a sus personajes son tales que la emoción es intensa. Sí, con Cámara, la emoción es intensa. Llanto suave, liquidación del lastre.
No sé qué más añadir. No se las pierdan. Vayan a ver ambas películas antes de que las retiren. Vayan antes de que nos endosen una nueva Bienvenidos al sur español o La raza con fino y camarones.