Si Firefly, el western galáctico de Joss Whedon, se hubiese rodado y emitido hoy en día, probablemente hubiésemos tenido serie para unos cuantos años (un lustro al menos, tampoco hay que abusar). Son tiempos buenos para las producciones de ciencia ficción y/o fantasía, lo que no quiere decir que sea ciencia ficción buena lo que tenemos ahora en la parrilla. Pero sí triunfa, entre el público y entre las cadenas, el entretenimiento hecho con cariño y pensando en un mínimo de calidad. Lo han demostrado Netflix, con producciones propias excelentes como Daredevil o Showtime con Penny Dreadful, y lo está intentando AMC con productos concretos como Into the Badlands (dejamos fuera The Walking Dead o Juego de Tronos, que están en otra liga). Y por supuesto Syfy de vez en cuando da en el clavo. Pero Firefly llegó con el inicio del nuevo milenio, en 2002. Series que han cambiado la historia de la televisión como The Wire o The Shield estaban entonces empezando. Otras fundamentales (cada una a su manera, que nadie se alarme) estaban asentándose, como Los Soprano, Alias o 24. No se hablaba todavía de la edad de oro de las series y el nicho de los dramas espaciales estaba saturado con la última entrega de Star Trek, la propuesta de Stargate o Farscape (ya ni se emitía Babylon 5).