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Pedro Almodóvar, treinta y tantos después

Por: | 26 de junio de 2014

PedroAlmodovarporAntonioBarrosoUno. Hace unos años, hacia 2010, unos amigos encargaron a Antonio Barroso un retrato de Pedro Almodóvar. El artista valenciano se puso manos a la obra y el resultado fue una pieza de gran originalidad y mucho valor.

Del cuadro se le hizo entrega al retratado por su cumpleaños. Era un obsequio bien valioso, una sorpresa. Estas cosas las valoramos mucho los seres humanos: que se acuerden de ti, que te hagan un presente, que te muestren amor, cariño, amistad. Somos muy sensibles a estos regocijos privados.

Por las noticias que tengo, el propietario del obsequio lo conserva. Imagino que luce en alguna de las paredes de su residencia. La técnica con la que está hecha la obra es acrílico sobre tabla y metacrilato. Las medidas, aproximadamente son 85 x 70.

El retrato reproduce la efigie del cineasta, con los colores de la españolidad por montera, la misma con la que universalmente se le identifica.

Antonio Barroso siempe es capaz de sorprendernos con sus realizaciones. Lo que parece obvio deja de serlo. Lo que parece fácil es arte complicado. Lo que parece..., no lo es.

El retrato de Pedro Almodóvar recuerda vagamente los viejos daguerrotipos. Apenas sobresale de entre un fondo oscuro, ¿de entre el fondo oscuro del alma? Tiene una lumininosidad que contrasta con el resto del campo visual y, sin duda, tiene aura, como los viejos retratos de antaño: un cerco de luz.

La mirada de Pedro Almodóvar es dura, retadora y a la vez defensiva. Aún es joven, es un hombre de mediana edad y su abundante cabellera no ha encanecido. Al menos no se la ha dejado encanecer.

La instantánea que vemos no es la obra que realizó Antonio Barroso. Es una fotografía esquinada y con reflejos. Eso no estropea el resultado: el alma de Almodóvar es esquinada y, sin duda, su cinematografía tiene todo tipo de reflejos.


Dos. Resulta ya un lugar común recordar con nostalgia al Amodóvar iconoclasta de la primera juventud. Resulta un tópico lamentar el tono frecuentemente pomposo que ha adoptado en sus últimas producciones. En los lugares comunes hay algo de verdad y hay algo de abusiva generalización.

Ni el primer Almodóvar fue siempre un cineasta de excelente factura: de hecho, sus torpezas al frente de la realización formaban arte de su encanto; ni el último o penúltimo Pedro, el ganador de lo mayores galardones, es sólo un director rutinario.

Nunca he tenido a Almodóvar como uno de mis cineastas de referencia. Me han gustado su descaro y su colorismo pasional.

Pondré un ejemplo: en Sevilla, a la altura de 1982, acudí al estreno de Laberinto de pasiones (1982). Me reí muchísimo con un film que tenía a Imanol Arias como protagonista. Encarnaba a un supuesto hijo del Sha de Persia de paso por España. El asunto argumental era un disparate, pero el esperpento, el sarcasmo y la ternura son parte de Almodóvar. Y también el desenfado y la grandilocuencia. Luego vi su opera prima: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).

Con esa película y con otras que vinieron después confirmé que Almodóvar empezó sin saber hacer cine; constaté que el director iba aprendiendo; corroboré que tenía una desvergonzada fuerza y una habilidad especial para captar y retocar imágenes tópicas, para mezclar lo alto y lo bajo y para contar folletines.

¿Esos folletines? Sí, esos melodramas rotundos que jamás me han interesado. Lo admito. De las historias de Almodóvar siempre me he sentido muy lejano. Salvo, quizá, de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), con una Carmen Maura que intepretaba espléndidamente a un ama de casa desquiciada. No comprendí el entusiasmo universal con Volver (2006) y me molestó especialmente La mala educación (2004). Etcétera. La última pelicula suya que he visto es La piel que habito (2011).

Tres. Acudí al cine motivado por Carlos Boyero (El País). Su crítica de La piel que habito era tan fiera, la denostaba con tanto aspaviento, que me picó la curiosidad. No puede ser tan deleznable, me dije. Los actores no pueden estar tan mal, el argumento no puede ser tan artificioso. Fui al cine y sentí algún estremecimiento. Sentí malestar. El aire acondicionado estaba excesivamente alto y la historia me dejaba frío.

¿La vida de un cirujano plástico que experimenta con piel humana para recrear la epidermis de los seres queridos y tal vez perdidos? ¿Una recreación del mito de Frankenstein?

Recuerdo haber visto varios automóviles marca BMW en la película. Recuerdo haber visto Toledo como localización inicial. Recuerdo haber visto la calle de alguna población gallega. Esos tres elementos no están justificados argumentalmente: sólo la producción, las subvenciones o los acuerdos comerciales justifican su presencia.

¿Por qué Antonio Banderas, el cirujano inescrupuloso, conduce un BMW de gama alta? ¿Acaso porque es un tipo adinerado? ¿Y por qué vemos ese cochazo hasta cuatro veces, cuando llega a su domicilio? No hay elipsis si se trata de mostrar el automóvil. ¿Por qué otros tipos igualmente acaudalados pilotan sus respectivos BMW? ¿Por qué no aparecen ricachones conduciendo Mercedes o Lexus, por ejemplo? Esto, que parece secundario, es un fallo imperdonable: los acuerdos económicos del cineasta no deben notarse en pantalla. Y se notan.

En una película puedes sacar un fusil, un rifle, una escopeta o un tirachinas, pero todo eso ha de ser utilizado justificadamente. Si al principio de un film vemos un arma, debemos saber que ese cacharro va a ser empleado. Eso decía Alfred Hitchcock. En cine, lo ornamental me resulta odioso: más aún si sé que es resultado de los acuerdos de un cineasta con sus patrocinadores o subvencionadores. El BMW no debería apreciarse; no debería mostrarse con esa ostentación. ¿De nuevo rico? No: de cineasta agradecido.

