Uno. Los seres humanos nos envanecemos fácilmente, nos admiramos de algo que habría en nosotros y que nos haría egregios, el mayor logro de la creación.
Dotados de lógica, nos pensamos como entes de razón, como seres capaces de emprender acciones racionales, de calcular, de someter a escrutinio nuestros medios y de optar por el más económico, por el que menor esfuerzo requiera.
Desde Descartes hasta acá, los occidentales hemos contribuido a difundir esta imagen de nosotros mismos: dotados de razón, disciplinados con método y con reglas, seríamos cañas pensantes.
La educación, la cultura, la preparación podrían moldeamos, volvemos mejores e incluso virtuosos, hasta el punto de hacer posible la perfectibilidad del género humano, esa doctrina noble e inquietante en la que creyeron algunos esforzados iluministas. Si, a pesar de todo, de la razón, de la instrucción, del cálculo y del escrutinio lógico, aún arruinamos nuestras vidas será porque aplicamos mal nuestros métodos y porque nuestros empeños están mal dirigidos. Así inculpan o disculpan a los hombres quienes se expresaron o aún se expresan desde el racionalismo, quienes se adhieren a una concepción en principio optimista, progresista o ilustrada. La mejora o el avance serán colectivos, nos acercarán paulatinamente a un estadio de felicidad universal, y los individuos, por su parte, serán copartícipes de esa gran empresa, de ese empeño por hacer posible la perfectibilidad.
El romanticismo sometió a crítica esas ideas remota y tópicamente cartesianas y desde entonces otros autores y pensadores diversos, creadores y artistas han subrayado lo erróneo o lo estrecho de esa concepción. No es verdad que el ser humano se caracterice por hacer uso sistemático de su cualidad racional, no es cierto que los hombres empleen ese atributo para conducirse, no es exacto que los individuos acepten someterse a la lógica y al raciocinio.
Aquello que les distingue es la pasión, incluso la pasión turbulenta, tumultuosa: la expresión indómita de los sentimientos a los que no podríamos contener o sofrenar, la exhumación de esa parte oscura que hay en cada uno y que jamás podrá iluminarse del todo, que jamás podrá aclararse, porque ese dominio oculto del que procede la conducta errática, ilógica, pasional es a la postre aquello que nos gobierna. Sigmund Freud dejó anotado que nada de lo que dijo era verdaderamente nuevo, que todo, absolutamente todo lo que expresó y que tanto escandalizó a muchos de sus contemporáneos, lo había hallado en la literatura, la tragedia clásica, en el teatro de William Shakespeare.
Los sentimientos engrandecen y arruinan a los hombres y la expresión de esas pulsiones es constitutiva del género humano, algo que no puede eliminarse. No hay modo eficaz de ahormar a los hombres, de enderezarlos, de extirpar aquello que les hace ser algo más o algo menos que cañas pensantes. El drama clásico así lo había expresado y las conductas de sus personajes no representan modos de obrar de quien no sería suficientemente racional, sino que muestran rasgos universales de una naturaleza humana de la que forma parte inescindible la pasión. Morigerar, atemperar el ánimo, son tareas siempre provisionales y poco duraderas en el individuo común.
Pero la pasión que se sobrepone a las restricciones de la razón no es menos infrecuente en el hombre de genio. De hecho, esa voz tan propia y tan característica del romanticismo, el genio, expresa la parte pulsional de cierto quehacer humano, de esa fabricación de la obra de arte que no se atiene a cánones, que se desborda, que no puede aherrojarse. De hecho, el genio y la locura han sido vistos como lindantes, como afecciones atormentadas del alma que la razón no podría sofrenar. Aquello que bulle en nuestro interior rebulle al margen de las sugestiones del mundo externo, pero, desde el romanticismo, se ha hecho especial hincapié en ese medio que nos estimula o nos cercena, que es nuestro acicate o nuestra contención. Hay algo en ese medio que es la principal fuente de sugestión, algo que despierta esa parte pulsional. Me refiero al amor.
