por JUAN CRUZ, adjunto al director

Anoche viajé a Londres, con mi hija, que me va a ayudar en la traducción de una conversación importante para mí, y con Bernardo Pérez, uno de los fotógrafos que vive la aventura de EL PAIS desde la primera hora. Cuando nació EL PAIS mi hija tenía tres años y hablaba inglés, porque creció en ese idioma. Se acostumbró a cambiar de casa, porque entonces su padre se cambiaba de domicilio cada vez que le daba la ventolera, de modo que vivió al norte de Londres, al sur, en el este, en el oeste, siempre cerca de las oficinas desde la que este ex corresponsal enviaba sus crónicas.
Cuando salió EL PAIS yo estaba en Fleet Street, acababa de enviar una crónica desde Reuters, que era nuestra oficina entonces, y esperé en una esquina, en Bouvery Street, a que Julián Martínez, ahora compañero nuestro, desde hace años, me trajera un ejemplar del periódico, recién salido, pero con un día de retraso. Sobrio, aquel ejemplar estaba roto por las puntas, porque Julián lo había usado en el avión, para leer o para envolver, porque ya habían pasado veinticuatro horas, y aunque en ese instante el ejemplar se convertía en una reliquia para mí, a esa hora del día siguiente el papel prensa servía para lo que sirven los periódicos al día siguiente.
Han pasado más de treinta años, y anoche, después de haber aterrizado en el aeropuerto más chico de la Europa rica, el City de Londres, pasé por Fleet Street, unos días antes de que aquella mancheta que Julián me trajo como Alberti recibía el mapa de España en el exilio, y rememoré el aire de Londres, el momento que vivíamos, los olores de la corresponsalía que yo empezaba a ejercer, la vida entera.
Ahora escribo en Internet, con unas notas puedo pergeñar un artículo para el periódico, que llegaría instantáneamente a los sistemas de producción en la Redacción, si tuviera un problema económico o de cualquier carácter Josefa Gutiérrez tendría un sistema de ayuda como no hay otro en el mundo, y todo eso que ahora parece que también existió entonces es novedoso, la vida es tan distinta; en aquel tiempo José María Aranaz, que fue la primera persona que entró en EL PAIS -el segundo fue Camilo Valdecantos- después de los que lo fundaron, me trajo el primer salario, porque la Administración no sabía como hacerlo a través de las engorrosas transferencias de entonces, yo debía caminar con una radio al hombro de un lado para otro porque no había otro modo de saber las noticias y la de EL PAIS era una corresponsalía errante.
Recuerdo que un compañero de La Vanguardia, al que había ido a visitar, me dijo: "Lo tienes mal, chaval; yo descuelgo el teléfono y digo que soy de La Vanguardia y no hay Dios que no me conozca. Pero, ¿tú quién eres? ¿Quién sabe qué es EL PAIS?" Tenía razón, claro, en aquel instante. Han pasado los años y, modestia aparte, EL PAIS ya abre puertas y ventanas, y ahora, y esto es lo que rememoré anoche también con Walter Oppenheimer, el corresponsal de EL PAIS ahora, va a abordar un cambio que hace, por ejemplo, que aquella mancheta sea ahora, además, una mancheta con tilde.
Como si a EL PAIS los años le hubieran puesto un copete ortográfico, un apóstrofe, que diría su director-fundador, Juan Luis Cebrián, la tilde de la cabecera está dando que hablar casi tanto como el cambio propiamente dicho. Cambiar un periódico requiere unas agallas que, se lo decía el otro día a algunos actores de esta renovación, sólo se tienen de vez en cuando. Requiere tener los arrestos suficientes para considerar que algo que ya está bien hecho -como ciertos días, que decía Jorge Guillén- sea aún mejor, por fuera y por dentro, pero sobre todo por dentro.
Goyo Rodríguez, que es el nuevo responsable de toda la zona cultural del periódico, le decía ayer a unas personas que nos fueron a visitar, que lo que cambia es la mirada, y tiene razón: la mirada cambia, pero para que cambie la mirada tiene que cambiar hasta el traje de faena. Uno no mira lo mismo vestido que desnudo. Y en la nueva vestimenta está la tilde, que ustedes van a ver el mismo domingo.
Pero, ¿cómo es?, me preguntaba anoche Walter. Yo le dije algo que había escuchado por la mañana, en una reunión: "Es como la ceja de un redactor jefe" ¿De qué redactor-jefe?, me preguntó él. Ah, espera y mira, le dije, y seguimos cenando en un ambiente en el que yo no dije nada pero me mataba la nostalgia. Por la mañana, mi hija, que durmió en mi habitación, me dijo, sin saber de qué estaba escribiendo yo, mientras ella sorbía un zumo de naranja: "¿Te acuerdas? De niña yo leía mientras comía naranjas". Londres huele igual y el domingo tendremos tilde. También.