Blogs Comunidad Valenciana Ir a Comunidad Valenciana

Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

Eskup

Adiós

Por: | 03 de julio de 2014

Promo_og_blogsLa dirección de El País ha decidido menguar, adelgazar, achicar... la zona de blogs que el digital tiene y carga. Es un joroba o una pesadumbre. Pesa y apesadumbra, cierto. De doscientos y picos blogs, quedarán unos pocos: los colectivos y los pertenecientes a grandes firmas. Eso me han dicho. Sin duda, mi signatura es de andar por casa.

Es decir, que este Presente continuo desaparecerá (como tantos otros blogs). Por supuesto, ustedes no me van a echar de menos o no me van a perder de vista: tanto los que me aprecian como quienes me detestan. Mi blog justoserna.com continúa en Internet y mi muro de Facebook prosigue.

Resulta todo rarísimo. Plataformas de mayor envergadura (como el New York Times) tienen menos blogs, cierto, pero lo que no dicen por aquí es por qué se abrieron tantas bitácoras y por qué ahora se cierran. Había que modernizar un diario elefantiásico.

La dirección, Antonio Caño, en un gesto de avispada decisión mercantil ha decidido clasurar la mayoría. Yo creo que es para que no confundan la opinión de los bloggers con el severo juicio de este diario. La dirección, en un rapto de sabiduría electrónica, ha elegido cerrar. Lo que cierra no consume. ¿Para que abrir más espacios de opinión si puedes taponar agujeros? Pues bien, nos vamos (me voy) con la música a otra parte.

Igual..., me quieren en otro periódico.

Los posts quedarán aquí, en Presente continuo (eso me han dicho). Lo nuevo que ustedes quieran leer deberán seguirlo en mi blog y en FB (aparte de Twitter). Qué rara la circunstancia de El País: lo mismo la dirección piensa que con medidas como ésta pueden elevar unos centímetros el valor del periódico. Bien pensado, no levantan nada.

El estado de la prensa está por los suelos. Mientras tanto, los demás seguimos levitando.

Juan José Millás en conserva

Por: | 29 de junio de 2014

Lata-sardinasUno. Juan José Millás acierta de vez en cuando. Tiene imágenes poderosas, como epifanías de andar por casa. Se agradece que no tenga grandes revelaciones. Sería un pelma de cuidado, un redentor. Fíjense: hay políticos cercanos que nos anuncian el Apocalipsis y encima nos ponen cara de sacrificio.

Millás, por el contrario, es un humilde prosista que sabe pulir las palabras poniendo habitualmente cara de pena, un escritor que sabe pedir perdón léxico y ético, que sabe contar una historia: eso sí,  si la tiene bien amarrada. Lo que pasa es que en ocasiones se crece y aparece un Millás tonante. Y algo tronado.

Dos. “Siempre me he preguntado cómo pasa el tiempo dentro de una lata de sardinas”, decía Juan José Millás hace años. Se lo planteaba en un artículo titulado precisamente “Enlatarse o morir”, una pieza que después pudimos leer en Cuerpo y prótesis, un volumen de su obra efímera.

 “Desde luego, [el tiempo pasa] más despacio que afuera, pues algunas [latas] no caducan hasta el año 2003 o 2004. Una barbaridad”, admitía viendo esas fechas como un destino aún inalcanzable.

 “Sin embargo, en el momento mismo de abrirlas entra el tiempo en ellas y a los dos días te asomas a su contenido y da asco, aunque la hubieras guardado en la nevera. Una lata de sardinas cerrada es un tesoro temporal”.

Tres. Exactamente como la literatura, insistía Millás. “Los libros tienen algo de lata de sardinas (…). Lo malo es que cuando uno sale de la lata o del libro entra en el tiempo y en dos días se queda peor que un berberecho a la intemperie. Así que usted verá, o se enlata o lee sin parar. Yo le aconsejo lo segundo. Proporciona los mismos efectos rejuvenecedores y no da claustrofobia”.

 No es mala la tosca pero pertinente metáfora de la lata. Sardina y literatura son dos ámbitos hermanados por la conserva y la tradición. Un berberecho a la intemperie padece, padece una descomposición rápida. Y mira que me gustan los berberechos y las sardinas. Un libro enlatado es como un molusco muerto o como el pescaíto congelado: se mantiene, pero no se disfruta.

 Llevo años leyendo a Juan José Millás sin disfrutar de su última literatura, la que saca de la conserva. Antes, sí. Sus novelas me decepcionan irremisiblemente. La última que leí –‘Lo que sé de los hombrecillos’-- me provocó dos o tres carcajadas. Millás se relame con las palabras y se sabe listo del copón, un psicoanalista listillo. Pero hace falta algo más para hacer buena literatura.

 En los ochenta cuidaba sus novelas hasta la filigrana. Pero su éxito como columnista, ya en los noventa, ha acabado por arruinar su carrera literaria. El campo cultural e industrial exige publicar novelas de cuando en cuando para mantener el estatus de tal cosa: de novelista. Si no eres novelista no formas parte del campo literario, por decirlo con Pierre Bourdieu. Por eso, el columnista Millás publica de cuando en cuando obras de ficción que le dan relumbre con premios más o menos reconocidos. Pero estas novelas, que arrancan bien, se precipitan hacia mitad. Se precipitan a un vacío: ¿existencial? No, a una vacuidad u oquedad, propias de quien tiene prisa y tiene muchas cosas que hacer o que escribir, muchos encargos.  

 Sus artículos breves, sus columnas, suelen ser ocurrentes, esas columnas con fantasía kafkiana que son aún filigrana. Sin embargo, los artículos políticos me provocan bostezos descomunales: desde que declaró su amor a José Luis Rodríguez Zapatero no hay manera de que haga algo a derechas. Los ‘articuentos’ resultaban ingeniosos y aún lo son de cuando en cuando. Luego, Millás quedó muy decepcionado por el mandamás socialista (no sé por qué se entusiasmó tanto y tanto).

 ¿Cual fue el resultado? Una especie de rencor en conserva, una especie de malestar con genio y mal genio. En El País Semanal publica habitualmente una sección de glosa fotográfica: forma parte de sus tradiciones literarias. Ataca con chispa las fotografías que comenta, pero siempre acaba por estropearse por culpa de su ideologismo de salón, por culpa de sus conjeturas hostiles.