Pero en Almodóvar, todo se distingue con énfasis: la música que subraya innecesariamente, el hieratismo de Banderas, los enredos del guión. Y Vicente, ese Vicente gallego cuyo drama resulta un exceso melodramático y cuyo dolor me resulta muy ajeno. Junto a esto, en el director manchego hay imágenes poderosas: en este caso, siempre con Elena Anaya.

En fin. Tuve la suerte de poder comentar este film con Encarna, con Isabel, con Alejandro. Sorprendentemente, los juicios eran muy parecidos y el efecto o el nulo efecto que el film nos había producido, también. Lo raro, lo significativo, es que durante horas y horas estuvimos hablando de La piel que habito. Y de Almodóvar.

Y continuaremos. Por algo será…

No quiero regresar a esta España áspera

Por: | 21 de junio de 2014

Photo1He vuelto a ver un resplandor. Me preguntaba qué es, qué podía ser. Ha sido justo cuando he levantado la vista.

Había un brillo matinal incomprensible. Serían las once horas del sábado 21 de junio de 2014.

La fecha nos remite a la ciencia-ficción, a un porvenir improbable que aún no habríamos vivido, a un futuro en que el mundo es oscuro y la mala gente que camina tapa el sol. Punto y aparte.

La vida académica me ciega, me aparta de la realidad y me deja alelado. Por eso, de cuando en cuando me conviene mirar al frente y lejos, cosa difícil mientras estoy entre estas cuatro paredes. Allí, al fondo, está el mar...

Aquí me paso encerrado muchas horas corrigiendo textos, reparando sintaxis desastrosas, en espera. Los trabajos de curso... He de aparentar interés, resolviendo asuntos. Yo veo lo que hay, pero además todos pueden adivinar lo que hago.

Me paso la vida hojeando papeles y leyendo informes y trabajos. Te encargan la supervisión de esos textos que varios aspirantes realizan. Tú no quieres ser un funcionario inescrupuloso y por eso examinas los presupuestos teóricos, los puntos que desarrollan: los proyectos, en fin.

Resmas de papel timbrado, grumos de celusosa con grapas, con clips, cosidos, formando expedientes. Ésa es tu literatura ordinaria.

Piensas en la buena gente que camina. Y piensas en tu soledad deseada, aquel silencio al que aspiras. Ni siquiera enciendes el televisor cuando llegas a casa: no te interesan Felipe VI ni sus opositores. Es más, a poco que se descuide tu esposa, apagas el receptor de radio que ella se obstina en prender. Sólo quieres ver un nuevo capítulo de The Americans (2013). Te gustaría vivir en esa ficción.

The_Americans_Serie_de_TV-753530620-largeMiras el techo, apartas la vista, y cuando vuelves a abrir los ojos hay otra señal lumínica. No es un gran alarde, pero constatas que es la misma que has apreciado por la mañana.

Me importa un comino el periodismo venal que exalta a Felipe VI. Me importa muy poco el republicanismo sobrevenido que confía en un milagro. Por favooooor. No hay prodigios.

Me importa mucho, eso sí, el desconocimiento histórico profundo que tantos demuestran. Entre cortesanos y entre republicanos.

Nada parece saberse de la historia y la que verdaderamente importa ocurre en la ignorancia de la mayoría, podríamos decir. Algo culpable.

Hay un radicalismo ignaro, disfrazado de periodismo de salón. Hay unos cortesanos fuera de tiempo, que humillan la cerviz. Hay una ignorancia de los procesos históricos que simplemente abochorna.

Hay gente que se crece arremetiendo contra las hijas de Felipe VI (qué machotes). Hay gente que deplora tanta bandera española y tanta policía, qué malotes: por favor, echen un vistazo a Washington o París cuando accede un nuevo mandatario.

Hay gente que me decepciona con sus lapsus, lagunas y habladurías. Y esta Monarquía, Dios, esta Monarquía: debe desprenderse de sus Borbones más deplorables, esa historia tan lamentable.

Regreso a la ficción. The Americans se desarrolla en la primera etapa de Ronald Reagan, un personaje risible y a la vez admirable: creía en lo que decía, aunque fuera una memez. Hay unos espías soviéticos haciendo vida común entre los suburbios próximos a Washington. Tienen sentimientos, pero si es preciso actúan como killers.

La gente del FBI no es moralmente mejor. En estos momentos, mi vida se desarrolla en una ficción que se me acaba y que me descubrió Fran Sanz: la primera temporada de The Americans. En plena época de Reagan.

No siempre estoy de acuerdo con Fran, con sus decisiones socialistas, con su activismo, pero suelo coincidir con él a la hora de nuestros repudios y a la hora de nuestros ocios. Le agradezco que me descubriera The Americans. Y a él le dedico este artículo.


Jim Morrison, Young American

Por: | 21 de junio de 2014

JimMorrisonUno. No se sabe muy bien a qué razones concretas, a qué disgusto vital, se debe el vértigo creativo de Jim Morrison, el líder de The Doors (1965-1973).

¿A un padre militar y autoritario que asqueado por la existencia del hijo renunció a él en vida? Quizá un padre así siente decepción ante el vástago que ha de prolongar su trayectoria y que desmiente una a una todas las previsiones que sobre él ha hecho.

Su actitud fría y luego distante no hará sino incrementar el conato de rebeldía adolescente y el abismo generacional que separarán a Morrison de su progenitor. Quizá ese vértigo autodestructivo se debió a una creatividad caudalosa e indomable que el poeta no supo expresar adecuadamente y que acabó por doblegarle. Quizá se debió a un odio cuya energía no supo sublimar.

Morrison fue un tipo bien parecido, declaradamente guapo y viril, revestido de cuero negro, esa uniformidad siniestra tan característica del rechazo a lo burgués. Fue el vocalista y el letrista de un grupo cuyo nombre, The Doors, rendía homenaje a Aldous Huxley (The Doors of Perception) y a la ebriedad, a la alucinación inducida y a la exploración personal y dionisíaca. Pero no quiso ser una estrella del rock, un ídolo quinceañero, sino un poeta, un artista dispuesto a aventurarse valiéndose para ello de todos los soportes posibles.