Con esta afección del alma se ha hecho mucha literatura, cierto, pero sobre todo ha servido para ingeniar un género literario: el amor romántico, ese gran invento del Ochocientos. Bajo el romanticismo se multiplican las ficciones en las que es el amor-pasión su principal asunto. Como decía uno de los personajes de Stendhal, el amor no es la observancia de lo previsto, de las expectativas sociales, no es el respeto de los requerimientos de la sociedad, de las obligaciones familiares o del contrato dotal, de la firma de los contrayentes o de la validación notarial. El amor-pasión es la expresión de los sentimientos sin freno, sin cortapisa, una expresión que amenaza la estabilidad, el orden, el juicio, la temperancia, el buen sentido cartesiano.
En la época inmediatamente anterior al romanticismo, justamente cuando el modelo racionalista se difundía por el continente, una de las grandes controversia culturales fue si el primado de lo humano era la pasión o el interés, si era la expresión inefable de un sentimiento interior o si era la expresión racional y consecuencialista de una conducta instrumental. Un bello libro que Albert O. Hirschman publicara hace décadas trató este asunto ambientando dicha discusión en el setecientos. Ahora, Capitan Swing lo recupera.
Desde sus inicios, la literatura contemporánea ha hecho suyo este topos, esa controversia que se daría entre razón y pasión, entre interés y sentimientos, justamente por desarrollarse en una sociedad burguesa en la que el amor podría amenazar la estabilidad y el gobierno del patrimonio, en la que las afecciones del alma podrían deteriorar las empresas materiales. Grandes autores nos han mostrado con crudeza este conflicto, las consecuencias de esa parte pulsional que se materializa en el amor y que altera a los jóvenes y que incluso arruina la razón.
Hay, por ejemplo, un escritor que es remoto, tardío heredero del romanticismo, que es consciente heredero de la burguesía del Ochocientos, y que trata este asunto con gran inteligencia, con evidente ironía. Lo abordé tiempo atrás. Me refiero, claro, a Thomas Mann, alguien que más allá del enfático concepto que tenía de sí mismo, se reveló como un fino humorista, como un gran maestro en el tratamiento de este asunto. Algunas de sus novelas cortas son un ejemplo exacto de eso, de cómo la literatura asumió la parte pasional del ser humano que se sobrepone a la racional, y de cómo se expresó el misterio de la pulsión, del instinto y del amor que amenaza a los objetivos intereses de cada cual.
Recordamos el infortunio, la derrota, el desvarío, el declive emocional y la concupiscencia que padece Gustav von Aschenbach, trastornado por la visión de Tadzio. Pero lo que no siempre retenemos es el origen remoto de ese trastorno, el porqué del viaje que el buen burgués emprendió con destino al sur. En La muerte en Venecia, Gustav von Aschenbach es un artista acomodado, un hombre de orden, investido por la honorabilidad y la distinción de su clase, alguien cuyo "estilo se había liberado, en los últimos años, de las audacias imprevistas, de los matices nuevos y sutiles, decantándose —añade el narrador— hacia una especie de paradigmática solidez, de trasfondo tradicional bien pulimentado, conservador, formal y hasta formalista".
Eso era un logro del buen juicio y de la estabilidad burguesa, pero era también un enfriamiento de su creatividad, la antesala de la muerte. Consciente de ese tedio, el artista tiene la audacia de hacer un viaje a Venecia, a esa Italia que sedujo a Goethe y a Stendhal, a ese sur en donde, según supone, aflorarían los sentimientos para beneficio de su arte. Si él es un creador, Venecia es su destino, el lugar en donde el arte es vida potenciada, hipersensibilidad y pasión turbulenta, añade Es decir, lo contrario del orden, lo contrario del buen juicio, lo contrario de la lógica y de la razón instrumental. Como además de artista es burgués, a lo que aspira es a alcanzar una adecuada síntesis de disciplina y desenfreno, de pasión y de sentimiento, una justa aleación que habrá de estar en la base de su creación. Sin embargo, lo que le ocurre es un trastorno definitivo, la seducción del abismo, el caos, el delirio, la pérdida del control, de los referentes, de la estabilidad básica y de la rutina mínima que permiten la supervivencia y, a la postre, el arte.
Es decir, la pasión atentará contra sus intereses, contra sus estrictos y objetivos intereses, alimentando en él incluso un sentimiento de muerte, de coqueteo con la muerte, que es cualquier cosa menos racional, un sentimiento que agrede la simple perseverancia del ser, que es a lo que aspira la vida, la vida humana, como anotara Baruch Spinoza.