 Como un molusco resentido o como una sardina hedionda. Sé lo que se siente: a mí me pasa algo parecido, pues a veces me veo molusco o sardina en sazón.  Hay días en que, tras leer las noticias y el artículo de Millás, desearía volver a meterme en la lata, a ver si no me pudro o a ver si me conservo como lector. En cuanto salgo a la intemperie me descompongo: como las últimas novelas de Millás. Su éxito como articulista lo ha condenado como novelista.

Juan Cotino

Por: | 27 de junio de 2014

Uno. (4 de octubre de 2013). Juan Cotino. Juan Cotino es un señor de Valencia, nacido en Xirivella. Hasta hace nada, era JuanCotinoJordiEvolepoco conocido: pasó de concejal de la ciudad a director general de la Policía de España, que es una carrera política previsible. Lo normal, vaya. Pero poco más: que si una consejería por aquí, que si otra consejería por allí. Nada serio, agricultura, medio ambiente, cosas así: como muy del terreno.

Hasta qué no llegó a la Presidencia de Les Corts Valencianes no adquirió cierta notoriedad. Fue entonces cuando se hizo martillo de herejes y de camisetas, censor de Mònica Oltra, que siempre aparecía en sede parlamentaria con letreros de mucha peligrosidad. Según dicen, la insultó gravemente a propósito de su progenitor. Usted no conoce ni a su padre, vino a decirle. O eso cuentan los testigos.

Pero a Cotino la fama le llegó un día y desde entonces forma parte de la jet set local: algunos se ponen gafas ahumadas y otros se dejan barba. Él se deja barba. Cotino es conocido ahora gracias a la televisión, concretamente gracias a ‘Salvados’, de La Sexta. Es lo que hay. Tuvo sus quince minutos de gloria ante Jordi Évole, incluso sin decir ni pío alcanzando una gran celebridad. “El mudo de Valencia, el mudo de Valencia”, decían los retoños a sus madres cuando lo divisaban. Los muchachos huían despavoridos. No sé por qué, la verdad: tampoco es el hombre del saco ni un ogro.

Es feote, eso sí; está grueso y tiene cara o boca de rape. Pero es un santo varón, un hombre piadoso, de mucha religiosidad. Pertenece al Opus Dei, del que es agregado, cosa que seguramente no se le perdona: los envidiosos reconocen que ya tiene ganado el cielo, lugar de gentes honradas. Lo tiene ganado a pesar de sus pecadillos (que los tienes, bellaco) y a pesar de esa boca de rape de gruesos labios, nada sensuales.

Desde entonces, desde que apareciera en ‘Salvados’, lo persigue “la izquierda marxista”, ha declarado el propio Cotino. Por los clavos de Cristo, parece que volvemos a la saña del anticlericalismo, cuando los rojos se comían crudos a los capellanes. Esta comprobado: sales en la pequeña pantalla o no tan pequeña que algunos ya tienen aparatos de muchas pulgadas, sales en la pequeña pantalla –ya digo– y las hordas te amedrentan y te hostigan. ¿De qué le acusan? De beneficiar a las empresas familiares, de tener conexiones con la trama Gürtel. Él lo niega con vehemencia y hemos de creerle. Amén.

Pero no todo el mundo es tan crédulo como yo. Quizá por eso, el sr. Cotino se ha dejado barba: a ver sí ya no se le reconoce por la calle. Pero, claro, ya ha aparecido por televisión con su nuevo look otoño-invierno y los rojos han renovado las fichas de identificación del enemigo. Alguien debería aconsejarle que se pusiera una máscara para hacer declaraciones o para presidir les Corts Valencianes. Podría ser de demonio o de San Sebastián, de Sant Vicent o de Rosita Amores: como ninguno de ellos tiene nada que ver con él ni por admiración ni por devoción, pasaría inadvertido.

Habla pésimamente el valenciano, con un acento ‘apitxat’ que duele, que duele a los oídos. No hace nada por mejorar su dicción y el uso que hace del idioma forma parte de la campaña institucional: “Destrossem la nostra llengua”. De su vida privada poco se puede decir. Es tan anodina su figura, tan escaso su relumbre, que los espías rojos dejaron de seguirle.

Toma cortados en el bar de las Cortes (que son más baratos), come paellas (algo aceitosas) en el Palmar, reza con unción y veranea, dicen, en el Perellonet o en Cullera o en Sollana o en Gandía o en la casa familiar de Xirivella: con su hermano, el otro Cotino, el que respondía telefónicamente a Jordi Évole.

El hermanito tiene una voz profunda, varonil, que denota mucha personalidad. Podría tener un futuro. Ya verán: lo veremos en La Voz. Por su parte, los malos dicen que Juan Cotino visitará pronto el plató de ‘Encarcelados’, de La Sexta

(La fotografía es de la agencia EFE).

 

Dos. (30 de abril de 2013). Juan Cotino. Ya todos lo saben. El pasado domingo [29 de abril de 2013] pudimos ver un programa dedicado al accidente del Metro ocurrido en Valencia en 2006. Los responsables de la emisión fueron Jordi Évole y su equipo (ayudados localmente por Barret Films y los jóvenes empleados de la productora). Hicieron historia. Hicieron historia en el doble sentido de la expresión: por una parte, el programa tuvo máxima audiencia; por otra, Évole investigó, entrevistó, haciendo crónica. El resultado fue un producto periodístico de excelente factura y gran efecto.

Desde la emisión, muchos nos hemos preguntado qué no habíamos hecho hasta ahora por las víctimas y sus familiares. Tal vez, la cuestión ha servido para sacarnos de la modorra. El próximo 3 de mayo, en la plaza de la Virgen de Valencia, hay convocado un acto de concentración por las víctimas. Como todos los días 3 de cada mes. A las 19.00. Allí estaremos, irritados. Irritados con los responsables políticos de aquel accidente e irritados con nuestra actitud.

A Jordi Évole se le ha cotejado con Michael Moore. La comparación suele ser malévola, no porque el periodista catalán carezca de habilidades, sino porque obraría como el cineasta norteamericano. Con tretas, con exageraciones, realizaría reportajes sesgados en los que los villanos caen en la trampa. Tal vez, muchos de ustedes recuerden el encuentro de Moore y Charlton Heston a propósito de las armas de fuego: para ridiculizar la postura de la Asociación Nacional del Rifle, el entrevistador sacaba lo peor de un Heston senil e instintivamente agresivo.