Como indica el tópico y como él mismo confió, el creador, el auténtico creador, desvela y debela: en su expresión francesa —que él tanto admiró—, el creador es un crítico radical y un opositor del gusto adocenado y del poder. Siempre que pudo, Morrison hizo declaraciones contraculturales y proclamó una revuelta sin cuartel contra el orden mojigato y conservador de la América en que nació. Estamos en la segunda mitad de los sesenta.


Dos. En 1970 a Jim Morrison le hacen una fotografía policial. Es un chico enérgico y a la vez débil. Es un broncas. Es un norteamericano de gran fama cuya celebridad aún aumentará más tras su muerte, ocurrida en 1971.

Es un bad boy, alguien desorientado y desamparado (o que al menos así se siente desde tiempo atrás). Quiere vivir al límite, llegando hasta el fin: hasta el final de una resistencia, la suya o la del mundo que lo idolatra o lo condena. Él es y se siente poeta y las drogas y el alcohol forman parte de su mística de la creación genial.

Es o se cree un "Jinete en la tormenta", alguien solitario y audaz, ajeno a la meta que le han marcado, que él no ha elegido, alguien que vive con rabia las hipotecas con las que carga. La vida que le han previsto, que el padre le ha programado, es la reproducción inevitable de lo que el progenitor mismo ha heredado y de lo que ha logrado con obstinado esfuerzo: ser un gran oficial del Ejército.

La verdad de ese credo contestatario cobró mayor fuerza con la prueba de su muerte, de su extraña muerte ocurrida en París. Otros como él, Janis Joplin o Jimi Hendrix, habían perecido a los veintitantos años y sus vidas alucinadas se agrandaron hasta el mito. Entre los años 1970 y 1971 morían, pues, tres figuras torturadas del rock y dichos fallecimientos constituían el primer síntoma del vértigo creador y del abuso de estimulantes. La segunda generación del rock, de los Young Americans caía abatida. A la música de entonces la agigantaron precisamente esas derrotas y sirvió para mezclar el esteticismo con la muerte.

Hacer de la propia vida una obra de arte era una divisa del esteticismo nacido en Ochocientos, llevar hasta el límite las experiencias sensoriales, también. Arthur Rimbaud fue lectura familiar para Morrison, como lo fueron Jack Kerouac o Allen Ginsberg. Esta generación musical, la de Joplin, Hendrix y Morrison, quiso hacer del presente esa eternidad predicada desde el siglo XIX.

La vida es instante y la eternidad se resuelve en ese instante de vida. Lo que esta generación musical olvidó es que la existencia es también duración: instante y duración, presente y una cierta provisión de futuro.

Poco tiempo después, el punk haría del No Future su lema de combate.

 


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Querido Borges

Por: | 20 de junio de 2014

Querido Borges, no hay manera de despedirse de usted

Uno. Hace veintiocho años murió Jorge Luis Borges. Fue exactamente el 14 de junio de 1986. En casos como éste, cuando hablamos de un gran escritor, lo normal es que hablemos de nosotros mismos apoyándonos en el muerto egregio: cuándo lo descubrimos, cuándo lo leímos, cuándo lo veneramos e incluso cuándo dejamos de frecuentarlo.

BorgesNarracionesModestamente --y como en tantos otros casos--, mi vida podría examinarse a la luz de las lecturas o relecturas de Borges: cuándo lo tuve por autor diario o cuando me alejé de él para no quedar preso o enredado en un laberinto, tan del gusto del escritor argentino. Sobre esto y sobre él he escrito una, dos, muchas veces.

Mi descubrimiento no tiene nada de especial: supe de él gracias a aquella colección RTV, de Salvat, que se publicó hace varias décadas. En concreto, lo primero que leí fue el cuento 'Emma Zunz', que estaba en el volumen 91 de aquel fondo: Narraciones. El librito está datado en 1970. Y allí había un cuento con forma de ensayo titulado 'Pierre Menard, autor del 'Quijote'. Me deslumbró. Sobre ese texto casi sagrado, vuelvo en Anatomía de la Historia.


Dos. ¿Me he alejado de Borges? No. Periódicamente vuelvo a su obra, a esos ensayos que parecen cuentos; a esos relatos que simulan ser investigaciones; a esas pesquisas que se consuman como metafísicas; a esos argentinismos que resultan cuestiones universales; a esos poemas que enumeran los dones, que cifran lo evidente, que tratan del enigma, de la muerte, de la finitud, de la chiripa (también llamada destino).

¿Alejarme? No podría. No sólo regreso a su obra --a "la obra visible que ha dejado"--, sino a su vida. En mi casa, la balda más cumplida que tengo es la suya: en la estantería hay numerosas biografías (una parte mínima de las que se le han dedicado; hay trabajos sobre su literatura, estudios perecederos --efímeros, sí-- y ensayos que lo homenajean o repudian con energía. Algunas de esas prosas sobrevivirán.

No se cansó de conceder interviús y el subgénero "libro-entrevista" es abundante.  Hay un Borges oral que resulta fascinante, a veces previsible y reiterativo, a veces manierista, pero siempre interesante. No recuerdo cuántos de estos libros tengo: me refiero a los que Borges dictó.


Tres. El prestigio del escritor argentino no decae aunque su lectura sufra vaivenes. Cuando eres joven, Borges es un modelo de escritor refinado, culto, irónico: carga con la tradición (no contra la tradición), admite la imposibilidad de cambiar y a la vez altera y trastorna el legado que llega hasta él. Recrea lo ya dado y bromea sobre la incapacidad de ser verdaderamente original. Por eso, Borges cita, cita abundantemente: para hacer ostensible lo pretérito, esas literaturas que él conoce y que no consigue olvidar.

En Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874), Friedrich Nietzsche recomendaba olvidarse del peso muerto de la tradición para así alzarse creando algo nuevo y no lastrado. Borges no lo hace, pues es consciente de que cuando él comienza los grandes logros ya se han consumado. Pero eso no lo paraliza. No seré responsable de una obra monumental o extensa --podríamos decir--, pero seré el autor de iluminaciones, de trozos, de fragmentos.

