Uno. Hace unos años, hacia 2010, unos amigos encargaron a Antonio Barroso un retrato de Pedro Almodóvar. El artista valenciano se puso manos a la obra y el resultado fue una pieza de gran originalidad y mucho valor.
Del cuadro se le hizo entrega al retratado por su cumpleaños. Era un obsequio bien valioso, una sorpresa. Estas cosas las valoramos mucho los seres humanos: que se acuerden de ti, que te hagan un presente, que te muestren amor, cariño, amistad. Somos muy sensibles a estos regocijos privados.
Por las noticias que tengo, el propietario del obsequio lo conserva. Imagino que luce en alguna de las paredes de su residencia. La técnica con la que está hecha la obra es acrílico sobre tabla y metacrilato. Las medidas, aproximadamente son 85 x 70.
El retrato reproduce la efigie del cineasta, con los colores de la españolidad por montera, la misma con la que universalmente se le identifica.
Antonio Barroso siempe es capaz de sorprendernos con sus realizaciones. Lo que parece obvio deja de serlo. Lo que parece fácil es arte complicado. Lo que parece..., no lo es.
El retrato de Pedro Almodóvar recuerda vagamente los viejos daguerrotipos. Apenas sobresale de entre un fondo oscuro, ¿de entre el fondo oscuro del alma? Tiene una lumininosidad que contrasta con el resto del campo visual y, sin duda, tiene aura, como los viejos retratos de antaño: un cerco de luz.
La mirada de Pedro Almodóvar es dura, retadora y a la vez defensiva. Aún es joven, es un hombre de mediana edad y su abundante cabellera no ha encanecido. Al menos no se la ha dejado encanecer.
La instantánea que vemos no es la obra que realizó Antonio Barroso. Es una fotografía esquinada y con reflejos. Eso no estropea el resultado: el alma de Almodóvar es esquinada y, sin duda, su cinematografía tiene todo tipo de reflejos.
Dos. Resulta ya un lugar común recordar con nostalgia al Amodóvar iconoclasta de la primera juventud. Resulta un tópico lamentar el tono frecuentemente pomposo que ha adoptado en sus últimas producciones. En los lugares comunes hay algo de verdad y hay algo de abusiva generalización.
Ni el primer Almodóvar fue siempre un cineasta de excelente factura: de hecho, sus torpezas al frente de la realización formaban arte de su encanto; ni el último o penúltimo Pedro, el ganador de lo mayores galardones, es sólo un director rutinario.
Nunca he tenido a Almodóvar como uno de mis cineastas de referencia. Me han gustado su descaro y su colorismo pasional.
Pondré un ejemplo: en Sevilla, a la altura de 1982, acudí al estreno de Laberinto de pasiones (1982). Me reí muchísimo con un film que tenía a Imanol Arias como protagonista. Encarnaba a un supuesto hijo del Sha de Persia de paso por España. El asunto argumental era un disparate, pero el esperpento, el sarcasmo y la ternura son parte de Almodóvar. Y también el desenfado y la grandilocuencia. Luego vi su opera prima: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).
Con esa película y con otras que vinieron después confirmé que Almodóvar empezó sin saber hacer cine; constaté que el director iba aprendiendo; corroboré que tenía una desvergonzada fuerza y una habilidad especial para captar y retocar imágenes tópicas, para mezclar lo alto y lo bajo y para contar folletines.
¿Esos folletines? Sí, esos melodramas rotundos que jamás me han interesado. Lo admito. De las historias de Almodóvar siempre me he sentido muy lejano. Salvo, quizá, de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), con una Carmen Maura que intepretaba espléndidamente a un ama de casa desquiciada. No comprendí el entusiasmo universal con Volver (2006) y me molestó especialmente La mala educación (2004). Etcétera. La última pelicula suya que he visto es La piel que habito (2011).
Tres. Acudí al cine motivado por Carlos Boyero (El País). Su crítica de La piel que habito era tan fiera, la denostaba con tanto aspaviento, que me picó la curiosidad. No puede ser tan deleznable, me dije. Los actores no pueden estar tan mal, el argumento no puede ser tan artificioso. Fui al cine y sentí algún estremecimiento. Sentí malestar. El aire acondicionado estaba excesivamente alto y la historia me dejaba frío.
¿La vida de un cirujano plástico que experimenta con piel humana para recrear la epidermis de los seres queridos y tal vez perdidos? ¿Una recreación del mito de Frankenstein?
Recuerdo haber visto varios automóviles marca BMW en la película. Recuerdo haber visto Toledo como localización inicial. Recuerdo haber visto la calle de alguna población gallega. Esos tres elementos no están justificados argumentalmente: sólo la producción, las subvenciones o los acuerdos comerciales justifican su presencia.
¿Por qué Antonio Banderas, el cirujano inescrupuloso, conduce un BMW de gama alta? ¿Acaso porque es un tipo adinerado? ¿Y por qué vemos ese cochazo hasta cuatro veces, cuando llega a su domicilio? No hay elipsis si se trata de mostrar el automóvil. ¿Por qué otros tipos igualmente acaudalados pilotan sus respectivos BMW? ¿Por qué no aparecen ricachones conduciendo Mercedes o Lexus, por ejemplo? Esto, que parece secundario, es un fallo imperdonable: los acuerdos económicos del cineasta no deben notarse en pantalla. Y se notan.
En una película puedes sacar un fusil, un rifle, una escopeta o un tirachinas, pero todo eso ha de ser utilizado justificadamente. Si al principio de un film vemos un arma, debemos saber que ese cacharro va a ser empleado. Eso decía Alfred Hitchcock. En cine, lo ornamental me resulta odioso: más aún si sé que es resultado de los acuerdos de un cineasta con sus patrocinadores o subvencionadores. El BMW no debería apreciarse; no debería mostrarse con esa ostentación. ¿De nuevo rico? No: de cineasta agradecido.
Pero en Almodóvar, todo se distingue con énfasis: la música que subraya innecesariamente, el hieratismo de Banderas, los enredos del guión. Y Vicente, ese Vicente gallego cuyo drama resulta un exceso melodramático y cuyo dolor me resulta muy ajeno. Junto a esto, en el director manchego hay imágenes poderosas: en este caso, siempre con Elena Anaya.
En fin. Tuve la suerte de poder comentar este film con Encarna, con Isabel, con Alejandro. Sorprendentemente, los juicios eran muy parecidos y el efecto o el nulo efecto que el film nos había producido, también. Lo raro, lo significativo, es que durante horas y horas estuvimos hablando de La piel que habito. Y de Almodóvar.
Y continuaremos. Por algo será…