Pues no. Yo no creo que Évole y Moore sean comparables. El periodista español, valiéndose de su olfato e ironía, entrevista afablemente. Tiene recursos: es listo, es bajito, parece poca cosa, un humilde profesional. Sus preguntas no son tramposas, sino directas, corteses y envolventes: hace caer en contradicción a quien no dice o incluso miente. El montaje de sus programas suele tener algún exceso enfático, sí. Pero su habilidad para relatar lo que quiere contar es muy grande. Sus historias son sencillas, pues tratan de la condición humana, del embuste, de la arrogancia, del coraje, del valor. Contar una historia es muy difícil: has de poner a cada uno en su sitio, en su papel, sin convertirlo en marioneta.

JustoSernaLafarsavalencianaJordi Évole intentó entrevistar a Juan Cotino para el programa del Metro. El político opuso resistencia ante las preguntas insistentes del periodista. Permaneció mudo, aparentemente impasible. Su sonrisa, primero beatífica, al final se le agrió y de su silencio elocuente aprendimos mucho. “Los políticos de campanillas se saben permanentemente observados, el tintineo es constante”, digo en La farsa valenciana (2013). “Pero a la vez burlan ese escrutinio con empaque. ¿Qué es lo que hacen? Una parte de sus andanzas se urden fuera de los focos, fuera de las tablas; pero al tiempo, cuando se dejan iluminar o cuando se presentan, a algunos los vemos como una compañía de farsantes”.

En el programa de Évole, Cotino parecía el mudito de los payasos, aunque sin gracia, sin arrestos, como un presuntuoso con poder. Pero también como un figurante que ignoraba su papel, un actor sin guión haciendo muecas. En fin, no sé si era un farsante de escasas luces o un político de pocas campanillas.

 

Tres. (21 de diciembre de 2012). Sin comentarios. Póngase voz nasal: "Des de Les Corts Valensianas, vos dechitse a tots uns bons Nadals".

http://www.youtube.com/watch?v=JyKBJj4LOAA

Las pasiones y los intereses

Por: | 27 de junio de 2014

LasPasionesylosInteresesUno. Los seres humanos nos envanecemos fácilmente, nos admiramos de algo que habría en nosotros y que nos haría egregios, el mayor logro de la creación.

Dotados de lógica, nos pensamos como entes de razón, como seres capaces de emprender acciones racionales, de calcular, de someter a escrutinio nuestros medios y de optar por el más económico, por el que menor esfuerzo requiera.

Desde Descartes hasta acá, los occidentales hemos contribuido a difundir esta imagen de nosotros mismos: dotados de razón, disciplinados con método y con reglas, seríamos cañas pensantes.

La educación, la cultura, la preparación podrían moldeamos, volvemos mejores e incluso virtuosos, hasta el punto de hacer posible la perfectibilidad del género humano, esa doctrina noble e inquietante en la que creyeron algunos esforzados iluministas. Si, a pesar de todo, de la razón, de la instrucción, del cálculo y del escrutinio lógico, aún arruinamos nuestras vidas será porque aplicamos mal nuestros métodos y porque nuestros empeños están mal dirigidos. Así inculpan o disculpan a los hombres quienes se expresaron o aún se expresan desde el racionalismo, quienes se adhieren a una concepción en principio optimista, progresista o ilustrada. La mejora o el avance serán colectivos, nos acercarán paulatinamente a un estadio de felicidad universal, y los individuos, por su parte, serán copartícipes de esa gran empresa, de ese empeño por hacer posible la perfectibilidad.

 El romanticismo sometió a crítica esas ideas remota y tópicamente cartesianas y desde entonces otros autores y pensadores diversos, creadores y artistas han subrayado lo erróneo o lo estrecho de esa concepción. No es verdad que el ser humano se caracterice por hacer uso sistemático de su cualidad racional, no es cierto que los hombres empleen ese atributo para conducirse, no es exacto que los individuos acepten someterse a la lógica y al raciocinio.

 Aquello que les distingue es la pasión, incluso la pasión turbulenta, tumultuosa: la expresión indómita de los sentimientos a los que no podríamos contener o sofrenar, la exhumación de esa parte oscura que hay en cada uno y que jamás podrá iluminarse del todo, que jamás podrá aclararse, porque ese dominio oculto del que procede la conducta errática, ilógica, pasional es a la postre aquello que nos gobierna. Sigmund Freud dejó anotado que nada de lo que dijo era verdaderamente nuevo, que todo, absolutamente todo lo que expresó y que tanto escandalizó a muchos de sus contemporáneos, lo había hallado en la literatura, la tragedia clásica, en el teatro de William Shakespeare.

 Los sentimientos engrandecen y arruinan a los hombres y la expresión de esas pulsiones es constitutiva del género humano, algo que no puede eliminarse. No hay modo eficaz de ahormar a los hombres, de enderezarlos, de extirpar aquello que les hace ser algo más o algo menos que cañas pensantes. El drama clásico así lo había expresado y las conductas de sus personajes no representan modos de obrar de quien no sería suficientemente racional, sino que muestran rasgos universales de una naturaleza humana de la que forma parte inescindible la pasión. Morigerar, atemperar el ánimo, son tareas siempre provisionales y poco duraderas en el individuo común.

Pero la pasión que se sobrepone a las restricciones de la razón no es menos infrecuente en el hombre de genio. De hecho, esa voz tan propia y tan característica del romanticismo, el genio, expresa la parte pulsional de cierto quehacer humano, de esa fabricación de la obra de arte que no se atiene a cánones, que se desborda, que no puede aherrojarse. De hecho, el genio y la locura han sido vistos como lindantes, como afecciones atormentadas del alma que la razón no podría sofrenar. Aquello que bulle en nuestro interior rebulle al margen de las sugestiones del mundo externo, pero, desde el romanticismo, se ha hecho especial hincapié en ese medio que nos estimula o nos cercena, que es nuestro acicate o nuestra contención. Hay algo en ese medio que es la principal fuente de sugestión, algo que despierta esa parte pulsional. Me refiero al amor.

 Con esta afección del alma se ha hecho mucha literatura, cierto, pero sobre todo ha servido para ingeniar un género literario: el amor romántico, ese gran invento del Ochocientos. Bajo el romanticismo se multiplican las ficciones en las que es el amor-pasión su principal asunto. Como decía uno de los personajes de Stendhal, el amor no es la observancia de lo previsto, de las expectativas sociales, no es el respeto de los requerimientos de la sociedad, de las obligaciones familiares o del contrato dotal, de la firma de los contrayentes o de la validación notarial. El amor-pasión es la expresión de los sentimientos sin freno, sin cortapisa, una expresión que amenaza la estabilidad, el orden, el juicio, la temperancia, el buen sentido cartesiano.