Todo en él es aparentemente tentativo y parcial. Quizá haya algo perdurable en lo que hago, podría consolarse. Rendiré homenajes y haré mío lo que leo o me leen. En realidad, redescubre porque, como dice el propio Borges, la cualidad del clásico es que no puede ser leído: sólo releído. De ahí que esas citas reales o apócrifas sean guiños; pero también recursos con los que hacer algo nuevo.


Cuatro. ¿Qué leer o releer? Con Borges no puedo decidirme.  ¿El jardín de senderos que se bifurcan (1941)? ¿Ficciones (1944)? ¿El libro de arena (1975)? En Borges, la cronología es relativa, pues sus libros no son siempre definitivos y sus temas menos aún. Los asuntos se encadenan y se ordenan en un puzzle cuyo entero no tenemos.

En realidad, lo que yo propondría a quien ignore la obra de Borges es que se dejara llevar por su intuición y por su intención. Que ingresara en su mundo y que comenzara a saltar de ensayo en ensayo, de cuento en cuento, de poema en poema, para ver las conexiones íntimas, las reiteraciones obsesivas, las imágenes que condensan lo real: desde las rayas del tigre hasta los caminos del laberinto, desde el arrojo del compadrito, del orillero, hasta el valor de los justos, de los hombres solos.

Para ver las conexiones..., y sobre todo para descubrir cuál es la autentica  compulsión de la que Borges no se curará: el individuo y su creación, su posición. Una frase te justificará, un verso te redimirá, una idea eufónicamente expresada te salvará: y en el proceso averiguarás, conocerás, aprenderás con asombro. Con asombro: como los viejos filósofos. ¿Eso qué significa? Que nada está dado de antemano. A pesar de los logros, a pesar de recibir la tradición, el saber y sus iluminaciones, la moral y sus decisiones, son siempre individuales.


Cinco. En cada ser humano se dan el aprendizaje de lo nuevo y la asimilación de las rutinas. Pero sobre todo en cada persona que se define hay una pulsión creadora que puede agostarse o puede desarrollarse. No se trata de proponerse grandes obras, tarea pomposa y generalmente fracasada.  No se trata de realizar esos prodigios que son la inmortalidad de sus autores. En lo pequeño está el brillo del genio modesto.

De repente, un lector descubre que puede crear simplemente leyendo, releyendo y reescribiendo. Una obra le lleva a otra, una referencia es eco de otra: con vértigo y con alborozo, el lector y el observador lo ven todo sucesiva y simultáneamente. No hay que pedir disculpas por haber venido tarde, por haber llegado después. La humilde lectura es efectivamente realización y cumplimiento.

En fin, puestos a elegir, yo escogería para empezar 'Pierre Menard, autor del Quijote'. En Anatomía de la Historia me publican ese artículo que mencionaba y que irreparablemente he titulado 'Reescribir el Quijote', un texto que pueden ustedes completar, si les apetece con otro texto mío recientemente publicado en Punto de Vista: 'Jorge Luis Borges. ¿Qué decir?'

Querido Borges, no hay manera de despedirse de usted.
 

Llanto por Elena

Por: | 19 de junio de 2014

ElenayJaimeNo estoy viendo la proclamación de Felipe VI, pero no por alguna hostilidad especial, sino porque estoy trabajando. Ahora, mientras esto escribo me doy un respiro. Leo para trabajar y escribo para descansar.

Me ocurren cosas muy extrañas. Estoy seguro de que si viera la programación en directo soltaría alguna lágrima.

¿Acaso porque soy monárquico? No, no me veo yo como cortesano o súbdito, aunque tengamos sobre nosotros el peso de una Corona.

No, es que soy de lágrima fácil en circunstancias inadecuadas. Increíble.

No lloré cuando se casó Lady Di; tampoco cuando Juan Carlos de Borbón fue proclamado rey... Y, sin embargo, recuerdo la mañana en que la infanta Elena contrajo matrimonio con Jaime de Marichalar. Juro (ya que la cosa va de juras) que me puse a llorar, moqueando y todo. Se me perdonará esta cochina revelación.

Estaba yo en la cocina desayunando. El resto de mis familiares aún dormían o se hacían los remolones. Sentado a la mesa, con las estrecheces del espacio, yo escuchaba la radio. El locutor no hacía muchas exclamaciones. Tampoco le adivinaba grandes aspavientos.

Hablaba, lo recuerdo, con un tono bajo, casi de reserva. Hablaba del porvenir de la infanta. Justo en ese momento me puse a llorar. No podía parar y, por otro lado, me sentía avergonzado de mis inexplicables lágrimas. Soy un sentimental, me dije para calmarme. Pero no: no suelo pecar de sentimentalismos. Por alguna razón, aquel matrimonio inverosímil me hizo romper a llorar experimentando un desgarro o una felicidad absolutamente incongruentes.

Sé que no se me creerá. O que se me tomará por lelo. Sé que conceptuarán esto que les cuento como un relato inventado. Sé que no se aceptará que todo un hombre se deje derrumbar por unos sentimientos que no le conciernen.

¿Cómo puedo convencer de la verdad de lo que digo? Una vez actué en una película haciendo de profesor que decía enormidades. Ciertos periodistas me tomaron en serio y, claro, confundieron la ficción con la mentira. Me llamaron embustero por actuar en un film. Pero ahora no hay trampa ni cartón. En fin, vuelvo a la infanta, que me pierdo.

Bien mirado, el futuro de Elena y Jaime me importaba poco ese día, diría que un comino, pero no lo escribo porque suena muy feo. El caso es que lloré mordiéndome los labios. ¿Un fenómeno extraño? ¿Una debilidad psíquica? ¿Una tristeza coyuntural? No descarto nada de esto, desde luego, pero quedé muy impresionado con mi actitud.