 En la época inmediatamente anterior al romanticismo, justamente cuando el modelo racionalista se difundía por el continente, una de las grandes controversia culturales fue si el primado de lo humano era la pasión o el interés, si era la expresión inefable de un sentimiento interior o si era la expresión racional y consecuencialista de una conducta instrumental. Un bello libro que Albert O. Hirschman publicara hace décadas trató este asunto ambientando dicha discusión en el setecientos. Ahora, Capitan Swing lo recupera.

 Desde sus inicios, la literatura contemporánea ha hecho suyo este topos, esa controversia que se daría entre razón y pasión, entre interés y sentimientos, justamente por desarrollarse en una sociedad burguesa en la que el amor podría amenazar la estabilidad y el gobierno del patrimonio, en la que las afecciones del alma podrían deteriorar las empresas materiales. Grandes autores nos han mostrado con crudeza este conflicto, las consecuencias de esa parte pulsional que se materializa en el amor y que altera a los jóvenes y que incluso arruina la razón.

Hay, por ejemplo, un escritor que es remoto, tardío heredero del romanticismo, que es consciente heredero de la burguesía del Ochocientos, y que trata este asunto con gran inteligencia, con evidente ironía. Lo abordé tiempo atrás. Me refiero, claro, a Thomas Mann, alguien que más allá del enfático concepto que tenía de sí mismo, se reveló como un fino humorista, como un gran maestro en el tratamiento de este asunto. Algunas de sus novelas cortas son un ejemplo exacto de eso, de cómo la literatura asumió la parte pasional del ser humano que se sobrepone a la racional, y de cómo se expresó el misterio de la pulsión, del instinto y del amor que amenaza a los objetivos intereses de cada cual.

Recordamos el infortunio, la derrota, el desvarío, el declive emocional y la concupiscencia que padece Gustav von Aschenbach, trastornado por la visión de Tadzio. Pero lo que no siempre retenemos es el origen remoto de ese trastorno, el porqué del viaje que el buen burgués emprendió con destino al sur. En La muerte en Venecia, Gustav von Aschenbach es un artista acomodado, un hombre de orden, investido por la honorabilidad y la distinción de su clase, alguien cuyo "estilo se había liberado, en los últimos años, de las audacias imprevistas, de los matices nuevos y sutiles, decantándose —añade el narrador— hacia una especie de paradigmática solidez, de trasfondo tradicional bien pulimentado, conservador, formal y hasta formalista".

Eso era un logro del buen juicio y de la estabilidad burguesa, pero era también un enfriamiento de su creatividad, la antesala de la muerte. Consciente de ese tedio, el artista tiene la audacia de hacer un viaje a Venecia, a esa Italia que sedujo a Goethe y a Stendhal, a ese sur en donde, según supone, aflorarían los sentimientos para beneficio de su arte. Si él es un creador, Venecia es su destino, el lugar en donde el arte es vida potenciada, hipersensibilidad y pasión turbulenta, añade Es decir, lo contrario del orden, lo contrario del buen juicio, lo contrario de la lógica y de la razón instrumental. Como además de artista es burgués, a lo que aspira es a alcanzar una adecuada síntesis de disciplina y desenfreno, de pasión y de sentimiento, una justa aleación que habrá de estar en la base de su creación. Sin embargo, lo que le ocurre es un trastorno definitivo, la seducción del abismo, el caos, el delirio, la pérdida del control, de los referentes, de la estabilidad básica y de la rutina mínima que permiten la supervivencia y, a la postre, el arte.

Es decir, la pasión atentará contra sus intereses, contra sus estrictos y objetivos intereses, alimentando en él incluso un sentimiento de muerte, de coqueteo con la muerte, que es cualquier cosa menos racional, un sentimiento que agrede la simple perseverancia del ser, que es a lo que aspira la vida, la vida humana, como anotara Baruch Spinoza.

Dinosaurios políticos

Por: | 26 de junio de 2014

 
Cuando los dinosaurios dominaban la tierra, no consta que hubiera políticos en activo. No se había producido la extinción, y la especie humana no había aparecido. Tampoco los diputados. Tal como la conocemos, la profesionalización política es un hecho muy reciente, aunque ciertos representantes nuestros no lo parezcan. Celia Villalobos, por ejemplo, lleva 30 años de diputada; diez menos Vicente Dinosaurios-v-velociraptor_0002Martínez Pujalte. A Celia la hemos visto engordar, adelgazar, volver a engordar. Ahora, eso sí, manteniendo la línea: esa facundia agresiva. A Vicente lo hemos visto con bigote, sin bigote, lenguaraz, con barriga, con más barriga y aferrado al escaño.

Me pregunto cuántas décadas lleva Alfonso Guerra como diputado: cuando comenzó, no hacía nada que el hombre había llegado a la Luna, se llevaban los pantalones acampanados y el Festival de Eurovisión aún era un certamen prestigioso. Ahora Guerra escribe unas memorias en las que sale bien parado. ¿Alguien lo dudaba si aún conserva escaño en el Congreso? Hace viajes promocionales y confirma lo que siempre quiso ser: un intelectual de campanillas. En uno de sus libros de memorias cuenta Jorge Semprún que Alfonso Guerra siempre llegaba el primero a las reuniones del Consejo de Ministros. Acudía con volúmenes de ciencia, de filosofía, que allí no podía leer, pero sí mostrar.

A Rita Barberá sí se la ha visto leyendo. Cuando se pone las gafas rojas de montura desproporcionada, eso significa que está repasando: algún informe municipal o algún papelote del partido. Cuando ella empezó a gobernar el Ayuntamiento de Valencia, el mundo estaba empezando, la Unión Soviética no había desaparecido. Alberto Fabra es aún un hombre prometedor, un hombre nacido en los años sesenta. Se mantiene delgado y su aspecto es juvenil. En 1982, cuando los dinosaurios franquistas aún dominaban los cuarteles, se afilió a las Nuevas Generaciones de Alianza Popular. Tiene estudios, pero ya no se bajó del aparato. Sigue en política desde entonces: ha visto nacer a Pocoyó y ha visto caer las Torres Gemelas e incluso torres más altas: Francisco Camps.

¿Por qué digo todo esto? ¿Por demagogia, por populismo? No. Desempeñar un cargo no es una bicoca: yo no lo haría, desde luego. No tengo madera de héroe. Pero sé de muchas personas capacitadas que podrían sustituir a diputados que llevan enquistados desde la glaciación. Han quedado como congelados conservando así larga vida en la política doméstica. O en la europea, cuando aquí ya no logran escaño. Lo digo, por ejemplo, por Alejo Vidal-Quadras, que lo remitieron al Continente para ver si se perdía por Estrasburgo o por Bruselas o por cualquier otra covachuela de las instituciones europeas.

Es imposible que la democracia funcione aceptablemente con especies que no se extinguen, que sobreviven a las heladas, a las granizadas, a las tormentas políticas. Solo puede explicarse por el dominio de los aparatos de los respectivos partidos. Fijemos una limitación de mandato. Así aún podremos ver algunos milagros: que Alfredo Pérez Rubalcaba vuelva a la cátedra; o que Mariano Rajoy se dedique a lo que verdaderamente sabe: a registrar propiedades y no nuestros bolsillos

Pedro Almodóvar, treinta y tantos después

Por: | 26 de junio de 2014

PedroAlmodovarporAntonioBarrosoUno. Hace unos años, hacia 2010, unos amigos encargaron a Antonio Barroso un retrato de Pedro Almodóvar. El artista valenciano se puso manos a la obra y el resultado fue una pieza de gran originalidad y mucho valor.

Del cuadro se le hizo entrega al retratado por su cumpleaños. Era un obsequio bien valioso, una sorpresa. Estas cosas las valoramos mucho los seres humanos: que se acuerden de ti, que te hagan un presente, que te muestren amor, cariño, amistad. Somos muy sensibles a estos regocijos privados.

Por las noticias que tengo, el propietario del obsequio lo conserva. Imagino que luce en alguna de las paredes de su residencia. La técnica con la que está hecha la obra es acrílico sobre tabla y metacrilato. Las medidas, aproximadamente son 85 x 70.

El retrato reproduce la efigie del cineasta, con los colores de la españolidad por montera, la misma con la que universalmente se le identifica.

Antonio Barroso siempe es capaz de sorprendernos con sus realizaciones. Lo que parece obvio deja de serlo. Lo que parece fácil es arte complicado. Lo que parece..., no lo es.

El retrato de Pedro Almodóvar recuerda vagamente los viejos daguerrotipos. Apenas sobresale de entre un fondo oscuro, ¿de entre el fondo oscuro del alma? Tiene una lumininosidad que contrasta con el resto del campo visual y, sin duda, tiene aura, como los viejos retratos de antaño: un cerco de luz.

La mirada de Pedro Almodóvar es dura, retadora y a la vez defensiva. Aún es joven, es un hombre de mediana edad y su abundante cabellera no ha encanecido. Al menos no se la ha dejado encanecer.

La instantánea que vemos no es la obra que realizó Antonio Barroso. Es una fotografía esquinada y con reflejos. Eso no estropea el resultado: el alma de Almodóvar es esquinada y, sin duda, su cinematografía tiene todo tipo de reflejos.


Dos. Resulta ya un lugar común recordar con nostalgia al Amodóvar iconoclasta de la primera juventud. Resulta un tópico lamentar el tono frecuentemente pomposo que ha adoptado en sus últimas producciones. En los lugares comunes hay algo de verdad y hay algo de abusiva generalización.

Ni el primer Almodóvar fue siempre un cineasta de excelente factura: de hecho, sus torpezas al frente de la realización formaban arte de su encanto; ni el último o penúltimo Pedro, el ganador de lo mayores galardones, es sólo un director rutinario.

Nunca he tenido a Almodóvar como uno de mis cineastas de referencia. Me han gustado su descaro y su colorismo pasional.

Pondré un ejemplo: en Sevilla, a la altura de 1982, acudí al estreno de Laberinto de pasiones (1982). Me reí muchísimo con un film que tenía a Imanol Arias como protagonista. Encarnaba a un supuesto hijo del Sha de Persia de paso por España. El asunto argumental era un disparate, pero el esperpento, el sarcasmo y la ternura son parte de Almodóvar. Y también el desenfado y la grandilocuencia. Luego vi su opera prima: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).

Con esa película y con otras que vinieron después confirmé que Almodóvar empezó sin saber hacer cine; constaté que el director iba aprendiendo; corroboré que tenía una desvergonzada fuerza y una habilidad especial para captar y retocar imágenes tópicas, para mezclar lo alto y lo bajo y para contar folletines.

¿Esos folletines? Sí, esos melodramas rotundos que jamás me han interesado. Lo admito. De las historias de Almodóvar siempre me he sentido muy lejano. Salvo, quizá, de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), con una Carmen Maura que intepretaba espléndidamente a un ama de casa desquiciada. No comprendí el entusiasmo universal con Volver (2006) y me molestó especialmente La mala educación (2004). Etcétera. La última pelicula suya que he visto es La piel que habito (2011).

Tres. Acudí al cine motivado por Carlos Boyero (El País). Su crítica de La piel que habito era tan fiera, la denostaba con tanto aspaviento, que me picó la curiosidad. No puede ser tan deleznable, me dije. Los actores no pueden estar tan mal, el argumento no puede ser tan artificioso. Fui al cine y sentí algún estremecimiento. Sentí malestar. El aire acondicionado estaba excesivamente alto y la historia me dejaba frío.

¿La vida de un cirujano plástico que experimenta con piel humana para recrear la epidermis de los seres queridos y tal vez perdidos? ¿Una recreación del mito de Frankenstein?

Recuerdo haber visto varios automóviles marca BMW en la película. Recuerdo haber visto Toledo como localización inicial. Recuerdo haber visto la calle de alguna población gallega. Esos tres elementos no están justificados argumentalmente: sólo la producción, las subvenciones o los acuerdos comerciales justifican su presencia.

¿Por qué Antonio Banderas, el cirujano inescrupuloso, conduce un BMW de gama alta? ¿Acaso porque es un tipo adinerado? ¿Y por qué vemos ese cochazo hasta cuatro veces, cuando llega a su domicilio? No hay elipsis si se trata de mostrar el automóvil. ¿Por qué otros tipos igualmente acaudalados pilotan sus respectivos BMW? ¿Por qué no aparecen ricachones conduciendo Mercedes o Lexus, por ejemplo? Esto, que parece secundario, es un fallo imperdonable: los acuerdos económicos del cineasta no deben notarse en pantalla. Y se notan.