No ha vuelto a suceder. Quiero decir: no lloré cuando las bodas de Felipe y Letizia. Menos aún con los discursos navideños de Su Majestad. Alguien dirá incluso con un tono retador u hostil: háztelo ver, chaval. Pero yo ya no soy un chaval. Y, desde luego, si he de abonar algo a un terapeuta no será por Elena. Ella tiene un porvenir apañado, incluso dinástico, dicen sus seguidores. ¿Quiénes? Los llamados 'elenistas', acérrimos que la postulan como reina... Los elenistas nada tienen que ver con la antigua Atenas, pero sí con la hija de doña Sofía de Grecia.

En fin, estoy hecho un lío. Dejo esto y regreso a leer, a mis tareas, que si no me da la llantina.

La historia y los artificieros

Por: | 19 de junio de 2014

La existencia de cada cual es un repertorio de relatos, propios y ajenos, los cuentos que nos han contado y Entierrahostilque se remansan en nuestras respectivas memorias, y los cuentos que nos contamos a nosotros mismos. ¿Para qué? 

Para que cada cual haga la historia de su vida, para que cada uno dé asiento y coherencia autobiográfica a lo que le ha sucedido.

La verdad, la correspondencia de lo relatado con lo ocurrido, es difícil de determinar y de precisar, y la autentificación de los avatares acaba dependiendo del sentido que se les dé.

De hecho, ese sentido cambia y lo que antes fue destino ciego y herida, luego puede ser vicisitud menor.

Por eso nos contamos tantas historias y observamos tantos rostros justamente.  Para evaluar qué parte hay de azar, de feliz casualidad en la dicha o en la desdicha presentes.

Para medir hasta qué punto nuestras respectivas vidas confirman las previsiones que sobre nosotros habían volcado los mayores.

Para sopesar hasta qué punto hay algo de libertad y de creación personal, hasta qué punto somos capaces de sobreponernos a las circunstancias que nosotros no hemos elegido.

Para afirmar nuestra independencia y, a la vez, para saldar cuentas con un pasado que nos pertenece y en el que nos vemos actuando con incertidumbre, con brutalidad, con audacia o con mansedumbre.

Los historiadores reconstruyen el pasado que hemos perdido (perdido pero latente), ese pasado verdaderamente irrestituible y ya inexistente. Lo hacen con testimonios diversos, con perspectivas más o menos numerosas, que son sobre todo variaciones de un archivo, de un registro. No siempre tenemos la posibilidad de verificar esos testimonios que allí se reúnen.

Cada uno de esos testigos nombra lo real de modo diverso o, incluso, lo oculta, lo maquilla, lo tapa, empleando sus recursos, los propios o los heredados. Al hacerlo así, al designar el mundo, cada uno le da un sentido y una variación, un orden y una narración diversos. Los ojos miran de diferente forma y las voces lo expresan de modo distinto.

El pasado es inaprensible para el contemporáneo, es materialmente irrecuperable, y por eso mismo dependemos de los relatos que nos legan, de las historias que nos cuentan. Pero, como esas versiones no son necesariamente compatibles entre sí ni nombran lo pretérito del mismo modo, el individuo es hoy un depósito de narraciones heredadas y con frecuencia mendaces, contradictorias y explosivas.

De ahí la necesidad del historiador, un profesional que con exquisito cuidado ha de actuar. Como si de un artificiero se tratara: debe desactivar los relatos rencorosos que aún nos dañan, aquello que aún nos amenaza y que es fruto de la manipulación o de la mentira. El historiador no debe maquillar, engañar, empañar. No suaviza ni atempera. Ha de desvelar, abrir, frotar y limpiar la herida. Pero no para sajar y zanjar. Porque si obra con ligereza o contraviniendo sus protocolos, entonces el pasado le explota: y ahí sí que se abren zanjas.

Quien investiga y lee, quien reúne testimonios, no pretende hacerlos todos compatibles. Aspira a algo más llevadero: a abrir la mente al conocimiento y no al reconocimiento ni al hostigamiento.

Antonio Muñoz Molina, instantánea

Por: | 16 de junio de 2014

Decía Wilhelm Dilthey que la comprensión del sujeto histórico concreto exige Amm-miradacaptar su pensamiento, voluntad y sentimiento. El esfuerzo de salir de uno mismo para comprender lo que el otro nos da con pocos datos, lo que el otro se resiste a darnos, en definitiva.

La tarea propuesta es revelar el espíritu, aclararlo. Sin embargo, la aspiración de Dilthey es hoy una meta excesivamente optimista y de dudosa realización: aprehender nada menos que la vida interna del personaje que nos rodea o del que estamos distanciados.

No somos transparentes y a los contemporáneos los vemos o los comprendemos haciendo uso de esquemas que hemos aprendido, por ejemplo, de las películas, de la literatura, del arte. Por eso, comprender el pensamiento, la voluntad y el sentimiento del otro es tarea poco menos que imposible y a la que sólo nos aproximamos con esos recursos ya empleados.

Para conocer hay que conocerse en primer lugar y la averiguación del contemporáneo depende de unos materiales que vemos en los otros según diferente composición.

 Cuando Antonio Muñoz Molina publicó Escrito en un instante (1997), sus impresiones breves, brevísimas --reunidas en un libro bello y único que publicara Calima Ediciones-- nos enseñaban lo que es captar, atrapar la singularidad, hacer economía verbal. Hay personajes de los que no conseguimos averiguar mucho, circunstancias sobre las que hay que conjeturar, lugares tópicos que nos sorprenden, voces reconocibles y a la vez extrañas.

El flujo de conciencia, la voz interna, la irrupción de los sentimientos más escondidos e ingobernables, el monólogo interior, en definitiva, han sido los modos expresivos adoptados para rebasar el artificioso relato naturalista. Al mostrarnos el pensamiento recóndito del personaje o del narrador, con frecuencia lo vemos como un discurrir que carece de coherencia: son cachos de un mundo fracturado, hecho pedazos.

Yo leí aquel libro así. Buscando y captando lo mínimo, como esas observaciones escasas e iluminadoras. Ahora, desde hace un tiempo, Antonio Muñoz Molina tiene un diario, un blog, que lo llama justamente así: Escrito en un instante. Mientras releo toda su obra para un libro que escribo sobre su producción (y que en unos meses aparecerá en Fórcola), mientras leo sus reflexiones periodísticas que a tantos gustan y a tantos irritan, les remito a una reflexión sobre aquel libro, Escrito en un instante, que tanto placer me procuró. Y aún produce.

En Anatomía de la Historia así lo han entendido: espero que les guste esta evocación de aquel librito denso y sorprendente. Lo he titulado: Antonio Muñoz Molina. Las microhistorias

Por qué leer a Baroja

Por: | 12 de junio de 2014

El convento de Monsant (1916, ahora reeditada por Caro-Raggio) pertenece a una serie de veintitantas novelas que Pío Baroja publicó a lo largo de muchos años.

CaroRaggioLas protagoniza Eugenio de Aviraneta. Dicho así, El convento de Monsant parece disuasorio.

¿Para qué voy a leer una novelita si no me voy a acabar todas Memorias de un hombre de acción, esa serie de la que forma parte. Y esto es un error. Fue habitual en Baroja agrupar sus obras en trilogías, etcétera, por la afinidad o por los personajes.

Pero sus novelas se pueden leer sueltas, por separado. Es lo que yo recomiendo precisamente: para hacernos una idea a tientas de lo que fue un edificio imponente. No se trata de ver toda una ciudad, sino de disfrutar de esta filigrana que hay en esta esquina, en este rincón.

No te pierdes nada si luego no completas la serie: lo que haces es ganar un placer con esta o con aquella obra. Es como en la ciudad, si acudes a las catacumbas de París pero no visitas la Torre Eiffel, ¿qué pierdes? Léanla, por Dios. Lean El convento de Monsant por ustedes: para disfrutar de lo lindo. Que yo haya firmado el prólogo es asunto muy secundario.

 

¿Qué imagen tenemos de Baroja? Pues de la de un hombre de tertulias y de librerías de viejo, la de un erudito conocedor y lector. ¿Acaso no fue ese su destino? No buscó otra cosa: tener un buen círculo de amigos y hallar piezas bibliográficas que le abrieran el mundo. ¿Desdeñó la acción, la aventura? En absoluto, sus obras son, entre otras cosas, eso mismo: un canto al individuo corajudo capaz de emprender las aventuras más temerarias.

Los literatos son, por lo común, gentes sedentarias, personas muy aferradas a sus gabinetes, a sus despachos, a sus escribanías. Es allí en donde imaginan geografías distantes, lugares remotos que ponen en riesgo a quienes se aventuran, a sus personajes. ¿Qué hace Baroja y qué hacen tantos y tantos escritores? Pues conjeturar con un mundo que les resulta ajeno, pero al que les agradaría pertenecer o incluso lo que hacen es verbalizar el miedo que esa geografía remota les produce.

Un hombre de acción es un individuo con coraje, alguien que dispone de virtudes, alguien que carece de las prevenciones usuales del hombre medio. El hombre de acción no se queda quieto, emprende todo tipo de aventuras por afán descubridor, por apetito económico o por el simple placer de viajar y conocer.

Baroja fue hombre de tertulia y de librerías de viejo, cierto. Pese a lo que pueda parecer, una figura de estas características no está tan lejos del hombre de acción: lo imagina, se imagina en su piel, se piensa en sus lances y avatares. Por otro lado, la tertulia es un núcleo de sociabilidad. Quienes a ella acuden traen noticias o chismorreos, especies que se cuentan, cosas que ellos mismos han visto, mentiras, exageraciones.

En realidad, los contertulios o los novelistas remiendan el mundo entre sorbo y sorbo de cafés, licores o tés. Dicho en otros términos, la tertulia es el lugar del descanso para el hombre de acción. Como tantas veces en Joseph Conrad, por ejemplo, la tertulia es la excusa para contar la novela que vamos a leer. Baroja, que fue un lector voraz de la literatura anglosajona, concibe sus diálogos en términos parecidos: los personajes habla y se cuentan cosas…

Se cuentan cosas porque han viajado. Baroja sobre todo fue un gran observador. Fue un fino analista de las conductas ajenas. Fue un estudioso de la especie humana (y lo digo en un sentido prácticamente darwinista). Baroja examina el entorno, sus condiciones naturales y las presenta en sus novelas con gran detalle y minuciosidad.

El convento de Monsant se desarrolla en la localidad mediterránea de Ondara, en la costa Elconventoalicantina. Está ambientada en los años veinte del Ochocientos. Pues bien, el narrador precisa con todo detalle esas condiciones naturales del territorio, del clima. ¿Para qué cosa? ¿Con qué fin? Con el propósito de hacernos una idea más o menos completa, enciclopédica y cabal de la localidad y de sus naturales. No es raro, no es infrecuente.

 Pensemos, por ejemplo, que Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, tiene páginas y páginas dedicadas a describirnos la fauna y la flora abisales. En los libros de viajes, la geografía es un personaje más de las novelas, no sólo es el marco de la acción es un agente que limita, que entorpece o que facilita la temeridad de los hombres, sus peripecias.

Hombres. Hay en esta novela (y no es la única) un personaje quizá extravagante. Me refiero a J. H. Thompson. O como lo conoceremos en la obra: Juan Hipólito Thompson. Baroja gusta mucho de los sujetos pintorescos, algo peculiar que nos reclama, algo que se sale de la norma y nos interpela.

Como otros anglosajones, Juan Hipólito Thompson hizo lo que para entendernos llamaremos el Grand Tour: emprender un viaje al Sur, al Mediterráneo, desde Grecia a España, en donde arraigó. Es un hombre de gran iniciativa, propiamente un culo de mal asiento, un individuo que recorre, atraviesa la Península, por ejemplo, aprendiendo cosas, recordando cosas que ignoraba saber y confirmando cosas que sabía de antemano.

El inglés nacido libre marcha por el mundo sin grandes reparos, pero observa ese mismo mundo con las anteojeras inevitables de su tiempo. Y por ello ve a los españoles, a los nativos, como gentes sanguíneas, nobles, broncas. El contrapunto de Aviraneta es muy interesante al matizar lo que Thompson ve o cree estar viendo. En realidad, la costa mediterránea se llenó de comerciantes ingleses e irlandeses que hicieron fortuna con el tráfico mercantil.

Una y otra vez estamos hablando de hombres. ¿Acaso en esta novela no hay mujeres? Sí, por supuesto, de gran iniciativa, de inteligencia sutil, pero relegadas a un segundo plano, como la sociedad de entonces imponía. Llegados a este asunto, la pregunta inevitable es: ¿acaso Baroja era un misógino? Sobre este asunto no tengo gran cosa que decir. Se ha abundado suficientemente sobre la misoginia o presunta misoginia de Pío Baroja.

Si el ideal del yo es el individuo aguerrido, aventurero e incluso temerario, las mujeres representan lo doméstico y la racionalidad, las cuentas y el bienestar. A ese tipo de mujer, Baroja no solía prestarle mucha atención. Pero hay otras damas de inteligencia estratégica que Baroja subraya… No trato de salvar al escritor. En El convento de Monsant, hay mujeres de mucha enjundia que alivian la estolidez de los varones militares o civiles de Ondara.

En todo caso, en este punto, su actitud no sería muy distante de la de Schopenhauer o Nietzsche. Es decir, hay que reconocer un papel muy ancilar, muy secundario de la mujer en Baroja. Hay que reconocerlo: no me voy a poner a asear al muerto. Mientras tanto, damas y caballeros, olviden sus prejuicios y disfruten de una folletín de altura, de una novela de acción, de un relato de aventura. Hay reflexiones sobre el Ejército, la Iglesia y esta fatalidad de ser español.

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Para más abundamiento:

Francisco Fuster, Baroja y España. Un amor imposible. Madrid, Fórcola, 2014

Arturo Pérez-Reverte, ay

Por: | 11 de junio de 2014

Hay algo de dolor, de herida, de raja mal curada en Arturo Pérez-Reverte, algo que supura y escuece. LasombradelaguilaComo si el escritor fuera alguien poco querido que demandara más cariño. Como si el autor fuera un hijo de familia multitudinaria que exigiera atención. Esto es una especulación, pero tanta demanda tiene que ser una lesión antigua.

Cada vez que escribe en Twitter se muestra como un personaje retador, achulapado y grosero. Aquí me tenéis, granujas, gilipollas. Aquí estoy yo, soplapollas. Ese es el estilo. Para quien ha sido reportero de guerra no es gran cosa. En las contiendas, las finuras se pierden y los cojones son lo que se saca.

Es por eso por lo que Pérez-Reverte explota sus personaje de reportero curtido, baqueteado. ¿Qué me vas a decir a mí, tonto el culo? Yo estuve en los Balcanes. Yo estuve en Irak. ¿Me vas a venir a mí con mariconadas? Yo sobreviví a tiros, explosiones, disparos, detonaciones. No me toques los huevos. Yo sobreviví mientras tú estabas tocándote la pirindola en el Madrid otoñal.

¿Y qué dice Javier Marías de todo esto? ¿Admira, acaso, al hombre-hombre? Pero si Pérez-Reverte es un mariconazo. Si sólo se atreve con los débiles, si sólo la emprende con los frágiles. Había que hacer el rendibú a Esperanza Aguirre (le había pagado una Expo), y Pérez-Reverte humillaba el hocico. ¿Qué hace Javier Marías en todo esto?

Pérez-Reverte es un personaje, de acuerdo. Quiero decir: se hace el tío, el guaperas, aquel que está a vuelta de todo, porque todo lo ha vivido ya. Pero esa máscara con la que se cubre no cae en gracia a muchos, salvo a sus hooligans. Que insulte, que suelte palabrotas, que se haga el broncas…, quizá les ponga a sus seguidores. A los demás nos deja fríos o al menos nos sorprende la mala educación de que es capaz.

Pero no es mala educación, es posición, es pose característica de un posturistas: el jaez que se gasta un pendenciero de cartón-piedra. Desea que se le lea, que se le escuche, que se le atienda y precisamente por eso da bocinazos y boinazos, algo muy español. Insisto: o es hijo único mal atendido o es un muchacho nacido en una familia numerosa.

Con ello, con su actitud,  quiere estar en el centro del debate o de la reyerta que allí se monta. Luego, cuando el señor ha encendido el patio de Twitter, cuando la gente está injuriando e injuriándose, el sr. Pérez-Reverte se despide. Durante todo el tiempo emplea un falso lenguaje cheli, un idioma de quinquis finos, de machos desenvueltos.

Cuando se cansa de mantener al personaje, se despide y los deja a todos con un palmo de narices. Se cree franco, feo y formal y sólo alcanza a tribulete con estudios.

¿Y cuando escribe novelas? Vamos a ver. Hay un leyenda urbana, aquella según la cual don Arturo Pérez-Reverte escribe muy bien. Que si se documenta, que si se informa, que si remeda el lenguaje del Siglo de Oro, que si copia y mejora el idioma popular, que si su prosa entretiene y conmueve.

Si se trata de remedar lo que ya está escrito, no dudo de su capacidad. Si me dejan seis meses, yo también escribo una novela con lenguaje ambientado en el siglo XVII. Ésa no es la cuestión. El asunto es que avanzamos en la ficción, desarrollamos el relato, rompemos esquema, orden, tiempo, sucesión. Repetir lo que ya está escrito o parodiar lo que ya fue concebido no nos lleva muy lejos.

De hecho, Pérez-Reverte no ha conseguido salir del Siglo de Oro. Sólo una novela, La sombra del águila (1993) me hizo reír, me hizo seguir. Aplaudía con las orejas. Mi padre, que desconfiaba de mis recomendaciones, se negó a leerla. Lástima, es su mejor obra.

Cuando ya estaba muy enfermo, mi padre me pidió que no le regalara más obras de Pérez-Reverte. Yo no trataba de convencerlo. Imaginaba simplemente que la ficción ligerita le animaría. Pues no.

Lo último que empezó a leer y dejó inacabado fue Enrique Vila-Matas. No me parecía una lectura recomendable, pero su diario tal vez le sacaría de su ensimismamiento. No fue posible. Ay.

 

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.

Por: | 10 de junio de 2014

HulaHoopLolitaUno. “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.”


Dos. Leemos en Young Americans (Punto de Vista Editores): "Las costumbres sexuales se relajan. Es entonces, en 1962, cuando otro joven de 34 años, un prometedor cineasta llamado Stanley Kubrick, estrena Young-americans-450x600Lolita. El estrépito, de nuevo, será grande. Y aunque la película modifica algunos de los aspectos más controvertidos de la novela homónima de Vladímir Nabokov, como la edad de la nínfula o lo expreso de las escenas sexuales, las relaciones entre una niña de 14 años y un profesor de mediana edad eran algo escandaloso para la moral de la época.

"¿Qué destapa Lolita? ¿Qué expone a la luz pública? ¿La sexualidad de los niños? No exactamente, pues eso ya lo había advertido Sigmund Freud a comienzos del siglo XX. Más bien lo que la película muestra es la atracción, el deseo sexual que los adultos, en especial los hombres, sienten hacia las adolescentes, hacia quienes ya tienen cuerpo de mujer pero mentalidad de niñas. ¿Pederastia?

"El sexo ya no es sólo cosa de adultos, tampoco es algo que se desarrolle en la intimidad de un cuarto o de una estancia: el sexo es una joven de 14 años –en la novela tiene 12– moviendo el Hula Hoop en el jardín y un adulto de origen europeo, Humbert Humbert, sucumbiendo ante Dolores Haze: Dolly o Lolita o Lo. Lolita es una nínfula ciertamente: “una niña demoníaca”, al decir del narrador, en la que se mezclan una “tierna y soñadora puerilidad” y una “especie de vulgaridad descarada”: una doncella que embruja, una muchachita que ejerce un atractivo sexual desde su propia inocencia perversa. ¿Inocencia perversa? ¿Dónde arraiga la perversidad? ¿En Humbert Humbert o en Lo?"


Tres. Lolita (París, 1955). Leer esta novela es acercarse a uno de los clásicos del siglo XX, gracias a Vladímir Nabokov y gracias a Stanley Kubrick y su versión cinematográfica (1962): una autoría no puede sacudirse la otra.

La novela se presenta bajo la forma de una memoria personal, la memoria de alguien aquejado de 'pederosis' (¿y por qué no pederastia o pedofilia?). Es un estudioso europeo nacido en París, de padre suizo, y de madre... La progenitora tiene un oscuro origen. No sabemos precisar si irlandés o inglés.

En cualquier caso, nuestras dudas y los datos del narrador son los suficientemente significativos: el protagonista masculino tiene un origen mestizo, oscuro, europeo, un tipo importado y afincado en los Estados Unidos.

La memoria relata principlamente el año de convivencia entre este europeo, al que conocemos por el nombre de Humbert Humbert (H H), y Dolores Haze (Dolly o también Lolita).

Lo es una nínfula, es decir, una "niña demoníaca", cuya edad oscilará entre los nueve y los catorce años. Sin querer o queriendo, Lo, Dolores, Dolly o Lolita ejerce un atractivo un atractivo sexual afectando inocencia perversa.

¿Dónde está la perversidad? En H H o en Lolita? El primer contacto sexual no tiene lugar hasta que Dolores lo desea, esto es, H H, no la fuerza.

Agraciado con una herencia , con una renta heredada de un tío americano propietario de una empresa de perfumes, H H acude a los Estados Unidos. Allí ejerce su profesión de estudioso literario, concretamente de la cultura francesa e inglesa. Finalmente se hospedará con Charlote Haze, con quien se casa: viuda y madre de Lolita.

Su boda es una artimaña para estar más cerca de Lolita. Un accidente providencial acaba con Lotte. H H podrá huir con Lolita, emprendiendo un viaje por la América profunda, de costa a costa.

Ese año de convivencia, que comienza en agosto de 1947, es placentero y finalmente delirante. Lolita desparece, presumiblemente secuestrada por Clare Quilty, un oscuro personaje al que H H ve reaparecer en distintos papeles. Parece haber sido médico, directos teatral de Lolita, etcétera.

Cuando en 1952, H H vuelve a encontrar a Lolita, ésta ha contraído matrimonio con un joven robusto pero simple. Está embarazada. A pesar de proponerle una huida, H H sabe que Lolita es irrecuperable. De hecho sabremos después que morirá como consecuencia del parto.

El final de la memoria es la búqueda y el encuentro de Clare Quilty y H H, que aspira a ejecutarlo. El profesor empuña una pistola deliberadamente freudiana (eso mismo nos lo dice)...

La novela es la historia de una degradación contada por él mismo, por el varón europeo occidental que queda trastornado por la América resuelta y obscena. La memoria está precedidda de un "prólogo" d eun tal "John Ray, jr, Doctor en Filosofía", que subraya los valores psiquiátricos, literarios y finalmente morales del libro de H H.

La novela queda a la postre matizada por un breve texto de Nabokov en el que relata la cronología de Lolita y de su gestación: sobre todo, un texto en el que Vladímir desmiente parte de las aseveraciones del prologuista, algo muy metaliterario.

En esta novela, que se tuvo que publicar en París, que provocó escándalo, que trastornó la moral de finales de los cincuenta, están los Estados Unidos. La Road Movie, el erotismo desenvuelto, las costumbres abiertas.

Presente Continuo

Sobre el blog

Un historiador echa un vistazo al presente. Éstas no son las noticias de las nueve. Pero a las nueve o a las diez hay actualidad, un presente continuo que sólo se entiende cuando se escribe: cuando se escribe la historia.

Sobre el autor

Justo Serna

es catedrático de la Universidad de Valencia. Es especialista en historia contemporánea. Colabora habitualmente en prensa desde el año 2000 y ha escrito varios libros y ensayos. Es especialista en historia cultural y ha coeditado volúmenes de Antonio Gramsci, Carlo Ginzburg, Joan Fuster, etcétera. De ese etcétera se está ocupando ahora.

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