En una película puedes sacar un fusil, un rifle, una escopeta o un tirachinas, pero todo eso ha de ser utilizado justificadamente. Si al principio de un film vemos un arma, debemos saber que ese cacharro va a ser empleado. Eso decía Alfred Hitchcock. En cine, lo ornamental me resulta odioso: más aún si sé que es resultado de los acuerdos de un cineasta con sus patrocinadores o subvencionadores. El BMW no debería apreciarse; no debería mostrarse con esa ostentación. ¿De nuevo rico? No: de cineasta agradecido.

Pero en Almodóvar, todo se distingue con énfasis: la música que subraya innecesariamente, el hieratismo de Banderas, los enredos del guión. Y Vicente, ese Vicente gallego cuyo drama resulta un exceso melodramático y cuyo dolor me resulta muy ajeno. Junto a esto, en el director manchego hay imágenes poderosas: en este caso, siempre con Elena Anaya.

En fin. Tuve la suerte de poder comentar este film con Encarna, con Isabel, con Alejandro. Sorprendentemente, los juicios eran muy parecidos y el efecto o el nulo efecto que el film nos había producido, también. Lo raro, lo significativo, es que durante horas y horas estuvimos hablando de La piel que habito. Y de Almodóvar.

Y continuaremos. Por algo será…

No quiero regresar a esta España áspera

Por: | 21 de junio de 2014

Photo1He vuelto a ver un resplandor. Me preguntaba qué es, qué podía ser. Ha sido justo cuando he levantado la vista.

Había un brillo matinal incomprensible. Serían las once horas del sábado 21 de junio de 2014.

La fecha nos remite a la ciencia-ficción, a un porvenir improbable que aún no habríamos vivido, a un futuro en que el mundo es oscuro y la mala gente que camina tapa el sol. Punto y aparte.

La vida académica me ciega, me aparta de la realidad y me deja alelado. Por eso, de cuando en cuando me conviene mirar al frente y lejos, cosa difícil mientras estoy entre estas cuatro paredes. Allí, al fondo, está el mar...

Aquí me paso encerrado muchas horas corrigiendo textos, reparando sintaxis desastrosas, en espera. Los trabajos de curso... He de aparentar interés, resolviendo asuntos. Yo veo lo que hay, pero además todos pueden adivinar lo que hago.

Me paso la vida hojeando papeles y leyendo informes y trabajos. Te encargan la supervisión de esos textos que varios aspirantes realizan. Tú no quieres ser un funcionario inescrupuloso y por eso examinas los presupuestos teóricos, los puntos que desarrollan: los proyectos, en fin.

Resmas de papel timbrado, grumos de celusosa con grapas, con clips, cosidos, formando expedientes. Ésa es tu literatura ordinaria.

Piensas en la buena gente que camina. Y piensas en tu soledad deseada, aquel silencio al que aspiras. Ni siquiera enciendes el televisor cuando llegas a casa: no te interesan Felipe VI ni sus opositores. Es más, a poco que se descuide tu esposa, apagas el receptor de radio que ella se obstina en prender. Sólo quieres ver un nuevo capítulo de The Americans (2013). Te gustaría vivir en esa ficción.

The_Americans_Serie_de_TV-753530620-largeMiras el techo, apartas la vista, y cuando vuelves a abrir los ojos hay otra señal lumínica. No es un gran alarde, pero constatas que es la misma que has apreciado por la mañana.

Me importa un comino el periodismo venal que exalta a Felipe VI. Me importa muy poco el republicanismo sobrevenido que confía en un milagro. Por favooooor. No hay prodigios.

Me importa mucho, eso sí, el desconocimiento histórico profundo que tantos demuestran. Entre cortesanos y entre republicanos.

Nada parece saberse de la historia y la que verdaderamente importa ocurre en la ignorancia de la mayoría, podríamos decir. Algo culpable.

Hay un radicalismo ignaro, disfrazado de periodismo de salón. Hay unos cortesanos fuera de tiempo, que humillan la cerviz. Hay una ignorancia de los procesos históricos que simplemente abochorna.

Hay gente que se crece arremetiendo contra las hijas de Felipe VI (qué machotes). Hay gente que deplora tanta bandera española y tanta policía, qué malotes: por favor, echen un vistazo a Washington o París cuando accede un nuevo mandatario.

Hay gente que me decepciona con sus lapsus, lagunas y habladurías. Y esta Monarquía, Dios, esta Monarquía: debe desprenderse de sus Borbones más deplorables, esa historia tan lamentable.

Regreso a la ficción. The Americans se desarrolla en la primera etapa de Ronald Reagan, un personaje risible y a la vez admirable: creía en lo que decía, aunque fuera una memez. Hay unos espías soviéticos haciendo vida común entre los suburbios próximos a Washington. Tienen sentimientos, pero si es preciso actúan como killers.

La gente del FBI no es moralmente mejor. En estos momentos, mi vida se desarrolla en una ficción que se me acaba y que me descubrió Fran Sanz: la primera temporada de The Americans. En plena época de Reagan.

No siempre estoy de acuerdo con Fran, con sus decisiones socialistas, con su activismo, pero suelo coincidir con él a la hora de nuestros repudios y a la hora de nuestros ocios. Le agradezco que me descubriera The Americans. Y a él le dedico este artículo.


Jim Morrison, Young American

Por: | 21 de junio de 2014

JimMorrisonUno. No se sabe muy bien a qué razones concretas, a qué disgusto vital, se debe el vértigo creativo de Jim Morrison, el líder de The Doors (1965-1973).

¿A un padre militar y autoritario que asqueado por la existencia del hijo renunció a él en vida? Quizá un padre así siente decepción ante el vástago que ha de prolongar su trayectoria y que desmiente una a una todas las previsiones que sobre él ha hecho.

Su actitud fría y luego distante no hará sino incrementar el conato de rebeldía adolescente y el abismo generacional que separarán a Morrison de su progenitor. Quizá ese vértigo autodestructivo se debió a una creatividad caudalosa e indomable que el poeta no supo expresar adecuadamente y que acabó por doblegarle. Quizá se debió a un odio cuya energía no supo sublimar.

Morrison fue un tipo bien parecido, declaradamente guapo y viril, revestido de cuero negro, esa uniformidad siniestra tan característica del rechazo a lo burgués. Fue el vocalista y el letrista de un grupo cuyo nombre, The Doors, rendía homenaje a Aldous Huxley (The Doors of Perception) y a la ebriedad, a la alucinación inducida y a la exploración personal y dionisíaca. Pero no quiso ser una estrella del rock, un ídolo quinceañero, sino un poeta, un artista dispuesto a aventurarse valiéndose para ello de todos los soportes posibles.

Como indica el tópico y como él mismo confió, el creador, el auténtico creador, desvela y debela: en su expresión francesa —que él tanto admiró—, el creador es un crítico radical y un opositor del gusto adocenado y del poder. Siempre que pudo, Morrison hizo declaraciones contraculturales y proclamó una revuelta sin cuartel contra el orden mojigato y conservador de la América en que nació. Estamos en la segunda mitad de los sesenta.


Dos. En 1970 a Jim Morrison le hacen una fotografía policial. Es un chico enérgico y a la vez débil. Es un broncas. Es un norteamericano de gran fama cuya celebridad aún aumentará más tras su muerte, ocurrida en 1971.

Es un bad boy, alguien desorientado y desamparado (o que al menos así se siente desde tiempo atrás). Quiere vivir al límite, llegando hasta el fin: hasta el final de una resistencia, la suya o la del mundo que lo idolatra o lo condena. Él es y se siente poeta y las drogas y el alcohol forman parte de su mística de la creación genial.

Es o se cree un "Jinete en la tormenta", alguien solitario y audaz, ajeno a la meta que le han marcado, que él no ha elegido, alguien que vive con rabia las hipotecas con las que carga. La vida que le han previsto, que el padre le ha programado, es la reproducción inevitable de lo que el progenitor mismo ha heredado y de lo que ha logrado con obstinado esfuerzo: ser un gran oficial del Ejército.

La verdad de ese credo contestatario cobró mayor fuerza con la prueba de su muerte, de su extraña muerte ocurrida en París. Otros como él, Janis Joplin o Jimi Hendrix, habían perecido a los veintitantos años y sus vidas alucinadas se agrandaron hasta el mito. Entre los años 1970 y 1971 morían, pues, tres figuras torturadas del rock y dichos fallecimientos constituían el primer síntoma del vértigo creador y del abuso de estimulantes. La segunda generación del rock, de los Young Americans caía abatida. A la música de entonces la agigantaron precisamente esas derrotas y sirvió para mezclar el esteticismo con la muerte.

Hacer de la propia vida una obra de arte era una divisa del esteticismo nacido en Ochocientos, llevar hasta el límite las experiencias sensoriales, también. Arthur Rimbaud fue lectura familiar para Morrison, como lo fueron Jack Kerouac o Allen Ginsberg. Esta generación musical, la de Joplin, Hendrix y Morrison, quiso hacer del presente esa eternidad predicada desde el siglo XIX.

La vida es instante y la eternidad se resuelve en ese instante de vida. Lo que esta generación musical olvidó es que la existencia es también duración: instante y duración, presente y una cierta provisión de futuro.

Poco tiempo después, el punk haría del No Future su lema de combate.

 


http://puntodevistaeditores.com/tienda/young-americans-la-cultura-del-rock-1951-1965/

http://www.amazon.es/Young-Americans-cultura-rock-1951-1965-ebook

Querido Borges

Por: | 20 de junio de 2014

Querido Borges, no hay manera de despedirse de usted

Uno. Hace veintiocho años murió Jorge Luis Borges. Fue exactamente el 14 de junio de 1986. En casos como éste, cuando hablamos de un gran escritor, lo normal es que hablemos de nosotros mismos apoyándonos en el muerto egregio: cuándo lo descubrimos, cuándo lo leímos, cuándo lo veneramos e incluso cuándo dejamos de frecuentarlo.

BorgesNarracionesModestamente --y como en tantos otros casos--, mi vida podría examinarse a la luz de las lecturas o relecturas de Borges: cuándo lo tuve por autor diario o cuando me alejé de él para no quedar preso o enredado en un laberinto, tan del gusto del escritor argentino. Sobre esto y sobre él he escrito una, dos, muchas veces.

Mi descubrimiento no tiene nada de especial: supe de él gracias a aquella colección RTV, de Salvat, que se publicó hace varias décadas. En concreto, lo primero que leí fue el cuento 'Emma Zunz', que estaba en el volumen 91 de aquel fondo: Narraciones. El librito está datado en 1970. Y allí había un cuento con forma de ensayo titulado 'Pierre Menard, autor del 'Quijote'. Me deslumbró. Sobre ese texto casi sagrado, vuelvo en Anatomía de la Historia.


Dos. ¿Me he alejado de Borges? No. Periódicamente vuelvo a su obra, a esos ensayos que parecen cuentos; a esos relatos que simulan ser investigaciones; a esas pesquisas que se consuman como metafísicas; a esos argentinismos que resultan cuestiones universales; a esos poemas que enumeran los dones, que cifran lo evidente, que tratan del enigma, de la muerte, de la finitud, de la chiripa (también llamada destino).

¿Alejarme? No podría. No sólo regreso a su obra --a "la obra visible que ha dejado"--, sino a su vida. En mi casa, la balda más cumplida que tengo es la suya: en la estantería hay numerosas biografías (una parte mínima de las que se le han dedicado; hay trabajos sobre su literatura, estudios perecederos --efímeros, sí-- y ensayos que lo homenajean o repudian con energía. Algunas de esas prosas sobrevivirán.

No se cansó de conceder interviús y el subgénero "libro-entrevista" es abundante.  Hay un Borges oral que resulta fascinante, a veces previsible y reiterativo, a veces manierista, pero siempre interesante. No recuerdo cuántos de estos libros tengo: me refiero a los que Borges dictó.


Tres. El prestigio del escritor argentino no decae aunque su lectura sufra vaivenes. Cuando eres joven, Borges es un modelo de escritor refinado, culto, irónico: carga con la tradición (no contra la tradición), admite la imposibilidad de cambiar y a la vez altera y trastorna el legado que llega hasta él. Recrea lo ya dado y bromea sobre la incapacidad de ser verdaderamente original. Por eso, Borges cita, cita abundantemente: para hacer ostensible lo pretérito, esas literaturas que él conoce y que no consigue olvidar.

En Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874), Friedrich Nietzsche recomendaba olvidarse del peso muerto de la tradición para así alzarse creando algo nuevo y no lastrado. Borges no lo hace, pues es consciente de que cuando él comienza los grandes logros ya se han consumado. Pero eso no lo paraliza. No seré responsable de una obra monumental o extensa --podríamos decir--, pero seré el autor de iluminaciones, de trozos, de fragmentos.

Todo en él es aparentemente tentativo y parcial. Quizá haya algo perdurable en lo que hago, podría consolarse. Rendiré homenajes y haré mío lo que leo o me leen. En realidad, redescubre porque, como dice el propio Borges, la cualidad del clásico es que no puede ser leído: sólo releído. De ahí que esas citas reales o apócrifas sean guiños; pero también recursos con los que hacer algo nuevo.


Cuatro. ¿Qué leer o releer? Con Borges no puedo decidirme.  ¿El jardín de senderos que se bifurcan (1941)? ¿Ficciones (1944)? ¿El libro de arena (1975)? En Borges, la cronología es relativa, pues sus libros no son siempre definitivos y sus temas menos aún. Los asuntos se encadenan y se ordenan en un puzzle cuyo entero no tenemos.

En realidad, lo que yo propondría a quien ignore la obra de Borges es que se dejara llevar por su intuición y por su intención. Que ingresara en su mundo y que comenzara a saltar de ensayo en ensayo, de cuento en cuento, de poema en poema, para ver las conexiones íntimas, las reiteraciones obsesivas, las imágenes que condensan lo real: desde las rayas del tigre hasta los caminos del laberinto, desde el arrojo del compadrito, del orillero, hasta el valor de los justos, de los hombres solos.

Para ver las conexiones..., y sobre todo para descubrir cuál es la autentica  compulsión de la que Borges no se curará: el individuo y su creación, su posición. Una frase te justificará, un verso te redimirá, una idea eufónicamente expresada te salvará: y en el proceso averiguarás, conocerás, aprenderás con asombro. Con asombro: como los viejos filósofos. ¿Eso qué significa? Que nada está dado de antemano. A pesar de los logros, a pesar de recibir la tradición, el saber y sus iluminaciones, la moral y sus decisiones, son siempre individuales.


Cinco. En cada ser humano se dan el aprendizaje de lo nuevo y la asimilación de las rutinas. Pero sobre todo en cada persona que se define hay una pulsión creadora que puede agostarse o puede desarrollarse. No se trata de proponerse grandes obras, tarea pomposa y generalmente fracasada.  No se trata de realizar esos prodigios que son la inmortalidad de sus autores. En lo pequeño está el brillo del genio modesto.

De repente, un lector descubre que puede crear simplemente leyendo, releyendo y reescribiendo. Una obra le lleva a otra, una referencia es eco de otra: con vértigo y con alborozo, el lector y el observador lo ven todo sucesiva y simultáneamente. No hay que pedir disculpas por haber venido tarde, por haber llegado después. La humilde lectura es efectivamente realización y cumplimiento.

En fin, puestos a elegir, yo escogería para empezar 'Pierre Menard, autor del Quijote'. En Anatomía de la Historia me publican ese artículo que mencionaba y que irreparablemente he titulado 'Reescribir el Quijote', un texto que pueden ustedes completar, si les apetece con otro texto mío recientemente publicado en Punto de Vista: 'Jorge Luis Borges. ¿Qué decir?'

Querido Borges, no hay manera de despedirse de usted.
 

Llanto por Elena

Por: | 19 de junio de 2014

ElenayJaimeNo estoy viendo la proclamación de Felipe VI, pero no por alguna hostilidad especial, sino porque estoy trabajando. Ahora, mientras esto escribo me doy un respiro. Leo para trabajar y escribo para descansar.

Me ocurren cosas muy extrañas. Estoy seguro de que si viera la programación en directo soltaría alguna lágrima.

¿Acaso porque soy monárquico? No, no me veo yo como cortesano o súbdito, aunque tengamos sobre nosotros el peso de una Corona.

No, es que soy de lágrima fácil en circunstancias inadecuadas. Increíble.

No lloré cuando se casó Lady Di; tampoco cuando Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey... Y, sin embargo, recuerdo la mañana en que la infanta Elena contrajo matrimonio con Jaime de Marichalar. Juro (ya que la cosa va de juras) que me puse a llorar, moqueando y todo. Se me perdonará esta cochina revelación.

Estaba yo en la cocina desayunando. El resto de mis familiares aún dormían o se hacían los remolones. Sentado a la mesa, con las estrecheces del espacio, yo escuchaba la radio. El locutor no hacía muchas exclamaciones. Tampoco le adivinaba grandes aspavientos.

Hablaba, lo recuerdo, con un tono bajo, casi de reserva. Hablaba del porvenir de la infanta. Justo en ese momento me puse a llorar. No podía parar y, por otro lado, me sentía avergonzado de mis inexplicables lágrimas. Soy un sentimental, me dije para calmarme. Pero no: no suelo pecar de sentimentalismos. Por alguna razón, aquel matrimonio inverosímil me hizo romper a llorar experimentando un desgarro o una felicidad absolutamente incongruentes.

Sé que no se me creerá. O que se me tomará por lelo. Sé que conceptuarán esto que les cuento como un relato inventado. Sé que no se aceptará que todo un hombre se deje derrumbar por unos sentimientos que no le conciernen.

¿Cómo puedo convencer de la verdad de lo que digo? Una vez actué en una película haciendo de profesor que decía enormidades. Ciertos periodistas me tomaron en serio y, claro, confundieron la ficción con la mentira. Me llamaron embustero por actuar en un film. Pero ahora no hay trampa ni cartón. En fin, vuelvo a la infanta, que me pierdo.

Bien mirado, el futuro de Elena y Jaime me importaba poco ese día, diría que un comino, pero no lo escribo porque suena muy feo. El caso es que lloré mordiéndome los labios. ¿Un fenómeno extraño? ¿Una debilidad psíquica? ¿Una tristeza coyuntural? No descarto nada de esto, desde luego, pero quedé muy impresionado con mi actitud.

No ha vuelto a suceder. Quiero decir: no lloré cuando las bodas de Felipe y Letizia. Menos aún con los discursos navideños de Su Majestad. Alguien dirá incluso con un tono retador u hostil: háztelo ver, chaval. Pero yo ya no soy un chaval. Y, desde luego, si he de abonar algo a un terapeuta no será por Elena. Ella tiene un porvenir apañado, incluso dinástico, dicen sus seguidores. ¿Quiénes? Los llamados 'elenistas', acérrimos que la postulan como reina... Los elenistas nada tienen que ver con la antigua Atenas, pero sí con la hija de doña Sofía de Grecia.

En fin, estoy hecho un lío. Dejo esto y regreso a leer, a mis tareas, que si no me da la llantina.

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal